EN EL QUE SE INVESTIGAN LAS CAUSAS PRINCIPALES DEL ERROR Y DE LAS DIFICULTADES EN LAS CIENCIAS, ASÍ COMO LOS FUNDAMENTOS DEL ESCEPTICISMO, DEL ATEÍSMO Y DE LA IRRELIGIÓN
POR
GEORGE BERKELEY
DEDICATORIA
Al muy honorable THOMAS, CONDE DE PEMBROKE, &c. Caballero de la nobilísima orden de la Jarretera y miembro del muy honorable Consejo privado de Su Majestad.
Señor:
Quizá os asombraréis de que una persona oscura, que no tiene el honor de ser conocido por vuestra señoría, se atreva a dirigirse a vos de este modo. Pero que un hombre que ha escrito algo con la intención de fomentar el conocimiento útil y la religión en el mundo elija a vuestra señoría como protector no parecerá extraño a quien no sea totalmente ajeno al estado actual de la Iglesia y de la cultura, y consecuentemente no desconozca el gran honor y apoyo que vos sois para ambas. Con todo, nada me habría llevado a ofreceros mi pobre trabajo, si no hubiese estado animado por la imparcialidad y natural bondad que constituyen una faceta tan destacada del carácter de vuestra señoría. Podría añadir, señor, que la gran ayuda y prodigalidad que os ha complacido mostrar hacia nuestra sociedad me hizo esperar que no os desagradaría patrocinar los estudios de uno de sus miembros. Estas consideraciones me llevaron a poner este tratado a los pies de vuestra señoría, y no porque ambicione que sea conocido, sino porque siento un sincero y profundo respeto por la sabiduría y la virtud que el mundo tan justamente admira en vuestra señoría.
Señor, vuestro más humilde y ferviente servidor,
GEORGE BERKELEY
NOTA.— dedicatoria fue suprimida en la edición B. Al mismo conde de Pembroke había dedicado también Locke su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690).
Lo que aquí hago público me ha parecido, después de una larga y minuciosa investigación, evidentemente verdadero, y su conocimiento, no carente de utilidad, en particular para aquellos que están inficionados por el escepticismo o necesitan una demostración de la existencia e inmaterialidad de Dios, o de la inmortalidad natural del alma. Deseo que el lector examine imparcialmente si esto es así o no. Pues el único éxito que deseo para lo que he escrito es que sea conforme a la verdad. Pero, con el fin de que ésta no padezca, suplico al lector que suspenda el juicio hasta que, por lo menos, haya leído una vez toda la obra con el grado de atención y reflexión que el asunto tratado parece merecer. Pues hay algunos pasajes que, tomados aisladamente, están muy expuestos (cosa que no pudo evitarse) a que se los malinterprete y a que se los acuse de las más absurdas consecuencias, que, sin embargo, después de una lectura completa, se verá que no se siguen de ellos. Y, del mismo modo, aunque se hiciese una lectura completa, pero de manera superficial, es muy probable que se interpretase mal lo que quiero decir. Pero me hago la ilusión de que al lector atento le resultará todo claro y obvio. Por lo que se refiere a las notas de novedad y singularidad que parece que algunas de las nociones siguientes conllevan, es innecesario, espero, hacer una defensa de ello. Quien rechace una verdad que se puede demostrar, sólo porque se conozca desde hace poco y sea contraria a los prejuicios de la humanidad, tiene que ser, con toda seguridad, o muy corto o estar muy poco familiarizado con las ciencias. Por eso pensé que era muy conveniente hacer este prólogo para prevenir, si es posible, las críticas precipitadas de cierto tipo de hombres que están demasiado dispuestos a condenar una opinión antes de haberla comprendido bien.
NOTA. —El prefacio fue suprimido en la segunda edición.
1. No siendo la filosofía otra cosa que el estudio de la sabiduría y de la verdad, se podría con razón esperar que aquellos que le han dedicado más tiempo y esfuerzo deberían disfrutar de una mayor tranquilidad y serenidad mental, de una mayor claridad y evidencia en el conocimiento, y estar menos perturbados que otros hombres por dudas y dificultades.
Sin embargo, vemos que la masa no culta de la humanidad que sigue la senda del simple sentido común y se rige por los dictados de la naturaleza se encuentra en su mayor parte tranquila y despreocupada. Nada que sea familiar les parece inexplicable o difícil de comprender. No se quejan de falta de evidencia en sus sentidos, y están totalmente fuera del peligro de convertirse en escépticos. Pero, tan pronto como nos separamos de los sentidos y del instinto para seguir la luz de un principio superior, para razonar, meditar y reflexionar sobre la naturaleza de las cosas, surgen miles de dudas en mientras mentes en relación con aquellas cosas que ni les nos parecía comprender totalmente. Por todas partes se descubren ante nuestros ojos prejuicios y errores de los sentidos; y al tratar de corregirlos por medio de la razón desembocamos, sin damos cuenta, en extrañas paradojas, dificultades e inconsistencias que se multiplican y nos desbordan, a medida que avanzamos en la especulación, hasta que, al fin, después de haber vagado por muchos intrincados laberintos, nos encontramos exactamente donde estábamos, o, lo que es peor, situados en un escepticismo desolador.
2. Se piensa que la causa de esto es la oscuridad de las cosas, o la debilidad e imperfección natural de nuestro entendimiento. Se dice[1] que las facultades que poseemos son escasas, y destinadas por la naturaleza al mantenimiento y comodidad de la vida y no a penetrar en la esencia y en la constitución interna de las cosas. Además, al ser la mente del hombre finita, no debe extrañarnos que cuando se ocupa de cosas que participan de la infinitud, se precipite en absurdos y en contradicciones, siendo luego incapaz de salir de ellos, pues es propio de la naturaleza de lo infinito no ser comprendido por lo que es finito.
3. Pero quizá seamos demasiado parciales con nosotros mismos al atribuir básicamente la imperfección a nuestras facultades, y no, más bien, al uso equivocado que hacemos de ellas. Cuesta trabajo suponer que deducciones correctas a partir de principios verdaderos nos lleven a consecuencias que no puedan mantenerse o que sean contradictorias. Debemos creer que Dios ha tratado a los hijos de los hombres de una forma más bondadosa que si les hubiese dotado de un fuerte deseo hacia un conocimiento que ha situado totalmente fuera de su alcance. Esto no estaría de acuerdo con los métodos habitualmente generosos de la Providencia, que, cualesquiera que sean los apetitos que haya puesto en las criaturas, dota generalmente a éstas de tales medios que, si se emplean correctamente, logran satisfacerlos. En general me inclino a pensar que la mayor parte de las dificultades, si no todas, que han distraído hasta ahora a los filósofos y les han cerrado el camino hacia el conocimiento se deben por completo a nosotros mismos, que primero levantamos una polvareda y luego nos quejamos de que no vemos.
4. Mi propósito, por lo tanto, es tratar de descubrir qué principios son los que han conducido a ese estado de duda e incertidumbre, a esos absurdos y contradicciones, en las diversas escuelas filosóficas, hasta el punto de que los hombres más sabios han pensado que nuestra ignorancia era incurable, al creer que surgía del embotamiento natural y de la limitación de nuestras facultades. Y, ciertamente, es una tarea que bien merece nuestro esfuerzo el llevar a cabo una estricta investigación sobre los primeros principios del conocimiento humano[2], analizarlos y examinarlos en todos sus aspectos; especialmente, en tanto que es posible que existan algunos fundamentos para sospechar que esos obstáculos y dificultades, que frenan y entorpecen la mente en su búsqueda de la verdad, no surgen de la oscuridad o complejidad (intricacy) de los objetos, o de una carencia natural del entendimiento, sino más bien de los falsos principios en los que se ha permanecido y que podrían haber sido evitados.
5. Por difícil y descorazonador que este intento pueda parecer, sobre todo al considerar cuántos hombres eminentes y extraordinarios me han precedido en la misma empresa, tengo, sin embargo, ciertas esperanzas, cuando considero que las visiones más amplias no son siempre las más claras y que el corto de vista se ve obligado a colocar el objeto más cerca y puede, quizá, darse cuenta, gracias a un examen más próximo y limitado, de lo que ha escapado a ojos mucho más perfectos.
6. Para preparar mejor la mente del lector, a fin de que comprenda más fácilmente lo que sigue, conviene, a modo de introducción, dejar establecidas ciertas premisas sobre la naturaleza y abuso del lenguaje. Pero el desarrollo de este tema me lleva, en cierta medida, a anticipar mi propósito, al tener que considerar lo que parece haber desempeñado un papel principal para hacer la especulación intrincada y confusa, y ha ocasionado innumerables errores y dificultades en casi todos los ámbitos del conocimiento. Esto consiste en la opinión de que la mente posee el poder de formar ideas abstractas o nociones de las cosas. Quien no sea un desconocedor total de los escritos y disputas de los filósofos, tiene que admitir que una gran parte de ellos está dedicada a las ideas abstractas. Se piensa que dichas ideas son, de forma especial, el objeto de las ciencias denominadas Lógica y Metafísica y de todo aquello que se considera como el saber más abstracto y sublime, en todo lo cual es difícil encontrar alguna cuestión tratada de tal modo que no se dé por supuesta su existencia en la mente, y que ésta las conoce bien.
7. Todos están de acuerdo en que las cualidades o modos de las cosas nunca existen realmente cada uno por sí mismo, ni separado de todos los otros, sino que están mezclados, del modo que sea, y reunidos varios en el mismo objeto. Pero se nos dice que la mente, al ser capaz de considerar cada cualidad singularmente, o separada (abstracted) de aquellas otras cualidades con la que está unida, forma, de esta manera, ideas abstractas. Por ejemplo, se percibe por la vista un objeto extenso, coloreado y que se mueve: al analizar la mente esta idea mixta o compuesta en las partes simples que la constituyen y al considerar cada una por sí misma, prescindiendo del resto, forma las ideas abstractas de extensión, color y movimiento. No es que sea posible que el color o el movimiento existan sin extensión, sino sólo que la mente puede formar por abstracción la idea de color sin la extensión, y la de movimiento sin el color y la extensión.
8. Además, como la mente ha observado que en las extensiones particulares percibidas por los sentidos existe algo común y semejante en todas ellas, y algunos oíros aspectos peculiares, como esta o aquella figura o magnitud, que las distinguen unas de otras, considera aparte o separa aquello que es común, formando a partir de ello una idea más abstracta de extensión, que ni es línea, superficie o sólido, ni tiene figura o magnitud, sino que es una idea separada totalmente de todas éstas. Del mismo modo, la mente, al dejar aparte en los colores particulares percibidos por los sentidos lo que distingue a unos de otros y al retener sólo aquello que es común a todos, forma la idea de color en abstracto, que no es ni rojo, ni azul, ni blanco, ni ningún otro color determinado.
Y, de la misma manera, al considerar el movimiento no sólo separado del cuerpo movido, sino también de la figura que describe y de todas las direcciones y velocidades particulares, forma la idea abstracta de movimiento, que conviene igualmente a todos los movimientos particulares que puedan ser percibidos por los sentidos.
9. Y del mismo modo que la mente forma ideas abstractas de cualidades o modos, logra, gracias a la misma precisión o separación mental, ideas abstractas de los seres más complejos, que incluyen varias cualidades coexistentes. Por ejemplo, como la mente ha observado que Pedro, Jaime y Juan se parecen entre sí en ciertas coincidencias de configuración y en otras cualidades, deja fuera de la idea compleja o compuesta que tiene de Pedro, Jaime o de cualquier otro hombre particular lo que es propio de cada uno, quedándose sólo con lo que es común a todos; y así forma una idea abstracta de la que participan por igual todas las ideas particulares, abstrayendo totalmente y prescindiendo de todas aquellas circunstancias y diferencias que podrían restringirla a una existencia particular. Y de este modo se dice que obtenemos la idea abstracta de hombre o, si se prefiere, de humanidad o naturaleza humana; en ella, es verdad, está incluido el color, porque no existe ningún hombre que no tenga color, pero, en tal caso, no puede ser ni blanco, ni negro, ni de ningún otro color particular, porque no hay ningún color particular del que participen todos los hombres. Igualmente está incluida la estatura, que ciertamente no es ni alta, ni baja, ni tampoco mediana, sino algo abstraído de todas ellas. Y así respecto de todo lo demás. Más aún, como hay gran variedad de otras criaturas que participan en algunos aspectos, aunque no en todos, de la idea compleja de hombre, la mente, dejando a un lado aquellos aspectos que son propios de los hombres y quedándose sólo con los que son comunes a todas las criaturas vivientes, forma la idea de animal, que prescinde no sólo de todos los hombres particulares, sino también de todas las aves, cuadrúpedos, peces e insectos. Los elementos que constituyen la idea abstracta de animal son cuerpo, vida, sensibilidad y movimiento espontáneo. Por cuerpo se entiende algo sin forma o figura particular alguna (ya que no existe una forma o figura común a todos los animales), un cuerpo que no esté cubierto de pelo, plumas, escamas, etc., ni tampoco desnudo, pues pelo, plumas, escamas y desnudez son propiedades distintivas de determinados animales, y por esa razón se dejan fuera de la idea abstracta. Por el mismo motivo, el movimiento espontáneo no tiene que ser ni andar, ni volar, ni reptar; es, no obstante, un movimiento, pero no es fácil concebir qué movimiento es ése.
10. Si otros poseen esta prodigiosa facultad de abstraer ideas, son ellos quienes mejor pueden decirlo. Por lo que a mí se refiere, encuentro, en efecto, que tengo una facultad de imaginar o representarme las ideas de aquellas cosas particulares que he percibido, y de componerlas y dividirlas de varias maneras. Puedo imaginar un hombre con dos cabezas, o la parte superior de un hombre unida al cuerpo de un caballo. Puedo considerar la mano, el ojo, la nariz, cada uno por sí mismo abstraído o separado del resto del cuerpo. Pero, en tal caso, cualquier mano u ojo que imagine debe tener alguna forma o color particular. Igualmente, la idea de hombre que yo me forme tiene que ser de un hombre blanco, negro o moreno, erguido o encorvado, alto, bajo o de mediana estatura. No puedo, por mucho que fuerce mi pensamiento, concebir la idea abstracta arriba descrita. Y me es igualmente imposible forma la idea abstracta de movimiento distinta del cuerpo que se mueve, y que no sea ni rápido ni lento, curvilíneo o rectilíneo; y lo mismo puede decirse de cualesquiera otras ideas generales abstractas. Para ser sincero, reconozco que soy capaz de abstraer en un sentido, por ejemplo cuando considero algunos elementos particulares o cualidades separados de otros que, aunque se encuentren unidos con ellos en algún objeto, es posible que puedan existir realmente sin ellos. Pero niego que sea capaz de abstraer una de otra, o de concebir separadamente, aquellas cualidades que es imposible que existan por separado; o que pueda formar una noción general haciendo abstracción de lo particular, de la manera antes dicha. Estas dos últimas son las acepciones propias de abstracción. Y existen fundamentos para pensar que la mayoría de los hombres reconocerán que se encuentran en mi caso. La generalidad de los hombres sencillos e iletrados nunca pretende abstraer nociones. Se dice que éstas son difíciles y que no se logran sin trabajo y estudio. Podemos, por tanto, concluir razonablemente que, en caso de que existan, están reservadas sólo a las personas instruidas.
11. Paso a examinar lo que puede alegarse en defensa de la doctrina de la abstracción y a tratar de descubrir qué es lo que inclina a los hombres especulativos a aceptar una opinión tan alejada del sentido común como parece ser ésta. Ha habido un filósofo, fallecido hace poco[3] y merecidamente apreciado, que sin duda le ha dado gran apoyo, pues al parecer pensaba que el tener ideas generales abstractas es lo que constituye la mayor diferencia entre el entendimiento del hombre y el del animal. «El tener ideas generales —dice— es lo que establece una perfecta distinción entre el hombre y los brutos y es una preeminencia que las facultades de los brutos no alcanzan de ningún modo. Pues es evidente que no observamos indicios en ellos de que hagan uso de signos generales para expresar ideas universales; esto nos da pie para imaginar que no tienen la facultad de abstraer o formar ideas generales, dado que no hacen uso de palabras o de cualquier otro tipo de signos generales». Y un poco después: «Por tanto, creo que podemos suponer que es en esto en lo que las especies animales se diferencian de los hombres y es esta diferencia peculiar la que los separa totalmente y la que finalmente produce un abismo tan grande. Pues si tienen alguna idea y no son simples máquinas (como algunos han creído), no podemos negar que tienen en alguna medida razón. Me parece tan evidente que algunos de ellos razonan en ciertos casos, como que tienen sentidos, pero sólo sobre ideas particulares tal como las reciben de sus sentidos. Los mejores de ellos están confinados dentro de esos estrechos límites y no tienen (según creo) la facultad de ampliarlos por ninguna clase de abstracción». Ensayo sobre el entend. hum., L. II, c. 11 seccs. 10 y 11.
Estoy totalmente de acuerdo con este docto autor en que las facultades de los brutos no pueden de ningún modo lograr abstraer. Pero si se hace de ésta la propiedad distintiva de aquella clase de animales, me temo que muchos de los que pasan por hombres deberían incluirse entre ellos. La razón que aquí se da de por qué no tenemos fundamento para creer que los brutos tienen ideas generales abstractas es que no observamos que empleen palabras y otros signos generales; esto se basa en la suposición de que el hacer uso de palabras implica tener ideas generales. De ello se sigue que los hombres que hacen uso del lenguaje son capaces de abstraer o generalizar ideas. Que éste es el sentido y la argumentación del autor se pondrá, además, de manifiesto cuando responda a la pregunta que en otro lugar plantea: «Puesto que todas las cosas que existen son particulares, ¿cómo obtenemos términos generales?» Su respuesta es: «Los términos se hacen generales cuando se convierten en signos de ideas generales». Ensayo sobre el entend. hum., L. III, c. 3 secc. 6. Pero parece que una palabra se convierte en general cuando se hace signo no de una idea general abstracta, sino varias ideas particulares, cualquiera de las cuales es sugerida [por la palabra] a la mente. Por ejemplo, cuando se dice el cambio de movimiento es proporcional a la fuerza impresa o que todo lo que posee extensión es divisible, estas proposiciones tienen que entenderse referidas al movimiento y a la extensión en general; y, sin embargo, no se sigue de ello que sugieran a mi pensamiento una idea de movimiento sin un cuerpo que se mueva, o sin una dirección determinada, o sin velocidad, o que yo tenga que concebir una idea general abstracta de extensión, que ni es línea, superficie o sólido, ni grande ni pequeña, ni negra, blanca o roja, ni de algún otro color determinado. Lo único que implica es que, sea cual sea el movimiento que considere, rápido o lento, perpendicular, horizontal u oblicuo, en cualquier objeto, el axioma referente a él es igualmente verdadero. Sucede lo mismo con el otro [axioma], respecto de cualquier extensión particular, tanto da que sea una línea, una superficie o un sólido, de esta o aquella magnitud o figura.
12. Observando cómo las ideas se hacen generales, podemos juzgar mejor cómo llegan a serlo las palabras. Y aquí hay que hacer notar que no niego en absoluto que existan ideas generales, sino sólo que haya ideas generales abstractas: pues en los pasajes anteriormente citados donde se mencionan las ideas generales, se supone siempre que se forman por abstracción, de la manera establecida en las seccs. 8 y 9. Ahora bien, si queremos atribuir un significado a nuestras palabras y hablar sólo de lo que podemos concebir, creo que reconoceremos que una idea que, considerada en sí mismo, es particular, se convierte en general cuando se la hace representar o sustituir (stand for) a todas las otras ideas particulares de la misma clase. Para aclararlo con un ejemplo: supongamos que un geómetra está demostrando el procedimiento para seccionar una línea en dos partes iguales. Traza, por ejemplo, una línea negra de una pulgada de largo. Esta línea particular en sí misma, es, sin embargo, general por su significación, pues según se utiliza ahí representa a todas las líneas particulares, cualesquiera que sean, de manera que lo que se demuestra de ella se demuestra de toda línea, o, en otras palabras, de una línea en general. Y de la misma manera que esta línea particular se hace general al convertirse en signo, igualmente el término línea, que, tomado de forma absoluta, es particular, al convertirse en signo se hace general. E igual que la primera debe su generalidad, no a ser el signo de una idea abstracta o general, sino el de todas las líneas rectas particulares que puedan existir, del mismo modo se debe pensar que la generalidad del último deriva de la misma causa, a saber, de las diversas líneas particulares que significa indistintamente.
13. Para dar al lector una visión más clara aún de la naturaleza de las ideas abstractas y de los usos para los que se piensa que son necesarias, voy a añadir un pasaje más, sacado del Ensayo sobre el entendimiento humano, que dice: «Las ideas abstractas no son tan obvias ni tan fáciles como las particulares para los niños o para las mentes no diestras aún. Si les parece así a los adultos, es sólo porque llegan a hacerse tales debido a un uso constante y familiar. Pues cuando reflexionamos con atención sobre ellas, encontramos que las ideas generales son ficciones e invenciones de la mente, que implican dificultades y no se nos ofrecen tan fácilmente como estamos inclinados a imaginar. Por ejemplo, ¿no se requiere esfuerzo y habilidad para formar la idea general de triángulo, que ciertamente no es una de las más abstractas, complejas y difíciles? Pues no tiene que ser ni de ángulos oblicuos ni rectos, ni equilátero, isósceles o escaleno, sino todos y ninguno a la vez. En efecto, una idea en la que se agrupan partes de varias ideas distintas e incompatibles (inconsistent) es algo imperfecto que no puede existir. Es verdad que la mente, en su estado imperfecto, necesita de tales ideas, y se apresura todo lo que puede para lograrlas, con miras a la comodidad en la comunicación y al aumento en el conocimiento, cosas ambas a las que está naturalmente muy inclinada. Pero, con todo, uno tiene razón para sospechar que tales ideas son signos de nuestra imperfección. Por lo menos esto basta para mostrar que las ideas más abstractas y generales no son las que la mente conoce primero, ni más fácilmente, ni sobre las que versa nuestro conocimiento en primer lugar». L. IV, c. 7, secc. 9. Si algún hombre tiene la facultad de formar en su mente una idea de triángulo como la aquí descrita, resulta vano pretender que, discutiendo con él, la abandone, ni me ocuparé de ello. Todo lo que deseo es que el lector reconozca de modo total y con certeza si tiene o no tal idea. Y me parece que ésta no es una tarea difícil de realizar para nadie, pues ¿hay algo más fácil para cualquiera que examinar sus propios pensamientos y tratar de ver si tiene allí o puede lograr tener una idea que se corresponda con la descripción que se ha dado aquí de la idea general de triángulo, que ni es oblicuo, ni rectángulo, ni equilátero, ni isósceles, ni escaleno, sino todo esto y nada a la vez?
14. Ya se han dicho aquí muchas cosas sobre la dificultad que las ideas abstractas implican y los esfuerzos y habilidad que se requieren para formarlas. Y se admite por todos que es necesario un gran esfuerzo y trabajo por parte de la mente para independizar de los objetos particulares nuestros pensamientos y elevarlos hasta esas sublimes especulaciones que versan sobre ideas abstractas. Parece, como consecuencia natural de todo ello, que algo tan difícil de lograr como la formación de ideas abstractas no es necesario para la comunicación, que resulta tan fácil y familiar a todo tipo de hombres. Pero se nos dice que si parecen obvias y fáciles a los adultos es sólo porque el uso constante y familiar las convierte en tales. Me gustaría saber ahora en qué momento los hombres se dedican a vencer esa dificultad y a proveerse de esas ayudas imprescindibles para la conversación. No puede ser ya de adultos, pues parece que no son conscientes de un esfuerzo tan costoso. Por tanto, sólo queda que sea tarea de la niñez. Y se reconocerá sin duda que la grande y compleja labor de formar nociones abstractas es dura tarea para tan tierna edad. ¿No cuesta trabajo imaginar que un par de chiquillos no puedan charlar sobre sus dulces y juguetes, ni sobre sus restantes baratijas, mientras no hayan acumulado innumerables incoherencias (inconsistencies) y formado así en sus ideas generales abstractas y las hayan unido nombre común que empleen?
15. Tampoco las considero ni un ápice más necesarias para el aumento del conocimiento que para la comunicación. Sé que es un punto sobre el que se ha insistido mucho, que todo conocimiento y demostración versan sobre nociones universales, en lo que estoy totalmente de acuerdo; pero no me parece que estas nociones se formen por abstracción del modo antes dicho; la universalidad, hasta donde yo puedo comprender, no consiste en la naturaleza o concepción absoluta, positiva, de algo, sino en la relación que guarda con los particulares significados o representados por ella; por cuya virtud ocurre que cosas, nombres o nociones que son por su propia naturaleza particulares, pasan a ser universales. Por eso, cuando demuestro una proposición cualquiera referente a triángulos, hay que suponer que considero la idea universal de triángulo. Esto no hay que entenderlo en el sentido de que pueda formar una idea de un triángulo que no sea ni equilátero, ni escaleno, ni isósceles, sino sólo que el triángulo particular que considero, no importa si de esta o aquella clase, sustituye y representa igualmente a todos los triángulos rectilíneos, y es, en este sentido, universal. Todo esto parece muy claro y no incluye ninguna dificultad en sí.
16. Pero aquí se podrá preguntar: ¿cómo podemos saber que una proposición es verdadera para todos los triángulos particulares, a no ser que primero la hayamos visto demostrada para la idea abstracta de triángulo, que conviene por igual a todos? Pues aunque se pueda demostrar que una propiedad conviene a algún triángulo particular, no se sigue de ello que pertenezca de igual manera a cualquier otro triángulo, que en otros aspectos no coincide con él. Por ejemplo, aunque haya demostrado que los tres ángulos de un triángulo rectángulo isósceles son iguales a dos rectos, no puedo, sin embargo, concluir que esta propiedad convenga a todos los otros triángulos que no tengan un ángulo recto ni dos lados iguales. Parece, sin embargo, que para estar seguros de que esta proposición es universalmente verdadera tenemos que, o bien hacer una demostración particular para cada triángulo concreto, cosa imposible, o, de una vez por todas, demostrarlo para la idea abstracta de triángulo, idea de la que participan todos los triángulos particulares indistintamente, y por la que son igualmente representados. A esto contesto que, aunque la idea que considero mientras hago la demostración sea, por ejemplo, la de un triángulo rectángulo isósceles, cuyos lados tienen una determinada longitud, puedo, no obstante, estar seguro de que se aplica a todos los otros triángulos rectilíneos, de cualquier clase o tamaño. Y esto es así porque ni el ángulo recto, ni la igualdad o la longitud determinada de los lados tienen que ver en absoluto con la demostración. Es verdad que el diagrama que tengo en la mente incluye todas esas particularidades, pero no se las menciona para nada en la prueba de la proposición. No se dice que los tres ángulos son iguales a dos rectos porque uno de ellos es un ángulo recto, o porque los lados que lo forman sean de la misma longitud. Esto muestra de modo suficiente que aunque el ángulo recto fuese oblicuo, y los lados, desiguales, la demostración seguiría siendo válida. Y es por esta razón por la que concluyo que es verdadero de cualquier triángulo oblicuángulo o escaleno lo que he demostrado de un triángulo rectángulo isósceles particular, y no porque haya demostrado la proposición considerando la idea abstracta de triángulo. Y debe reconocerse aquí que un hombre puede considerar una figura exclusivamente como triangular, sin prestar atención a las cualidades particulares de los ángulos o a las relaciones entre los lados. Hasta aquí se puede abstraer; pero esto no probará que pueda formarse una idea general abstracta contradictoria de triángulo. De igual modo podemos considerar a Pedro como hombre, o como animal, en tanto en cuanto no se tiene en cuenta todo lo que se percibe[4].
17. Sería asunto tan interminable como inútil seguir las huellas de los escolásticos, esos grandes maestros de la abstracción, a través de los múltiples e intrincados laberintos del error y de la discusión a los que parece haberlos llevado su doctrina de las naturalezas y nociones abstractas. Qué disputas y controversias y qué culta polvareda se han levantado en lo referente a estos temas y qué mejoras han surgido de ello para la humanidad son cosas demasiado claramente conocidas en la actualidad para que sea necesario insistir sobre ello.
Y estaría bien si los perniciosos efectos de esa doctrina afectasen sólo a aquellos que hacen profesión manifiesta de ella. Cuando los hombres consideran el gran esfuerzo, trabajo y talento dedicados durante tanto tiempo al cultivo y avance de las ciencias y que, a pesar de todo, la mayor parte de ellas permanecen llenas de oscuridad, incertidumbre y disputas que parecen no tener fin; y que, incluso las que se piensa que están basadas en las más claras y convincentes demostraciones contienen en sí paradojas totalmente incompatibles con el entendimiento humano; y que, tomadas en conjunto, sólo una pequeña parte de ellas proporciona como único beneficio a la humanidad el servirle de diversión inocente y de entretenimiento: ciertamente, la consideración de todo esto es capaz de lanzarlos a la desesperación y a un absoluto desprecio hacia todo estudio. Pero quizá esto pueda cesar si se revisan los falsos principios que han prevalecido en el mundo, entre los que no hay ninguno, pienso, que tenga mayor influencia sobre los pensamientos de los hombres especulativos que éste de las ideas generales abstractas.
18. Voy ahora a considerar el origen de esta idea dominante, que me parece ser el lenguaje. Y, ciertamente, la fuente de una opinión tan universalmente aceptada no podría haber sido algo de menor extensión que la razón misma. La verdad de esto se pone de manifiesto, además de por otras razones, también por la abierta confesión de los más cualificados mantenedores de las ideas abstractas, quienes reconocen que se han elaborado para nombrar; de lo que claramente se sigue que, si no existiese el lenguaje o los signos universales, nunca se habría pensado en la abstracción. Véase L. III, c. 6, secc. 39 y otros lugares del Ensayo sobre el entendimiento humano. Vamos, por ello, a examinar de qué modo las palabras han contribuido al origen de este error. En primer lugar, se piensa que todo nombre tiene o debería tener sólo una significación precisa y fija, lo que inclina a los hombres a pensar que existen ciertas ideas abstractas determinadas que constituyen la verdadera y exclusiva significación inmediata de cada nombre general. Y que por medio de estas ideas abstractas es como un nombre general pasa a significar cualquier cosa particular. Sin embargo, no existe tal significación única, precisa y determinada unida a un nombre general, pues todos ellos significan indistintamente gran número de ideas particulares. Todo lo cual se sigue evidentemente de lo que ya se ha dicho, y resultará claro a cualquiera, a poco que reflexione. A esto se objetará que todo nombre que tenga una definición estará por ello restringido exclusivamente a cierta significación. Se define, por ejemplo, un triángulo como superficie plana comprendida entre tres líneas rectas; por ello ese nombre se limita a denotar cierta idea y no otra. A esto respondo que en la definición no se dice si la superficie es grande o pequeña, negra o blanca, ni si los lados son largos o cortos, iguales o desiguales, ni qué ángulos forman; en todo lo cual puede haber gran variedad, y, en consecuencia, no hay una única idea determinada que limite la significación de la palabra triángulo.
Una cosa es otorgar siempre un nombre a la misma definición y otra hacerle representar en todo lugar la misma idea; lo uno es necesario; lo otro, inútil e impracticable.
19. Pero, para explicar mejor cómo las palabras llegaron a originar la doctrina de las ideas abstractas, debe tenerse en cuenta que es una opinión admitida que el lenguaje no tiene más finalidad que comunicar nuestras ideas, y que cada nombre significativo representa una idea. Siendo esto así y siendo igualmente cierto que los nombres que se consideran de algún modo significativos no siempre denotan ideas particulares concebibles, se concluye directamente que representan nociones abstractas. Que hay muchos nombres empleados por los hombres especulativos que no siempre sugieren a otros ideas particulares determinadas es algo que nadie negará. Y un poco de atención nos mostrará que no es necesario (incluso en los razonamientos más estrictos) que los términos significativos que representan ideas deban producir en el entendimiento, siempre que se empleen, las ideas a las que representan: al leer y al razonar, los nombres se emplean, en la mayoría de los casos, como las letras en álgebra, donde, aunque cada letra designe una cantidad particular, no se necesita para proceder correctamente que a cada paso cada letra sugiera a nuestro pensamiento esa cantidad particular cuya representación le fue asignada.
20. Además, la comunicación de las ideas designadas por las palabras no es el principal ni el único fin del lenguaje, como se supone comúnmente. Existen otros fines, como despertar ciertas pasiones, incitar a una acción o disuadirnos de ella, disponer el ánimo en cierto sentido; en estos casos, la comunicación de las ideas es simplemente un instrumento, y algunas veces se omite por completo cuando tales fines pueden obtenerse sin ella, como creo que a menudo sucede en el uso familiar del lenguaje. Pido al lector que reflexione y vea si no ocurre frecuentemente que, al oír o leer un discurso, las pasiones de temor, amor, odio, admiración, desprecio y otras semejantes surgen de modo inmediato en su mente al percibir ciertas palabras, sin que se interpongan ideas. Ciertamente, al principio las palabras podrían haber ocasionado ideas adecuadas para producir aquellas emociones; pero, si no me equivoco, nos encontramos que cuando el lenguaje se hace familiar, al oír los sonidos o a la vista de los caracteres, a menudo surgen inmediatamente aquellas pasiones que necesitaban al principio para producirse la intervención de las ideas, que ahora se omiten por completo. ¿No podemos, por ejemplo, ser afectados con la promesa de algo bueno, aunque no tengamos idea de lo que es? O ¿no es suficiente para que surja el temor estar amenazado por un peligro, aunque no pensemos que nos vaya a suceder algún mal concreto, ni nos formemos una idea de peligro en abstracto? Si alguien ha reflexionado un poco por su cuenta sobre lo que se ha dicho, creo que le parecerá evidente que los nombres generales se usan a menudo, en un lenguaje correcto, sin que el hablante los considere como signos de sus propias ideas, que quisiera hacer surgir en la mente del oyente. Incluso los mismos nombres propios no parece que siempre se pronuncien con la intención de producimos las ideas de los individuos que se supone designan. Por ejemplo, cuando un escolástico me dice «lo ha dicho Aristóteles», todo lo que a mi modo de ver quiere lograr con ello es inclinarme a aceptar su opinión, con la deferencia y sumisión que la costumbre ha unido a tal nombre. Y este efecto puede producirse de un modo tan inmediato en las mentes de aquellos que están acostumbrados a someter su juicio a la autoridad de dicho filósofo en tal grado que es imposible que pueda precederle una idea de mi persona, escritos o fama[5]. Podrían darse innumerables ejemplos de esta clase, pero ¿para qué voy a insistir en aquellas cosas que la experiencia de cada uno, sin duda alguna, sugerirá abundantemente?
21. Pienso que hemos mostrado la imposibilidad de tener ideas abstractas. Hemos considerado lo que se ha dicho sobre ellas por sus defensores más capacitados, y hemos intentado mostrar que no sirven para ninguno de aquellos fines para los que se las cree necesarias. Y, finalmente, hemos seguido su pista hasta el manantial del que provienen, que parece ser el lenguaje. No puede negarse que las palabras tienen gran utilidad, en tanto que, por medio de ellas, todo ese almacén de conocimientos, adquiridos gracias a los esfuerzos unidos de los investigadores de todas las épocas y naciones, puede ser abarcado y poseído por una sola persona. Pero, al mismo tiempo, debe admitirse que la mayoría de los campos del conocimiento se han complicado y oscurecido por el abuso de las palabras y de las formas generales del habla en las que se expresan[6]. Y así, puesto que las palabras tienen tal propensión a imponerse al entendimiento[7], trataré, cualesquiera que sean las ideas que considere, de tomarlas en su simplicidad y desnudez, apartando de mis pensamientos, hasta donde sea capaz, aquellos nombres que el uso prolongado y continuo ha unido a ellas han estrechamente; de esto espero que se deriven las siguientes ventajas.
22. Primero, tendré la seguridad de librarme de todas las controversias puramente verbales; el surgimiento de tal maleza ha sido en casi todas las ciencias un obstáculo importante para el crecimiento del verdadero y sano conocimiento. En segundo lugar, parece que es un procedimiento seguro para escabullirme de esa fina y sutil red de las ideas abstractas que, desgraciadamente, ha confundido y embrollado las mentes de los hombres, y eso con esta circunstancia especial, que cuanto más excelente y más inquisitiva era la inteligencia de un hombre, tanto más profundamente estaba inclinada a caer en la trampa y más firmemente era retenida en ella. En tercer lugar, en tanto limite mis pensamientos a mis propias ideas, despojadas de palabras, no veo cómo puedo equivocarme con facilidad. Los objetos que considero, los conozco clara y adecuadamente[8]. No puedo engañarme creyendo tener una idea que no tengo. No me es posible imaginar que alguna de mis propias ideas son semejantes o distintas, cuando realmente no lo son. No se necesita más que una percepción atenta de lo que pasa en nuestro propio entendimiento para ver qué ideas están comprendidas en una idea compuesta y cuáles no.
23. Pero el logro de todas estas ventajas presupone una total liberación del engaño de las palabras, liberación que apenas me atrevo a prometerme a mí mismo, pues es una cosa sumamente difícil disolver una unión que empezó tan pronto y fue confirmada por tan larga costumbre, como es la existente entre palabras e ideas. Esta dificultad parece haberse acrecentado en gran manera por la doctrina de la abstracción. Pues, mientras los hombres pensaron que las ideas abstractas estaban unidas a las palabras, no es extraño que empleasen términos en lugar de ideas, ya que ha resultado imposible dejar de lado la palabra y retener en la mente la idea abstracta, que en sí misma era totalmente inconcebible. Me parece que ésta es la causa principal por la que aquellos hombres que han recomendado a otros con tanto énfasis que dejasen de lado en sus meditaciones todo empleo de palabras y contemplasen sus ideas desnudas no han logrado conseguirlo ellos mismos. Últimamente muchos han sido muy conscientes de las absurdas opiniones y disputas carentes de sentido que surgen del abuso de las palabras[9]. Y para remediar tales daños nos aconsejan certeramente que prestemos atención a las ideas significadas y las apartemos de las palabras que las significan. Pero, por bueno que sea este consejo que han dado a otros, está claro que no han podido tenerlo ellos mismos en la debida consideración, en tanto que pensaron que el único uso inmediato de las palabras era expresar ideas y que la significación inmediata de todo nombre general era una idea abstracta determinada.
24. Pero, como ya se sabe que éstos son errores, se puede con gran facilidad evitar que las palabras se nos impongan. Quien sabe que no tiene más que ideas particulares, no se romperá la cabeza inútilmente a fin de encontrar y concebir la idea abstracta unida a cualquier nombre. Y el que sabe que los nombres no siempre son representativos, se ahorrará el trabajo de buscar ideas donde no las hay. Por consiguiente, sería deseable que cada uno se esforzase al máximo para lograr una visión clara de las ideas que considera, separando de ellas todo ese ropaje y estorbo de las palabras, que tanto contribuyen a obnubilar el juicio y distraer la atención. En vano extendemos nuestra mirada a los cielos y escudriñamos las entrañas de la tierra; en vano consultamos los escritos de los hombres cultos y rastreamos las oscuras huellas de la antigüedad; sólo necesitamos descorrer el velo de las palabras para contemplar el bellísimo árbol del conocimiento, cuyo fruto es excelente y está al alcance de nuestra mano.
25. A no ser que procuremos liberar los primeros principios del conocimiento humano del estorbo y el engaño de las palabras, podríamos hacer infinitos razonamientos basados en ellos sin ningún fin. Podríamos obtener consecuencias de consecuencias, sin saber más que antes. Por muy lejos que vayamos, lo único que conseguiremos será perdemos irremediablemente y enredarnos cada vez más en dificultades y equivocaciones. Por ello suplico a quienquiera que tenga intención de leer las páginas siguientes que tome mis palabras como simple ocasión para pensar por sí mismo, y que se esfuerce en lograr, al leerlas, la misma serie de pensamientos que tuve yo al escribirlas. De este modo le será más fácil descubrir la verdad o falsedad de lo que digo. Estará fuera de todo peligro de ser engañado por mis palabras y no veo cómo podría caer en el error si considera sus propias ideas desnudas y sin disfraces.
PARTE I
1. Es evidente para cualquiera que dirija su atención hacia los objetos del conocimiento humano que éstos son, o bien ideas actualmente impresas en los sentidos, u otros que se perciben atendiendo a las pasiones y operaciones de la mente, o, por último, ideas formadas con ayuda de la memoria y de la imaginación, bien sea componiendo, dividiendo o simplemente representándose las percibidas originariamente de las maneras antes dichas[1]. A través de la vista tengo las ideas de luz y de los colores, con sus diversos grados y variaciones. Por el tacto, percibo, por ejemplo, lo duro y lo blando, el calor y el frío, el movimiento y la resistencia, así como las diferencias en más y en menos, tanto respecto a la cantidad como en cuanto al grado. El olfato me proporciona olores; el paladar, sabores; y el oído transmite sonidos a la mente, en toda su variedad de tono y composición. Y, al observar que varias de estas [ideas] van acompañadas unas de otras, se acaba por designarlas con un nombre, y de este modo se las considera una sola cosa. Así, por ejemplo, al haberse observado que cierto color, sabor, olor, figura y consistencia van juntos, se les considera una cosa distinta, designada con el nombre de manzana. Otros conjuntos de ideas constituyen una piedra, un árbol, un libro y otras cosas igualmente sensibles; dichas cosas, según sean agradables o desagradables, excitan las pasiones de amor, odio, alegría, pesadumbre, etc.
2. Pero, además de toda esa interminable variedad de ideas u objetos de conocimiento, existe igualmente algo que los conoce o percibe y que ejerce diversas operaciones sobre ellos, como querer, imaginar, recordar. A este ser percipiente, activo, es al que llamo mente, espíritu, alma o yo mismo. Por estas palabras no denoto ninguna de mis ideas, sino algo totalmente distinto de ellas, en donde existen, o, lo que es igual, por medio de lo cual son percibidas; pues la existencia de una idea consiste en ser percibida.
3. Todo el mundo admitirá que ni nuestros pensamientos ni las pasiones o ideas formadas por nuestra imaginación existen sin la mente[2]. Y no parece menos evidente que las diversas sensaciones o ideas impresas en los sentidos, de cualquier modo que estén unidas o combinadas (es decir, cualesquiera que sean los objetos que formen) no pueden existir de otra manera que en una mente que las perciba. Pienso que podrá lograrse un conocimiento intuitivo de esto por cualquiera que considere lo que significa el término existir cuando se aplica a las cosas sensibles. Digo que la mesa sobre la que escribo existe, es decir, la veo y la palpo; y, si estuviera fuera de mi despacho, diría que existe, queriendo dar a entender con ello que, si estuviese en el despacho, podría percibirla, o que algún otro espíritu la percibe actualmente. Había un olor, esto es, se olía; había un sonido, es decir, se oía; un color o una figura, y se percibía por la vista o el tacto. Esto es todo lo que puedo entender por estas y otras expresiones semejantes. Porque, respecto a lo que se dice de la existencia absoluta de cosas no pensantes sin ninguna relación con su ser percibidas, parece totalmente ininteligible. Su esse es percipi, y no es posible que tengan existencia alguna fuera de las mentes o cosas pensantes que las perciben.
4. Es, en verdad, una opinión que prevalece de manera sorprendente entre los hombres el que las casas, montañas, ríos y, en una palabra, todos los objetos sensibles, poseen una existencia natural o real, distinta de su ser percibidos por el entendimiento. Pero, por grande que sea la seguridad y aquiescencia con que este principio es considerado en el mundo, quienquiera que crea necesario ponerlo en tela de juicio puede, si no me equivoco, darse cuenta de que envuelve una contradicción manifiesta. Pues ¿qué son los mencionados objetos sino las cosas que percibimos por los sentidos? ¿Y qué percibimos además de nuestras propias ideas o sensaciones? ¿Y no es totalmente contradictorio que cualquiera de éstas o una combinación de las mismas pueda existir no percibida?
5. Si examinamos esta afirmación detalladamente, quizás encontraremos que en el fondo depende de la doctrina de las ideas abstractas. En efecto, ¿puede haber un esfuerzo más sutil de abstracción que distinguir la existencia de los objetos sensibles de su ser percibidos, hasta el punto de concebir que existan sin ser percibidos? La luz y los colores, el calor y el frío, la extensión y las figuras, en una palabra, las cosas que vemos y sentimos, ¿qué son sino sensaciones, nociones, ideas o impresiones en los sentidos? ¿Y es posible separar, incluso en el pensamiento, cualquiera de ellos de la percepción? Por mi parte, podría fácilmente dividir en mis pensamientos o concebir separadas unas de otras aquellas cosas que, quizá, nunca percibo por los sentidos divididas de tal modo. Así imagino el tronco de un cuerpo humano sin sus miembros o concibo el olor de una rosa sin pensar en la rosa misma. Hasta aquí no negaré que soy capaz de abstraer, si esto puede denominarse con propiedad abstracción, que abarca sólo el concebir separadamente ciertos objetos que es posible que puedan realmente existir o ser actualmente percibidos de forma separada. Pero mi poder de concebir o imaginar no se extiende más allá de la posibilidad de existencia real o percepción. De la misma manera que es imposible que vea o sienta algo sin una sensación actual de esa cosa, es igualmente imposible que conciba en mis pensamientos ninguna cosa sensible u objeto, distinto de la sensación o percepción de él[3].
6. Algunas verdades son tan próximas y obvias a la mente, que lo único que se necesita es abrir los ojos para verlas. De tal clase creo que es ésta tan importante, a saber, que todo el coro del cielo y lo contenido en la tierra, en una palabra, todos esos cuerpos que componen la poderosa estructura del mundo, no tienen ninguna subsistencia sin una mente; que su ser es ser percibidos o conocidos; que, por consiguiente, mientras no son actualmente percibidos por mí, o no existen en mi mente ni en la de algún otro espíritu creado, entonces, o bien no tienen existencia en absoluto, o bien subsisten en la mente de algún otro Espíritu eterno, pues es totalmente ininteligible e implica todo el absurdo de la abstracción atribuir a cualquier parte singular de ellos una existencia independiente de un espíritu. Para convencerse de esto, el lector sólo necesita reflexionar y tratar de separar en sus propios pensamientos el ser[4] de una cosa sensible de su ser percibida[5].
7. De lo que se ha dicho se sigue que no existe ninguna otra substancia que el espíritu, o lo que percibe. Pero para una prueba[6] más completa de este punto hay que tener en cuenta que las cualidades sensibles son el color, la figura, el movimiento, el gusto, el tacto y otras semejantes, esto es, las ideas percibidas por los sentidos. Ahora bien, para una idea, existir en una cosa no percipiente es una contradicción manifiesta; pues tener una idea es lo mismo que percibir. Por consiguiente tiene que percibirlas aquello en lo cual existen el color, la figura y las restantes cualidades; de ahí que no pueda existir una substancia no pensante o substratum de esas ideas.
8. Pero se dirá que, aunque las ideas mismas no existan sin la mente, quizá podría haber cosas semejantes a ellas, de las que son copias o semejanzas, cosas que existen con independencia de la mente en una substancia no pensante. Respondo que una idea sólo puede asemejarse a una idea; un color o figura sólo puede parecerse a otro color o figura. Si reflexionamos, aunque sólo sea un poco, sobre nuestros propios pensamientos, encontraremos que nos es imposible concebir una semejanza a no ser exclusivamente entre nuestras ideas. Además, pregunto si esos supuestos originales o cosas externas, de los que nuestras ideas son imágenes o representaciones, son ellas mismas perceptibles o no. Si lo son, entonces son ideas y habremos ganado la causa; pero, si se contesta que no, reto a cualquiera a que diga si tiene sentido afirmar que un color es semejante a algo que es invisible; que lo duro o lo blando se parecen a algo que es intangible, y así sucesivamente.
9. Hay algunos que hacen una distinción entre cualidades primarias y secundarias[7] por las primeras entienden la extensión, la figura, el movimiento, el reposo, la solidez o impenetrabilidad y el número; por las últimas designan todas las restantes cualidades sensibles, como colores, sonidos, sabores, etc. Reconocen que las ideas que tenemos de éstas son semejanzas de algo que existe sin la mente o sin ser percibido; pero aceptan que nuestras ideas de las cualidades primarias son modelos (patterns) o imágenes de cosas que existen independientemente de la mente en una substancia no pensante que llaman materia. Por materia, pues, debemos entender una substancia inerte e insensible en la que subsisten realmente la extensión, figura y el movimiento. Pero es evidente, a partir de que ya hemos mostrado, que la extensión, la figura y movimiento son sólo ideas que existen en la mente que una idea no puede parecerse más que a otra idea y, consecuentemente, ni ellas ni sus arquetipos pueden existir en una substancia no percipiente. Por lo cual está claro que la noción misma de lo que se denomina materia o substancia corpórea entraña en sí una contradicción[8].
10. Los que afirman que la figura, el movimiento y las restantes cualidades primarias u originales existen sin la mente en substancias no pensantes, reconocen al mismo tiempo que los colores, sonidos, el calor, el frío y demás cualidades secundarias no, pues nos dicen que éstas son sensaciones existentes sólo en la mente, dependientes de y originadas por los distintos tamaños, estructura y movimiento de las diminutas partículas de materia. Consideran que ésta es una verdad indudable que pueden demostrar sin excepción. Ahora bien, si es cierto que esas cualidades originales están inseparablemente unidas con las otras cualidades sensibles y no se pueden ni mentalmente separar de ellas, se sigue claramente que existen sólo en la mente. Mas deseo que cada uno reflexione y trate, si puede, de concebir, por medio de una abstracción mental, la extensión y el movimiento de un cuerpo sin todas las otras cualidades sensibles. Por mi parte, veo con toda evidencia que no está en mi poder formar una idea de un cuerpo extenso y dotado de movimiento (moved)[9] sino que debo darle además algún color y otras cualidades sensibles que se acepta que existen sólo en la mente. En resumen, extensión, figura y movimiento son inconcebibles separados de todas las otras cualidades. Por tanto, donde existen las otras cualidades sensibles, allí tienen que existir también éstas, a saber, en la mente y no en algún otro sitio.
11. Además, se admite que grande y pequeño, rápido y lento no existen con independencia de la mente, ya que son totalmente relativos y cambian según varía la estructura o posición de los órganos de los sentidos. Por tanto, la extensión que existe sin la mente no es grande ni pequeña, el movimiento no es ni rápido ni lento, es decir, no son en absoluto. Pero se dirá que existe la extensión en general, y el movimiento en general; vemos, de este modo, hasta qué punto la creencia en substancias extensas y dotadas de movimiento, existentes sin la mente, depende de esa extraña doctrina de las ideas abstractas. Y aquí no puedo dejar de señalar de qué manera tan estrecha se asemeja la vaga e indeterminada descripción de la materia o substancia corpórea, en la que se han precipitado los filósofos modernos guiados por sus propios principios, a aquella anticuada y tan ridiculizada noción de materia prima, que se encuentra en Aristóteles y en sus seguidores. La solidez no puede concebirse sin extensión; y, puesto que ya se ha mostrado que la extensión no existe en una substancia no pensante, lo mismo debe también ser verdad de la solidez.
12. Que el número es totalmente una invención de la mente, incluso aunque se admita que las otras cualidades existen independientemente, parecerá evidente a cualquiera que considere que a la misma cosa se le aplica diferente denominación numérica según la mente la considere bajo distintos aspectos. Por eso, la misma extensión es una, o tres, o treinta y seis, según la mente la considere en relación a una yarda, un pie o una pulgada. El número es tan claramente relativo y dependiente del entendimiento humano que resulta raro pensar cómo puede alguien otorgarle una existencia absoluta independiente de la mente. Decimos un libro, una página, una línea; todas ellas son igualmente unidades, aunque algunas contengan varias de las otras. Y en cada ejemplo está claro que la unidad hace referencia a alguna combinación particular de ideas, arbitrariamente unidas por la mente.
13. Sé que algunos mantienen que la unidad es una idea simple o no compuesta, que acompaña en la mente a todas las otras ideas[10]. No encuentro que tenga una idea tal que responda al término unidad y, si la tuviera, pienso que tendría por fuerza que encontrarla. Ciertamente debería ser la más familiar a mi entendimiento, puesto que se dice que acompaña a todas las demás ideas y se percibe en todas las modalidades de la sensación y de la reflexión. En una palabra, es una idea abstracta.
14. Añadiré aún que, del mismo modo que los filósofos modernos prueban que ciertas cualidades no tienen existencia en la materia, o sin la mente, lo mismo puede probarse igualmente de todas las otras cualidades sensibles. Pues se dice, por ejemplo, que el calor y el frío son sólo afecciones de la mente y que no son en absoluto modelos de cosas reales existentes en las sustancias corporéas que la producen, ya que el mismo cuerpo que una mano encuentra frío a otra le parece caliente. Ahora bien, ¿por qué no vamos a argumentar igualmente que la figura y la extensión no son modelos o semejanzas de cualidades existentes en la materia, dado que parecen distintas al mismo ojo en diferentes posiciones o a ojos de diferente configuración en la misma posición, y no pueden, por tanto, ser las imágenes de nada establecido y determinado con independencia de la mente? Además, está probado que el dulzor no se halla realmente en la cosa sápida, porque, aunque la cosa permanezca inalterada, el dulzor se transforma en amargor, como ocurre en casos de liebre u otras anomalías del gusto. ¿No es razonable decir que el movimiento no existe sin la mente, puesto que, si la sucesión de ideas en la mente se hace más lenta, se reconoce que el movimiento aparecerá más lento, sin que se haya producido alteración alguna en ningún objeto externo?
15. En resumen, cualquiera que considere aquellos argumentos que se piensa que prueban de modo manifiesto que los colores y sabores existen sólo en la mente, encontrará que con la misma fuerza se pueden emplear para probar lo mismo de la extensión, la figura y el movimiento. Aunque hay que confesar que esta manera de argumentar prueba no tanto que no hay extensión o color en un objeto exterior, como que no conocemos por medio de los sentidos cuál es la verdadera extensión o el color del objeto. Pero los argumentos anteriores muestran claramente que es imposible que ningún color o extensión o cualesquiera otras cualidades sensibles existan en un sujeto no pensante con independencia de la mente, o, en verdad, que exista una cosa tal como un objeto exterior.
16. Vamos, no obstante, a examinar un poco la opinión aceptada. Se dice que la extensión es un modo o accidente de la materia y que la materia es el substratum que la sostiene. Me gustaría ahora que me explicaran qué se entiende por materia que sostiene la extensión: dirán que no tienen idea de la materia y, por tanto, no pueden explicarla. Respondo que, aunque no tengan una idea positiva, con todo, si es que la entienden de alguna manera, tienen que tener por lo menos una idea relativa de la materia; aunque no sepan qué es, al menos se supone que conocen las relaciones que mantiene con los accidentes y lo que se quiere significar al decir que los sostiene. Es evidente que no puede tomarse aquí sostener en su sentido habitual o literal, como cuando decimos que los pilares sostienen un edificio; ¿en qué sentido, pues, hay que tomarlo[11]?
17. Si investigamos sobre lo que los filósofos más rigurosos confiesan entender por substancia material, encontraremos que reconocen no dar a esos términos otra significación distinta de la idea de ser en general, juntamente con la noción relativa de soporte de accidentes[12]. La idea general de ser me parece la más abstracta e incomprensible de todas; y por lo que se refiere a ser soporte de accidentes, no puede entenderse, como acabamos de ver, en el sentido común de estos términos; debe tomarse, pues, en algún otro sentido; pero no explican cuál sea éste. De modo que, cuando considero las dos partes o divisiones que constituyen la significación de los términos substancia material, estoy convencido de que no existe un significado preciso unido a ellos. Pero ¿por qué molestarnos más en discutir sobre este substratum material o soporte de la figura, del movimiento y de otras cualidades sensibles? ¿No supone esto que tienen existencia independiente de la mente? ¿Y no es esto una contradicción total y algo absolutamente inconcebible?
18. Pero, aunque fuera posible que existiesen sin la mente substancias sólidas, dotadas de figura y movimiento, que se correspondiesen con las ideas que tenemos de los cuerpos, ¿cómo podríamos saberlo? Tendría que ser o por medio de los sentidos, o por la razón. Por lo que se refiere a nuestros sentidos, sólo nos dan a conocer nuestras sensaciones, ideas o aquellas cosas que se perciben de modo inmediato por los sentidos, llámeselas como se quiera; pero no nos informan de que existen cosas independientes de la mente, o no percibidas, semejantes a las que se perciben. Esto lo reconocen los propios materialistas. Por tanto, si tenemos algún conocimiento de las cosas exteriores, sólo puede ser a través de la razón, que infiere su existencia a partir de lo que se percibe inmediatamente por los sentidos. Pero ¿qué razón puede inducirnos a creer en la existencia de cuerpos independientes de la mente, partiendo de lo que percibimos, cuando los defensores mismos de la materia no pretenden que se dé una conexión necesaria entre ellos y nuestras ideas? Afirmo que se admite por todos (y lo que sucede en los sueños, delirios y casos semejantes lo pone fuera de toda discusión) que es posible que seamos afectados por todas las ideas que tenemos ahora, aunque no existiesen cuerpos exteriores que se les asemejaran. De ahí que sea evidente que no es necesario suponer cuerpos externos para que se produzcan nuestras ideas, ya que se admite que algunas veces se producen, y podrían quizá producirse siempre, en el mismo orden en que las contemplamos en la actualidad, sin ayuda.
19. Pero, aunque quizá pudiésemos tener todas nuestras sensaciones sin ellas, con todo se podría pensar que es más fácil concebir y explicar el modo en que se producen suponiendo cuerpos exteriores que se les parezcan, mejor que de otra forma; y al menos así sería probable la existencia de cuerpos que hicieran surgir ideas en nuestras mentes. Pero ni siquiera esto puede decirse; porque, aunque concedamos a los materialistas la existencia de cuerpos exteriores, ellos mismos no tienen, según confesión propia, un conocimiento más directo de cómo se producen nuestras ideas; pues se confiesan incapaces de comprender de qué manera el cuerpo puede actuar sobre el espíritu o cómo es posible que aquél imprima una idea en la mente. Por eso es evidente que la producción de ideas o sensaciones en nuestras mentes no puede ser razón para que admitamos la materia o las substancias corpóreas, ya que se reconoce que, tanto en este supuesto como sin él, aquélla resulta igualmente inexplicable. Por consiguiente, aunque fuera posible que los cuerpos existiesen fuera de la mente, mantener que ello ocurre de tal modo sería una opinión muy precaria, pues sería suponer, sin razón alguna, que Dios ha creado innumerables seres que son completamente inútiles y no responden en modo alguno a un designio.
20. En resumen, si existiesen cuerpos externos, sería imposible que llegásemos alguna vez a conocerlos; y, si no existiesen, tendríamos las mismísimas razones que tenemos ahora para pensar que existen. Suponed —cosa que nadie puede negar que es posible— una inteligencia que, sin ayuda de cuerpos externos, estuviese afectada por la misma serie de sensaciones o ideas que vosotros, impresas en su mente en el mismo orden y con idéntica vivacidad. Yo pregunto si esa inteligencia, para creer en la existencia de substancias corpóreas, representadas por sus ideas y que producirían éstas en su mente, no tendría toda la razón que podáis tener vosotros para creer lo mismo. Sobre esto no puede haber duda. Esta única consideración es suficiente para hacer sospechar a toda persona razonable sobre la fuerza de cualquier argumento que crea tener para probar la existencia de los cuerpos fuera de la mente.
21. Si después de lo que se ha dicho se necesitara añadir una prueba más en contra de la existencia de la materia, podría citar varios de los errores y dificultades (para no mencionar las impiedades) que han surgido de esta doctrina. Ha ocasionado innumerables controversias y discusiones en filosofía, y no pocas, de mucho mayor importancia, en religión. Pero no voy a tratar aquí de ellas detalladamente, porque pienso que los argumentos a posteriori son innecesarios para confirmar lo que, si no me equivoco, ha sido demostrado suficientemente a priori, así como también porque más adelante encontraré ocasión de decir algo acerca de ello.
22. Temo haber dado motivos para pensar que soy innecesariamente prolijo al tratar este tema. Pues ¿para qué alargar lo que puede ser demostrado con total evidencia en una línea o dos a cualquiera capaz de la más mínima reflexión? No hay más que considerar los propios pensamientos y ver si se puede concebir como posible que un sonido, una figura, un movimiento o un color exista sin la mente o sin ser percibido. Este fácil experimento puede hacer ver que lo que se pretende es una clara contradicción. De manera que me conformo con reducir todo el asunto a esta cuestión: sólo con que alguien pueda concebir la posibilidad de que una substancia extensa y capaz de movimiento o, en general, cualquier idea o algo semejante a una idea exista de otra manera que en una mente que lo perciba, abandonaré al punto la causa y concederé la existencia de todo ese entramado de cuerpos externos que algunos defienden aunque no puedan darme ninguna razón por la que creen que existe, ni asignarle alguna utilidad, suponiendo que exista. Es decir, aceptaré la simple posibilidad de que su opinión sea verdadera como argumento de que, en efecto, lo es.
23. Pero me dirán que ciertamente no hay nada más fácil que imaginar árboles, por ejemplo, en un parque o libros que existen en una biblioteca sin que haya alguien que los perciba. Respondo que pueden hacerlo; no hay ninguna dificultad en ello. Pero les pregunto: ¿qué otra cosa es esto sino formar en sus mentes ciertas ideas a las que llaman libros y árboles y, al mismo tiempo, omitir el formar la idea de alguien que pueda percibirlas? Pero ¿no las perciben Vds. mismos o piensan en ellas mientras tanto? Sin embargo, esto no tiene nada que ver con nuestro propósito: sólo muestra que tienen el poder de imaginar o formar ideas en su mente, pero no pone de manifiesto que puedan concebir como posible que los objetos de su pensamiento puedan existir sin la mente. Para llegar a comprender esto, es necesario que los conciban existiendo sin ser concebidos o sin ser pensados, lo que es una contradicción patente. Cuando nos esforzamos al máximo en concebir la existencia de cuerpos externos, estamos contemplando sólo nuestras propias ideas. Pero, al no tener la mente conciencia de sí misma, se engaña al pensar que puede concebir, y que de hecho concibe, cuerpos que existen sin ser pensados o con independencia de la mente, aunque al mismo tiempo sean aprehendidos por ella o existan en ella. Un poco de atención descubrirá a cualquiera la verdad y la evidencia de lo que aquí se dice, y hará innecesario insistir en otras pruebas contra la existencia de la substancia material.
24. Es muy fácil saber[13], como resultado del más ligero examen de nuestros propios pensamientos, si nos sería posible entender lo que se quiere decir con la existencia absoluta de objetos sensibles en sí mismos, o sin la mente. Para mí es evidente que esas palabras denotan o una contradicción manifiesta, o nada en absoluto. Y, para convencer a otros de esto, no conozco una forma más conveniente y más clara que rogarles que presten atención sosegadamente a sus propios pensamientos; y, si gracias a esta atención se pone de manifiesto la vacuidad o contradicción de esas expresiones, seguramente no se requerirá nada más para que se convenzan. Por tanto, es en esto en lo que insisto, a saber, que la existencia absoluta de cosas no pensantes son palabras sin sentido o que incluyen una contradicción. Esto es lo que repito e inculco, y recomiendo encarecidamente a la reflexión atenta del lector.
25. Todas nuestras ideas, sensaciones[14] o las cosas que percibimos, sean cuales sean los nombres por los que las distingamos, son claramente inactivas, no hay ningún poder o actividad incluido en ellas. Por eso, una idea u objeto de pensamiento no puede producir o causar ninguna alteración en otro. Para convencerse de la verdad de esto no se necesita más que una simple observación de nuestras ideas. Pues, si ellas y cada parte de ellas existen sólo en la mente, resulta que no hay nada en ellas, a no ser lo que es percibido. Pero quienquiera que preste atención a sus ideas, tanto de los sentidos como de la reflexión, no percibirá en las mismas ningún poder o actividad; no hay, por tanto, tal cosa en ellas. Un poco de atención nos pondrá al descubierto que el propio ser de una idea implica pasividad e inactividad en ella, de manera que es imposible que una idea haga algo, o, estrictamente hablando, sea la causa de algo; ni tampoco puede ser una semejanza o modelo de algún ser activo, como resulta evidente por la sección 8. De ahí se sigue claramente que la extensión, la figura y el movimiento no pueden ser la causa de nuestras sensaciones. Decir, por tanto, que éstas son los efectos de poderes que resultan de la configuración, número, movimiento y tamaño de los corpúsculos, tiene que ser indiscutiblemente falso.
26. Percibimos una sucesión continua de ideas; unas se producen de nuevo, otras se transforman o desaparecen totalmente. Hay, por tanto, alguna causa de estas ideas, de la que dependen y que las produce y transforma. Que esta causa no puede ser ninguna cualidad o idea, o combinación de ideas, resulta evidente por la sección anterior. Debe ser, pues, una substancia; pero se ha mostrado ya que no existe substancia corpórea o material: sólo queda, pues, que la causa de las ideas sea una substancia activa incorpórea o espíritu.
27. Un espíritu es un ser simple, indiviso, activo: en tanto que percibe ideas se le denomina entendimiento, y en tanto que las produce u opera de otro modo sobre ellas se denomina voluntad. De aquí que no pueda formarse una idea de un alma o espíritu; pues siendo toda idea, de la clase que sea, pasiva e inerte (véase la secc. 25), no puede representamos, a modo de imagen o semejanza, aquello que actúa. Un poco de atención le hará ver a cualquiera que es absolutamente imposible tener una idea que se asemeje a aquel principio activo del movimiento y cambio de las ideas. Es tal la naturaleza del espíritu o aquello que actúa que no puede ser percibido por sí mismo, sino sólo a través de los efectos que produce. Si alguien duda de la verdad de lo que aquí se dice, no tiene más que reflexionar y tratar de ver si puede formarse la idea de algún poder o ser activo y si tiene ideas de los dos poderes principales, designados con los nombres de voluntad y entendimiento, distintos tanto el tino del otro como de una tercera idea de substancia o ser en general, que incluye una noción relativa de soporte o sujeto de los poderes antes citados y que se designa con el nombre de alma o espíritu. Esto es lo que algunos sostienen; pero, por lo que yo puedo ver, las palabras voluntad, alma, espíritu no designan ideas diferentes ni, en verdad, idea alguna en absoluto, sino algo que es muy distinto de las ideas y que, por ser un agente, no puede ser semejante a, o representado por ninguna idea de cualquier tipo. Aunque al mismo tiempo debe admitirse que tenemos cierta noción de alma, espíritu y de las operaciones de la mente, tales como querer, amar, odiar, en tanto en cuanto conocemos o entendemos el significado de esas palabras[15].
28. Me doy cuenta de que puedo hacer surgir ideas en mi mente a voluntad y variar y cambiar el panorama tan a menudo como me parezca apropiado. No hay más que quererlo y, acto seguido, esta o aquella idea surge en mi imaginación (fancy); y por el mismo poder es borrada y deja paso a otra. Este formar y eliminar ideas es lo que hace que denominemos, con toda propiedad, activa a la mente. Todo esto es cierto y basado en la experiencia; pero, cuando hablamos de agentes no pensantes o de producir ideas prescindiendo de la voluntad, lo único que hacemos son juegos de palabras.
29. Pero, cualquiera que sea el poder que yo pueda tener sobre mis propios pensamientos, encuentro que las ideas percibidas actualmente por los sentidos no tienen una dependencia semejante de mi voluntad. Cuando a plena luz del día abro los ojos, no está en mi poder elegir entre ver o no, o determinar qué objetos concretos se presentarán ante mi vista; y, del mismo modo, por lo que se refiere al oído y a otros sentidos, las ideas que se imprimen en ellos no son productos de mi voluntad. Existe, por tanto, alguna otra voluntad o espíritu que los produce.
30. Las ideas de los sentidos son más fuertes, vivaces y distintas que las de la imaginación; tienen, además, una firmeza, orden y coherencia y no se producen al azar, como a menudo se producen aquellas que son efectos de la voluntad humana, sino en una secuencia o serie regular, cuya admirable conexión testimonia suficientemente la sabiduría y benevolencia de su Autor. Ahora bien, las reglas fijas o métodos establecidos, de acuerdo con los cuales la mente de que dependemos hace surgir en nosotros las ideas de los sentidos, se denominan leyes de la naturaleza: y éstas las aprendemos por experiencia, la cual nos enseña que tales y cuales ideas se presentan juntamente con tales y cuales otras ideas en el curso ordinario de las cosas.
31. Esto nos proporciona una especie de previsión que nos permite regular nuestras acciones en beneficio de la vida. Y sin ella estaríamos eternamente perdidos: no sabríamos cómo llevar a cabo cualquier acción que nos proporcionase el más mínimo placer o nos evitase el más mínimo dolor sensible. Que la comida nutre, el sueño reconforta y el fuego nos calienta; que sembrar en la estación apropiada es el medio de recoger los frutos en la época de la cosecha y, en general, que para lograr tales y cuales fines se requieren tales y cuales medios, todo esto lo sabemos, no gracias al descubrimiento de una conexión necesaria entre nuestras ideas, sino sólo por medio de la observación de las leyes establecidas por la naturaleza, sin las que estaríamos en una situación de incertidumbre y confusión, y un adulto no sabría cómo conducirse en los asuntos de la vida mejor que un niño recién nacido.
32. Y, sin embargo, esta obra coherente y uniforme, que tan evidentemente muestra la bondad y sabiduría de ese Espíritu rector cuya voluntad establece las leyes de la naturaleza, está tan lejos de dirigir nuestros pensamientos hacia Él, que más bien los envía a vagar en busca de causas segundas. Pues, cuando percibimos ciertas ideas de los sentidos seguidas de modo constante por otras ideas, y sabemos que esto no es obra nuestra, inmediatamente atribuimos poder y actividad a las propias ideas y hacemos a una causa de la otra, lo que no puede ser más absurdo e ininteligible. Así, por ejemplo, habiendo observado que, cuando percibimos a través de la vista cierta figura redonda y luminosa, percibimos al mismo tiempo por el tacto la idea o sensación denominada calor, concluimos que el sol es la causa del calor. Y, del mismo modo, por haber percibido el movimiento y la colisión de los cuerpos acompañados de sonido, nos inclinamos a pensar que el último es un efecto de los primeros.
33. Las ideas impresas en los sentidos por el Autor de la naturaleza se llaman cosas reales; y las que se producen en la imaginación, por ser menos regulares, vivaces y constantes, se denominan más propiamente ideas o imágenes de cosas, a las que copian y representan. Pero nuestras sensaciones, por vivaces y distintas que sean, son no obstante ideas, es decir, existen en la mente o son percibidas por ella, exactamente igual que las ideas que ella misma forma. Se admite que las ideas de los sentidos tienen más realidad en sí mismas, es decir, que son más fuertes, ordenadas y coherentes que las elaboradas por la mente. También dependen menos del espíritu o substancia pensante que las percibe, en tanto que son suscitadas por la voluntad de otro espíritu más poderoso; pero siguen siendo ideas, y, ciertamente, ninguna idea, tanto débil como fuerte, puede existir de otra manera que en una mente que la perciba.
34. Antes de continuar, es necesario dedicar cierto tiempo a responder a las objeciones que probablemente se puedan hacer contra los principios formulados hasta aquí. Si, al hacer esto, parezco demasiado prolijo a aquellas personas de comprensión rápida, espero que se me perdone, ya que todos los hombres no captan de igual modo asuntos de esta naturaleza; y deseo ser entendido por todo el mundo. Se objetará, en primer lugar, que, según los principios anteriores, todo lo que es real y substancial en la naturaleza desaparece del mundo, y su lugar es ocupado por una trama quimérica de ideas. Todas las cosas que existen, existen sólo en la mente, es decir, son puramente nocionales. ¿Oué pasa, pues, con el sol, la luna y las estrellas?; ¿qué pensar de las casas, ríos, montañas, árboles y piedras; es más, incluso de nuestros propios cuerpos?; ¿no son más que otras tantas quimeras o ilusiones de la fantasía? A todo esto y a cuanto del mismo estilo pueda objetarse respondo que, según los principios establecidos, no quedamos privados de ninguna cosa de la naturaleza. Todo lo que vemos, sentimos, oímos o concebimos o entendemos de cualquier modo, permanece tan seguro como siempre, y es tan real como siempre. Existe una rerum natura, y la distinción entre realidades y quimeras conserva toda su fuerza. Esto resulta evidente por las seccs. 29, 30 y 33, donde hemos mostrado lo que se entiende por cosas reales, en oposición a quimeras, o ideas formadas por nosotros; sin embarro, ambas existen igualmente en la mente, y en ese sentido son igualmente ideas.
35. No argumento en contra de cualquier cosa que podamos aprehender, bien por los sentidos o por reflexión. Que las cosas que veo con mis ojos y toco con mis manos existen, existen realmente, ni me lo cuestiono tan siquiera. La única cosa cuya existencia negamos es lo que los filósofos llaman materia o substancia corpórea. Y, al hacer esto, no se hace ningún daño al resto de la humanidad, que, me atrevo a afirmar, no la echará en falta. Ciertamente, el ateo necesitará el pretexto de un nombre vacío para basar su impiedad; y puede que quizá los filósofos descubran que han perdido algo a lo que agarrarse para malgastar el tiempo y discutir[16].
36. Si alguien piensa que esto quita existencia o realidad a las cosas, está muy lejos de haber entendido lo que se ha establecido en los términos más sencillos que pude pensar. He aquí un extracto de lo que se ha dicho: existen substancias espirituales, mentes o almas humanas que quieren o suscitan en sí mismas ideas a su gusto; pero tales ideas son difusas, débiles e inestables en relación con otras que perciben por los sentidos; éstas, al ser impresas en ellos conforme a ciertas reglas o leyes de la naturaleza, manifiestan por sí mismas ser los efectos de una mente más poderosa y sabia que los espíritus humanos. Se dice que estas últimas tienen más realidad en sí que las primeras: por esto se entiende que son más efectivas, ordenadas y distintas, y que no son ficciones de la mente que las percibe. Y, en este sentido, el sol que veo de día es el sol real, y el que imagino de noche es la idea del primero. En el sentido que aquí se ha dado de realidad, resulta evidente que todo vegetal, estrella o mineral y, en general, cada parte del sistema del mundo, es un ser tan real según nuestros principios como según otros cualesquiera. Si por el término realidad otros entienden algo distinto de lo que entiendo yo, les ruego que consideren sus propios pensamientos y decidan.
37. Se argumentará que por lo menos esto es cierto, a saber, que hacemos desaparecer todas las substancias corpóreas. Mi respuesta es que si la palabra substancia se toma en su sentido vulgar, como una combinación de cualidades sensibles, tales como extensión, solidez, peso y demás, no se nos puede acusar de suprimirla. Pero si se toma en un sentido filosófico, como soporte de accidentes o de cualidades independientes de la mente, entonces reconozco que la suprimimos, si se puede decir que se suprime lo que nunca tuvo existencia, ni siquiera en la imaginación.
38. Pero se dirá que suena muy duro decir que comemos y bebemos ideas y nos vestimos con ideas. Reconozco que sí, ya que la palabra idea no se emplea en el lenguaje común para designar las diversas combinaciones de cualidades sensibles que se llaman cosas; y es cierto que cualquier expresión que discrepe del uso familiar resultará malsonante y ridicula. Pero esto no afecta para nada a la verdad de la proposición que, con otras palabras, es lo mismo que decir que nos alimentamos y vestimos con aquellas cosas que percibimos inmediatamente por nuestros sentidos. Se ha mostrado que lo duro y lo blando, el calor, el sabor, lo caliente, la figura y cualidades semejantes, que combinadas constituyen los diversos tipos de víveres y ropa, existen sólo en la mente que las percibe; y esto es todo lo que se quiere dar a entender llamándolas ideas. Si esta palabra se utilizase tan frecuentemente como cosa, no sonaría tan mal ni resultaría más ridícula que ésta. No pienso discutir la propiedad de la expresión, sino su verdad. Si, por tanto, se está de acuerdo conmigo en que comemos y bebemos y nos vestimos con los objetos inmediatos de los sentidos, que no pueden existir sin ser percibidos o sin la mente, admitiré al instante que es más propio y conforme a la costumbre que se los denomine cosas en vez de ideas.
39. Si se me preguntase por qué empleo la palabra idea, y no las llamo mejor cosas, según la costumbre, respondo que lo hago por dos razones: primero, se supone generalmente que el término cosa, en contraposición a idea, denota algo existente sin la mente; en segundo lugar, porque cosa tiene una significación más comprensiva que idea, pues incluye los espíritus o cosas pensantes, además de las ideas. Dado que los objetos de los sentidos existen sólo en la mente, y existen carentes de pensamiento y de todo tipo de actividad, he preferido designarlos con la palabra idea, que implica esas propiedades.
40. Pero, se diga lo que se diga, quizá alguien podría responder que aún sigue confiando en sus sentidos y que no consentirá que ningún argumento, por plausible que sea, prevalezca sobre la certeza ofrecida por ellos. Pues que así sea, que se sostenga la evidencia de los sentidos tanto como se quiera; nosotros estamos dispuestos a hacer lo mismo. Dudo menos de la existencia de lo que veo, oigo y siento, es decir, de lo que es percibido por mí, que de la existencia de mi propio ser. Pero no veo cómo puede ser alegado el testimonio de los sentidos como prueba de la existencia de algo que no es percibido por ellos. No queremos que ningún hombre se vuelva escéptico[17] y desconfíe de sus sentidos; por el contrario, concedemos a éstos toda la fuerza y seguridad imaginables. No existen principios más contrarios al escepticismo que los que hemos establecido, como se demostrará claramente a continuación.
41. En segundo lugar, se objetará que existe una gran diferencia entre el fuego real, por ejemplo, y la idea de fuego, entre el soñar o imaginarse que uno se quema y el quemarse realmente[18]: esto y cosas semejantes puede ser empleado como argumento en contra de nuestras afirmaciones. La respuesta a todo ello se desprende de modo evidente de lo que ya se ha dicho, y sólo añadiré en este lugar que, si el fuego real es muy distinto de la idea del fuego, del mismo modo el dolor real que ocasiona es muy distinto de la idea de dicho dolor; y, sin embargo, nadie pretenderá que el dolor real existe o puede existir en una cosa no percipiente o sin la mente, más que existe o puede existir la idea del mismo.
42. Se objetará, en tercer lugar, que vemos cosas actualmente fuera o a una cierta distancia de nosotros y que, por lo tanto, no existen en la mente, pues sería absurdo que aquellas cosas que se ven a una distancia de varias millas estuviesen tan próximas a nosotros como nuestros propios pensamientos. En respuesta a esto deseo que se tenga en cuenta que, cuando soñamos, a menudo percibimos cosas como si estuviesen a una gran distancia de nosotros, y en estos casos se reconoce que dichas cosas existen sólo en la mente.
43. Pero, para una más completa aclaración de este punto, quizá merezca la pena considerar de qué manera percibimos la distancia y las cosas situadas a cierta distancia, por medio de la vista. Pues el que veamos en verdad el espacio exterior y los cuerpos que existen realmente en él, unos más próximos, otros más alejados, parece implicar cierta oposición a lo que se ha dicho de que no existen en ningún lugar fuera de la mente. La consideración de esta dificultad fue la que dio origen a mi Ensayo acerca de una nueva teoría de la visión, que fue publicado no hace mucho[19]. Allí se muestra que la distancia o exterioridad no es percibida por sí misma inmediatamente a través de la vista, ni tampoco aprehendida o conocida (judged) por medio de líneas y ángulos, ni por cualquier otra cosa que tenga una conexión necesaria con ella, sino que es sólo sugerida a nuestros pensamientos por ciertas ideas visibles y sensaciones que acompañan a la visión; éstas, en su propia naturaleza, no tienen ninguna clase de semejanza o relación ni con la distancia ni con las cosas situadas a cierta distancia. Pero, por una conexión que la experiencia nos enseña, llegan a significárnoslas y sugerírnoslas, de la misma manera que las palabras de cualquier lengua sugieren las ideas a las que representan. Hasta tal punto que un hombre ciego de nacimiento, y que luego pudiese ver, no podría pensar a primera vista que las cosas que ve existen independientemente de su mente o a cierta distancia de él. Véase la secc. 41 del tratado antes mencionado.
44. Las ideas de la vista y del tacto forman dos clases totalmente distintas y heterogéneas. Las primeras son señales y anticipaciones de las últimas. Que los objetos propios de la vista no existen sin la mente ni son las imágenes de cosas exteriores se demostró ya en aquel tratado. Aunque se supuso a lo largo del mismo que lo contrario era verdad respecto de los objetos tangibles, no fue por suponer que el error común fuese necesario para establecer la noción allí sostenida, sino porque estaba fuera de mi intención examinarlo y refutarlo en una argumentación referente a la visión. De suerte que, en verdad, cuando por medio de las ideas de la vista aprehendemos la distancia y las cosas situadas a cierta distancia, no nos sugieren o señalan las cosas que realmente existen a cierta distancia, sino que nos advierten exclusivamente sobre qué ideas del tacto se imprimirán en nuestras mentes a tal o cual distancia temporal y como consecuencia de tales o cuales acciones. Afirmo que es evidente, a partir de lo que se ha dicho en los lugares precedentes de este tratado y en la secc. 147 y otros lugares del ensayo sobre la visión, que las ideas visibles son el lenguaje por medio del cual el Espíritu que gobierna y del que dependemos nos da a conocer qué ideas tangibles nos va a imprimir, en caso de que realicemos este o aquel movimiento de nuestros cuerpos. Para más completa información sobre este punto, me remito al ensayo mismo.
45. En cuarto lugar, se objetará que se sigue de los principios anteriores que las cosas son a cada instante aniquiladas y creadas de nuevo. Los objetos de los sentidos existen sólo cuando son percibidos; por tanto, los árboles existen en el jardín o las sillas en la sala sólo mientras existe alguien allí cerca para percibirlos. Al cerrar mis ojos, todos los muebles de la habitación se reducen a nada, y simplemente con abrirlos son creados de nuevo. En respuesta a todo esto, remito al lector a lo que se ha dicho en las secos. 3, 4, etc., y deseo que considere si por existencia real de una idea entiende algo distinto de su ser percibida. Por mi parte, después de la investigación más esmerada que he podido hacer, no soy capaz de descubrir qué otra cosa se quiere significar con esas palabras. Y, una vez más, ruego al lector que escudriñe sus propios pensamientos y no consienta ser engañado por esas palabras. Si puede concebir como posible que o bien sus ideas o sus arquetipos existan sin ser percibidos, entonces abandonaré la causa; pero, si no es capaz de ello, admitirá que no es razonable hacer la defensa de no sabe qué, ni pretender acusarme de absurdo por no dar mi asentimiento a aquellas proposiciones que, en el fondo, no tienen ninguna significación.
46. Resultará conveniente observar hasta qué punto los principios mismos de la filosofía admitidos están imbuidos de esos pretendidos absurdos. Se considera singularmente absurdo que, al cerrar mis párpados, todos los objetos visibles que me rodean se reduzcan a nada; y, sin embargo, ¿no es esto lo que los filósofos comúnmente reconocen cuando admiten de manera total que la luz y los colores, que son los únicos objetos propios e inmediatos de la vista, son meras sensaciones que existen sólo mientras son percibidos? Aún más, quizá pueda parecer a algunos totalmente increíble que las cosas se creen a cada momento; sin embargo, esta misma teoría se enseña comúnmente en las escuelas. Pues los escolásticos, aunque admiten la existencia de la materia y que el edificio total del mundo está formado de ella, opinan, no obstante, que no puede subsistir sin la conservación divina, que es explicada por ellos como una creación continua.
47. Más aún, un poco de reflexión nos pondrá de manifiesto que, aunque aceptemos la existencia de la materia o substancia corpórea, se seguirá, sin embargo, inevitablemente de los principios que ahora se admiten generalmente que los cuerpos particulares de cualquier clase no existen mientras no son percibidos. Pues se desprende evidentemente de la secc. 11 y siguientes que la materia que tales filósofos propugnan es algo incomprensible que no posee ninguna de esas cualidades particulares por las que los cuerpos que son objeto de nuestros sentidos se distinguen unos de otros. Pero, para hacer esto más sencillo, debe destacarse que la infinita divisibilidad de la materia se acepta ahora universalmente, al menos por los filósofos más renombrados y notables, quienes, basándose en principios aceptados, la demuestran sin excepción alguna. De ahí se sigue que hay en cada partícula de materia un número infinito de partes que no se perciben por los sentidos. Sin embargo, la razón de que cualquier cuerpo particular parezca tener una magnitud finita, o presente sólo un número finito de partes a los sentidos no es que no contenga más, puesto que en sí mismo contiene un número infinito de partes, sino que los sentidos no son lo suficientemente agudos para distinguirlas. A medida, pues, que los sentidos se vuelvan más agudos, J percibirán mayor número de partes en el objeto; es decir, el objeto aparecerá más grande, y su figura variará, y las partes de sus extremos, que antes eran imperceptibles, aparecerán ahora limitándolo por medio de líneas y ángulos muy distintos de aquellos percibidos por un sentido más torpe. Y, finalmente, después de varios cambios de tamaño y figura, cuando los sentidos llegasen a ser infinitamente agudos, el cuerpo parecería infinito. Entre tanto, no existe alteración en el cuerpo, sino sólo en los sentidos. Cada cuerpo, pues, considerado en sí mismo, es infinitamente extenso y, por consiguiente, desprovisto de toda forma o figura. De lo que se sigue que, aunque admitamos que la existencia de la materia es totalmente cierta, es igualmente cierto que los mismos materialistas están por sus propios principios obligados a admitir que ni los cuerpos particulares percibidos por los sentidos, ni nada que sea semejante a ellos, existe sin la mente. La materia y cada una de sus partículas es, según ellos, infinita e informe, y es la mente la que forja toda esa variedad de cuerpos que componen el mundo visible, ninguno de los cuales existe más que cuando es percibido.
48. Si tenemos en cuenta esto, la objeción propuesta en la secc. 45 no se podría basar razonablemente en los principios que hemos establecido, como tampoco podría en verdad formularse ninguna objeción en absoluto contra nuestras nociones. Pues, aunque ciertamente mantenemos que los objetos de los sentidos no son sino ideas que no pueden existir sin ser percibidas, no concluimos de ello que sólo existen cuando son percibidas por nosotros, ya que puede haber algún otro espíritu que las perciba, aunque no lo hagamos nosotros. Dondequiera que se diga que los cuerpos no tienen existencia sin la mente, no quisiera que se entendiese que me refiero a esta o aquella mente en particular, sino a todas las mentes, cualesquiera que sean. No se sigue, por tanto, de los anteriores principios que los cuerpos se aniquilan y se crean a cada instante, o que no existen en absoluto durante los intervalos existentes entre nuestra percepción de ellos.
49. Se podría objetar, en quinto lugar, que, si la extensión y la figura existen sólo en la mente, se desprende de ello que la mente es extensa o dotada de forma; pues la extensión es un modo o atributo (para hablar según la escolástica) que se predica del sujeto en que existe. Respondo que esas cualidades existen en la mente sólo en tanto que son percibidas por ella, es decir, no a manera de modo o atributo, sino sólo como idea; y no se sigue que el alma o la mente sea extensa porque la extensión exista sólo en ella, de la misma manera que no tiene que ser roja o azul porque esos colores existan en ella y no en otra parte, lo que todo el mundo reconoce. Respecto a lo que los filósofos dicen del sujeto y del modo, parece totalmente infundado e ininteligible. Por ejemplo, en esta proposición «un dado es duro, extenso y cuadrado», mantendrán que la palabra dado denota un sujeto o substancia distinto de la dureza, la extensión y la figura que se predican de él, o en el que existen. No soy capaz de comprender esto: para mí, un dado no es algo distinto de esas cosas que se denominan sus modos o accidentes. Y decir que un dado es duro, extenso y cuadrado, no es atribuir esas cualidades a un sujeto distinto de ellas y que las sostiene, sino sólo una explicación del significado de la palabra dado.
50. En sexto lugar, dirán que se han explicado muchísimas cosas por medio de la materia y el movimiento: si los suprimimos, destruiremos toda la filosofía der los corpúsculos y dejaremos sin apoyo esos principios mecánicos que han sido aplicados con tanto éxito para dar cuenta de los fenómenos. En resumen, cuantos avances se han hecho, por los filósofos antiguos o por los modernos, en el estudio de la naturaleza, proceden todos del supuesto de que la substancia corpórea o material existe realmente. A esto respondo que no existe ningún fenómeno explicado con la ayuda de este supuesto que no pueda ser igualmente explicado sin él, como puede fácilmente mostrarse por medio de una inducción de casos particulares. Explicar los fenómenos es igual que mostrar por qué en tales y cuales ocasiones somos afectados por tales y cuales ideas. Pero el modo en que la materia podría operar sobre un espíritu, o producir alguna idea en él, es lo que ningún filósofo pretenderá explicar. Es, por tanto, evidente que no puede hacerse uso de la materia en la filosofía natural. Además, aquellos que intentan dar una explicación de las cosas, no lo hacen por medio de la substancia corpórea, sino por medio de la figura, el movimiento y otras cualidades que en verdad no son más que meras ideas y, por tanto, no pueden ser causa de nada, como ya se ha mostrado. Véase la secc. 25.
51. En séptimo lugar, se me preguntará sobre esto si no parece absurdo suprimir las causas naturales y atribuir todo a la acción inmediata de los espíritus. Basados en estos principios, ya no deberíamos decir que el fuego calienta o que el agua enfría, sino que un espíritu calienta, etc. ¿No merecería el hombre que hablase de este modo que nos riésemos de él? Respondo que sí; en tales asuntos deberíamos pensar como los doctos y hablar como la gente corriente. Quienes de un modo concluyente están convencidos de la verdad del sistema copernicano, dicen, sin embargo, que el sol sale, que el sol se pone o que llega a su cénit; y si, hablando corrientemente, empleasen expresiones contrarias, resultarían sin duda sumamente ridículos. Un poco de reflexión sobre lo que aquí se ha dicho pondrá de manifiesto que el uso corriente del lenguaje no sufriría ninguna alteración o cambio por el hecho de admitir nuestras teorías.
52. En los asuntos ordinarios de la vida se puede seguir utilizando cualquier frase mientras provoque en nosotros sentimientos o disposiciones para actuar de la forma que sea necesaria para nuestro bienestar, por falsa que sea si la tomamos en un sentido estricto o especulativo. Más aún, esto es inevitable, ya que, al estar la propiedad del lenguaje regulada por la costumbre, aquél se adapta a las opiniones admitidas, que no son siempre las más verdaderas. Por eso es imposible, incluso en los razonamientos filosóficos más estrictos, variar lo más mínimo la tendencia y la manera de ser de la lengua que hablamos y no dar así un pretexto a los caviladores para que inventen dificultades y contradicciones. Pero el lector imparcial y sin mala intención captará el sentido basándose en el propósito, en el contenido y en la conexión del razonamiento, prescindiendo de esas formas inadecuadas del habla que el uso ha hecho inevitables.
53. Respecto a la opinión de que no existen causas corpóreas, ha sido antes de ahora mantenida por algunos escolásticos, del mismo modo que la mantienen en la actualidad algunos filósofos modernos[20], quienes, aun admitiendo que la materia existe, mantienen, sin embargo, que sólo Dios es la inmediata causa eficiente de todas las cosas. Estos hombres vieron que, entre todos los objetos de los sentidos, no existe ninguno que posea en sí mismo algún poder o actividad y que, por consiguiente, esto era igualmente verdad de cualesquiera cuerpos cuya existencia sin la mente suponían, semejantes a los objetos inmediatos de los sentidos. Pero entonces afirmo que, aunque lo admitiéramos como posible, sería una suposición inexplicable y extravagante la de una multitud innumerable de seres creados que ellos reconocen que son incapaces de producir algún efecto en la naturaleza, pues Dios podría haber hecho todo exactamente igual sin ellos.
54. En octavo lugar, algunos podrían considerar que la aceptación universal por parte de la humanidad es un argumento invencible en favor de la materia, o de la existencia de las cosas externas. ¿Hay que suponer que todo el mundo está equivocado? Y, en caso de que fuera así, ¿qué causa podría asignarse a un error tan extendido y predominante? Respondo, primero, que si nos basásemos en una investigación rigurosa, quizás nos encontraríamos con que no hay tantos como nos imaginamos que realmente crean en la existencia de la materia o de cosas sin la mente. Estrictamente hablando, creer en lo que encierra una contradicción o no tiene ningún sentido es imposible; y [para ver] si las expresiones anteriores son o no de este tipo me remito al examen imparcial del lector. Ciertamente, en un sentido se puede decir que los hombres creen que existe la materia, a saber, en el sentido de que actúan como si la causa inmediata de sus sensaciones, que les afecta a cada momento y está tan inmediatamente presente ante ellos, fuese algún ser insensible y no pensante. Pero lo que no soy capaz de concebir es que puedan aprehender claramente alguna significación denotada por esas palabras y que se formen de ella una opinión teórica definida. No es este el único ejemplo en el que los hombres se engañan a sí mismos al imaginar que creen aquellas proposiciones que han oído a menudo, aunque en el fondo no tengan sentido.
55. Pero, en segundo lugar, aunque admitamos que una noción sea aceptada tan universal y constantemente, éste no sería más que un débil argumento a favor de su verdad para cualquiera que considere el inmenso número de prejuicios y opiniones falsas que en todas partes se adoptan con la mayor tenacidad por aquella parte de la humanidad que no reflexiona (que son los más). Hubo una época en que los antípodas y el movimiento de la tierra eran considerados como absurdos monstruosos, incluso por hombres cultos; y, si se considera qué pequeña proporción constituyen en relación con el resto de la humanidad, nos daremos cuenta de que en la actualidad esas teorías han avanzado muy poco en el mundo.
56. Pero se pide que asignemos una causa a este prejuicio y demos una explicación de su arraigo en el mundo. A esto respondo que los hombres saben que perciben diversas ideas, de las que no son ellos mismos los autores, pues no son producidas en su interior, ni dependen de las operaciones de su voluntad: esto les hace mantener que estas ideas u objetos de la percepción tienen una existencia independiente de la mente y fuera de la mente, sin soñar siquiera que en estas palabras se encierra una contradicción. Pero los filósofos, habiendo visto claramente que los objetos inmediatos de la percepción no existen sin la mente, corrigieron en algún grado el error de la gente corriente, aunque al mismo tiempo, cayeron en otro que no parece menos absurdo, a saber, que hay ciertos objetos realmente existentes sin la mente, o que tienen una subsistencia distinta del ser percibidos, de los cuales nuestras ideas son sólo imágenes o semejanzas, impresas en la mente por esos objetos. Y esta doctrina de los filósofos debe su origen a la misma causa que la anterior, es decir, al hecho de darse cuenta de que no eran los autores de sus propias sensaciones, que sabían de un modo evidente que les eran impresas desde fuera y que, por lo tanto, tienen que tener alguna causa distinta de las mentes en las que se imprimen.
57. Pero se puede explicar por qué supusieron que las ideas de los sentidos eran provocadas en nosotros por cosas que se les asemejan y por qué no recurrieron más bien al espíritu, que es el único que puede actuar. Primero, porque no se dieron cuenta de la contradicción que hay tanto en la suposición de que cosas semejantes a nuestras ideas existen independientemente, como en atribuirles poder o actividad. En segundo lugar, porque el supremo Espíritu que produce esas ideas en nuestras mentes no se nos manifiesta ni se configura ante nuestros ojos a través de ningún conjunto particular finito de ideas sensibles, cosa que sí ocurre con los agentes humanos a través de su estatura, complexión, miembros y movimientos. Y, en tercer lugar, porque sus operaciones son regulares y uniformes: siempre que el curso de la naturaleza se interrumpe por un milagro, los hombres están dispuestos a admitir la presencia de un Agente superior. Pero cuando vemos que las cosas siguen su curso ordinario, no producen en nosotros ninguna reflexión; su orden y concatenación, aunque son un argumento a favor de la inmensa sabiduría, poder y bondad de su Creador, nos son tan constantes y familiares que no pensamos que sean los efectos inmediatos de un espíritu libre especialmente porque la falta de constancia y la volubilidad en el obrar, aunque sean una imperfección, se consideran como un signo de libertad.
58. En décimo lugar, se objetará que las teorías que exponemos contradicen algunas sólidas verdades de la filosofía y de las matemáticas. Por ejemplo, se admite ahora de modo universal por los astrónomos que el movimiento de la tierra es una verdad fundada en los razonamientos más claros y convincentes; pero, según los anteriores principios, no puede ocurrir tal cosa. Pues si el movimiento es sólo una idea, se sigue que, si no es percibido, no existirá; pero el movimiento de la tierra no se percibe por los sentidos. Respondo que, si se entiende correctamente esta doctrina, nos daremos cuenta de que está de acuerdo con los principios que hemos establecido; pues la cuestión de si la tierra se mueve o no, se reduce en realidad sólo a esto, a saber, si tenemos razón para concluir, a partir de lo que ha sido observado por los astrónomos, que, si estuviésemos situados en tales o cuales circunstancias y en tal o cual posición y distancia respecto de la tierra y del sol, percibiríamos que la primera se mueve en el círculo de los planetas y que aparece en todos los aspectos como uno de ellos; y esto se deduce razonablemente de los fenómenos, según las reglas estables de la naturaleza, de las que no tenemos razón para desconfiar.
59. Partiendo de la experiencia que hemos tenido del curso y sucesión de las ideas en nuestra mente, podemos con frecuencia hacer, no diré conjeturas inciertas, sino predicciones seguras y bien fundadas referentes a las ideas con las que somos afectados, correspondientes a una gran serie de acciones; y somos capaces de hacer un juicio acertado sobre lo que se nos aparecería en caso de que estuviésemos situados en circunstancias muy distintas de aquellas en que nos encontramos en la actualidad. En esto consiste el conocimiento de la naturaleza, conocimiento que puede conservar su utilidad y certeza en total acuerdo con lo que se ha dicho. Será muy fácil aplicar esto a cualquier objeción de la misma clase que se pudiera derivar de la magnitud de las estrellas o de cualquier otro descubrimiento en astronomía o en la naturaleza.
60. En undécimo lugar, se preguntará sobre la finalidad que persigue la curiosa organización de las plantas y el mecanismo admirable de las partes de los animales. ¿No podrían los vegetales crecer y dar hojas y flores y realizar los animales todos sus movimientos exactamente igual sin ella que con toda esa variedad de partes internas tan elegantemente distribuidas y dispuestas, que, por ser ideas, no tienen ningún poder u operatividad en ellas? Si es un Espíritu quien produce inmediatamente todos los efectos con un fiat, o acto de su voluntad, hay que pensar que todo lo que es bello y artificioso, tanto en las [partes] del hombre como en las de la naturaleza ha sido hecho en vano. Según esta doctrina, aunque un artesano haya hecho el resorte y las ruedas y todo el mecanismo de un reloj y los haya regulado de la forma que él sabía que habría de producir los movimientos que pretendía lograr, tiene que pensar, sin embargo, que todo esto ha sido hecho sin ninguna intención y que es una inteligencia la que dirige las agujas y señala las horas del día. Si esto es así, ¿por qué no podría la inteligencia hacer esto sin tomarse la molestia de realizar los movimientos y coordinarlos? ¿Por qué no serviría una caja vacía igual que otra cualquiera? ¿Y cómo es que, siempre que existe un fallo en la marcha de un reloj, se encuentra el correspondiente desorden en los movimientos y, una vez arreglado por una mano hábil, todo va bien de nuevo? Igual podría decirse de toda la maquinaria de la naturaleza, la mayor parte de la cual es tan maravillosamente delicada y sutil que apenas puede ser apreciada por el mejor microscopio. En resumen, se preguntará cómo, basándose en nuestros principios, puede darse una explicación aceptable o cómo puede asignarse una causa final a una innumerable multitud de cuerpos y máquinas construidas con el más exquisito arte, a las que se les ha atribuido usos muy opuestos en la filosofía corriente y que sirven para explicar multiplicidad de fenómenos.
61. A todo esto respondo, primero, que, aunque existan algunas dificultades referentes a la administración por parte de la Providencia y a los usos por ella asignados a las diversas partes de la naturaleza que no podría solucionar con los principios anteriores, no obstante, esta objeción resultaría de poco peso contra la verdad y la certeza de aquellas cosas que se pueden probar a priori con la máxima evidencia. En segundo lugar, que ni siquiera los principios aceptados están libres de semejantes dificultades, porque se podría preguntar ¿con qué finalidad Dios elige esos métodos indirectos para realizar, por medio de instrumentos y máquinas, cosas que nadie negará que podrían haberse realizado con el simple mandato de su voluntad, sin todo ese apparatus? No sólo eso: si lo consideramos estrictamente, encontraremos que la objeción puede volverse con mayor fuerza contra aquellos que admiten la existencia de esas máquinas fuera de la mente, pues se ha puesto de manifiesto que la solidez, el volumen, la figura, el movimiento, etc., no poseen actividad ni eficacia en ellos como para ser capaces de producir algún efecto en la naturaleza: véase la secc. 25. Por tanto, quienquiera que suponga que existen (admitiendo que dicha suposición sea posible) cuando no son percibidos, lo hace claramente sin ninguna finalidad, pues la única función que se les atribuye cuando existen sin ser percibidos es la de producir aquellos efectos perceptibles, que, en verdad, no pueden ser atribuidos a otro ser que no sea el espíritu.
62. Pero, para aproximarse más a la dificultad, debe observarse que, aunque la fabricación de todas esas partes y órganos no sea absolutamente necesaria para producir un efecto, sin embargo, es necesaria para producir cosas de un modo constante y regular, de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Existen ciertas reglas generales que atraviesan la cadena completa de efectos naturales: éstos se aprenden por la observación y el estudio de la naturaleza y son aplicados por los hombres tanto en la fabricación de cosas artificiales para el uso y el ornamento de la vida, como en la explicación de diversos fenómenos; esta explicación consiste en mostrar la conformidad de cualquier fenómeno con las leyes generales de la naturaleza, o, lo que es lo mismo, en descubrir la uniformidad que hay en la producción de efectos naturales, cosa que resultará evidente a cualquiera que preste atención a los diversos casos en los que los filósofos pretenden explicar las apariencias. Que existe una grande y clara utilidad en estos métodos regulares y constantes de obrar seguidos por el Supremo Agente ha sido mostrado en la secc. 31. Y no es menos visible que, aunque no de manera absoluta para producir un efecto, sí son necesarios un determinado tamaño, figura, movimiento y disposición de las partes para producirlo de acuerdo con las establecidas leyes mecánicas de la naturaleza. Así, por ejemplo, no puede negarse que Dios, o la inteligencia que sostiene y regula el curso ordinario de las cosas, podría, si tuviese intención de hacer un milagro, determinar todos los movimientos en la esfera de un reloj aunque nadie hubiese fabricado el mecanismo ni lo hubiese introducido en el reloj; pero, si quiere actuar de acuerdo con las reglas del mecanismo, establecidas y mantenidas por Él en la Creación con sabios fines, es necesario que esas acciones del relojero, mediante las que realiza el mecanismo y lo ajusta convenientemente, precedan a la producción de los movimientos antes dichos; como también, que cualquier desajuste en los movimientos vaya acompañado de la percepción de un desajuste correspondiente en el mecanismo y que, una vez corregido éste, todo marche bien de nuevo.
63. Ciertamente puede que en algunas ocasiones sea necesario que el Autor de la Naturaleza despliegue su superior poder de gobernar para producir algún fenómeno al margen del curso ordinario de las cosas. Tales excepciones a las reglas generales de la naturaleza son adecuadas para sorprender y atemorizar a los hombres, llevándoles a un reconocimiento del Ser Divino; pero precisamente por ello deben ser utilizadas en raras ocasiones, ya que, de otro modo, fallarían rotundamente en producir tal efecto. Además, parece que Dios elige las obras de la naturaleza, que manifiestan tanta armonía e ingenio en su constitución y son claras muestras de la sabiduría y beneficencia de su Autor, para convencer a nuestra razón de sus atributos, mejor que asombrarnos con acontecimientos anómalos y sorprendentes para que creamos en su Ser.
64. Para dejar más claro aún este asunto, advertiré que lo que se ha objetado en la secc. 60 equivale, en realidad, exclusivamente a esto: las ideas no se producen de cualquier manera y al azar, ya que existe cierto orden y conexión entre ellas, semejante al de causa y efecto; existen también diversas combinaciones de ellas, producidas de un modo muy regular y artificioso, semejantes a otros tantos instrumentos en manos de la naturaleza, que, aunque ocultos como si se encontrasen detrás del escenario, tienen una actividad secreta en la producción de esas apariencias que se ven en el teatro del mundo, siendo en sí mismas sólo visibles para el ojo curioso del filósofo. Pero, puesto que una idea no puede ser causa de otra, ¿qué finalidad tiene esa conexión? Y, puesto que esos instrumentos, que son simplemente percepciones ineficaces en la mente, no sirven para la producción de efectos naturales, se preguntará por qué han sido hechos, o, en otras palabras, qué razón puede atribuirse al hecho de que Dios nos haga contemplar, al observar detenidamente sus obras, tan gran variedad de ideas, agrupadas tan artificiosa y tan regularmente, pues no puede creerse que haya derrochado (si se puede hablar así) todo ese arte y regularidad sin finalidad alguna.
65. Mi respuesta a todo esto es, primero, que la conexión de las ideas no implica la relación de causa-efecto, sino sólo la de una marca o signo con la cosa significada. El fuego que veo no es la causa del dolor que padezco al acercarme a él, sino la señal que me pone sobre aviso. De la misma manera, el ruido que oigo no es el efecto de este o aquel movimiento o colisión de los cuerpos que me rodean, sino el signo de él. En segundo lugar, la razón por la cual las ideas están constituidas como máquinas, es decir, en combinaciones artificiosas y regulares, es la misma por la que las letras se combinan para formar palabras. Para que se pueda hacer que un pequeño número de ideas originales signifique un gran número de efectos y acciones, es necesario que se combinen de diversas formas; y, con el fin de que su empleo sea permanente y universal, estas combinaciones tienen que hacerse por medio de reglas y con sabios planes. De esta manera se nos transmite una abundante información referente a lo que podemos esperar de tales y cuales acciones y cuáles son los métodos que conviene emplear para producir tales y cuales ideas; esto es, en efecto, todo lo que creo que se quiere dar a entender de una manera distinta cuando se dice que, al captar la figura, estructura y mecanismo de las partes internas de los cuerpos, tanto naturales como artificiales, podemos lograr conocer los diferentes usos y propiedades que de ellos dependen, o la naturaleza de la cosa.
66. Por tanto, es evidente que aquellas cosas que, según la teoría de que existe una causa que coopera o concurre en la producción de efectos, son totalmente inexplicables y nos hacen caer en grandes absurdos, podrían perfectamente ser explicadas de un modo natural y tener asignado un uso propio y obvio, cuando se las considera sólo como marcas o signos para nuestra información. Y la ocupación del filósofo de la naturaleza debería ser la de investigar y esforzarse por entender esos signos instituidos por el Autor de la naturaleza, y no pretender explicar las cosas por medio de causas corpóreas; parece que esta doctrina ha apartado demasiado la mente de los hombres de ese principio activo, de ese Espíritu supremo y sabio, en quien vivimos, nos movemos y somos[21].
67. En duodécimo lugar, se podría objetar que, aunque está claro por lo que se ha dicho que no puede existir cosa tal como una substancia inerte, insensible, extensa, sólida, dotada de forma y movimiento, existente sin la mente, tal como los filósofos describen la materia, sin embargo, si alguien quitara de su idea de materia las ideas positivas de extensión, figura, solidez y movimiento y dijese que con esa palabra quiere significar una substancia inerte e insensible que existe sin la mente, o sin ser percibida, ocasión de nuestras ideas, o en cuyá" presencia place a Dios provocar ideas en nosotros, parecería que, tomada la materia en este sentido, quizá podría existir. En respuesta a esto digo, primeramente, que no parece menos absurdo suponer una substancia sin accidentes, que accidentes sin una substancia. Pero, en segundo lugar, aunque admitiésemos que esta substancia desconocida pudiera quizá existir, ¿dónde se supondría que existe? Se está de acuerdo en que no existe en la mente, y es igualmente cierto que no existe en otro lugar, pues toda extensión existe sólo en la mente, como ya se ha probado. Sólo queda, por tanto, decir que no existe en ninguna parte en absoluto.
68. Vamos a examinar un poco la descripción que se nos da aquí de materia. Ni actúa, ni percibe, ni es percibida, pues esto es todo lo que se quiere dar a entender cuando se dice que es una substancia inerte, insensible y desconocida. Es ésta una definición totalmente formada de negaciones, si exceptuamos la noción relativa de que es soporte o substrato; pero entonces debe observarse que no soporta nada en absoluto y deseo que se considere hasta qué punto esto se aproxima a la descripción de un no ser (a non-entity). Pero dirán que es la ocasión desconocida, en cuya presencia la voluntad de Dios provoca ideas en nosotros. Ahora bien, me gustaría saber cómo podría hacérsenos presente algo que no es perceptible por los sentidos ni por la reflexión, ni es capaz de producir una idea en nuestra mente, ni es en absoluto extenso, ni tiene una forma, ni existe en lugar alguno. Las palabras estar presente, cuando se emplean de esta forma, tienen que ser necesariamente tomadas en un sentido abstracto y extraño, que no soy capaz de comprender.
69. Además, vamos a examinar lo que se quiere significar por ocasión: hasta donde yo puedo deducir del uso habitual del lenguaje, esta palabra significa o bien el agente que produce un efecto o bien algo que se observa que le acompaña o precede en el curso ordinario de las cosas. Pero, cuando se aplica a la materia tal como se la ha descrito antes, no puede tomarse en ninguno de esos sentidos. Pues se dice que la materia es pasiva e inerte, y, por tanto, no puede ser un agente o causa eficiente. Es también imperceptible, pues se encuentra carente de toda cualidad sensible y, por ello, no puede ser ocasión de nuestras percepciones en el segundo sentido, como cuando se dice que la quemadura de mi dedo es la ocasión del dolor que la acompaña. Por tanto, ¿qué se quiere significar cuando se denomina ocasión a la materia? Este término o es utilizado sin sentido alguno o en un sentido muy alejado de la significación aceptada.
70. Quizás se dirá que la materia, aunque no es percibida por nosotros, es, no obstante, percibida por Dios, para quien es la ocasión de producir ideas en nuestras mentes. Pues, se dirá: si observamos que nuestras sensaciones son impresas de un modo ordenado y constante, es razonable suponer que existen ciertas ocasiones constantes y regulares para que se produzcan. Es decir, que existen ciertas partes permanentes y distintas de materia, correspondientes a nuestras ideas, que, aunque no producen éstas en nuestra mente, ni de ningún modo nos afectan inmediatamente por ser totalmente pasivas e imperceptibles para nosotros, sí son perceptibles, sin embargo, para Dios, quien las percibe como otras tantas ocasiones que le recuerdan cuándo y qué ideas ha de imprimir en nuestra mente; y de este modo las cosas pueden seguir su curso de un modo constante y uniforme.
71. En respuesta a esto quiero destacar que, según la noción de materia aquí establecida, la cuestión no se refiere tanto a la existencia de una cosa distinta del espíritu y de la idea, de lo percipiente y de lo percibido[22], sino de si existen ciertas ideas, no sé de qué clase, en la mente de Dios, que son otras tantas señales o notas que le indican el modo de producir sensaciones en nuestra mente, según un procedimiento constante y regular, de la misma manera que un músico es llevado por las notas de la música a producir esa sucesión armoniosa y esa composición de sonidos que se denomina melodía, aunque los que oyen la música no perciban las notas y puedan ignorarlas totalmente. Pero esta noción de materia[23] resulta demasiado extravagante para merecer una refutación. Además, no es en realidad ninguna objeción en contra de lo que hemos establecido, a saber, que no existe ninguna substancia insensible y no percibida.
72. Si seguimos la luz de la razón, deduciremos del proceder constante y uniforme de nuestras sensaciones la bondad y sabiduría del Espíritu que las produce en nuestra mente. Pero esto es todo lo que veo que puede razonablemente concluirse de ello. Para mí, es evidente que el ser de un Espíritu infinitamente sabio, bueno y poderoso es más que suficiente para explicar todos los fenómenos de la naturaleza. Pero por lo que se refiere a una materia inerte e insensible, nada de lo que percibo tiene la más mínima conexión con ella, ni lleva a pensar en ella. Y me gustaría ver cómo alguien explica el más insignificante fenómeno de la naturaleza por medio de ella, o muestra algún tipo de razón, aunque fuese del grado más bajo de probabilidad, que pueda tener para afirmar su existencia; o, por lo menos, que diese a este supuesto un sentido o significación aceptable. Pues, por lo que se refiere a que es una ocasión, pienso que hemos mostrado de un modo evidente que, respecto a nosotros, no es una ocasión; queda, sin embargo, que sea, si acaso, la ocasión de que Dios produzca ideas en nosotros: lo que esto significa acabamos de verlo ahora mismo.
73. Merece la pena, mientras, reflexionar un poco sobre los motivos que indujeron a los hombres a suponer la existencia de la substancia material; de manera que, después de haber observado la disminución gradual y la extinción de esos motivos o razones, podamos renunciar proporcionalmente al asentimiento que estaba basado en ellos. Primero, ciertamente, se pensó que el color, la figura y el movimiento y las restantes cualidades sensibles o accidentes existían realmente sin la mente, y por esta razón pareció necesario suponer un substratum o substancia no pensante en el cual existieran, ya que no podría concebirse que lo hicieran por sí mismas. Después, con el paso del tiempo, al convencerse los hombres de que los colores, los sonidos y el resto de las cualidades sensibles secundarias no tenían ninguna existencia sin la mente, despojaron a este substratum o substancia material de esas cualidades, dejándole sólo las primarias: figura, movimiento, etc. Pensaban aún que éstas existían sin la mente, y, como consecuencia, necesitaban, para subsistir, de un soporte material. Pero, al haberse mostrado que ninguna, ni tampoco éstas, pueden existir como no sea en un espíritu o mente que las perciba, se sigue que no tenemos ya ninguna razón para suponer la existencia (being) de la materia. Aún más, es totalmente imposible que pueda existir tal cosa, en tanto que esa palabra se emplee para denotar un substrato no pensante de cualidades o accidentes, en el que existen sin la mente.
74. Pues, aunque los propios materialistas admiten que se pensó en la materia como soporte de accidentes, se podría esperar que la mente, de forma natural y sin ofrecer ningún tipo de resistencia, abandonaría, al cesar por completo esa razón, la creencia en aquello que estaba basado exclusivamente en ella. Pero el prejuicio está tan profundamente arraigado en nuestros pensamientos, que ni siquiera podemos decir la manera de desprendernos de él, y nos inclinamos, por tanto, ya que la cosa en sí misma no se puede defender, por lo menos a quedarnos con el nombre, que aplicamos a no sé qué noción abstracta e indefinida de ser u ocasión, aunque sin ninguna prueba o razón, al menos hasta donde yo alcanzo a ver. Pues ¿qué hay en nosotros o qué percibimos entre todas las ideas, sensaciones o nociones impresas en nuestra mente, por los sentidos o por la reflexión, de lo que podamos inferir la existencia de una ocasión inerte, carente de pensamiento y no percibida? Y por otro lado, ¿qué puede haber por parte de un Espíritu todopoderoso que nos haga creer, o al menos sospechar, que es guiado por una ocasión inerte para producir ideas en nuestra mente?
75. Es un ejemplo muy especial y muy lamentable de la fuerza que poseen los prejuicios el que la mente del hombre mantenga, contra toda evidencia de la razón, una inclinación tan grande por algo tonto y carente de pensamiento, cuya interposición le ocultaría, como así ha sucedido, la providencia de Dios y le apartaría de las cosas del mundo. Pero, aunque hagamos todo lo posible para asegurar la creencia en la materia, aunque, cuando la razón nos abandona, nos esforcemos en basar nuestra opinión en la simple probabilidad de la cosa y aunque nos entreguemos nosotros mismos al dominio pleno de la imaginación no regulada por la razón para llegar a comprender esa pobre posibilidad, sin embargo, el resultado de todo es que existen ciertas ideas desconocidas en la mente de Dios; pues esto, si acaso, es todo lo que concibo que quiere decirse con el término ocasión con respecto a Dios. Y esto, en el fondo, no es ya una discusión sobre la cosa, sino sobre el nombre.
76. Por tanto, no discutiré si existen tales ideas en la mente de Dios, ni si pueden ser designadas con el nombre de materia. Pero si se aterran a la noción de una substancia no pensante o soporte de la extensión, movimiento y demás cualidades sensibles, entonces es para mí más evidentemente imposible que exista tal cosa. Pues es una total contradicción que esas cualidades existan o sean sostenidas por una substancia no percipiente.
77. Pero, se dirá, aunque se admita que no existe un soporte, carente de pensamiento, de la extensión y de las demás cualidades o accidentes que percibimos, quizá puede haber alguna substancia inerte no percipiente o substratum de algunas otras cualidades, tan incomprensible para nosotros como lo son los colores para un ciego de nacimiento, ya que no tenemos un sentido que se adapte a ella. Mas, si tuviésemos un nuevo sentido, no tendríamos quizá más duda sobre su existencia que la que tiene sobre la luz y los colores un ciego que recobre la vista. Respondo, primero, que, si lo que se quiere significar con la palabra materia es sólo el soporte desconocido de cualidades desconocidas, lo mismo da que exista o no tal cosa, ya que no tiene nada que ver con nosotros; y no veo qué ventaja hay en discutir sobre no sabemos qué, ni sabemos por qué.
78. Pero, en segundo lugar, si tuviésemos un nuevo sentido, sólo podría proveernos de nuevas ideas o sensaciones; y entonces tendríamos la misma razón en contra de su existencia en una substancia no percipiente que la que se ha dado ya con respecto a la figura, el movimiento, el color, etc. Como ya se ha mostrado, las cualidades no son otra cosa que sensaciones o ideas, que existen sólo en una mente que las percibe; y esto es verdad no sólo de las ideas que conocemos en la actualidad, sino igualmente de todas las ideas posibles, cualesquiera que sean.
79. Pero, se insistirá, ¿qué más da si no tenemos razón alguna para creer en la existencia de la materia, si no podemos asignarle ningún uso, ni explicar nada por medio de ella, ni incluso concebir lo que esta palabra quiere decir? Aun así, no existe contradicción en decir que la materia existe, y que esta materia es en general una substancia u ocasión de las ideas; aunque, en verdad, intentar desentrañar el significado o aceptar cualquier explicación concreta de esas palabras implica grandes dificultades. Respondo que, cuando las palabras se usan sin un sentido, se pueden combinar como se quiera, sin peligro de caer en contradicción. Se puede decir, por ejemplo, que dos veces dos es igual a siete, siempre que se diga que no se toman los términos de esa proposición en su sentido usual, sino como signos de no se sabe qué. Y por la misma razón se puede decir que existe una substancia inerte y carente de pensamiento sin accidentes, que es la ocasión de nuestras ideas. Y entendemos lo mismo por una proposición que por la otra.
80. En último lugar, se dirá: ¿qué tal si abandonamos la causa de la substancia material y afirmamos que la materia es algo desconocido, que no es ni substancia ni accidente, ni espíritu ni idea, inerte, sin pensamiento, indivisible, inmóvil, inextensa, que no existe en ninguna parte? Pues se dirá que cualquier cosa que pueda argumentarse en contra de la substancia y de la ocasión, o de cualquier otra noción positiva o relativa de materia, no ha lugar en tanto se acepte esta definición negativa de materia. Respondo que pueden, si les parece bien, usar la palabra materia en el mismo sentido en que otros hombres emplean nada, y de este modo hacer estos términos intercambiables en su forma de expresarse. Ya que, después de todo, esto es lo que se me manifiesta como resultado de esa definición, cuyas partes, cuando las considero con atención, bien en conjunto o por separado, no encuentro que produzcan en mi mente ningún tipo de efectos o impresión distinto del que me produce el término nada.
81. Me responderán quizás que en la definición anterior se incluye la idea positiva y abstracta de quididad, entidad o existencia, lo que la distingue suficientemente de la nada. Ciertamente, reconozco que aquellos que dicen poseer la facultad de formarse ideas generales abstractas hablan como si poseyesen tal idea, que es, dicen, la noción más abstracta y general de todas, lo que para mí equivale a la más incomprensible de todas. No veo razón para negar que exista gran diversidad de espíritus de diferentes órdenes y capacidades, cuyas facultades, tanto en número como en alcance, sobrepasan con mucho aquellas con las que me ha dotado el Autor de mi ser. Y me parece que sería la mayor locura y presunción pretender determinar por medio de mis propios, escasos, limitados y cortos medios de percepción qué ideas puede imprimir en ellos el inagotable poder del Supremo Espíritu. En efecto, puede haber, por lo que yo sé, innumerables clases de ideas o sensaciones, tan distintas unas de otras y de todo lo que yo he percibido, como los colores son distintos de los sonidos. Pero, por muy dispuesto que pueda estar a reconocer la penuria de mi comprensión con respecto a la infinita variedad de espíritus e ideas que pudieran quizá existir, sospecho sin embargo, que es una evidente contradicción y un juego de palabras que alguien diga que tiene una noción de entidad o existencia, prescindiendo del espíritu y de la idea, de lo que percibe y de lo que es percibido. Sólo nos queda considerar las objeciones que se nos pueden hacer por parte de la religión.
82. Hay algunos que piensan[24] que, aunque se admita que los argumentos a favor de la existencia real de los cuerpos, obtenidos racionalmente, no llegan a ser una demostración, sin embargo las Sagradas Escrituras son tan claras en este punto que convencerán suficientemente a todo buen cristiano de que los cuerpos existen realmente y son algo más que meras ideas; pues se hallan relatados en la Sagrada Escritura innumerables hechos que suponen evidentemente la realidad de la madera y de la piedra, de las montañas y de los ríos, de las ciudades y de los cuerpos humanos. Respondo a esto que ningún tipo de escritos, sagrados o profanos, que utilicen esas y semejantes palabras en su sentido corriente, o de manera que tengan sentido en sí mismas, corren peligro de que su verdad sea puesta en tela de juicio por nuestra doctrina. Que todas esas cosas existen realmente, que hay cuerpos, incluso substancias corpóreas, cuando se toman éstas en el sentido comente, se ha mostrado que está de acuerdo con nuestros principios. Y la diferencia entre cosas e ideas, entre realidades y quimeras se ha explicado claramente[*]. Y no pienso que se mencione en algún lugar de las Escrituras eso que los filósofos llaman materia, ni la existencia de objetos sin la mente.
83. Además, tanto si existen las cosas externas como si no, se admite por todos que el uso propio de las palabras es el de designar nuestras concepciones, o las cosas sólo en tanto que son conocidas y percibidas por nosotros; de donde se sigue evidentemente que en las teorías que hemos expuesto no hay nada incompatible con el uso y la significación correctos del lenguaje, y que cualquier clase de conversación, siempre que sea inteligible, permanece sin ninguna modificación. Pero todo esto resulta tan manifiesto a partir de lo que se ha establecido en las premisas, que es innecesario decir más sobre ello.
84. Pero se insistirá en que por lo menos los milagros perderán mucha de su fuerza e importancia según nuestros principios. ¿Qué debemos pensar de la vara de Moisés? ¿Se convirtió realmente en una serpiente, o hubo sólo un cambio de ideas en las mentes de los espectadores? ¿Y puede suponerse que nuestro Salvador lo único que hizo en la boda de Caná fue influir en la vista, olfato y gusto de los invitados para hacer surgir en ellos sólo la apariencia o idea de vino? Lo mismo puede decirse de todos los demás milagros, que, como consecuencia de los principios anteriores, han de ser considerados sólo como otros tantos engaños o ilusiones de la imaginación. Respondo a esto que la vara se convirtió en una serpiente real, y el agua, en vino auténtico. Que esto no contradice en absoluto a lo que he dicho en otros lugares resultará evidente de las seccs. 34 y 35. Pero el tema de lo real y lo imaginario ha sido ya tan clara y plenamente explicado y nos hemos referido a él con tanta frecuencia, y las dificultades sobre dicho asunto se contestan tan fácilmente teniendo en cuenta lo que se ha dicho anteriormente, que sería un insulto al entendimiento del lector retomar aquí su explicación. Sólo haré notar que, si todos los que estaban presentes en la mesa pudieron ver, oler, saborear y beber vino y notaron sus efectos, no hay, por lo que a mí se refiere, duda de su realidad. De forma que, en el fondo, la duda sobre la realidad de los milagros no tiene cabida en absoluto en nuestros principios, sino en los normalmente aceptados, y, en consecuencia, está más a favor que en contra de lo que se ha dicho.
85. Después de haber acabado con las objeciones, que he tratado de exponer de la forma más clara y darles toda la fuerza y peso que pude, pasaremos a continuación a examinar las consecuencias de nuestra doctrina. Algunas de ellas aparecen a primera vista, como el hecho de que algunas cuestiones difíciles y oscuras, en las que se ha malgastado gran cantidad de especulación, desaparecen totalmente de la filosofía. ¿Puede pensar la substancia corpórea? ¿Es la materia infinitamente divisible? ¿De qué modo actúa sobre el espíritu? Estas y otras investigaciones semejantes han proporcionado un entretenimiento inagotable a los filósofos de todas las épocas. Pero, como dependen de la existencia de la materia, no tienen ya lugar según nuestros principios. Existen otras muchas ventajas, tanto para la religión como para las ciencias, que cualquiera puede fácilmente deducir de lo que se ha establecido. Pero esto se verá más claramente a continuación.
86. De los principios que hemos establecido se deduce que el conocimiento humano puede naturalmente reducirse a dos clases: el de las ideas y el de los espíritus. Trataré de cada una de ellas por orden. Y, en primer lugar, por lo que se refiere a las ideas o cosas no pensantes, nuestro conocimiento de ellas ha estado muy oscurecido y confundido, y hemos sido llevados a errores muy peligrosos al suponer una doble existencia de los objetos de los sentidos, una inteligible o en la mente, la otra real y sin la mente: por lo que se piensa que las cosas no pensantes tienen una subsistencia natural propia, distinta de ser percibida por los espíritus. Esto que, si no me equivoco, se ha mostrado que es una noción de lo más absurda y sin fundamento, es la mismísima raíz del escepticismo; pues, mientras los hombres pensaron que las cosas reales subsistían sin la mente y que su conocimiento sólo era real en la medida en que se conformaba a las cosas reales, se seguía de ello que no pudieran estar seguros de tener en absoluto ningún conocimiento real. Porque ¿cómo se podría saber que las cosas que se perciben se conforman a aquellas que no se perciben, o existen sin la mente?
87. El color, la figura, el movimiento, la extensión, etc., considerados sólo como otras tantas sensaciones en la mente, son perfectamente conocidos, ya que no hay en ellos nada que no sea percibido. Pero si se los considera como signos o imágenes que hacen referencia a cosas o arquetipos[25] existentes sin la mente, entonces nos encontramos enredados en el escepticismo. Vemos sólo las apariencias y no las cualidades reales de las cosas. Lo que sean la extensión, la figura, o el movimiento de cualquier cosa, real y absolutamente o en sí mismos, no podemos conocerlo, sino sólo la proporción o relación que mantienen respecto a nuestros sentidos. Aunque las cosas permanezcan siempre igual, nuestras ideas cambian, y está fuera de nuestro alcance determinar cuál de ellas, o incluso si alguna de ellas, representa la cualidad verdadera realmente existente en la cosa. De manera que, por lo que sabemos, todo lo que vemos, oímos y sentimos puede ser sólo un fantasma y una vana quimera y no estar en absoluto de acuerdo con las cosas reales, que existen en la rerum natura. Todo este escepticismo se deriva de que suponemos que existe una diferencia entre las cosas y las ideas, y de que las primeras tienen una subsistencia sin la mente o sin ser percibidas. Sería fácil extenderse en este tema, y mostrar cómo los argumentos alegados por los escépticos de todas las épocas se basan en la suposición de objetos externos[26].
88. Mientras atribuyamos una existencia real a las cosas no pensantes, distinta de su ser percibidas, no sólo es imposible que conozcamos con evidencia la naturaleza de algún ser real no pensante, sino incluso su existencia. De ahí que veamos que los filósofos desconfían de sus sentidos y dudan de la existencia del cielo y de la tierra, de todo lo que ven o sienten, incluso de sus propios cuerpos. Y, después de todo el trabajo y esfuerzo de pensamiento, se ven obligados a admitir que no podemos alcanzar ningún conocimiento auto-evidente o demostrativo de la existencia de las cosas sensibles. Pero toda esta incertidumbre, que tanto asusta y confunde a la mente y convierte a la filosofía en algo ridículo a los ojos del mundo, desaparece si atribuimos una significación a nuestras palabras y no nos entretenemos con los términos absoluto, externo, existir y otros parecidos, que no sabemos qué significan. Puedo dudar igualmente de mi propio ser como del ser de esas cosas que percibo actualmente por los sentidos; pues es una manifiesta contradicción que un objeto sensible sea inmediatamente percibido por la vista o por el tacto, y, al mismo tiempo, no tenga existencia en la naturaleza, ya que la existencia misma de un ser no pensante consiste en ser percibido.
89. Nada parece de mayor importancia con vistas a erigir un sistema sólido de conocimiento genuino y real, capaz de resistir los ataques del escepticismo, que empezar por establecer una clara explicación de lo que se entiende por cosa, realidad y existencia, pues en vano discutiremos sobre la existencia real de las cosas o pretenderemos obtener algún conocimiento de ellas mientras no hayamos determinado el significado de esas palabras. Cosa o ser es el término más general de todos: incluye en sí dos especies totalmente distintas y heterogéneas y que no tienen nada en común excepto el nombre, a saber, espíritus e ideas. Los primeros son substancias activas e indivisibles[27]; las segundas son seres inertes, fluctuantes, dependientes, que no subsisten por sí mismas, sino que están sustentadas por o existen en las mentes o substancias espirituales. Comprendemos nuestra propia existencia por un sentimiento interior o reflexión, y la de los otros espíritus por la razón. Podemos decir que tenemos algún conocimiento o noción de nuestras propias mentes, de los espíritus y seres activos, de los que, en sentido estricto, no tenemos ideas. De la misma manera conocemos y tenemos una noción de las relaciones entre cosas o ideas, relaciones que son distintas de las ideas o cosas relacionadas, en tanto que estas últimas pueden ser percibidas por nosotros sin que percibamos las primeras. Me parece que las ideas, los espíritus y las relaciones, todos en sus respectivas clases, son el objeto del conocimiento humano y el sujeto de nuestro discurso, y que el término idea tendría una extensión impropia si se le hiciera significar cualquier cosa que conocemos o de la que tenemos noción[28].
90. Las ideas impresas en los sentidos son cosas reales, o existen realmente: no negamos esto, sino que puedan subsistir sin las mentes que las perciben o que sean semejantes a ciertos arquetipos existentes sin la mente; pues el ser propio de una sensación o idea consiste en ser percibido, y una idea sólo puede asemejarse a una idea. Además, las cosas percibidas por los sentidos pueden denominarse externas respecto a su origen, en el sentido de que no se generan desde dentro, por la mente misma, sino que son impresas por un espíritu distinto de aquel que las percibe. Igualmente se puede decir que los objetos sensibles existen en alguna otra mente. Así, cuando cierro los ojos, las cosas que veía pueden seguir existiendo, pero tiene que ser en otra mente.
91. Sería un error pensar que lo que aquí se ha dicho aparta en lo más mínimo de la realidad de las cosas. Se admite, según los principios comúnmente aceptados, que la extensión, el movimiento y, en una palabra, todas las cualidades sensibles necesitan un soporte, pues no son capaces de subsistir por sí mismas. Pero se reconoce que los objetos percibidos por los sentidos no son más que combinaciones de esas cualidades, y, en consecuencia, no pueden subsistir por sí mismos. Hasta aquí todos están de acuerdo. De manera que, al negar a las cosas percibidas por los sentidos una existencia independiente de una substancia o soporte donde puedan existir, en nada nos apartamos de la opinión comúnmente aceptada sobre su realidad, y no somos culpables de innovación alguna en ese sentido. Toda la diferencia existente radica en que, según nosotros, los seres no pensantes percibidos por los sentidos no tienen una existencia distinta del ser percibidos, y por tanto no pueden existir en otra substancia que no sea una de esas substancias inextensas e indivisibles o espíritus, que actúan, piensan y los perciben, mientras que los filósofos comúnmente mantienen que las cualidades sensibles existen en una substancia inerte, inextensa, no percipiente, que llaman materia y a la que atribuyen una subsistencia natural, exterior a todos los seres pensantes, o distinta del ser percibida por una mente cualquiera, incluso la mente eterna del Creador, en la que suponen que sólo están las ideas de las substancias corpóreas creadas por Él, si es que verdaderamente admiten que han sido creadas.
92. Pues, así como hemos mostrado que la doctrina de la materia o substancia corpórea ha sido el pilar y soporte principal del escepticismo, de igual manera han surgido sobre la misma base todas las formas de ateísmo e irreligión. Y, además, fue tan grande la dificultad de concebir que la materia había surgido de la nada que los más famosos entre los filósofos antiguos, incluso aquellos que afirmaban la existencia de un Dios, pensaron que la materia era increada y coeterna con Él. Sería innecesario exponer qué gran aliada han tenido en la substancia material los ateos de todas las épocas. Todos sus monstruosos sistemas tienen una dependencia de ella tan evidente y tan necesaria, que, cuando se quita, al fin, esa piedra angular, todo el edificio no puede hacer otra cosa que venirse abajo; de manera que no merece la pena dedicar más tiempo a considerar particularmente los absurdos de cada una de las desdichadas sectas de ateos.
93. Que las personas impías y profanas caigan de buena gana en aquellos sistemas que favorecen sus inclinaciones, al burlarse de la substancia inmaterial y suponer que el alma es divisible y está sujeta a la corrupción como el cuerpo, lo que excluye toda libertad, inteligencia y finalidad en la formación de las cosas, y, en su lugar, se inventen como raíz y origen de todos los seres una substancia auto-existente, estúpida y no pensante, es natural. Como también lo es que escuchen a aquellos que niegan una providencia o supervisión, por parte de una mente superior, sobre los asuntos del mundo, atribuyendo toda la serie de sucesos a un azar ciego o a una necesidad fatal, originada por el impulso de un cuerpo sobre otro. Y, por otra parte, cuando hombres de mejores principios observan que los enemigos de la religión ponen tanto énfasis en la materia no pensante y que todos emplean tan gran industria y artificio para reducirlo todo a ella, me parece que deberían alegrarse al verlos privados de su gran apoyo y arrojados fuera de su única fortaleza, sin la cual sus epicúreos, hobbistas, etc., ni siquiera tendrían la sombra de una reivindicación, y, por el contrario, se obtendría sobre ellos el triunfo más fácil y menos costoso del mundo.
94. La existencia de la materia, o de cuerpos no percibidos, no sólo ha sido el principal apoyo de ateos y fatalistas, sino que, de igual manera, la idolatría depende del mismo principio en sus más diversas formas. Con sólo que los hombres considerasen que el sol, la luna y las estrellas y cualquier otro objeto de los sentidos son simplemente otras tantas sensaciones en su mente, que no tienen más existencia que ser puramente percibidas, nunca sin duda se arrodillarían ni adorarían sus propias ideas, sino que dirigirían más bien sus homenajes a la invisible Mente eterna que produce y sostiene todas las cosas.
95. El mismo absurdo principio, al mezclarse con los artículos de nuestra fe, ha ocasionado dificultades no pequeñas a los cristianos. Por ejemplo, ¿cuántos escrúpulos y objeciones no han levantado los socinianos y otros sobre la resurrección? ¿Pero no se basan las más plausibles de ellas en el supuesto de que un cuerpo se denomina el mismo, no por lo que tiene que ver con su forma, o por lo que se percibe por los sentidos, sino por su substancia material, que permanece la misma bajo formas diversas? Quitemos esta substancia material, sobre cuya identidad se origina toda la disputa, y entendamos por cuerpo lo que cualquier persona corriente entiende por dicha palabra, a saber, lo que se ve y se siente inmediatamente, que sólo es una combinación de cualidades sensibles o ideas; y entonces sus objeciones más irrefutables se reducen a nada.
96. Una vez que la materia ha sido expulsada de la naturaleza, arrastra consigo tantas nociones escépticas e impías, una cantidad tan increíble de disputas y cuestiones embrolladas, que han sido espinas en los flancos tanto de filósofos como de teólogos, y han realizado una labor sumamente infructuosa para la humanidad; de manera que si los argumentos que hemos presentado en contra de ella no se consideran equivalentes a una demostración (como a mí me parece que lo son evidentemente), con todo estoy seguro de que los amigos del conocimiento, la paz y la religión tienen razón para desear que lo fuesen.
97. Además de la existencia exterior de los objetos de la percepción, otra gran fuente de errores y dificultades respecto al conocimiento ideal es la doctrina de las ideas abstractas, tal y como ha sido expuesta en la Introducción. Las cosas más sencillas del mundo, aquellas con las que estamos más estrechamente relacionados y que conocemos perfectamente, cuando se las considera de un modo abstracto, se nos aparecen extrañamente difíciles e incomprensibles. El tiempo, el lugar y el movimiento, tomados de forma particular o concreta, son algo que conoce todo el mundo; pero, después de pasar por las manos de un metafísico, se convierten en algo demasiado abstracto y sutil para ser captado por los hombres de inteligencia corriente. Que alguien mande a su criado que se reúna con él a tal hora en tal sitio: no se detendrá nunca a deliberar sobre el significado de tales palabras; no encontrará la más mínima dificultad en concebir esa hora y lugar particulares o el movimiento que le conducirá hasta allí. Pero si el tiempo se toma simplemente como la continuación de la existencia o la duración en abstracto, distinto de todas esas acciones e ideas particulares que diversifican el día, entonces, quizá, resultará difícil de comprender incluso para un filósofo.
98. Siempre que intento formarme una idea simple del tiempo, prescindiendo de la sucesión de ideas en mi mente, sucesión que fluye de manera uniforme y de la que participan todos los seres, me pierdo y me enredo en intrincadas dificultades. No tengo de él ninguna noción en absoluto, sólo oigo a otros decir que es infinitamente divisible y hablar de él de manera que me lleva a concebir extraños pensamientos sobre mi existencia; pues esta doctrina pone a uno en la necesidad absoluta de pensar, o bien que transcurren innumerables períodos de tiempo sin un pensamiento, o bien que uno es aniquilado a cada paso, cosas ambas que parecen igualmente absurdas. Al no ser el tiempo nada distinto de la sucesión de ideas en nuestra mente, se sigue de ello que la duración de cualquier espíritu finito tiene que ser estimada por el número de ideas o acciones que se suceden unas a otras en el mismo espíritu o mente. Clara consecuencia de esto es que el alma siempre piensa[29], y en verdad creo que quien intente separar en su pensamiento o abstraer la existencia de un espíritu de su actividad pensante (cogitation), encontrará que no es una tarea fácil[30].
99. De la misma manera, cuando intentamos abstraer la extensión y el movimiento de todas las otras cualidades, y considerarlos en sí mismos, en seguida los perdemos de vista e incurrimos en grandes extravagancias[31]. Todo lo cual depende de una doble abstracción: en primer lugar, se supone que la extensión, por ejemplo, puede ser separada de todas las otras cualidades sensibles; en segundo lugar, que la entidad de la extensión puede separarse de su ser percibida. Pero quienquiera que reflexione y se tome la molestia de comprender lo que dice, reconocerá, si no me equivoco, que todas las cualidades sensibles son igualmente sensaciones e igualmente reales; que, donde existe la extensión, existe también el color, a saber, en su mente, y que sus arquetipos sólo pueden existir en alguna otra mente; y que los objetos de los sentidos no son más que esas sensaciones combinadas, unidas o (si se puede hablar así) solidificadas juntas, y ninguna de éstas puede suponerse que exista sin ser percibida[32].
100. Todo el mundo puede pensar que sabe lo que es la felicidad para un hombre, o lo que es un objeto bueno. Pero formarse una idea abstracta de felicidad, prescindiendo de todo placer particular, o de bondad, prescindiendo de todo lo que es bueno, es algo que pocos pueden afirmar que consiguen. Del mismo modo, un hombre puede ser justo y virtuoso sin tener ideas precisas de justicia y de virtud. La opinión de que esas y otras palabras semejantes representan nociones generales, separadas de toda persona o acción particular, parece que ha puesto a la moralidad en aprietos y ha convertido su estudio en algo de escaso provecho para la humanidad[33]. Y, en efecto, la doctrina de la abstracción ha contribuido en no pequeña medida a corromper las ramas más útiles del conocimiento.
101. Las dos grandes divisiones de la ciencia teorética que tratan de las ideas recibidas a través de los sentidos y de sus relaciones[34] son la filosofía natural y las matemáticas: sobre cada una de ellas voy a hacer algunas observaciones. Primero diré algo sobre la filosofía natural. En esta materia es en la que triunfan los escépticos: todo ese cúmulo de argumentos que forjan para menospreciar nuestras facultades y hacer que la humanidad aparezca ignorante y abyecta se deduce principalmente de esta idea, a saber, que nos encontramos sometidos a una invencible ceguera con respecto a la verdadera y real naturaleza de las cosas. Esto ellos lo exageran y les encanta aumentarlo. Nuestros sentidos se burlan de nosotros miserablemente y nos tienen entretenidos con la exterioridad y la apariencia de las cosas solamente. La esencia real, las cualidades internas y la constitución del objeto más nimio se oculta a nuestra vista; hay algo en cada gota de agua, en cada grano de arena, cuyo alcance o comprensión está más allá de la capacidad del entendimiento humano. Pero se deduce evidentemente de lo que ya se ha mostrado que todas esas lamentaciones carecen de fundamento, y que estamos influidos por falsos principios hasta tal punto que desconfiamos de nuestros sentidos y pensamos que no conocemos nada de esas cosas que comprendemos perfectamente.
102. Un gran motivo para declaramos nosotros mismos ignorantes de la naturaleza de las cosas es la opinión corriente de que cada cosa lleva dentro de sí la causa de sus propiedades, o de que existe en cada objeto una esencia interna, que es la fuente de donde manan sus cualidades discernibles y de la cual dependen. Algunos han pretendido dar una explicación de las apariencias por medio de cualidades ocultas, pero recientemente se han reducido a causas mecánicas, como la figura, el movimiento, el peso y cualidades semejantes de partículas insensibles; mientras que, en verdad, no hay otro agente o causa eficiente que el espíritu, pues es evidente que el movimiento, al igual que todas las demás ideas, es completamente inerte. Véase la secc. 25. De ahí que intentar explicar la producción de los colores o sonidos por la figura, el movimiento, la magnitud, etc., tiene necesariamente que ser un trabajo baldío. Y, de acuerdo con esto, vemos que los intentos de este tipo no son en absoluto satisfactorios. Esto puede decirse, en general, de esos casos en los que una idea o cualidad se considera como causa de otra. No necesito decir el gran número de hipótesis y especulaciones que se omiten, ni cuánto se ha simplificado el estudio de la naturaleza gracias a esta doctrina.
103. El gran principio mecánico ahora en boga es el de la atracción. Que una piedra caiga hacia la tierra, o que el mar se encrespe hacia la luna, puede parecer a algunos suficientemente explicado por medio de tal principio. Pero, ¿en qué sentido se nos aclara algo cuando se nos dice que esto sucede debido a la atracción? ¿Es que esa palabra significa el modo de la tendencia y que esto sucede por la atracción mutua de los cuerpos, en lugar de ser impulsados o lanzados uno hacia el otro? Pero nada se determina sobre el modo o la acción y, por lo que sabemos, se podría denominar impulso o lanzamiento con la misma exactitud que atracción. Además, vemos que las partes del acero tienen entre sí una firme cohesión, y esto también se explica por la atracción; pero, en este caso como en los otros, no veo que se signifique nada más que el efecto mismo; pues ni siquiera se intenta explicar el modo de la acción por la cual es producido, o la causa que lo produce.
104. En verdad, si examinamos diversos fenómenos y los comparamos unos con otros, podremos observar cierta semejanza y conformidad entre ellos. Por ejemplo, al caer una piedra al suelo, al levantarse el mar hacia la luna, en la cohesión y en la cristalización, hay algo semejante, es decir, una unión o proximidad mutua de los cuerpos. De forma que cualquiera de estos o de otros fenómenos semejantes puede no parecer extraño o sorprendente a la persona que haya observado con precisión y que haya comparado los efectos de la naturaleza. Pues sólo se considera así lo que es poco común o una cosa que sea por sí misma y esté fuera del curso ordinario de nuestra observación. Que los cuerpos tiendan al centro de la tierra no se considera raro, porque es lo que percibimos a cada momento en nuestra vida. Pero que tengan una gravitación semejante hacia el centro de la luna puede parecer extraño e inexplicable a muchos hombres, porque sólo se aprecia en las mareas. Pero un filósofo, cuyos pensamientos se ocupan de la naturaleza dentro de un área más amplia, al observar cierta semejanza entre las apariencias, tanto en el cielo como en la tierra, semejanza que indica que innumerables cuerpos tienen una tendencia mutua unos hacia otros, a la que se designa con el nombre general de atracción, piensa que está explicado todo lo que puede ser reducido a ella. Así explica las mareas por la atracción del globo terráqueo hacia la luna, cosa que no le parece extraña o anormal, sino sólo un ejemplo concreto de una regla general o ley de la naturaleza.
105. Si consideramos, sin embargo, la diferencia que existe entre los filósofos de la naturaleza y los demás hombres en relación con el conocimiento de los fenómenos, encontraremos que consiste, no en un conocimiento más exacto de la causa eficiente que los produce, pues no puede ser otra que la voluntad de un espíritu, sino solamente en una comprensión mucho más amplia, gracias a la cual se descubren analogías, armonías y concordancias en las obras de la naturaleza, y se explican los efectos concretos, esto es, se reducen a reglas generales; véase la secc. 62. Estas reglas fundadas en la analogía y en la uniformidad que se observa en la producción de los efectos naturales son más agradables y más buscadas por la mente, pues amplían nuestra visión más allá de lo que está presente y próximo a nosotros, y nos permiten formular conjeturas altamente probables sobre cosas que pueden haber sucedido a enormes distancias en el tiempo y en el espacio, así como predecir lo que sucederá: la mente se encuentra muy inclinada a esta clase de esfuerzo para lograr una sabiduría total.
106. Pero debemos proceder con cautela en tales cosas, pues somos propensos a poner demasiado énfasis en las analogías y, en perjuicio de la verdad, a favorecer ese afán de la mente, que la conduce a extender su conocimiento a principios generales. Por ejemplo, la gravitación o atracción mutua: porque aparece en muchos casos, algunos inmediatamente la consideran universal y afirman que el atraer y ser atraído por cualquier otro cuerpo es una cualidad inherente a todo cuerpo. No obstante, parece que las estrellas fijas no tienen tal tendencia unas respecto a otras; y tan lejos está la gravitación de ser esencial a los cuerpos que, en algunos casos, parece que se manifiesta incluso un principio bastante opuesto, como en el crecimiento perpendicular de las plantas y en la elasticidad del aire. No hay nada necesario o esencial en el asunto, sino que depende totalmente de la voluntad de un Espíritu que gobierna, quien hace que ciertos cuerpos se adhieran o tiendan unos hacia otros, según diversas leyes, y a otros les otorga una tendencia, completamente opuesta, a alejarse, según le parece conveniente.
107. Después de las premisas que se han establecido, pienso que podemos dejar sentadas las siguientes conclusiones: primero, está claro que los filósofos se entretienen inútilmente cuando buscan una causa eficiente natural, distinta de una mente o espíritu. En segundo lugar, considerando que toda la creación es obra de un Agente sabio y bueno, parecería adecuado que los filósofos se dedicasen a pensar (al contrario de lo que algunos sostienen) en las causas finales de las cosas[35], y tengo que confesar que no veo la razón de por qué no puede considerarse el señalar los diversos fines a los que se adaptan las cosas naturales y para los que fueron originalmente concebidas con indecible sabiduría como un buen procedimiento para explicarlas, digno totalmente de un filósofo. En tercer lugar, no puede deducirse de las premisas establecidas razón alguna por la que la historia de la naturaleza no deba ser estudiada todavía y no se hagan observaciones y experimentos, que, aunque sean útiles a la humanidad y nos permitan sacar algunas conclusiones generales, no son el resultado de ningún modo de ser inmutable, ni de relaciones entre las cosas mismas, sino sólo de bondad y el afecto de Dios hacia los hombres en el gobierno del mundo. Véanse las seccs. 30 y 31. En cuarto lugar, por medio de una observación diligente de los fenómenos manifiestos a nuestra vista, podemos descubrir^ las leyes generales de la naturaleza, y, a partir de ellas, deducir los demás fenómenos; no digo demostrar, pues todas las deducciones de este tipo dependen del supuesto de que el Autor de la naturaleza siempre actúa uniformemente y en constante observancia de esas reglas que tomamos como principios, las cuales evidentemente no podemos conocer.
108[36]. Las personas que se forman reglas generales deducidas a partir de los fenómenos y que después infieren los fenómenos de esas reglas, parece que se ocupan de signos más bien que de causas. Un hombre puede entender bien los signos naturales sin conocer su analogía[37], o sin ser capaz de decir por qué reglas una cosa es así o de otra manera. Y, del mismo modo que es muy posible escribir impropiamente por observar demasiado estrictamente las reglas generales de la gramática, igualmente, al argumentar partiendo de las leyes generales de la naturaleza, no es imposible que pudiéramos llevar la analogía demasiado lejos y por ese procedimiento caer en errores.
109[38]. Del mismo modo que un hombre sabio, al leer otros libros, preferirá centrar su reflexión en el sentido y aplicarla a algo provechoso mejor que gastarla en comentarios gramaticales sobre el lenguaje, así también, al leer el libro de la naturaleza, parece que estaría por debajo de la dignidad propia de la mente pretender una exactitud al reducir cada fenómeno particular a reglas generales o al mostrar de qué modo se deriva de ellas. Deberíamos proponemos a nosotros mismos propósitos más elevados, como recrear y exaltar la mente con la contemplación de la belleza, orden, extensión y variedad de las cosas naturales; y, a partir de ello, por medio de inferencias apropiadas, ampliar nuestras nociones sobre la grandeza, sabiduría y beneficencia del Creador; y, finalmente, hasta donde nos sea posible, hacer que las diversas partes de la Creación sirvan a los fines para los que fueron creadas: la gloria de Dios y el sustento y comodidad propios y de nuestro prójimo.
110. Se reconocerá fácilmente que la mejor llave de la anterior analogía o ciencia natural es cierto célebre tratado[39] de Mecánica[40]. Al comienzo de este tratado, justamente admirado, se distinguen el tiempo, el espacio y el movimiento en absolutos y relativos, verdaderos y aparentes, matemáticos y vulgares: esta distinción, que es explicada por el autor ampliamente, supone, en efecto, que esas cantidades tienen una existencia sin la mente, y que se conciben corrientemente en relación con las cosas sensibles, con las que, no obstante, en su propia naturaleza, no guardan en absoluto relación alguna.
111. Respecto al tiempo, en tanto que se toma allí en un sentido absoluto o abstracto, para que las cosas duren o se mantengan en la existencia, no tengo nada más que añadir referente a él, después de lo que ya se ha dicho sobre el tema, seccs. 97 y 98. En lo tocante al resto, este celebrado autor sostiene que hay un espacio absoluto que, aunque es imperceptible por los sentidos, permanece en sí mismo siempre igual e inmóvil, y que el espacio relativo es la medida de aquél y, por ser movible y definido por su situación con respecto de los cuerpos sensibles, se considera vulgarmente como espacio inmóvil. Define el lugar como aquella parte de espacio ocupada por un cuerpo; y, según sea el espacio absoluto o relativo, así lo es también el lugar. Se dice que el movimiento absoluto es la traslación de un cuerpo desde un lugar absoluto a otro lugar absoluto, como el movimiento relativo es esa traslación desde un lugar relativo a otro. Y debido a que las partes del espacio absoluto no caen bajo nuestros sentidos, en lugar de ellas nos vemos obligados a utilizar sus medidas sensibles, y de esta manera definimos a la vez el lugar y el movimiento con respecto a cuerpos que consideramos inamovibles. Pero se dice que en los temas filosóficos tenemos que hacer abstracción de nuestros sentidos, ya que puede ocurrir que ninguno de esos cuerpos que parece que están quietos lo esté realmente, y la misma cosa que se mueve relativamente puede estar realmente en reposo. De igual manera, uno y el mismo cuerpo puede estar en reposo y movimiento relativo, o incluso moverse a la vez con movimientos relativos contrarios, según su lugar se defina de distintas formas. Toda esta ambigüedad se puede encontrar en los movimientos aparentes, pero de ningún modo en los movimientos verdaderos o absolutos, que son los únicos que deberán, por tanto, considerarse en filosofía. Se nos dice que los verdaderos se distinguen de los movimientos aparentes o relativos por las siguientes propiedades: primero, en el movimiento verdadero o absoluto, todas las partes que conservan la misma posición con respecto al todo participan de los movimientos del todo; segundo, al moverse el lugar, lo que está situado en él se mueve también, de manera que un cuerpo que se mueva en un lugar que esté en movimiento participa del movimiento de su lugar; tercero, el verdadero movimiento nunca se genera ni cambia, a no ser por una fuerza impresa en el cuerpo mismo; cuarto, el movimiento verdadero se modifica siempre por una fuerza impresa en el cuerpo movido; quinto, en el movimiento circular simplemente relativo, no hay fuerza centrífuga, que, sin embargo, en el verdadero o absoluto es proporcional a la cantidad de movimiento.
112. Pero, a pesar de lo que se ha dicho, me parece que no puede haber otro movimiento que no sea el relativo; de manera que, para concebir el movimiento, tienen que concebirse por lo menos dos cuerpos, cuya distancia o posición de uno con respecto al otro varía. Por eso, si sólo existiese un cuerpo, no podría quizás moverse. Esto parece evidente, en tanto que la idea que tengo de movimiento incluye necesariamente una relación.
113. Pero, aunque en todo movimiento sea necesario concebir más de un cuerpo, puede ocurrir que sólo uno se mueva, a saber, aquel sobre el que se imprime la fuerza que causa el cambio de distancia, o, en otras palabras, aquel al que se le aplica la acción[41]. Pues, aunque algunos puedan definir el movimiento relativo de forma que llaman cuerpo movido al que cambia su distancia con relación a algún otro cuerpo, tanto si la fuerza o acción[42] causante de ese cambio se le aplica como si no; ya que el movimiento relativo es aquel que se percibe por los sentidos y el que se considera en los asuntos ordinarios de la vida, parece que cualquier hombre con sentido común sabe lo que es, igual que el mejor filósofo. Ahora yo pregunto a cualquiera si según su forma de entender el movimiento se puede decir, cuando anda por la calle, que las piedras por las que pasa se mueven, por el hecho de que cambien su distancia respecto de sus pies. A mí me parece que aunque el movimiento incluye una relación entre una cosa y otra, sin embargo no es necesario que cada término de la relación sea denominado a partir de él. Igual que un hombre puede pensar en algo que a su vez no piensa, del mismo modo un cuerpo puede acercarse o alejarse de otro que, sin embargo, no esté él mismo en movimiento[43].
114. Como el lugar se define de diversas maneras, el movimiento que está relacionado con él, varía. Puede decirse que un hombre en un barco está en reposo con relación a los costados del barco, y, sin embargo, que se mueve con respecto a la tierra. O puede moverse en dirección este respecto de uno y hacia el oeste respecto de la otra. En los asuntos corrientes de la vida, los hombres nunca van más allá de la tierra para definir el lugar de un cuerpo; y lo que está en reposo respecto de ella se considera que lo está de manera absoluta. Pero los filósofos, que tienen una mayor amplitud de pensamiento y nociones más precisas sobre el sistema de las cosas, descubren que incluso la tierra misma se mueve. Por tanto, con vistas a fijar sus nociones parecen concebir el mundo corpóreo como finito y como si sus paredes últimas e inmóviles o corteza fuesen el lugar por el que apreciar los movimientos verdaderos. Si sondeásemos nuestros propios conocimientos, creo que nos encontraríamos con que todo el movimiento absoluto del que podemos formarnos una idea no es en definitiva otra cosa que el movimiento relativo así definido. Porque, como ya se ha observado, el movimiento absoluto, con exclusión de toda relación externa, es incomprensible; y, si no me equivoco, se encontrará que a este tipo de movimiento relativo convienen todas las anteriormente citadas propiedades, causas y efectos atribuidos al movimiento absoluto. Respecto a lo que se dijo de la fuerza centrífuga, que no pertenece en absoluto al movimiento circular relativo, no veo cómo se concluye esto del experimento que se aduce para probarlo. Véase Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, in schol. def. VIII. En efecto, pienso que el agua del recipiente, en el momento en que se dice que tiene el movimiento circular relativo máximo, no tiene movimiento alguno, como se desprende claramente de la sección anterior.
115. Pues, para decir que un cuerpo se mueve, se requiere, primero, que cambie su distancia o situación con respecto a algún otro cuerpo; y, en segundo lugar, que la fuerza o acción que ocasiona ese cambio le sea aplicada. Si falta una de estas dos condiciones, no creo que pueda decirse, de conformidad con el sentir de la humanidad, o con la propiedad del lenguaje, que un cuerpo esté en movimiento. Admito, ciertamente, que nos es posible pensar que un cuerpo al que vemos cambiar su distancia con relación a otro se mueve, aunque no se le haya aplicado ninguna fuerza (en este sentido puede darse un movimiento aparente); pero entonces es porque nos imaginamos que la fuerza causante del cambio de distancia se aplica o imprime en ese cuerpo que pensamos que se mueve. Esto, ciertamente, muestra que tenemos la posibilidad de equivocarnos al pensar que está en movimiento una cosa que no lo está. Y esto es todo[44].
116. De lo que se ha dicho se sigue que la consideración filosófica del movimiento no implica la existencia de un espacio absoluto distinto del percibido por los sentidos y relativo a los cuerpos: que éste no puede existir sin la mente está claro según los mismos principios que lo demuestran igualmente de todos los otros objetos de los sentidos. Y quizá, si hacemos una investigación minuciosa, encontraremos que incluso ni podemos formarnos una idea del espacio puro, con exclusión de todo cuerpo. Tengo que confesar que esto parece imposible, por ser una idea sumamente abstracta. Cuando pongo en movimiento una parte de mi cuerpo, si se produce libremente o sin resistencia, digo que hay espacio; pero si encuentro resistencia, entonces digo que hay un cuerpo; y en la medida en que la resistencia al movimiento es menor o mayor digo que el espacio es más o menos puro. Por eso, cuando hablo de espacio puro o vacío no debe suponerse que la palabra espacio representa una idea distinta de o concebible sin un cuerpo y un movimiento. Aunque en realidad somos capaces de pensar que cada nombre substantivo representa una idea distinta que puede separarse de todas las otras, esto ha ocasionado infinitas equivocaciones. Por tanto, aun suponiendo que todo el mundo fuera aniquilado excepto mi propio cuerpo, afirmaría que aún permanecería el espacio puro; por ello no se quiere decir nada distinto de esto: que concibo como posible que los miembros de mi cuerpo se moviesen en todas direcciones, sin la menor resistencia. Pero si también mi propio cuerpo fuese aniquilado, entonces no podría haber movimiento, ni, consecuentemente, espacio. Quizá algunos puedan pensar que el sentido de la vista les facilita la idea del espacio puro. Pero se deduce claramente de lo que hemos mostrado en otro lugar que las ideas de espacio y distancia no se obtienen por los sentidos. Véase el Ensayo sobre la Visión.
117. Lo que aquí se ha dejado establecido parece que pone fin a todas esas disputas y dificultades que han surgido entre los eruditos sobre la naturaleza del espacio puro. Pero la principal ventaja que surge de ello es que nos libera de ese peligroso dilema al que se veían reducidos algunos de los que ocuparon sus pensamientos en este tema, a saber, o bien pensar que el espacio real es Dios, o que existe algo, además de Dios, que es eterno, increado, infinito, indivisible, inmutable. Ambas cosas pueden ser justamente consideradas como nociones perniciosas y absurdas. Es cierto que no pocos teólogos, al igual que filósofos de gran renombre, han concluido que tendría que ser divino[45], debido a la dificultad que encontraron en concebir bien los límites o la aniquilación del espacio. Y algunos en la actualidad se han dedicado de forma particular a mostrar que los atributos incomunicables de Dios concuerdan con él. Por muy indigna de la Naturaleza divina que pueda parecer esta doctrina, no veo, sin embargo, cómo nos podríamos desembarazar de ella en tanto que estemos de acuerdo con las opiniones admitidas.
118. Hasta aquí lo referente a la filosofía natural: vamos ahora a hacer alguna investigación sobre esa otra gran rama del conocimiento especulativo, a saber, las matemáticas. Éstas, por muy alabadas que puedan ser, debido a la claridad y certeza de sus demostraciones, cosa que no puede encontrarse en otra parte, no pueden, sin embargo, considerarse totalmente libres de errores, si en sus principios se esconde algún error secreto, que comparten los profesores de esa ciencia con el resto de la humanidad. Las matemáticas, aunque deducen sus teoremas a partir de un alto grado de evidencia, a pesar de todo sus primeros principios están limitados por el hecho de considerar la cantidad, y no se elevan a una investigación sobre esos principios trascendentales, que influyen sobre todas las ciencias particulares; por tanto, cada parte de las mismas, sin excluir las matemáticas, participa, de los errores involucrados en ellos. No negamos que los principios establecidos por las matemáticas sean verdaderos, ni que su forma de deducir a partir de esos principios sea clara e incontestable. Pero sostenemos que pueden existir ciertos principios erróneos de mayor extensión que el objeto de las matemáticas, y, por esa razón, no mencionados expresamente, aunque se supongan tácitamente a lo largo del total desarrollo de aquella ciencia; y los perniciosos efectos de esos errores secretos no examinados se difunden por todas las ramas de aquélla. Para ser claros, sospechamos que los matemáticos, al igual que otros hombres, participan de los errores que surgen de la doctrina de las ideas generales abstractas y de la existencia de objetos fuera de la mente.
119. Se ha considerado que la aritmética tiene por objeto las ideas abstractas de número. Comprender sus propiedades y sus relaciones mutuas se supone que es una parte importante del conocimiento especulativo. La creencia en la naturaleza pura e intelectual de los números en abstracto les ha hecho ser estimados por aquellos filósofos que parecen estar dotados de una sutileza y elevación de pensamiento no comunes. Se ha puesto precio a las especulaciones numéricas más insignificantes, que en la práctica no tienen ninguna utilidad y sólo sirven para entretenerse; y, sin embargo, hasta tal punto han corrompido las mentes de algunos, que han llegado a soñar con grandes misterios escondidos en los números, y han intentado explicar las cosas naturales a través de ellos. Pero, si investigamos nuestros propios pensamientos y consideramos lo que se ha establecido previamente, quizá podamos tener una pobre opinión de esos altos vuelos y abstracciones y considerar todas las investigaciones sobre los números sólo como otras tantas difficiles nugae, en tanto que no sean útiles en la práctica ni favorezcan el bienestar de la vida.
120. La unidad en abstracto la hemos considerado anteriormente en la sección 13; de ella y de lo que se ha dicho en la Introducción, claramente se sigue que no existe tal idea. Pero, como el número se define como un conjunto de unidades, podemos concluir que, si no existe la unidad o lo uno en abstracto, no existirán las ideas de número en abstracto denotadas por los nombres de los números y por las cifras. Por tanto, las teorías de la aritmética, si se separan de las palabras y de las cifras, al igual que de toda utilidad y carácter práctico, y de las cosas particulares numeradas, puede suponerse que no tienen en absoluto objeto alguno. Esto nos permite ver de qué manera la ciencia de los números está totalmente subordinada a la práctica, y lo pobre y trivial que llega a ser cuando se la considera como un asunto de simple especulación.
121. Sin embargo, dado que puede llevar a algunos, engañados por el falso espejismo de descubrir verdades abstractas, a perder el tiempo en teoremas y problemas aritméticos que no tienen ninguna utilidad, no estaría fuera de lugar que considerásemos más ampliamente y expusiésemos la vaciedad de esa pretensión; y esto aparecerá claramente con echar un vistazo a la aritmética en su primer estadio de desarrollo y observar lo que originariamente llevó a los hombres al estudio de esa ciencia y hacia qué fin la orientaron. Es natural pensar que, al principio, los hombres, para ayudar a la memoria y facilitar el cálculo, hicieron uso de fichas y, en la escritura, de palotes, puntos o signos similares, a cada uno de los cuales se hacía significar una unidad, esto es, una cosa de cualquier clase que tuvieran ocasión de contar. Después descubrieron formas más abre' viadas de hacer que un signo sustituyese a varios palotes o puntos. Y, finalmente, se utilizó el sistema de numeración de los árabes o de los hindúes, en el que, por medio de la repetición de unos pocos signos o cifras, y variando la significación de cada cifra según el lugar que ocupe, se pueden expresar todos los números de una manera más adecuada. Parece que esto se hizo a imitación del lenguaje, hasta el punto de que se observa una estrecha analogía entre la notación por cifras y la notación por nombres: las nueve cifras simples se corresponderían con los nueve primeros nombres de números, y los lugares [dados a las cifras] en la primera notación se corresponderían con las denominaciones en la segunda. Y, en conformidad con esas condiciones del valor simple y local de las cifras, se idearon métodos para encontrar, a partir de cifras dadas o signos correspondientes a las partes, qué cifras y de qué manera debían estar situadas para denotar el total o viceversa. Y, después de haber encontrado las cifras buscadas, siguiendo siempre la misma regla o analogía, es fácil traducirlas a palabras, y así el número llega a ser perfectamente conocido. Pues se dice que se conoce el número de una cosa particular cuando conocemos el nombre o las cifras (en su debido orden) que, según la analogía vigente, le corresponden. Pues una vez conocidos estos signos podemos, por las operaciones de la aritmética, conocer los signos de cualquier parte de las sumas particulares significados por ellos; y así, calculando con signos (a causa de la conexión establecida entre tales signos y las distintas multiplicidades de cosas, de las que una es tomada como unidad), podemos muy bien ser capaces de sumar, dividir y establecer proporciones entre las cosas mismas que tratamos de numerar.
122. En aritmética, por tanto, no consideramos las cosas, sino los signos, que, sin embargo, no se consideran por ellos mismos, sino porque nos indican cómo actuar en relación con las cosas y cómo disponer adecuadamente de ellas. Ahora, de conformidad con lo que hemos observado antes de las palabras en general (secc. 19 de la Introducción), acontece aquí otro tanto, es decir, se piensa que las ideas abstractas son expresadas por los nombres o cifras numéricas, mientras no sugieran ideas de cosas particulares a nuestra mente. No entraré ahora en una disertación más pormenorizada sobre este asunto. Sólo haré notar que es evidente, a partir de lo que se ha dicho, que esas cosas que se hacen pasar por verdades abstractas y teoremas referentes a los números se refieren en realidad a cosas particulares numerables, con la sola excepción de los nombres y cifras; éstos se tuvieron en cuenta originariamente sólo porque eran signos, es decir, capaces de representar adecuadamente cualquier cosa particular que los hombres necesitasen calcular. De ahí se sigue que estudiarlos por ellos mismos sería tan sabio y tan adecuado, como si un hombre, olvidando el uso verdadero y la originaría finalidad y utilidad del lenguaje, gastase su tiempo en críticas absurdas sobre las palabras y en controversias puramente verbales.
123. De los números pasamos a hablar de la extensión, que, considerada como algo relativo[46], es el objeto de la geometría. La divisibilidad infinita de la extensión finita, aunque no se haya establecido expresamente como un axioma o un teorema en los elementos de esa ciencia, sin embargo, se da por supuesta a lo largo de toda ella y se piensa que tiene una conexión tan inseparable y esencial con los principios y demostraciones de la geometría, que los matemáticos nunca dudan siquiera de ella ni la ponen en cuestión. Y, como esta noción es la fuente de donde surgen todas esas entretenidas paradojas de la geometría, que repugnan de un modo tan directo al llano sentido común de la humanidad y son admitidas con muchos reparos por una mente que no esté viciada por la erudición, ello hace que sea la causa principal de toda esa exquisita y extremada sutileza, que hace que el estudio de las matemáticas sea tan difícil y tedioso. Por ello, si somos capaces de mostrar que ninguna extensión finita contiene innumerables partes, ni es infinitamente divisible, se seguirá de ello que liberaremos, al mismo tiempo, a la ciencia de la geometría de un gran número de dificultades y contradicciones, que han sido siempre consideradas como un descrédito para la razón humana, y habremos hecho que el dominio de aquélla sea un asunto de menos tiempo y dificultades que hasta ahora ha sido.
124. Toda extensión particular finita que pueda ser objeto de nuestro pensamiento es una idea que existe sólo en la mente, y, consecuentemente, cada parte de ella tiene que ser percibida. Por tanto, si no puedo percibir innumerables partes en cualquier extensión finita que considere, seguro que no están contenidas en ella; pero es evidente que no puedo distinguir innumerables partes en una línea, superficie o sólido particular, que o bien percibo por los sentidos o me lo represento en la mente; por lo que concluyo que no están contenidas en ellos. Nada puede ser más claro para mí que el que las extensiones que considero no son otra cosa que mis propias ideas, y no está menos claro que no puedo descomponer ninguna de mis ideas en un número infinito de ellas, es decir, que no son infinitamente divisibles. Si por extensión finita se entiende algo distinto de una idea finita, declaro que no sé qué es eso, y por ello no puedo afirmar o negar algo sobre tal cosa. Pero si los términos extensión, partes y otros semejantes se toman en un sentido pensable, es decir, como ideas, afirmar entonces que una cantidad o extensión finita consta de un número infinito de partes es una contradicción tan manifiesta, que cualquiera reconocerá a primera vista que es así. Y sería imposible que lograse alguna vez el asentimiento de alguna criatura razonable, a no ser que fuera llevada a ello por pasos lentos y suaves, como un gentil converso a la creencia en la transubstanciación. A menudo prejuicios antiguos y arraigados se convierten en principios, y, una vez que esas proposiciones obtienen la fuerza y el crédito de un principio, no sólo ellos, sino igualmente otro cualquiera que pueda deducirse de ellos, son considerados exentos de todo examen. Y no hay absurdo, por grande que sea, que la mente del hombre no esté dispuesta a admitir por este procedimiento.
125. Aquel cuyo entendimiento esté imbuido con la doctrina de las ideas generales abstractas, puede ser persuadido de que (se piense lo que se piense de las ideas de los sentidos) la extensión en abstracto es infinitamente divisible. Y uno que piense que los objetos de los sentidos existen sin la mente, quizá en virtud de ello será llevado a admitir que una línea de sólo una pulgada puede contener innumerables partes realmente existentes, aunque demasiado pequeñas para que se las distinga. Estos errores están tan grabados en las mentes de los geómetras como en las de los otros hombres, y tienen una influencia semejante en sus razonamientos. Y no sería difícil mostrar cómo los argumentos de la geometría que se emplean para defender la divisibilidad infinita de la extensión se basan en ellos[47]. Ahora sólo examinaremos en general de dónde surge la afición y tenacidad de los matemáticos por esta doctrina.
126. Ya se ha puesto de manifiesto en otro lugar que los teoremas y demostraciones de la geometría versan sobre ideas universales (secc. 15 de la Introd). Allí se ha explicado en qué sentido hay que entender esto, a saber, que las líneas particulares y las figuras incluidas en el diagrama se supone que representan a otras innumerables de diferentes tamaños; o, en otras palabras, que el geómetra las considera prescindiendo de su magnitud, lo que no implica que se forme una idea abstracta, sino sólo que no se ocupa de cuál es la magnitud, si grande o pequeña, pues considera que eso es indiferente para la demostración; de ahí se sigue que una línea de sólo una pulgada en el diagrama tenga que ser considerada como si contuviese diez mil partes, pues no se la considera en sí misma, sino como universal; y es universal sólo por su significación, por virtud de la cual representa innumerables líneas más grandes que ella, en las que se pueden distinguir diez mil partes, o más, aunque no se puedan distinguir en una pulgada. De esta manera, las propiedades de las líneas significadas son transferidas (por una figura muy corriente) al signo; y desde allí se pasa, por un error, a considerar que pertenecen a dicho signo considerado en su propia naturaleza.
127. Dado que no existe un número de partes tan grande que no sea posible encontrar una línea que contenga un número mayor, se dice que la línea de una pulgada contiene un número de partes mayor que cualquier número que se le pueda asignar. Esto es verdad, no de la pulgada tomada absolutamente, sino sólo de las cosas significadas por ella. Pero, como los hombres no retienen en su pensamiento esa distinción, incurren en la creencia de que la pequeña línea particular trazada en el papel contiene en sí misma innumerables partes. No existe cosa tal como la diezmilésima parte de una pulgada; pero sí existe respecto de una milla o del diámetro de la tierra, cosas ambas que pueden ser significadas por esa pulgada. Cuando, por tanto, dibujo un triángulo en un papel y considero que un lado no mayor de una pulgada, por ejemplo, es el radio, lo considero como si estuviese dividido en diez mil o cien mil partes, o en más. Pues, aunque la diezmilésima parte de esa línea no es nada considerada en sí misma, y, consecuentemente, puede despreciarse sin error o inconveniente alguno, con todo, al ser estas líneas trazadas sólo signos que representan cantidades mayores, de las que puede suceder que la diezmilésima parte sea muy digna de consideración, se sigue que, para evitar errores notables en la práctica, el radio tiene que tomarse como formado por diez mil partes, o por más.
128. De lo dicho se desprende claramente la razón de por qué, con el fin de que cualquier teorema pueda llegar a ser universal en su empleo, es necesario que hablemos de líneas dibujadas en un papel como si contuviesen partes que realmente no contienen. Al hacer esto, si examinamos el asunto plenamente, quizá descubriremos que no podemos concebir una pulgada en sí misma que consista o sea divisible en mil partes, sino sólo alguna otra línea que es mucho mayor que una pulgada y que aquella representa. Y que, cuando decimos que una línea es infinitamente divisible, lo que realmente decimos es que una línea es infinitamente grande. Esto que hemos examinado aquí parece ser la principal causa por la que se ha considerado necesario suponer la divisibilidad infinita de una extensión finita, en geometría.
129. Cabría pensar que los diversos absurdos y contradicciones que surgieron de este falso principio podrían haber sido considerados como otras tantas demostraciones contra él. Pero, por no sé qué lógica, se sostiene que las pruebas a posteriori no se admiten en contra de las proposiciones relativas a la infinitud. Como si no fuera imposible, incluso para una mente infinita, reconciliar contradicciones. O como si cualquier cosa absurda y contradictoria pudiera tener una conexión necesaria con la verdad o surgir de ella. Pero cualquiera que considere la debilidad de esta pretensión pensará que fue tramada con el propósito de acomodarse a la pereza de la mente, que ha preferido un indolente escepticismo a tomarse la molestia de realizar un examen riguroso de aquellos principios que ha considerado siempre verdaderos.
130. Recientemente las especulaciones sobre lo infinito han llegado tan alto y se han convertido en nociones tan extrañas, que han ocasionado grandes escrúpulos y disputas entre los geómetras de la época actual. Hay algunos de gran renombre que, no contentos con sostener que líneas finitas pueden dividirse en un número infinito de partes, han ido más lejos aún al mantener que cada uno de esos infinitesimales es en sí mismo subdivisible en una infinidad de partes o infinitesimales de segundo orden, y así ad infinitum. Estos, digo, afirman que hay infinitesimales de infinitesimales de infinitesimales, sin llegar nunca a un final. De manera que, según ellos, una pulgada no contiene simplemente un infinito número de partes, sino una infinidad de una infinidad de una infinidad ad infinitum de partes. Hay otros que mantienen que todos los órdenes de infinitesimales por debajo del primero no son nada en absoluto, pues piensan con razón que es absurdo imaginar que existe una cantidad positiva o parte de extensión que, aunque multiplicada infinitamente, puede siempre igualar la más pequeña extensión dada. Y, por otra parte, no parece menos absurdo pensar que el cuadrado, el cubo u otra potencia de una raíz positiva real, sea ella misma nada en absoluto, cosa que los que admiten los infinitesimales de primer orden están obligados a mantener, al negar todos los demás órdenes subsiguientes.
131. ¿No tenemos, por tanto, razón para concluir que unos y otros están en el error y que, en efecto, no existe una cosa tal como partes infinitamente pequeñas? Pero se dirá que, si se establece esta doctrina, se seguirá de ella la destrucción de los fundamentos mismos de la geometría y que esos grandes hombres que han levantado dicha ciencia a tan asombrosa altura no han hecho otra cosa, mientras tanto, que construir castillos en el aire. A esto se puede responder que todo lo que es útil en geometría y promueve el bienestar de la vida humana permanece también firme e inconmovible según nuestros principios. Esa ciencia, considerada como un saber práctico, logrará más bien ventajas que perjuicios de lo que se ha dicho. Mas dejar esto establecido con la debida claridad puede ser el tema de otra investigación. Por lo demás, aunque sucediese que algunas de las partes más intrincadas y sutiles de las matemáticas teóricas se pudiesen podar sin perjuicio alguno para la verdad, no veo, sin embargo, qué daño se derivaría de ello para la humanidad. Por el contrario, sería sumamente deseable que los hombres de gran capacidad y de trabajo constante apartasen su pensamiento de esos entretenimientos y lo dedicasen al estudio de los asuntos que se encuentran más próximos a los intereses de la vida o que tienen una influencia más directa sobre las costumbres.
132. Si se dice que varios teoremas indudablemente verdaderos se han descubierto gracias a métodos en los que se hace uso de los infinitesimales, cosa que no habría podido suceder nunca si su existencia incluyese de suyo una contradicción, respondo que, si nos basamos en un examen completo, encontraremos que en ningún caso es necesario hacer uso ni concebir partes infinitesimales en líneas finitas, ni incluso cantidades menores que el minimum sensibile; es más, resulta evidente que esto nunca se hará, ya que es imposible[48].
133. Resulta evidente de las premisas establecidas que numerosísimos e importantes errores han surgido de esos falsos principios que fueron impugnados en las partes precedentes de este tratado. Y los principios opuestos a esos erróneos han resultado, al mismo tiempo, ser más fructíferos. De donde se siguen innumerables consecuencias altamente ventajosas tanto para la verdadera filosofía como para la religión. En particular se ha mostrado que es en la materia o en la existencia absoluta de objetos corpóreos donde los más declarados y perniciosos enemigos de todo conocimiento, tanto humano como divino, han puesto siempre su principal fuerza y confianza. Y, ciertamente, si ninguna cosa en la naturaleza se explica por el hecho de distinguir la existencia real de las cosas no pensantes de su ser percibidas, ni porque se les reconozca una subsistencia propia fuera de las mentes de los espíritus, sino que, al contrario, surgen de esto múltiples dificultades inexplicables; si la suposición de la materia es puramente precaria, por no estar fundada ni siquiera en una sola razón; si sus consecuencias no pueden resistir la luz de un examen y de una investigación libre, sino que se refugian en el pretexto oscuro y general de que los infinitos son incomprensibles; si el suprimir esta materia no implica la menor consecuencia perjudicial; si ni siquiera se la echa de menos en el mundo, sino que todo se concibe sin ella, no sólo tan bien, sino incluso mucho más fácilmente; si, por último, se hace callar para siempre tanto a los escépticos como a los ateos al contar sólo con espíritus e ideas, y si este esquema de cosas concuerda perfectamente tanto con la razón como con la religión, creo que podemos esperar que sea admitido y aceptado firmemente, aunque sólo se propusiese como una hipótesis y se hubiese admitido como posible la existencia de la materia, cosa que, sin embargo, pienso que hemos demostrado de un modo evidente que no lo es.
134. Es verdad que a consecuencia de los principios precedentes se rechazan como inútiles[49] diversas disputas y especulaciones que se consideran como partes no valiosas del saber. Pero, por muy grandes que sean los prejuicios que esto pueda originar, en contra de nuestras teorías, en aquellos que ya se han comprometido profundamente y han hecho grandes progresos en estudios de esa naturaleza, sin embargo, esperamos que otros no lo considerarán como un justo motivo de desagrado hacia los principios y tesis aquí establecidos, en tanto que abrevian el esfuerzo del estudio y hacen más claras, breves y asequibles que antes las ciencias humanas.
135. Después de acabar con lo que pretendíamos decir respecto del conocimiento de las ideas, el método que propusimos nos lleva, a continuación, a tratar de los espíritus, respecto a los cuales el conocimiento humano no es tan deficiente como vulgarmente se cree. La gran razón que se aduce para pensar que desconocemos la naturaleza de los espíritus es que no tenemos una idea de ella[50]. Pero ciertamente no debería considerarse como un defecto del entendimiento humano el que no perciba la idea de espíritu, si es manifiestamente imposible que exista tal idea. Y esto, si no me equivoco, ha sido demostrado en la secc. 27; a ello añadiré aquí que se ha mostrado que un espíritu es la única substancia o soporte en que los seres no pensantes o ideas pueden existir; pero es evidentemente absurdo que esta substancia que soporta o percibe ideas sea, a su vez, una idea o semejante a una idea.
136. Se dirá quizás que necesitamos un sentido (como algunos han imaginado) apto para conocer por medio de él substancias. Y que, si lo tuviésemos, podríamos conocer nuestra propia alma, como conocemos un triángulo. A esto contesto que, en caso de que nos fuera conferido un nuevo sentido, por mediación suya sólo podríamos recibir sensaciones nuevas de las ideas de los sentidos. Pero creo que nadie dirá que lo que se designa con los términos alma y substancia es sólo una clase particular de idea o sensación. Por tanto, podemos inferir que, consideradas todas las cosas debidamente, no es más razonable pensar que nuestras facultades son deficientes en el sentido de que no nos proporcionan la idea de espíritu o de substancia activa pensante, que si las culpásemos por no ser capaces de comprender un cuadrado redondo.
137. De la opinión de que los espíritus han de ser conocidos a la manera de una idea o sensación han surgido muchas teorías absurdas y heterodoxas y un gran escepticismo sobre la naturaleza del alma. Es incluso probable que esta opinión pueda haber producido en algunos la duda sobre si tienen un alma distinta del cuerpo, ya que a lo largo de la investigación no pudieron encontrar que tuviesen una idea de ella. Que una idea que es inactiva, y cuya existencia consiste en ser percibida, sea la imagen o semejanza de un agente subsistente por sí mismo, parece no necesitar más refutación que prestar atención simplemente a lo que se quiere significar con estas palabras. Pero se dirá quizás que, aunque una idea no puede parecerse a un espíritu en el hecho de pensar, actuar o subsistir por sí misma, tal vez pueda parecerse en algunos otros aspectos; y no es necesario que una idea o una imagen sea en todos los aspectos como el original.
138. Respondo que, si no es en esos aspectos mencionados, es imposible que lo represente de alguna otra manera. Prescíndase del poder de querer, de pensar y de percibir ideas, y no queda nada más en lo que la idea pueda ser semejante a un espíritu. Pues por la palabra espíritu entendemos sólo aquello que piensa, quiere y percibe; esto, y sólo esto, constituye la significación de ese término. Si, por tanto, es imposible que esos poderes puedan estar en algún grado representados en una idea, es evidente que no puede haber idea de un espíritu[51].
139. Pero se objetará que, si no hay una idea expresada por los términos alma, espíritu y substancia, dichos términos carecen totalmente de significación, o no tienen ningún sentido. Respondo que esas palabras ciertamente designan o significan una cosa real, que ni es una idea ni semejante a una idea, sino aquello que percibe ideas y quiere y razona sobre ellas. Lo que yo mismo soy, lo que designo con el término yo, es lo mismo que lo que se quiere dar a entender por alma o substancia espiritual. Si se dice[52] que esto es una simple disputa acerca de una palabra, y, puesto que por un acuerdo general las significaciones inmediatas de otros nombres se llaman ideas, no hay ninguna razón por la que lo designado con el nombre de espíritu o alma no pueda participar de la misma denominación, respondo que todos los objetos no pensantes de la mente coinciden en que son totalmente pasivos y su existencia consiste sólo en ser percibidos, mientras que un alma o espíritu es un ser activo, cuya existencia no consiste en ser percibido, sino en percibir ideas y en pensar. Es por ello necesario, para evitar equivocaciones y para no confundir naturalezas totalmente discordantes y diferentes, que distingamos entre espíritu e idea. Véase la secc. 27.
140. Ciertamente en un sentido amplio podemos decir que tenemos una idea o, mejor, una noción[53] de espíritu, esto es, comprendemos el significado del término, pues de otro modo no podríamos afirmar o negar algo de él. Más aún, igual que concebimos las ideas que están en la mente de otros espíritus por medio de las nuestras, que suponemos semejantes a ellas, de la misma manera conocemos otros espíritus por medio de nuestra propia alma, que en este sentido es la imagen o idea de ellos, pues tiene con otros espíritus la misma relación que el azul o el calor percibidos por mí tienen con esas mismas ideas percibidas por otro.
141[54]. No hay que suponer que los que afirman la inmortalidad natural del alma opinen que no puede ser aniquilada en absoluto, ni incluso por el poder infinito del Creador que le dio originariamente el ser, sino sólo que no está sujeta a descomposición o disolución por las leyes ordinarias de la naturaleza o del movimiento. Ciertamente, quienes sostienen que el alma humana es sólo una sutil llama vital, o un sistema de espíritus animales, la hacen perecedera y corruptible como el cuerpo, puesto que no hay nada más fácil de disipar que un ser tal que es imposible que naturalmente sobreviva a la destrucción del tabernáculo en el que está encerrado. Y esta noción ha sido vehementemente aceptada y apreciada por la peor parte de la humanidad como el antídoto más efectivo contra todas las ideas de virtud y de religión. Pero se ha mostrado de manera evidente que los cuerpos de cualquier configuración y estructura son simplemente ideas pasivas en la mente, que está más alejada y es más heterogénea respecto a ellas que la luz lo es de la oscuridad. Hemos mostrado que el alma es indivisible, incorpórea, inextensa y, consecuentemente, incorruptible. Nada puede estar más claro que el que los movimientos, los cambios, deterioros y disoluciones que a cada momento vemos que acontecen a los cuerpos naturales (y que es lo que denominamos curso de la naturaleza) no pueden afectar a una substancia activa, simple y no compuesta; tal ser, por tanto, es indisoluble por la fuerza de la naturaleza; es decir, el alma del hombre es naturalmente inmortal.
142. Después de lo que se ha dicho, supongo que está claro que nuestras almas no pueden conocerse de la misma manera que los objetos inactivos, insensibles, es decir por medio de una idea. Espíritus e ideas son cosas totalmente distintas, de forma que cuando decimos que existen, son conocidos, etc., no debe pensarse que estas palabras significan algo común a ambas naturalezas. No hay nada semejante o común en ellas, y esperar que gracias a una multiplicación o ampliación de nuestras facultades seríamos capaces de conocer un espíritu como conocemos un triángulo resulta tan absurdo como si esperásemos ver un sonido. Se insiste en esto porque imagino que puede ser de importancia para aclarar varias cuestiones importantes y para evitar algunos errores muy peligrosos referentes a la naturaleza del alma[55]. Pienso que, en sentido estricto, no puede decirse que tenemos una idea de un ser activo, o de una acción, aunque se puede decir que tenemos una noción de ellos. Tengo cierto conocimiento o noción de mi mente y de sus actos sobre las ideas, en tanto que conozco o entiendo lo que se quiere decir con esas palabras. De lo que conozco, tengo alguna noción. No diré que los términos idea y noción no puedan ser usados indistintamente, si la gente lo quiere así. Pero el distinguir cosas completamente diferentes con nombres diferentes produce claridad y propiedad en el lenguaje. También debe destacarse que, por incluir toda relación un acto de la mente, no podemos decir con propiedad que tenemos una idea, sino más bien una noción de las relaciones o conexiones entre las cosas. Pero si, según el uso moderno, la palabra idea se extiende a los espíritus, las relaciones y los actos, después de todo es un asunto puramente verbal.
143. No estará de más añadir que la doctrina de las ideas abstractas ha tenido un papel no pequeño a la hora de convertir en saberes intrincados y oscuros esas ciencias que versan particularmente sobre cosas espirituales. Los hombres han imaginado que podían formarse nociones abstractas de los poderes y actos de la mente, y considerarlos separados, tanto respecto de la propia mente o espíritu, como de sus correspondientes objetos y efectos. De ahí que un gran número de términos oscuros y ambiguos, que supuestamente representan nociones abstractas, hayan sido introducidos en metafísica y en moral y que de ellos hayan surgido innumerables confusiones y disputas entre los eruditos.
144. Pero nada parece haber contribuido más a enredar a los hombres en controversias y errores respecto a la naturaleza y operaciones de la mente que el haberse acostumbrado a hablar de esas cosas en términos tomados en préstamo de las ideas sensibles. Por ejemplo, la voluntad se denomina el movimiento del alma: esto infunde la creencia de que la mente del hombre es como una pelota en movimiento, impulsada y determinada por los objetos de los sentidos de forma tan necesaria como aquélla lo está por el golpe de una raqueta. De ahí surgen inacabables escrúpulos y errores, de consecuencias peligrosas para la moralidad. No dudo de que todo esto pueda aclararse y aparecer la verdad sencilla, uniforme y consistente, sólo con que los filósofos se convenzan de que deben replegarse sobre sí mismos y considerar atentamente lo que quieren decir[56].
145. Por lo que se ha dicho, está claro que no podemos conocer la existencia de otros espíritus más que por sus operaciones o por las ideas que aquéllos producen en nosotros. Percibo diversos movimientos, cambios y combinaciones de ideas que me informan de que existen ciertos agentes particulares semejantes a mí mismo, que los acompañan y concurren a su producción. De ahí que el conocimiento que tengo de los otros espíritus no es inmediato, como lo es el conocimiento de mis ideas, sino que depende de la intervención de las ideas que yo refiero a agentes o espíritus distintos de mí mismo, como efectos o signos concomitantes.
146. Pero, aunque hay algunas cosas que nos convencen de que los agentes humanos están implicados en su producción, sin embargo es evidente para todo el mundo que esas cosas que se denominan las obras de la naturaleza, es decir, la mayor parte de las ideas o sensaciones percibidas por nosotros, no son producidas por, ni dependen de la voluntad de los hombres. Existe, por tanto, algún otro espíritu que las causa, ya que es contradictorio que existan por sí mismas. Véase la secc. 29. Pero si consideramos atentamente la constante regularidad, orden y concatenación de las cosas naturales, la sorprendente magnificencia, belleza y perfección de las más grandes y el exquisito artificio de las más pequeñas partes de la creación, juntamente con la exacta armonía y correspondencia del conjunto, pero sobre todo las nunca bastante admiradas leyes del dolor y del placer y los instintos e inclinaciones naturales, apetitos y pasiones de los animales; si consideramos todas estas cosas y al mismo tiempo prestamos atención al significado y a la importancia de los atributos uno, eterno, infinitamente sabio, bueno y perfecto, percibiremos claramente que pertenecen al Espíritu antes dicho, que obra todo en todo y por quien todas las cosas subsisten[57].
147. Por ello es evidente que Dios es conocido tan cierta e inmediatamente como cualquiera otra mente o espíritu distinto del nuestro propio. Podemos, incluso, afirmar que la existencia de Dios es mucho más evidentemente percibida que la existencia de los hombres, porque los efectos de la naturaleza son infinitamente más numerosos y considerables que los atribuidos a los agentes humanos. No hay ningún signo que denote a un hombre, o a un efecto producido por él, que no ponga en evidencia con mayor fuerza el ser de ese Espíritu que es el Autor de la Naturaleza. Pues es evidente que, al afectar a otras personas, la voluntad del hombre no tiene otro objeto que el simple movimiento de los miembros de su cuerpo; pero el que tal movimiento sea captado o que produzca alguna idea en la mente de otro depende totalmente de la voluntad del Creador. Sólo Él, sosteniendo todas las cosas por la Palabra de su Poder, mantiene ese intercambio entre espíritus, gracias al cual son capaces de percibir la existencia unos de otros. Y, sin embargo, esta luz clara y pura que ilumina a todos es ella misma invisible[58].
148. Parece ser un pretexto general del rebaño que no piensa el que no pueden ver a Dios. Con que le pudiéramos ver, dicen, como vemos a un hombre, creeríamos que existe y, creyendo, obedeceríamos sus mandatos. Pero ¡ay!, no necesitamos más que abrir los ojos para ver al soberano Señor de todas las cosas con una visión más plena y clara que la que tenemos de cualquiera de nuestros prójimos. No es que imagine que vemos a Dios (como algunos pretenden) en una intuición (view) directa e inmediata, ni que vemos las cosas corpóreas no por sí mismas, sino viendo aquello que las representa en la esencia de Dios[59], doctrina que, debo confesarlo, es para mí incomprensible. Pero explicaré lo que quiero decir. Un espíritu humano o persona no se percibe por los sentidos, ya que no es una idea. Cuando, por tanto, vemos el color, tamaño, figura y movimientos de un hombre, percibimos sólo ciertas sensaciones o ideas producidas en nuestra propia mente; y, al mostrarse éstas ante nuestra vista en diversos conjuntos distintos, sirven para señalarnos la existencia de espíritus finitos y creados, semejantes a nosotros mismos. Resulta claro por esto que no vemos un hombre, si por hombre se entiende aquello que vive, se mueve, percibe y piensa como nosotros, sino sólo cierto conjunto de ideas que nos lleva a pensar que existe un principio distinto de pensamiento y movimiento, semejante a nosotros mismos, que le acompaña y es representado por él. Y del mismo modo vemos a Dios. La diferencia radica en que, mientras que un conjunto de ideas finito y limitado denota una mente humana particular, a donde quiera que dirijamos nuestra mirada percibimos al mismo tiempo, en todo momento y lugar, rasgos manifiestos de la divinidad; pues todo lo que vemos, oímos, sentimos o percibimos del modo que sea, a través de los sentidos, es un signo o efecto del poder de Dios, como lo es nuestra percepción de los movimientos mismos que son producidos por los hombres.
149. Está claro, por tanto, que nada puede ser más evidente, para cualquiera que sea capaz de la más mínima reflexión, que la existencia de Dios o de un Espíritu que está íntimamente presente a nuestras mentes, que produce en ellas toda esa variedad de ideas o sensaciones que continuamente nos afectan, de quien dependemos total y absolutamente; en una palabra, en quien vivimos, nos movemos y somos. Que el descubrimiento de esta gran verdad, que se halla tan próxima y es tan obvia para la mente, sólo pueda ser logrado por la razón de unos pocos es un triste ejemplo de la estupidez y distracción de los hombres, quienes, aunque se encuentren rodeados por tan claras manifestaciones de la Divinidad, sin embargo, están tan escasamente influidos por ellas, que parece como si estuviesen ciegos por exceso de luz.
150. Pero, se dirá, ¿no tiene ninguna participación la naturaleza en la producción de las cosas naturales, y es necesario que todas ellas sean atribuidas a la inmediata y exclusiva operación de Dios? Respondo que, si se entiende por naturaleza sólo la serie visible de efectos o sensaciones impresos en nuestras mentes, según ciertas leyes fijas y generales, entonces está claro que, tomada la naturaleza en este sentido, no puede producir nada en absoluto. Pero, si por naturaleza se entiende algún ser distinto de Dios, así como de las leyes de la naturaleza y de las cosas percibidas por los sentidos, tengo que confesar que esa palabra es para mí un sonido vacío, sin ningún significado unido a él. En este sentido, la naturaleza es una vana quimera introducida por esos paganos que no tienen nociones exactas de la omnipresencia y perfección infinita de Dios. Pero es más inexplicable que sea aceptada por los cristianos, que afirman su creencia en las Sagradas Escrituras, donde constantemente se atribuyen a la acción directa de Dios esos efectos que los filósofos paganos acostumbran a atribuir a la naturaleza. El Señor hace que asciendan los vapores; produce la lluvia y los relámpagos; saca al viento de sus dominios. Jerem. cap. 10, vers. 13. Convierte la sombra de la muerte en amanecer y muda el día en noche. Amos, cap. 5, vers. 8. Visitó la tierra y la ablandó con las lluvias; bendijo los frutos de aquélla y coronó el año con su bondad; de manera que los pastos se cubren de rebaños y los valles de grano. Véase, Salmo 65. Pero, a pesar de que éste es el lenguaje constante de la Escritura, sin embargo, tenemos no sé qué aversión a creer que Dios se ocupa de un modo tan directo de nuestros asuntos. Gustosamente suponemos que se encuentra a gran distancia, y ponemos en su lugar algún sustituto no pensante, aunque (si creemos a San Pablo) no está lejos de cada uno de nosotros[60].
151. No dudo que se objetará que los lentos y graduales métodos que se observan en la producción de las cosas naturales no parece que tengan como causa la mano inmediata de un Agente todopoderoso. Además, los monstruos, los nacidos prematuramente, los frutos marchitos en flor, las lluvias que caen en lugares desérticos, las desgracias que ocurren a la vida humana, son otros tantos argumentos que prueban que no actúa ni interviene directamente un Espíritu de sabiduría y bondad infinitas sobre la estructura total de la naturaleza. Pero la respuesta a esta objeción resulta, en buena medida, clara de la secc. 62, ya que puede verse que los citados métodos de la naturaleza son absolutamente necesarios para producir las reglas más simples y generales y de una manera firme y consistente; lo que da razón a la vez de la sabiduría y de la bondad de Dios[61]. Es tal el artificioso mecanismo de esta poderosa máquina de la naturaleza, que mientras sus movimientos y fenómenos diversos impresionan nuestros sentidos, la mano que mueve todo es en sí misma imperceptible para los hombres de carne y hueso. En verdad —dijo el profeta— tú eres un Dios que se esconde. Isaías, cap. 45, vers. 15. Pero, aunque Dios se oculta a los ojos de los hombres licenciosos y vagos, que no se toman la más mínima molestia en pensar, sin embargo, nada puede ser más claramente legible para una mente imparcial y atenta que la presencia íntima de un Espíritu omnisciente, que forja, regula y mantiene el sistema completo del ser. Se desprende claramente de lo que se ha observado en otro lugar que el actuar de acuerdo con leyes generales y fijas es tan necesario para guiarnos en los asuntos de la vida y damos a conocer el secreto de la naturaleza, que, sin ello, todo el alcance y amplitud de pensamiento, toda la sagacidad e intenciones humanas no servirían para nada; sería incluso imposible que la mente tuviese tales facultades o poderes. Véase la secc. 31. Esta sola consideración compensa de sobra cualquier inconveniente particular que de ello pudiera surgir.
152. Además, deberíamos considerar que las propias faltas y defectos de la naturaleza no carecen de utilidad, en el sentido de que originan una agradable especie de variedad y aumentan la belleza del resto de la creación, como las sombras de un cuadro sirven para resaltar las partes más brillantes e iluminadas. Por ello haríamos bien en examinar si el considerar, por nuestra parte, como una imprudencia del Autor de la naturaleza la pérdida de semillas y embriones y la destrucción accidental de plantas y animales antes de que lleguen a su total madurez no es el efecto de un prejuicio contraído en nuestra familiaridad con los mortales impotentes y mezquinos. En el hombre, ciertamente, puede considerarse como sabiduría una administración austera de las cosas que no puede procurarse sin gran esfuerzo e industria. Pero no tenemos que imaginar que la producción de la inexplicablemente delicada maquinaria de un animal o vegetal le cueste al Creador más esfuerzo o molestia que la de un simple guijarro. No hay nada más evidente que el que un Espíritu omnipotente puede producir indiferentemente cualquier cosa por un simple fiat o acto de su voluntad. De ahí se deduce claramente que la espléndida profusión de cosas naturales no debe ser interpretada como debilidad o prodigalidad en el agente que las produce, sino que más bien debe considerarse como argumento a favor de la riqueza de su poder.
153. Respecto a la mezcla de dolor e incomodidad que hay en el mundo y que acompaña a las leyes generales de la naturaleza y a las acciones de los espíritus finitos imperfectos, es indispensablemente necesaria, en el estado en que nos encontramos en la actualidad, para nuestro bienestar. Pero nuestras perspectivas son demasiado limitadas: tomamos en consideración, por ejemplo, la idea de un dolor particular y lo consideramos malo, mientras que, si ampliamos nuestra visión de forma que abarque los diversos fines, conexiones y dependencias de las cosas y en qué ocasiones y medida somos afectados por el dolor y el placer, la naturaleza de la libertad humana y la finalidad para la que hemos sido puestos en el mundo, estaremos obligados a reconocer que esas cosas particulares que, consideradas en sí mismas, parecen ser males tienen la naturaleza de bienes cuando se consideran en relación con la totalidad de los seres.
154. De lo que se ha dicho resultará manifiesto a cualquier persona que piense, que es simplemente por falta de atención y amplitud de mente por lo que hay algunos seguidores del ateísmo o de la herejía maniquea. Las almas mezquinas e irreflexivas pueden, ciertamente, burlarse de las obras de la Providencia, cuya belleza y orden no son capaces de, o no se esfuerzan en comprender. Pero aquellos que son dueños de un pensamiento justo y amplio y están, además, acostumbrados a reflexionar, nunca podrán admirar suficientemente las huellas divinas de sabiduría y de bondad que brillan a través de la total economía de la naturaleza. Pero ¿qué verdad hay que brille con tanta intensidad en la mente que no podamos dejar de verla[62] por una aversión del pensamiento o por un voluntario cerrar de ojos? ¿Hay que maravillarse, pues, si la mayoría de los hombres, que están siempre dedicados a los negocios o al placer, y poco acostumbrados a fijar o a abrir los ojos de la mente, no tienen toda la convicción y evidencia del ser de Dios que podría esperarse de criaturas razonables?
155. Deberíamos maravillarnos de que se puedan encontrar hombres tan estúpidos como para que les pase inadvertida una verdad tan evidente y trascendental, más que de que no estén convencidos de ella por pasarles inadvertida. Y, con todo, hay que temer que demasiados hombres con talento y tiempo libre, que viven en países cristianos, se hundan en una especie de ateísmo[63] sólo por un descuido supino y espantoso, pues es totalmente imposible que un alma penetrada e iluminada por una plena conciencia de la omnipresencia, santidad y justicia de ese Espíritu todopoderoso persista en violar sus leyes sin remordimientos. Por tanto, deberíamos meditar cuidadosamente y detenernos en esos puntos tan importantes; de esta manera podemos alcanzar un convencimiento, carente de todo escrúpulo, de que los ojos del Señor contemplan el mal y el bien en todo lugar, de que está con nosotros y nos guarda en todos los lugares a donde vamos, y nos da pan para comer y vestidos para cubrirnos; que está presente y conoce nuestros pensamientos más íntimos y que tenemos una absoluta e inmediata dependencia de Él. Una clara visión de estas grandes verdades tiene que llenar nuestros corazones de un santo temor y de una circunspección reverencial, que son el incentivo más fuerte para lograr la virtud y la mejor defensa contra el vicio.
156. Pues, en definitiva, lo que merece el primer lugar en nuestros estudios es la consideración de Dios y de nuestro deber. Y como el propósito y la intención principal de mis trabajos han sido promoverla, los consideraré completamente inútiles e ineficaces si, con lo que he dicho, no puedo inspirar a mis lectores un piadoso sentimiento de la presencia de Dios, ni, después de haber mostrado la falsedad o vanidad de esas especulaciones estériles que constituyen la principal ocupación de los hombres cultos, disponerlos mejor a reverenciar y abrazar las saludables verdades del Evangelio, cuyo conocimiento y puesta en práctica constituyen la más elevada perfección de la naturaleza humana.
[1] La mejor biografía de G. Berkeley es la publicada por A. A. Luce, The life of G. Berkeley, Bishop of Cloyne, ed. Th. Nelson & Sons Ltd., London, 1949. <<
[2] La carta está fechada en Londres, el 26 de agosto de 1710. Cfr. B. Rand, Berkeley & Percival, pág. 80, Cambridge University Press, 1914. <<
[3] «Qui in Hybernia corporum realitatem impugnat, videtur nec rationes afferre idoneas, nec mentem suam satis explicare. Suspicor esse ex eo hominum genere, qui per paradoxa cognosci volunt». Carta al jesuita Des Bosses, fechada el 15 de marzo de 1715. Philosophische Schriften, ed. C. J. Gerhardt, Berlín, 1879, tomo II, pág. 492. <<
[4] Existen dos ediciones de dicha revista: una, en Ámsterdam, tomo L, septiembre de 1711, págs. 321-330; otra, en París julio de 1711. El texto de las dos ediciones es esencialmente el mismo. Consúltese la obra de H. M. Bracken, The early reception of Berkeley’s immaterialism, pág. 6, nota 2. El texto completo de dicha reseña puede encontrarse en la misma obra Appendix B, págs. 97-100. <<
[5] Mémoires de Trévoux, mayo de 1713, París, págs. 921-2. <<
[6] Cfr. Philosophical Commentaries, entries núms. 508, 807, 878, en The Works of George Berkeley, Bishop of Cloyne, ed. A. A. Luce y T. E. Jessop, 9 vols. Nelson & Sons Ltd., London, 1948-1957, tomo I, págs. 63, 97 y 103 respectivamente. Las obras de Berkeley se citarán siempre por esta edición (abrev. Works), indicando tomo y página. <<
[7] Carta a S. Johnson, Works, II, pág. 282. <<
[8] Entry núm. 583. Works, I, pág. 72. <<
[9] Introducción del editor a los Principios, Works, II, pág. 6. Las referencias a esta cuarta parte se pueden encontrar en los Philosophical Commentaries, entries núms. 853 y 676, Works, I, págs. 101 y 82, respect. <<
[10] Hume, D., A Treatise on Human Nature, I, part. I, secc. 7. <<
[11] An Enquiriy concerning Human Understanding, secc. XII, parte l. <<
[12] Inquiry into the Human Mind, cap. I, seccs. 5 y 7. <<
[13] Essay on the Nature and Immutability of Truth, in opposition Sophistry and Scepticism, III, cap. 2; y II, cap. 2, secc. 1. <<
[14] Psicología racional, 1734, secc. 36. <<
[15] Ed. Losada, tomo I, págs. 349-350, Bs. As, 1967, 5.ª ed. <<
[16] «Berkeley and his modern critics», en New Studies in Berkeley’s Philosophy, pág. 148, New York, 1966. <<
[1] No está claro si la referencia es de tipo general, o si alude indirectamente a Locke (Ensayo sobre el entendimiento humano, I, c. 1, secc. 5; IV, c. 3, secc. 6). <<
[2] La cursiva en el texto castellano se corresponde (salvo indicación contraria) con la del original. <<
[3] John Locke (1632-1704), cuya obra Ensayo sobre el entendimiento humano se publicó por primera vez en 1690. <<
[4] Desde «Y debe reconocerse aquí…» hasta el final de la sección aparece exclusivamente en la edición B. <<
[5] En la edición A aparecía intercalado el texto siguiente: Pues tan estrecha e inmediata es la conexión que la costumbre puede establecer en la mente de algunos hombres entre la palabra ‘Aristóteles’ y los movimientos de asentimiento y reverencia». <<
[6] En la edición A aparecía en este lugar el texto que damos a continuación: «Hasta el punto de que se podría preguntar si el lenguaje ha contribuido más al avance o al retroceso de las ciencias». <<
[7] Se intercalaba en la edición A lo siguiente: «Estoy decidido a hacer el menor uso posible de ellas en mis investigaciones». <<
[8] Para Berkeley, las ideas consisten en ser percibidas (Parte I, secc. 2) y no hay nada en ellas que no sea percibido (Parte I, secc. 25). <<
[9] Entre otros, Bacon, Novum Organum, 1, afor. 43; Hobbes, Leviathan, 1, c. 4; Locke, Essay on human understanding, 111, cs. 10 y 11; y IV, c. 3, secc. 30. <<
PARTE I
[1] El párrafo que inicia la sección 1.a es sumamente impreciso y cualquier traducción del mismo implica, necesariamente, una interpretación de la teoría del conocimiento berkeleyana. En el original el texto es como sigue: «It is evident to any one who takes a survey of the objects of human knowledge, that they are either ideas actually imprinted on the senses, or else such as are perceived by attending to the passions and operations of the mind, or lastly ideas formed by help of memory and imagination, either compounding, dividing, or barely representing those originally perceived in the aforesaid ways». Que la primera clase de objetos de conocimiento son ideas, no presenta ninguna dificultad. Lo que ya no está nada claro es si el segundo tipo de objetos son ideas o no lo son. G. A. Johnston (en The Development of Berkeley’s Philosophy, ed. McMillan & Co., London, 1923, págs. 144-5) piensa que es un error, tanto desde el punto de vista gramatical como filosófico, entender que esos objetos de conocimiento son ideas. Sus razones son las siguientes: el término «such» no se refiere a ideas, sino a subjects, ya que las tres oraciones son coordinadas y el «such» se subordina a la primera. Además, Berkeley no dice que las tres clases de objetos sean ideas, ni desarrolla después este tipo de conocimiento en los Principios, cosa que sí hubiera hecho en el caso de que fuesen ideas.
A. A. Luce (vid., Berkeley & Malebranche, Oxford University Press, 1934, pág. 72, y Berkeley’s Immaterialism, Nelson & Sons, London, 1945, págs. 39-40) y T. E. Jessop (véase su nota a la succión 1.a de los Principios en Works, II, pág. 41), editores de las obras de Berkeley y buenos conocedores de su pensamiento coinciden con Johnston. Pero no faltan las opiniones vil contra: G. D. Hicks (Berkeley, ed. Benn, London, 1932, pag. 109) piensa que en esta primera sección, Berkeley, recordando el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke, habla de tres clases de ideas, y que la segunda de ellas se correspondería con las ideas de reflexión lockianas.
Las dificultades no acaban aquí, pues a continuación de la segunda clase de objetos enumera Berkeley las ideas formadas con ayuda de la memoria y de la imaginación, bien sea componiendo, dividiendo o simplemente representándose «those (que puede referirse tanto a ideas como a “objetos”) perceived ni the aforesaid ways». No cabe duda de que estas últimas ideas con representaciones de otras ideas percibidas de las maneras antes dichas. ¿Por qué el plural, si sólo ha mencionado expresamente una clase de ideas, a saber, las impresas en los sentidos? E. J. Furlong («An ambiguity in Berkeley’s Principles», Philosophical Quarterly, 14, 1964, págs. 334-344) ha imaginado una posible respuesta a este desconcertante enigma. Cree que la sección 1.a tal como aparece en los Principios es el resultado de las sucesivas revisiones de un borrador escrito por Berkeley cuando aún creía que podíamos tener ideas de las operaciones de la mente, como afirma en la anotación 378 de los Comentados filosóficos. Posteriormente (anotación 490) Berkeley se cuestiona este tema, y se pregunta si no sería mejor reservar el término idea para las cosas sensibles, pregunta que responde afirmativamente en la anotación 663. Si, como parece probable, tenía ya entonces escrito el borrador de la primera sección de los Principios, lo más lógico es que tachase la palabra «ideas» que introducía el segundo tipo de objetos de conocimiento. Pero al hacerlo así no se dio cuenta de las dificultades que la frase «aforesaid ways» creaba. La conjetura de Furlong parece bastante acertada y nos llevaría a concluir lo siguiente: en primer lugar, que Berkeley no afirma que todos los objetos de conocimiento son ideas; y, además, que la mente y sus actividades no se conocen por medio de una idea, sino de una forma distinta, que Berkeley denominará conocimiento nocional. <<
[2] He traducido la expresión «without the mind» por «sin la mente» o «con independencia de la mente» en aquellos casos en que Berkeley expresa su propio pensamiento. Esta expresión que se repite innumerables veces a lo largo de la obra, pone de manifiesto el carácter necesariamente relativo que, para el filósofo irlandés, poseen las ideas. Cuando Berkeley alude a la opinión común, tanto de la gente corriente como de los filósofos, he traducido «without the mind» por «fuera de la mente». <<
[3] Al final de esta sección se añadía en la edición A: «En verdad, el objeto y la sensación son la misma cosa, y, por tanto, no pueden ser separados el uno de la otra». <<
[4] «Being», en la edición B; «esse», en la edición A. <<
[5] Este último párrafo no aparecía en la edición A, y en su lugar se decía lo siguiente: «para hacer que esto aparezca con toda la claridad y la evidencia de un axioma, será suficiente si es que puedo suscitar la reflexión del lector, que éste considere de forma imparcial lo que él mismo entiende y que dirija su pensamiento sobre este asunto libremente y desembarazado de la confusión de las palabras y de todos los prejuicios a favor de los errores aceptados». <<
[6] En la ed. B, «Proof»; en la ed. A, «demostration». <<
[7] Lo más probable es que Berkeley se refiera a Locke (por ej., Ensayo sobre el entendimiento humano, II, c. 8, seccs. 9, 10, 17, 22, 23), aunque también podría tener presentes a Desearles (Meditationes de prima philosophia, 3.a y 6.a medits.) y a Malebranche (De la Recherche de la Vérité, I, cs. 6-10), pues ambos filósofos de la modernidad eran bien conocidos por nuestro autor. <<
[8] En la edición A se añadía lo siguiente: «De manera que no consideré necesario gastar más tiempo en exponer su carácter absurdo. Pero dado que la doctrina de la existencia de la materia parece haber arraigado tan profundamente en las mentes de los filósofos y arrastrar tras de sí tan funestas consecuencias, prefiero ser considerado prolijo y aburrido, antes que omitir cualquier cosa que pudiera conducir al descubrimiento y erradicación total de ese prejuicio». <<
[9] En la edición A, «moving» en lugar de «moved». El término «moved» concuerda mejor con el carácter pasivo que tienen las ideas, según Berkeley. Los cuerpos serían, para dicho autor, conjuntos de ideas: vid., secc. 1. <<
[10] Locke, Ensayo del entendimiento humano, II, c. 7. <<
[11] En la edición A, se añadía lo siguiente: «Por mi parte, no soy capaz de descubrir ningún sentido que se le pueda atribuir». <<
[12] Por ejemplo, Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, II, c. 13, secc. 19, y c. 23, secc. 2; I, c. 4, secc. 18. <<
[13] Esta sección se iniciaba, en la edición A, con las siguientes palabras: «Si los hombres fueran capaces de dejar de entretenerse con las palabras, creo que pronto llegaríamos a un acuerdo sobre este punto. Es muy fácil…» <<
[14] En la edición A, «ideas, sensaciones, nociones o las cosas…». La supresión del término «noción», en la edición B, indica claramente que Berkeley piensa utilizarlo en un sentido más estricto y más técnico, para designar el conocimiento de la mente y de sus actividades. <<
[15] Desde «Aunque al mismo tiempo debe admitirse…» hasta el final de la sección, apareció sólo en la edición B. Véase la nota 14. <<
[16] Al final de esta sección se añadía, en la edición A, lo siguiente: «Pero éste es todo el daño que veo yo que se produciría». <<
[17] Escéptico equivale aquí, para Berkeley, a persona que niega la realidad de los objetos inmediatos de los sentidos, o duda de ella. <<
[18] Se intercalaba en este lugar, en la edición A, lo siguiente: «si sospecha que lo que ve es sólo la idea de fuego, ponga la mano en él, y se convencerá con el testimonio». <<
[19] Concretamente, en 1709, es decir, un año antes que el Tratado sobre los principios del conocimiento humano. <<
[20] Principalmente entre los filósofos racionalistas, por ej., Descartes, Principia philosophiae, I, 27; Malebranche, De la Recherche de la Vérité VI, c. 2, secc. 3. <<
[21] Hechos de los Apóstoles, XVII, 28. <<
[22] Para Berkeley, el espíritu consiste en percibir o ejercer cualquier tipo de actividad, pues es esencialmente activo; mientras que las ideas consisten en ser percibidas: carecen de todo tipo de actividad, son esencialmente pasivas. <<
[23] En la edición A se intercalaba en este lugar lo siguiente: «que, después de todo, es la única inteligible que puedo sacar de lo que se ha dicho sobre las ocasiones desconocidas». <<
[24] La referencia parece que es a Malebranche, Entretiens sur la Métaphysique, VI, 8. <<
[*] Seccs. 29, 30, 33, 36, etc. <<
[25] Locke, en el Ensayo sobre el entendimiento humano, IV, c. 4, seccs. 8 y 12, afirma que para que nuestro conocimiento sea real se requiere que las ideas respondan a sus arquetipos. Berkeley traslada estos arquetipos corpóreos a la mente de Dios, pasando a ser de este modo Ideas divinas. <<
[26] En la edición A se añadía al final de esta sección lo siguiente: «Pero esto es demasiado obvio para que se necesite insistir en ello». <<
[27] En la edición A se añadía a los adjetivos «activas» e «indivisibles» el de «incorruptibles». <<
[28] Desde «Comprendemos nuestra propia existencia…», hasta el final de la sección, aparece sólo en la edición B. <<
[29] Que el alma siempre piensa fue mantenido por Descartes (Responsio ad quintas objectiones). A. T., VII, págs. 356-7. <<
[30] Se pone claramente de manifiesto la influencia cartesiana sobre el filósofo irlandés en esta caracterización del espíritu como actividad pensante. <<
[31] Se intercalaba, en la edición A, lo siguiente: «De ahí surgen esas extrañas paradojas, como que el fuego no es caliente, ni la pared blanca, etc.; o que el calor y el color son en los objetos sólo figura y movimiento». <<
[32] Al final de esta sección, se añadía en la ed. A: «Y, por consiguiente, que la pared es realmente blanca, igual que es extensa, y en el mismo sentido». <<
[33] Se intercalaba, en la edición A, lo siguiente: «Y, en efecto, se pueden hacer grandes progresos en la ética escolástica sin ser por ello más sabio o mejor persona, o sin saber mejor que antes cómo conducirse en los asuntos de la vida de la forma más ventajosa para uno mismo o para sus semejantes». <<
[34] «Y de sus relaciones» aparece sólo en la edición B. <<
[35] Se intercalaba en este lugar, en la edición A, lo siguiente: «Además de que esto proporcionaría un entretenimiento muy agradable a la mente, podría ser de gran utilidad, en el sentido de que no sólo nos descubre los atributos del Creador, sino que también puede conducimos, en diversos casos, al uso y aplicación adecuados de las cosas». <<
[36] En la edición A, esta sección empezaba de la siguiente manera: «Resulta claro por la secc. 66, etc., que los métodos regulares y constantes de la naturaleza pueden denominarse, y no impropiamente, el lenguaje de su Autor, por cuyo medio descubre ante nuestra vista sus atributos y dirige nuestros actos de la forma más conveniente para la vida y para que seamos felices. Para mí que…» <<
[37] El texto: «parece que se ocupan de signos más bien que de causas. Un hombre puede entender bien los signos naturales sin conocer su analogía», sustituyó, en la edición B, al siguiente, en la edición A: «parecen ser gramáticos, y su arte, la gramática de la naturaleza. Existen dos procedimientos para aprender una lengua: por medio de reglas o por la práctica. Un hombre puede estar muy versado en el lenguaje de la naturaleza, sin comprender su gramática». <<
[38] La edición A empezaba: «Para seguir con la comparación». <<
[39] El texto «la mejor llave de la anterior analogía o ciencia natural es cierto célebre tratado» aparece en la edición B, en sustitución del texto siguiente, en la edición A: «La mejor gramática de la clase de que hablamos es un tratado de Mecánica, demostrada y aplicada a la naturaleza por un filósofo de una nación vecina, a quien el mundo admira. No voy a aventurarme a hacer objeciones a la obra de tan extraordinaria persona: pero algunas de las cosas expuestas por él son tan directamente opuestas a la doctrina enunciada hasta aquí, que faltaríamos a la consideración debida a la autoridad de tan gran hombre, si no les prestásemos atención». <<
[40] El tratado de Mecánica no es otro que los Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, de Newton, publicados en 1687. <<
[41] El texto «el cambio de distancia, o, en otras palabras, aquel al que se le aplica la acción», aparecía, en la edición A, de la siguiente manera: «el cambio, en la distancia o situación de los cuerpos». <<
[42] «O acción» aparece sólo en la edición B. <<
[43] Al final de esta sección se añadía, en la edición A, lo siguiente: «Me refiero al movimiento relativo, pues no soy capaz de concebir otro». <<
[44] Se añadía, al final de esta sección, en la edición A, lo siguiente: «Pero no prueba que, según la acepción corriente de movimiento, un cuerpo se mueva sólo porque cambie su distancia con respecto a otro; pues tan pronto como nos desengañamos y nos encontramos con que no se le había comunicado la fuerza que le movía, dejamos de mantener que se mueve. Y, al contrario, cuando se imagina que existe un único cuerpo (cuyas partes conservan entre sí una posición dada) hay algunos que piensan que puede moverse en todas las direcciones, aunque sin que varíe la distancia o la situación en relación con cualquier otro cuerpo. No negamos esto si por ello dan a entender que podría tener una fuerza impresa, la cual, por la simple creación de otros cuerpos, produciría un movimiento de cierta magnitud y dirección. Pero tengo que confesar que no soy capaz de comprender que pueda existir en tal cuerpo único un movimiento actual (distinto de la fuerza impresa o poder de cambiar de lugar, en caso de que hubiese cuerpos presentes, por cuyo medio definir tal cambio)». <<
[45] Sobre la polémica acerca del carácter divino del espacio, puede consultarse el libro de M. Capek, El impacto filosófico de la física contemporánea, Ed. Tecnos, Madrid, 1965, páginas 27 y sigs. <<
[46] «Considerada como algo relativo» aparece sólo en la edición B. <<
[47] Se intercalaba, en la edición A, el siguiente texto: «Pero, si se considerase necesario, podríamos encontrar un lugar adecuado para tratar esto después de una forma particular». <<
[48] Al final de esta sección se añadía, en la edición A, el texto siguiente: «Y, al margen de lo que los matemáticos puedan pensar de las fluxiones o del cálculo diferencial y otros semejantes, un poco de reflexión les mostrará que, cuando trabajan con esos métodos, no conciben ni imaginan líneas o superficies menores que las perceptibles por los sentidos. En verdad pueden, si les agrada, denominar infinitesimales o infinitesimales de infinitesimales a esas cantidades pequeñas y casi insensibles; pero, en definitiva, esto es todo, pues son en verdad finitas, y no se necesita suponer otras para resolver los problemas. Pero esto se expondrá más claramente después». <<
[49] En la edición A se intercalaba, a continuación de «inútiles»: «y, en efecto, no versan sobre nada en absoluto». <<
[50] Parece referirse a Malebranche, De la Recherche de la Vérité III, 2, 7, secc. 4. <<
[51] En la edición A, el último párrafo de esta sección era como sigue: «Si, por tanto, es imposible que esos poderes puedan estar en algún grado representados en una idea o noción, es evidente que no puede haber idea o noción de un espíritu». <<
[52] En la edición A se intercalaba el texto siguiente: «Si se dijese que yo no era nada, o que era una idea o noción, no habría nada más evidentemente absurdo que cualquiera de estas dos proposiciones. Pero quizá se insistirá en que esto es una simple disputa…». <<
[53] «O mejor una noción» aparece sólo en la edición B. <<
[54] Esta sección empezaba, en la edición A, de la siguiente manera: «La inmortalidad natural del alma es una consecuencia necesaria de la anterior doctrina. Pero, antes de que intentemos probarlo, conviene que expliquemos la significación de esta afirmación. No hay que…» <<
[55] Desde: «Pienso que…», hasta el final de la sección, aparece sólo en la edición B. <<
[56] En la edición A, la sección terminaba de la siguiente manera: «No dudo de que todo esto pueda aclararse y aparecer la verdad sencilla, uniforme y consistente sólo con que los filósofos se convenzan de que deben alejarse de algunos prejuicios y formas del habla recibidos y considerar, volviéndose atentamente sobre sí mismos, su propio significado. Pero las dificultades que surgen de este punto exigen una disquisición más pormenorizada de lo que la finalidad de este tratado requiere». <<
[57] S. Pablo, I Corint., 12, 6 y Cotos., 1, 17. <<
[58] En la edición A, se añadía al final de esta sección: «para la mayor parte de la humanidad». <<
[59] Doctrina mantenida por Malebranche. <<
[60] Hechos de los Apóstoles, XVII, 27. <<
[61] En la edición A, se intercalaba el siguiente texto: «De ahí resulta que el dedo de Dios no es tan conspicuo para el pecador obstinado y negligente, lo que le da oportunidad para endurecerse en su impiedad e ir madurando para la venganza. Véase la secc. 57». <<
[62] Se intercalaba, en la edición A, lo siguiente: «por lo menos con una visión total y directa». <<
[63] En la edición A se intercalaba el texto siguiente: «una especie de semi-ateísmo. No pueden decir que Dios no existe, pero tampoco están convencidos de que exista. ¿Pero qué otra cosa puede ser, sino una infidelidad oculta, una secreta duda mental con respecto a la existencia y los atributos de Dios, que permite a los pecadores crecer y endurecerse en la impiedad?» <<