Parerga y paralipómena da nombre a la última obra que Schopenhauer escribió y que finalmente le reportó, en los últimos años de su vida, la fama que hasta entonces se le había negado. Como el propio título indica, en ella se incluye un considerable número de escritos complementarios a sus obras principales y referentes a los más diversos temas. Se trata de una obra destinada al gran público, su «filosofía para el mundo», según el propio autor la calificó; cuya lectura no requiere especiales conocimientos filosóficos, si bien todos los ensayos que la componen encuentran su lugar y coherencia y también su sentido último dentro del conjunto del pensamiento schopenhauriano.
Arthur Schopenhauer
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Titivillus 28.10.16
Título original: Parerga und Paralipomena: kleine philosophische Schriften I
Arthur Schopenhauer, 1851
Traducción, introducción y notas: Pilar López de Santa María
Editor digital: Titivillus
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Pilar López de Santa María
Schopenhauer fue autor de producción temprana y fama tardía. A los treinta años, con la conclusión de El mundo como voluntad y representación, presentó ya, maduro y definitivamente formulado, todo el corpus de su sistema filosófico. En él quedaba establecido de una vez por todas su «pensamiento único», del que todas las restantes obras solo habían de ser complementos y desarrollos ulteriores. Schopenhauer había descubierto ya en su juventud la solución del enigma del mundo, la llave secreta con la que acceder a la cara oculta de la realidad. Esa llave se llamaba voluntad: la voluntad era la cosa en sí, la esencia interna de todos los fenómenos; ella permitía trascender el hilo de la explicación causal y llegar al punto en el que ya no se trataba del porqué sino del qué; ella igualaba a todos los seres más allá de su infinita diversidad fenoménica; ella, una y la misma en todos, constituía la garantía y la justificación última del misterio de la ética. Y ella era, en especial, la responsable de este mundo de maldad y miseria.
Quizá no sea exagerado decir que, así como Kant llevó a cabo la revolución copernicana en la teoría del conocimiento, también Schopenhauer protagonizó su propia revolución en la filosofía. Kant, en efecto, había roto con toda la tradición filosófica anterior al arrebatar al objeto del realismo su primado sobre la conciencia en el proceso del conocimiento. De manera semejante, Schopenhauer rompe con toda la tradición filosófica anterior, y ello en diversos respectos: frente a una filosofía de corte intelectualista que proponía una inteligencia como realidad primigenia —bien fuera esta denominada logos, conciencia, Yo absoluto o Idea—, Schopenhauer defiende el carácter originario de la voluntad y relega la inteligencia a la condición de instrumento de esta. Frente a una antropología dualista en la que el hombre quedaba reducido a su conciencia —recordemos el ego sum res cogitans cartesiano— él enarbola la bandera de la reivindicación del cuerpo como la objetivación de nuestra verdadera esencia y como vía de acceso privilegiado a nuestro ser interior y el del mundo. Frente a una tradición racionalista inevitablemente preñada de optimismo —todo es racional, luego todo está justificado—, Schopenhauer proclama a voz en grito el carácter absurdo y perverso de la existencia.
Todo eso lo hizo en un momento en el que en Alemania el idealismo hegeliano entonaba su marcha triunfal. Ciertamente, había que tener mucho valor para emprender esa batalla; y también había que ser muy ingenuo (como al parecer lo fue) para pensar que la iba a ganar. Más aún, cuando en sus escritos toda ocasión era buena para arremeter contra los tres idealistas —en especial contra Hegel— dedicándoles los más sofisticados insultos de los que su pluma era capaz; y era capaz de mucho. Lo cierto es que la obra de Schopenhauer fue durante treinta y tres años (los que median entre la primera edición de El mundo como voluntad y representación y la publicación de los Parerga y paralipomena) un verdadero fracaso por lo que a su resonancia respecta[1]. El enfant terrible de la filosofía que venía a demolerlo todo se convirtió también en el Kaspar Hauser de la filosofía: solo, aislado del mundo, sin que nadie supiera de su existencia.
Pero, al igual que Kaspar Hauser, también Schopenhauer habría de salir del anonimato. En 1850 concluye Parerga y paralipomena. El 26 de junio de ese mismo año escribe a Brockhaus para ofrecerle la publicación del manuscrito[2]: la obra es resultado de los últimos seis años de trabajo, aunque sus preparativos se extienden a lo largo de treinta años, y con ella Schopenhauer pretende dar por concluida su producción literaria: «Me propongo no escribir nada más después de esto, ya que pretendo guardarme de traer al mundo débiles hijos de la vejez que inculpen al padre y menoscaben su fama». Schopenhauer propone las mismas condiciones de edición que las establecidas para la segunda edición de El mundo, añadiendo únicamente la del pago de un luis de oro por cada pliego, pago que no se había producido en aquel caso.
Brockhaus, más que escarmentado por el fracaso que habían supuesto las dos ediciones de El mundo como voluntad y representación, rechaza la publicación del único manuscrito que verdaderamente le habría reportado una ganancia económica. Contesta a Schopenhauer proponiéndole que se lo publique por su propia cuenta, a lo que él se opone rotundamente: antes prefiere que su manuscrito se convierta en postumo[3]. Ya a la desesperada, propone renunciar al pago de los derechos, y apostilla: «Si no acepta, comete usted un error. Pues no puede perder con ello, pero sí ganar mucho. Piense de mí lo que quiera: yo digo que mis escritos son lo mejor que ha producido el siglo, y no soy el único que lo dice[4]». Este es, sigue aduciendo, el más popular de todos sus escritos, su «filosofía para el mundo», que inevitablemente ha de darle a conocer por fin al gran público.
Empecinado Brockhaus en su negativa, Schopenhauer lo intenta con otras editoriales con las que no corre mejor suerte; hasta que su «evangelista» Frauenstädt, uno de los pocos y fieles discípulos que había logrado hasta el momento, consigue que se publique en la librería Adolph Wilhelm Hayn de Berlín. De acuerdo con las condiciones del contrato, la tirada sería de setecientos cincuenta ejemplares, de los que el autor recibiría diez sin coste. Schopenhauer renunciaba al pago de cualquier honorario. La obra apareció en noviembre de 1851.
La publicación de los Parerga supone un cambio de rumbo definitivo en la suerte de Schopenhauer. Bien es cierto que ya en los años anteriores se habían podido apreciar ciertos atisbos de interés por su filosofía. Así, por ejemplo, el artículo de Frauenstädt «Comentarios sobre Arthur Schopenhauer», publicado en los Plätter für litterarische Unterhaltung en 1849, hizo que el filósofo comenzara a ser conocido en Frankfurt, de tal modo que, según él mismo comentó, «hasta su barbero le trataba desde entonces con un especial respeto[5]». Pero fue la publicación de los Parerga la que marcó el giro definitivo. Su desencadenante fue el artículo «Iconoclasia en la filosofía alemana», que John Oxenford publicó anónimamente en la Westminster Review, en abril de 1853. Un mes más tarde aparece el artículo, traducido por Lindner al alemán, en la Vossische Zeitung. Con él Schopenhauer se convierte en un punto de referencia de la filosofía alemana y europea. Los éxitos editoriales y las publicaciones sobre su filosofía se suceden: en 1854 Frauenstädt publica sus Cartas sobre la filosofía de Schopenhauer; en 1854 aparecen las segundas ediciones de Sobre la voluntad en la naturaleza y Sobre la visión y los colores, respectivamente; en ese mismo año Wagner le envía una copia de El anillo del Nibelungo «en prueba de admiración y gratitud»; en octubre de 1855, la Facultad de Filosofía de Leipzig plantea una pregunta de concurso acerca de la filosofía de Schopenhauer; y así, un largo etcétera. Por otra parte, la notoriedad no solo se extendió al mundo erudito y filosófico, sino al público en general. Además de su barbero, el filósofo se fue encontrando con admiradores de todo tipo. La gente acudía al Englischer Hof, el hotel donde comía y cenaba a diario, para poder verle. Hubo desde quien compraba sus obras por triplicado hasta quien coronaba cada día la efigie del filósofo, entre los muchos casos que rayaban en lo cómico[6].
La inesperada y repentina llegada de la fama provocó en Schopenhauer sentimientos encontrados, según se desprende de algunos comentarios que hizo al respecto. El más conocido es el que se refiere a la «comedia de la fama», en el que se comparaba a un encendedor de lámparas del teatro al que el levantamiento del telón le sorprende en medio del escenario[7]. Es probable, en efecto, que a esas alturas se hubiera hecho a la idea del anonimato y no esperara ya alcanzar la fama en vida. De hecho, algunas consideraciones de los Parerga en torno al tema dejan entrever el consuelo que el filósofo abrigaba para su desesperanza:
Por lo regular la fama aparece tanto más tarde cuanto más ha de durar, del mismo modo que todo lo excelente madura con lentitud […] Cuanto más pertenece uno a la posteridad, es decir, a la humanidad en general y en conjunto, más ajeno es a su época; porque lo que crea no está dedicado en especial a esta, es decir, no pertenece a esta en cuanto tal sino solo en cuanto parte de la humanidad, y por eso no está teñido de sus colores locales: pero como consecuencia de ello puede ocurrir fácilmente que la época, ajena a él, lo deje pasar desapercibido[8].
Es comprensible que Schopenhauer se sintiera extraño con esa fama tardía. Igualmente es de suponer que aquellos aplausos finales no le parecieran suficientes para compensar tantos años de indiferencia y secretismo, como también que supusiera un aguijón a su orgullo el hecho de que fuera justamente la «menos filosófica» de sus obras la que lo diera a conocer. Pero aunque por otra parte era lógico que la obra más divulgativa fuera la que más llegara al público, no fue ese el único factor. La época no dejó pasar desapercibidos los Parerga como había dejado El mundo porque la época era otra. La obra principal de Schopenhauer había aparecido en un momento de auge del hegelianismo; esta, en cambio, aparece cuando el idealismo se ha derrumbado, principalmente a manos de la izquierda hegeliana, con Leuerbach y Marx a la cabeza. Se trata de una época en la que se han abandonado las utopías racionalistas especulativas y surgen las tendencias realistas, materialistas e historicistas, que se conforman con los hechos y el mundo dado[9]. Se trata, en suma, del final de la filosofía moderna y el comienzo de la contemporánea, presidida por la sospecha, de la que Schopenhauer fue un precursor. Cabe, pues, pensar que si Schopenhauer hubiera nacido treinta años después habría disfrutado desde el primer momento de la fama que durante tanto tiempo se le negó.
Pero pasemos a examinar los Parerga en sí mismos. La obra comprendía dos volúmenes: el primero, que ocupaba 455 páginas en el mismo formato e impresión que la segunda edición de El mundo, incluía seis ensayos de muy desigual extensión; el segundo, de 531 páginas según el mismo formato, contenía treinta y un ensayos también de desigual extensión y de aún más diversa temática. A ellos se añadían cuatro páginas finales con algunos versos originales de Schopenhauer. Así pues, la amplitud y distribución de la obra era muy semejante a la de El mundo como voluntad y representación en su segunda edición; no así su índole y contenido. Si la obra principal constituía un sistema unitario —un pensamiento único, como a él le gustaba decir—, los volúmenes que aquí se presentan «constan en parte de algunos tratados sobre temas especiales de muy distinto tipo y, en parte, de pensamientos aislados sobre objetos todavía más diversos[10]». De ahí su título, tan peculiar como significativo: parerga, del griego πάρεργον, significa cosa accesoria, apéndice; paralipomena, de παραλείπω, es lo dejado a un lado, lo omitido. Schopenhauer recoge aquí todas las reflexiones —unas, marginales; otras, no tanto— que no cupieron en sus obras sistemáticas debido a su temática, o bien surgieron demasiado tarde para entrar en ellas[11]. Esta disyunción da pábulo a la distinción entre los parerga y los paralipomena que Schopenhauer explícito en alguna ocasión. Así, en una carta a Brockhaus se refiere a los parerga, «que tratan de omnibus rebus & quibusdam aliis, con excepción de algunos capítulos del volumen II, que he concebido como paralipomena»[12]. Igualmente, en su última conversación con Gwinner Schopenhauer se lamentaba de que le llegase la hora de la muerte entonces, ya que —en contra de su inicial intención de no volver a escribir— tenía que hacer aún importantes adiciones a los Parerga. Y se añade: «Lo principal son los paralipomena, que habrían encontrado su lugar en la obra principal si en aquella época hubiera podido tener la esperanza de ver su tercera edición[13]».
Sea como fuere, todos los ensayos que componen la obra encuentran su lugar y coherencia, y también su sentido último, dentro del pensamiento de Schopenhauer. En efecto, una de las cosas que caracterizan a nuestro filósofo es su capacidad explicativa. A partir de las premisas fundamentales de su sistema es capaz de explicar desde el fenómeno de la compasión hasta por qué el piojo del negro es negro. Schopenhauer está convencido de la verdad de su filosofía, y de que esa verdad es igualmente capaz de explicar las realidades más profundas y capitales como los acontecimientos más nimios e incluso extravagantes. Así se esfuerza siempre por dar razón de todos los fenómenos que la experiencia le presenta, sin necesidad de preocuparse por su coherencia: «porque en mi pensamiento la coherencia no es nada más que la coherencia de la realidad consigo misma, que nunca puede faltar[14]». Desde lo más sublime o abstracto hasta lo más cotidiano, no hay realidad que él no considere merecedora de ser explicada y que no pueda mostrar su concordancia con otras más profundas. La filosofía de Schopenhauer es —recordemos— la Tebas de las cien puertas; y la de los Parerga es la puerta más amplia, tanto por lo que respecta a la diversidad de su contenido como por la índole de sus temas y los lectores a los que se dirige. Es un tratado filosófico sobre temas en su mayoría poco filosóficos. Cualquiera la puede entender, aun sin conocimiento de la filosofía de Schopenhauer y sin formación filosófica general. Pero aquí, como en los demás aspectos del pensamiento único, todo se relaciona con todo. Los temas extrafilosóficos se entienden desde razones filosóficas. Así pues, intentaremos examinar aquí algunas de esas razones con la esperanza de encuadrar la obra dentro de la filosofía Schopenhaueriana y contribuir así a una comprensión más profunda de unos escritos que son de por sí —repito— perfectamente comprensibles.
En los dos primeros ensayos, de carácter eminentemente histórico, Schopenhauer ofrece una descripción interpretativa del camino recorrido por el espíritu humano en la búsqueda de la verdad. Desde los presocráticos hasta su propia filosofía —pasando por alto, eso sí, el idealismo alemán—, Schopenhauer no deja de encontrar en los filósofos anteriores logros que, como es natural, están de acuerdo o incluso anticipan de algún modo su propia filosofía. Avances de este tipo son la oposición entre lo intuido y lo pensado —el fenómeno y el noúmeno— que aparece por primera vez en los eleatas; en Empédocles, el amor y el odio (es decir, la voluntad) como principios ordenadores, así como su declarado pesimismo; la filosofía pitagórica de los números como antecedente de su propia metafísica de la música, y así sucesivamente.
Pero estos dos escritos son, como el propio título del segundo lo indica, fragmentarios, por lo que quien no conozca las demás obras de Schopenhauer puede formarse una imagen errónea del juicio que al filósofo le merecen algunos de los autores aquí abordados. Tal es el caso de los estoicos, a quienes ya se había referido en los dos volúmenes de El mundo y, por cierto, en un tono muy desigual. En el primero establecía como el ideal de la sabiduría estoica «el más completo desarrollo de la razón práctica en el verdadero y auténtico sentido de la palabra, la cumbre suprema a la que puede llegar el hombre con el mero uso de su razón[15]»; y su ética se calificaba de «estimable y respetable intento de utilizar el gran privilegio del hombre, la razón, para un fin importante y saludable, a saber: para elevarle por encima de los sufrimientos y dolores que recaen sobre toda vida[16]», si bien el sabio estoico quedaba al final convertido en un rígido muñeco de madera muy por debajo de los santos hindúes y cristianos. Sin embargo, para el Schopenhauer del segundo volumen el estoicismo supone una especie de degeneración del cinismo, al convertir la privación real de los bienes superfluos que practicaban los cínicos en una mera privación teórica. De este modo se convirtieron en unos fanfarrones que «comían, bebían y se daban una buena vida pero no sabían dar gracias al buen Dios por ello sino que, antes bien, ponían cara de fastidio y aseguraban con formalidad que no les interesaba un diablo nada de toda aquella comilona[17]». Sin embargo, aquí Schopenhauer soslaya el examen de la filosofía estoica, limitándose a hacer unas breves observaciones historiográficas sobre las exposiciones de la filosofía estoica en Stobeo y Arriano.
Otro tanto ocurre con respecto a los dos grandes inspiradores de la filosofía Schopenhaueriana: Platón y Kant. El «divino Platón», autor de la teoría de las ideas que constituye el fundamento de la visión del arte de Schopenhauer, es aquí censurado por su racionalismo cognoscitivo, que propone la neta separación del conocimiento racional y el sensible en cuanto competencias de dos sustancias separadas, el alma y el cuerpo, respectivamente. Por su parte, las aclaraciones ulteriores sobre la filosofía kantiana complementan el detenido examen de la Crítica de la razón pura que Schopenhauer había realizado en la Crítica de la filosofía kantiana añadida al primer volumen de su obra principal, como también el análisis de la ética kantiana incluido en su tratado Sobre el fundamento de la moral. En esos escritos, y aun reconociendo la grandeza de Kant y los inmensos logros de su filosofía, Schopenhauer le somete a una severa crítica que, en el caso de la ética, llega a veces a ser inmisericorde. En el primero de ellos, solo la estética transcendental sale airosa de la pluma de Schopenhauer. A partir de ahí, Kant es censurado por su obsesión por la simetría, que le lleva a violentar la verdad; por su continua y perniciosa confusión entre el conocimiento intuitivo y el abstracto; por establecer doce categorías de las que once no son más que «ventanas ciegas»; por una defectuosa deducción de la cosa en sí; por falsear las antinomias, etc., etc. La ética kantiana, a la que luego nos habremos de referir, sale aún peor parada: la genialidad de la distinción kantiana entre carácter empírico y carácter inteligible, y entre necesidad natural y libertad transcendental, queda empañada por su estéril racionalismo ético, por su ética de deberes que no es sino una moral de esclavos y por el establecimiento de un imperativo categórico que tiene como regulador oculto el egoísmo. Frente a todas aquellas críticas, quizá en compensación, Schopenhauer se va a fijar aquí en los aspectos más meritorios de Kant; principalmente, en la dialéctica transcendental con su crítica a la psicología racional y a la teología especulativa.
Pero el principal mérito de Kant sigue siendo, a ojos de Schopenhauer, el haber hecho idealista la filosofía. La verdad del idealismo transcendental es, en efecto, uno de los supuestos fundamentales que preside sus reflexiones. Desde este punto de vista, el camino hacia la verdad es el camino al idealismo, formulado en la famosa frase que abre la obra principal de Schopenhauer: «El mundo es mi representación». Fue la filosofía moderna, y Descartes en particular, quien abrió ese camino, al poner claramente sobre el tapete el primigenio problema filosófico de lo ideal y lo real. Con el principio de inmanencia y el problema del mundo externo Descartes planteó la cuestión central en torno a la cual giraron los esfuerzos de sus sucesores: qué parte de nuestro conocimiento se debe a nosotros mismos y cuál a cosas que existen independientemente de nosotros. El sistema de las causas ocasionales de Malebranche, la armonía preestablecida de Leibniz y la identidad spinoziana de sustancia pensante y sustancia extensa son otros tantos intentos de responder a esa cuestión. Los empiristas, en particular Locke y Berkeley, dan un gran paso adelante en este respecto: Locke, al distinguir entre cualidades primarias y secundarias, y declarar el carácter subjetivo de las últimas, prepara el camino de la estética transcendental kantiana. Por su parte, Berkeley, con su esse est percipi, es el creador del auténtico idealismo para el que todo el mundo intuitivo es mera representación; un idealismo que Kant se encargará de desarrollar y fundamentar sólidamente.
«La principal tendencia de la filosofía kantiana —afirma Schopenhauer— está en demostrar la total diversidad de lo real y lo ideal, una vez que Locke le hubiera allanado el camino para ello[18]». Locke mantenía la realidad en sí de la materia, aunque despojada de las cualidades secundarias. Kant, por su parte, dio un paso más al sostener que el espacio y el tiempo, y con ellos las cualidades primarias, eran también de carácter subjetivo, con lo que la materia y todo el mundo de la experiencia adquirió un carácter meramente fenoménico. Privada de la materialidad, la cosa en sí se siguió manteniendo en Kant por medio de una inferencia defectuosa y como una incógnita del todo inalcanzable. El paso siguiente corre a cargo de Schopenhauer: la identificación de esa cosa en sí con la voluntad.
Schopenhauer concluye el ensayo sobre la historia de la filosofía dedicando un apartado a la suya propia. Como es de esperar, en él intenta resaltar los principales méritos de su sistema: la simplicidad, la coherencia, y la profundidad de sus análisis. Todo ello le lleva a afirmar sin ninguna modestia: «La humanidad ha aprendido de mí algunas cosas que no olvidará, y mis escritos nunca se perderán[19]». Schopenhauer no desaprovecha aquí la ocasión de atacar a los culpables de la falta de resonancia de su pensamiento —los profesores de filosofía del hegelianismo—, como tampoco la desaprovechó en el ensayo anterior, en el que dedicó el apéndice final a justificar por qué había pasado por alto el idealismo alemán en su examen. Pero esas páginas son solo un anticipo del ensayo que viene a continuación, por lo que merece la pena que nos adentremos directamente en él.
El ensayo «Sobre la filosofía de la universidad» constituye la expresión concentrada y en estado puro de la hostilidad de Schopenhauer hacia la filosofía institucional de su época en Alemania y hacia Hegel en concreto. En efecto, la despiadada crítica de los Philosophieprofessoren, es decir, de los docentes universitarios de filosofía, supone, por una parte, el rechazo total de cualquier tipo de filosofía remunerada (sobre todo cuando quien paga es el Estado); y, por otra, el de la filosofía concreta que en aquella época estaba vigente y se enseñaba en las cátedras: el hegelianismo. Ambas críticas se entremezclan a lo largo del tratado, si bien se basan en argumentaciones distintas, unas más claras y otras menos. Intentaremos examinar brevemente ambos aspectos.
Con respecto a la primera cuestión, Schopenhauer plantea la antítesis entre los dos sentidos en que podemos entender la filosofía como profesión. En el primero de ellos, el más usual, la filosofía se entiende como un oficio igual que cualquier otro, un simple medio para ganarse la vida, que no supone un compromiso o sacrificio especiales. Nadie discutirá —y tampoco Schopenhauer— que tener un oficio con el que ganarse la vida es algo absolutamente respetable, además de la norma general que rige en la mayoría de los mortales, salvo unos pocos privilegiados que —como él— pueden permitirse vivir de las rentas. Pero cuando ese oficio es la filosofía, las cosas no cuadran; porque la dedicación auténtica a esta exige un compromiso total con la verdad y la consiguiente desvinculación de toda otra atadura. Y «¿cómo podría el que busca un honrado sustento para sí, su mujer e hijos, consagrarse al mismo tiempo a la verdad?»[20]. Schopenhauer apela a la tradición antigua, desde Platón a Apolonio, para apoyar su tesis de que la filosofía no puede ser un medio de ganarse la vida. Ganar dinero con ella, traficar con la verdad, es justamente lo que diferenció al auténtico filósofo del sofista; una diferencia exactamente igual a la que hay entre la muchacha que se entrega por amor y la prostituta[21].
Frente al que vive de la filosofía está el que vive para ella. Este es el verdadero filósofo, el que hace profesión de la filosofía como quien profesa una fe o una vocación religiosa: entregándose en cuerpo y alma a ella, sin poner sus miras en nada más que en la verdad. Ni que decir tiene que Schopenhauer se alista en las filas de esta segunda clase. Bien es cierto que él no ganó dinero con la filosofía ni enseñándola ni con las ventas de sus obras. Tampoco le reportó la filosofía fama y prestigio hasta el final de sus días, como ya hemos visto. Pero también es cierto que él habla desde la confortable atalaya de quien, gracias a una prudente administración de su herencia, pudo desentenderse de su sustento y dedicarse de por vida a la búsqueda de la verdad. De hecho, la incursión que hizo Schopenhauer como docente en la Universidad de Berlín tuvo que ver con la amenaza de ruina económica provocada por la suspensión de pagos del banquero Muhl, de Danzig, a quien la madre y la hermana de Arthur habían confiado toda su fortuna, y el filósofo, una tercera parte de la suya. Así pues, tampoco él estuvo totalmente libre de pecado.
Si malo es que la filosofía sea remunerada, peor aún cuando quien paga es el Estado. Pues está claro que este no pagará a quienes persigan intereses ajenos que puedan incluso entrar en contradicción con él, sino únicamente a quienes se comprometan a defender sus principios, en particular la religión nacional. Conforme a ello, toda filosofía a sueldo de un Ministerio es ya por definición más que sospechosa, por cuanto está abocada a traicionar la verdad tan pronto como esta entre en conflicto con las consignas establecidas; o, más aún, por cuanto su finalidad no tiene ya en origen nada que ver con la búsqueda de la verdad.
Como ejemplo flagrante y vergonzoso de esa filosofía a sueldo Schopenhauer propone —entramos con ello en la segunda cuestión— la de Hegel y los hegelianos. El sistema de Hegel es para Schopenhauer una bufonada filosófica, un galimatías de ideas descabelladas revestidas de palabras ampulosas, que no ha hecho más que corromper las inteligencias de los jóvenes y convertir a Alemania en el hazmerreír de la posteridad. El hecho de que haya triunfado, orquestada por los profesores de filosofía, se debe únicamente a que se trata de una filosofía amparada y promovida por el Estado para justificar teóricamente sus fines con engendros tales como la «religión absoluta» y la consideración del Estado como «el organismo ético absolutamente perfecto». Schopenhauer no es el único en lanzar este tipo de acusaciones contra Hegel. Recuérdense, sin ir más lejos, los ataques de Marx en la Contribución a la crítica de la filosofía del Derecho de Hegel, en la que califica esta de apología del Estado prusiano y justificación teórica de la realidad política. Pero probablemente ningún filósofo de la historia ha abrigado hacia otro una hostilidad tan acentuada y carente de disimulo como Schopenhauer contra Hegel, y menos se ha atrevido a plasmarla por escrito. Investigar lo que hay de visceral, de biográfico y de estrictamente filosófico en esa hostilidad sería tarea para un volumen aparte. Solamente me limitaré a apuntar aquí algunos factores a tener en cuenta.
El antihegelianismo es algo así como un a priori de la filosofía de Schopenhauer. Pocos sistemas hay tan antitéticos, tanto en su forma como en su contenido, como el suyo y el hegeliano. El de Hegel es un estilo grandioso e imponente, eminentemente abstracto y especulativo, y —también hay que decirlo—, de difícil comprensión. Schopenhauer, por el contrario, tiene un estilo claro y directo, tendente a llamar a las cosas por su nombre, aun cuando ello le lleve en más de una ocasión a la grosería. Se diría que Schopenhauer ha hecho suyo aquel lema del Tractatus de Wittgenstein que en tantos puntos inspiró: «Todo lo que se puede expresar se puede expresar claramente[22]». Él tiene muy claro lo que piensa, lo sabe decir con nitidez y con ese estilo que le ha hecho pasar por un clásico de la literatura alemana.
Pero mucho mayor es la antítesis existente entre la filosofía de ambos pensadores por lo que respecta a su contenido. Ya al principio mencioné que Schopenhauer supone en muchos aspectos una total ruptura con la tradición moderna; una tradición que encuentra justamente su culminación y representación máxima en el idealismo hegeliano. Así, frente a un sistema para el que «todo lo racional es real y todo lo real es racional», Schopenhauer sostiene que ni lo racional es real, porque el mundo de la razón es pura apariencia, un velo de Maya que oculta la verdadera realidad de las cosas, ni lo real es racional: porque la realidad originaria, el ser en sí de las cosas, es justamente una voluntad irracional. Frente a un optimismo cósmico en el que toda negatividad está necesariamente determinada a ser superada dialécticamente, Schopenhauer propugna un pesimismo metafísico para el que el mal es lo verdaderamente real, y que considera este mundo como el peor de los posibles porque otro peor no podría mantenerse en la existencia. Frente a la apoteosis hegeliana de la historia y el Estado, él sostiene el carácter puramente fenoménico de toda temporalidad y representa un individualismo feroz.
En cuanto a los factores personales, no se sabe realmente cuándo comenzó ni a qué se debió la animadversión personal de Schopenhauer hacia Hegel. Una buena parte de ella se debió, con toda probabilidad, a los celos de la fama que adquirió la filosofía hegeliana frente a la ignorancia de la que fue objeto la suya. Sí hay algunas circunstancias biográficas que merece la pena reseñar aquí: la primera se refiere al único encuentro personal entre ambos que se conoce, el cual se produjo con ocasión de la prueba de habilitación de Schopenhauer. Hegel, que estaba en el tribunal, planteó una pregunta y se suscitó entre ellos una pequeña discusión acerca de las funciones animales. Entonces intervino Lichtenstein, un profesor de medicina miembro también del tribunal, que dio la razón a Schopenhauer contra Hegel. Con ello concluyó la discusión y Schopenhauer fue habilitado sin haber llevado a término su exposición[23]. Fue su primera y única victoria frente a Hegel.
Un segundo episodio, muy conocido, se produjo cuando, al comenzar su docencia en Berlín, Schopenhauer, en una carta dirigida a August Boeckh, decano de la Facultad, solicitó que sus horas de clase coincidieran con las del curso principal de Hegel[24]. El resultado fue el que se podía esperar: cientos de alumnos abarrotaban las clases de este, mientras que Schopenhauer no tuvo en aquel semestre más de cinco.
El tercer y último factor al que me voy a referir aquí parece que fue decisivo. Se trata del juicio de la Real Academia Danesa de las Ciencias acerca del ensayo Sobre el fundamento de la moral, que Schopenhauer presentó al concurso que dicha academia convocó en 1840. El año anterior, su escrito Sobre la libertad de la voluntad había ganado el concurso convocado por la Real Sociedad Noruega de las Ciencias. Sin embargo, en aquella ocasión Schopenhauer no solo se quedó sin el premio —pese a haber sido el único que se presentó— sino que mereció una severa censura de la Academia danesa por el trato ofensivo que el escrito dispensaba a los «sumos filósofos» de la época (refiriéndose a Hegel y los idealistas)[25]. Lo de los «sumos filósofos» desencadenó la furia de Schopenhauer, que no solo dedicó los prólogos de sus escritos de ética a abundar en sus ataques a Hegel, y con él a la Academia danesa, sino que los extendió a todas sus obras siempre que tuvo ocasión.
Al margen de lo anecdótico y personal de este escrito de Schopenhauer, sí podemos sacar de él un motivo de reflexión todos los que de una u otra manera nos dedicamos a la filosofía o al fomento de la cultura en general. Schopenhauer presenta, con tintes exagerados y caricaturescos, una situación que de hecho se da muy habitualmente: el sometimiento de la actividad científica a intereses no tan científicos. Lo que Schopenhauer denunciara como una filosofía al servicio de los intereses estatales y la religión nacional es, mutatis mutandis, lo mismo que denunció la Escuela de Frankfurt como una racionalidad acrítica sometida al imperio de la industria cultural. Hoy en día no es precisamente la religión nacional la que supedita y manipula la actividad cognoscitiva, pero sí otras instancias más sutiles como los intereses ideológicos, las guerras comerciales o los imperativos del marketing. En este sentido, Schopenhauer nos da una lección al comprometerse con la verdad, renunciando, no ya al lucro, que no le hizo falta, sino a la fama que tanto ansió; una buena lección para los que hacen cualquier cosa con tal de «salir en la foto».
Los ensayos cuarto y quinto del volumen abordan dos temas muy atípicos desde el punto de vista filosófico. En el primero de ellos Schopenhauer expone, a modo de «fantasías metafísicas» algunas conjeturas que intentan explicar los visos de intencionalidad y planificación que presenta la vida de los individuos en medio de la aparente contingencia de los acontecimientos. La distinción kantiana entre fenómeno y cosa en sí, junto con la identificación que hace Schopenhauer del primero con la representación y la segunda con la voluntad, le sirven para conciliar, al menos parcialmente, tres antítesis. La primera es la que se da entre la libertad de la voluntad considerada en sí misma y el carácter necesario de las acciones individuales. Este tema lo desarrolló Schopenhauer en su escrito Sobre la libertad de la voluntad, donde se establecía la estricta necesidad de todo lo que ocurre en el mundo —incluidas las acciones humanas—, en virtud del principio de razón suficiente que rige todo acontecer fenoménico. Eso es lo que en este escrito se llama «el fatalismo demostrable». Pero junto a esa necesidad, la del operari, Schopenhauer afirmaba la libertad del esse, del carácter inteligible del hombre, ubicado en el ámbito de la voluntad como cosa en sí.
La segunda antítesis que se pretende resolver es la que se da entre la causalidad eficiente y la causalidad final en la naturaleza. Este tema constituye el objeto del capítulo 26 del segundo volumen de El mundo como voluntad y representación donde, bajo el título «Sobre la teleología», Schopenhauer sostiene la perfecta concordancia entre ambos tipos de causas y la existencia de una finalidad en la naturaleza orgánica, sin tener por ello que postular una inteligencia ordenadora.
La tercera antítesis, que es la que aquí ocupa a Schopenhauer, se da «entre la manifiesta contingencia de todos los acontecimientos en la vida individual y su necesidad moral de cara a conformarla de acuerdo con una finalidad transcendente para el individuo: — o, en lenguaje más popular, entre el curso de la naturaleza y la providencia[26]». Esta formulación que hace Schopenhauer es equívoca, por cuanto se trata aquí de mostrar que esa contingencia no es absoluta. El fatalismo demostrable no se puede refutar: todo lo que ocurre en el mundo ocurre necesariamente en la medida en que se produce como consecuencia de una razón. Pues eso es lo que significa en Schopenhauer necesario: lo que se sigue de una razón suficiente dada. Algo plenamente contingente sería entonces algo que se produciría sin razón alguna, lo cual es para él impensable. Pero el fatalismo demostrable sí puede ser complementado, o, más bien, superado, por un fatalismo transcendente que considera que la necesidad con la que todo acontece no es ciega, sino que la vida de los individuos está planificada por un poder secreto que se remonta al ser en sí de las cosas. La contingencia de los acontecimientos que se presentan en la vida de cada cual marcando su rumbo no es absoluta. Nada es plenamente casual: la casualidad se refiere a la coincidencia en el tiempo de cadenas causales necesarias que no están a su vez causalmente vinculadas entre sí de manera directa. Pero, más allá de esa contingencia, existe una necesidad interna, una conexión universal de todas las cadenas de causas y efectos, que hace que todo resuene en todo y convierte la casual simultaneidad de los acontecimientos en necesaria. Mas esa coincidencia entre necesidad y contingencia remite a un punto de vista superior: el de la voluntad como cosa en sí que funda y rige el curso del mundo.
Los supuestos kantianos están también presentes en el «Ensayo sobre la visión de espectros y lo que se relaciona con ella». Schopenhauer se las ve aquí con lo que en la actualidad denominamos «fenómenos paranormales»: visiones, sueños fatídicos, sonambulismo magnético, segunda visión, apariciones de muertos, etc. Él está firmemente convencido de la existencia de tales fenómenos y los considera algo científicamente demostrado. Su explicación de los mismos tiene dos partes: la primera examina detenidamente los aspectos físicos y fisiológicos de los fenómenos extrasensoriales, así como sus posibles causas. Para ello Schopenhauer, haciendo gala de sus conocimientos enciclopédicos, se apoya en una amplia recopilación de datos y de casos constatados. La tesis central que pretende demostrar aquí es que dichos fenómenos son el resultado de una especial capacidad de intuir con independencia de las impresiones sensoriales. Así como tenemos una facultad de intuición en la vigilia mediada por las afecciones que los objetos espaciales provocan en nuestros sentidos externos, poseemos también una capacidad de intuición de tales objetos cuya materia nace, no de la acción directa de objetos externos, sino de la excitación sensorial provocada desde el interior del organismo. Tal facultad es denominada por Schopenhauer «órgano del sueño» y es responsable de todas aquellas percepciones que, aun sin contar con la presencia física directa de sus objetos, gozan de una objetividad semejante a las de la vigilia.
A partir de la máxima de que la filosofía ha de ser capaz de interpretar el mundo en su totalidad y así dar cuenta de todos los fenómenos, aun los más excepcionales o asombrosos, también las visiones espectrales han de encontrar su explicación desde el pensamiento Schopenhaueriano. En tal explicación se mezclan tesis de procedencia kantiana con otras originales de Schopenhauer. La primera, que constituye un supuesto preliminar, es de nuevo la distinción de fenómeno y cosa en sí, la cual permite la coexistencia de un orden natural y otro en el que no rigen ya las leyes de la naturaleza, y que podríamos llamar aquí paranormal. La segunda, también de origen kantiano, supone, según el propio Schopenhauer dejó entrever a Lrauenstädt, la base para resolver el problema de los fenómenos de la clarividencia y la visión espectral, afines al sueño: se trata de la idealidad del espacio y el tiempo[27]. Con ella se abre la posibilidad de una visión y una acción a distancia, tanto en el tiempo como en el espacio, dentro de un orden extrafenoménico. La tercera, ya específicamente Schopenhaueriana, es la idea de la voluntad idéntica en todos los seres, más allá de las barreras de la individuación establecidas por el espacio y el tiempo. Esta última tesis explica la posibilidad de una acción y comunicación directas entre los individuos, incluyendo las procedentes de los muertos, cuya voluntad permanece, no obstante, indestructible. Tales justificaciones se hallan resumidas a la perfección en el siguiente texto:
Magnetismo animal, curas simpatéticas, magia, segunda visión, sueño perceptivo, visión espectral y visiones de todas clases son fenómenos afines, ramas de un mismo tronco, y ofrecen indicios seguros e irrefutables de un nexo entre los seres fundado en un orden de cosas totalmente diferente al de la naturaleza, la cual tiene por base las leyes del espacio, el tiempo y la causalidad; mientras que aquel otro orden es más profundo, originario e inmediato, por lo que ante él las leyes de la naturaleza primeras y más universales, por puramente formales, no tienen validez, y en consecuencia el tiempo y el espacio no separan ya a los individuos, ni la segregación y aislamiento de los mismos debido a aquellas formas establece ya límites infranqueables a la comunicación de los pensamientos y al inmediato influjo de la voluntad; de modo que se originan cambios por una vía totalmente distinta de la causalidad física y la cadena conexa de sus miembros, a saber: simplemente en virtud de un acto de voluntad manifestado de una forma especial y así potenciado más allá del individuo[28].
El ensayo con el que concluye este primer volumen es el más extenso con diferencia y el que realmente llevó a la fama a su autor. Se trata de los «Aforismos sobre la sabiduría de la vida»: todo un compendio de sentido común y de lúcidos análisis acerca de la vida práctica del común de los mortales. Es un tratado totalmente asequible, que no exige ningún tipo de conocimiento filosófico o científico y que trata de temas y situaciones en las que todos nos podemos ver reflejados. En él se aúnan la penetrante inteligencia de Schopenhauer, su agudo ingenio, la ocasional mordacidad de su pluma y también la experiencia de una larga vida. Pues la obra es, en muchos sentidos, un autorretrato de su autor, una mirada atrás y una justificación de su vida. Así lo expresó él mismo cuando, en una conversación con A. von Doß, aunque refiriéndose a los Parerga en general, afirmaba: «[…] le gustarán. En ellos se esconde bastante sabiduría y experiencia, el résumé de mi vida[29]».
Los «Aforismos» son, pues, la más fiel expresión de aquella «sabiduría para el mundo» a la que se refería Schopenhauer en su carta a Brockhaus. De hecho, en muchos ámbitos Schopenhauer ha sido conocido gracias a aquellos calendarios de papel Biblia en los que aparecía un pensamiento para cada día, y que con frecuencia incluían citas de este escrito. (Hoy en día esos calendarios han sido sustituidos por páginas de Internet que cumplen sus funciones, no cronológicas, pero sí sapienciales.) Ahora bien, esa «filosofía de calendario» es una unidad autónoma pero no aislada del resto del sistema de Schopenhauer. En concreto, en ella encontramos el contrapunto y complemento de dos partes esenciales de su teoría: la ética y el pesimismo.
El núcleo de la ética de Schopenhauer se halla contenido en su escrito de concurso Sobre el fundamento de la moral y en el libro cuarto de El mundo como voluntad y representación. El escrito de concurso tiene dos partes bien definidas: en la primera se desarrolla una pormenorizada crítica de la ética kantiana sobre cuya base Schopenhauer pasa, en la segunda, a formular y desarrollar su ética de la compasión. La primera parte critica a Kant, entre otras muchas cosas, por su racionalismo ético y su ética de deberes. Para Schopenhauer la razón no puede fundamentar la moral ni prescribir deberes a la voluntad, sencillamente porque esta constituye la realidad originaria y es, por esencia, irracional. El conocimiento, intuitivo o racional, es un mero instrumento generado por la voluntad en las especies superiores —los animales y el hombre— y destinado exclusivamente a su servicio: el de ofrecerle motivos para su querer a través de la representación. Pretender determinar la voluntad mediante la razón es, pues, un intento vano.
Así pues, Schopenhauer niega la idea kantiana de una razón práctica en el sentido moral. El obrar racional no tiene nada que ver con el obrar justo o virtuoso, ni el vicio está necesariamente ligado a la irracionalidad:
Un obrar racional […] no implica de ninguna manera honradez y altruismo. Antes bien, uno puede obrar de forma sumamente racional, o sea, reflexiva, prudente, consecuente, sistemática y metódicamente, y sin embargo seguir las máximas más interesadas, injustas y hasta infames[30].
La moral no se lleva bien con la razón. Y así la ética solo se puede limitar a describir el fenómeno ético originario e intentar hallar su fundamento. Pero en modo alguno podrá prescribir la moralidad, ni tampoco transmitirla o enseñarla a través de sistemas teóricos:
La virtud no se enseña, no más que el genio: para ella el concepto es tan estéril como para el arte, y como en este, tampoco en ella puede utilizarse más que como instrumento. Por eso sería tan necio esperar que nuestros sistemas morales y nuestras éticas suscitaran hombres virtuosos, nobles y santos, como que nuestras estéticas crearan poetas, escultores y músicos[31].
Schopenhauer concibe la razón como la facultad de las representaciones abstractas o los conceptos, facultad que es lo único que distingue a los hombres de los animales. Conforme a ello, la razón práctica es simplemente la capacidad de determinar la voluntad por motivos abstractos, superando el influjo de la impresión presente. La moralidad va para Schopenhauer por otros derroteros totalmente diferentes: las acciones de valor moral son las que superan el egoísmo, un móvil tan connatural al hombre como ilimitado, y buscan el bien ajeno por encima o incluso a costa del propio. La compasión, fundamento de esas acciones y de la moral en general, se apoya en última instancia en un conocimiento; pero no en el conocimiento abstracto de la razón, sino en la captación intuitiva de la esencial identidad de todos los seres, en la que se vienen abajo las barreras fenoménicas de la distinción individual, basadas en el espacio y el tiempo, y el otro deja de ser un «no-yo» para convertirse en «otra vez yo[32]».
Pues bien: es justamente aquí, en los «Aforismos», donde se plasma ese concepto Schopenhaueriano de la razón práctica en un sentido extramoral. Nos encontramos aquí, en efecto, con un auténtico despliegue de racionalidad, un amplio conjunto de máximas abstractas para conducir nuestra vida. Pero no precisamente para lograr la virtud, sino con unas miras plenamente egoístas: la búsqueda de la felicidad. Por consiguiente, los «Aforismos» suponen a este respecto la antítesis de la ética de Schopenhauer, al ofrecernos justamente lo contrario de lo que allí se presentaba: las máximas de un egoísmo racionalmente calculado, que resulta por ello tanto más eficaz.
Por otra parte, los «Aforismos» constituyen, como se ha mencionado, una eudemonología, un tratado para la búsqueda de la felicidad, lo cual contrasta con el radical pesimismo de Schopenhauer; un pesimismo, por cierto, que tiene en él un hondo fundamento metafísico. Schopenhauer concibe como el ser en sí de todos los fenómenos una voluntad caracterizada como un querer insaciable y sin límites. Pero «todo querer nace de la necesidad, o sea, de la carencia, es decir, del sufrimiento[33]». La consecuencia se desprende por sí sola: toda vida es, por esencia, dolor; o, más bien, una continua oscilación entre el sufrimiento generado por la privación concomitante al querer, y el insoportable aburrimiento que se produce cuando la voluntad es satisfecha. La vida es, en suma, «un negocio que no cubre los costes[34]».
En este contexto resulta bastante paradójico hablar de reglas para la consecución de la felicidad, si no fuera porque ya Schopenhauer se encarga de establecer las correspondientes matizaciones: el concepto de la felicidad, al igual que el del placer y el de la justicia, son meramente negativos y significan la mera ausencia de sus opuestos. Lo positivo, lo que realmente se siente, es la desdicha, el dolor o la injusticia. Así pues, ser feliz significa ser menos infeliz; y la búsqueda de la felicidad consiste únicamente en la prevención de la desdicha en la medida en que sea posible, aun a sabiendas de que esta habrá de llegar ineludiblemente. El medio de dicha prevención será, como se ha dicho, la razón práctica que, al presentarnos motivos abstractos, nos llevará a renunciar a la felicidad inmediata en favor de otra más duradera a largo plazo.
Con respecto al contenido de los «Aforismos», sobra cualquier comentario, ya que ellos se comentan por sí mismos. El lector encontrará en ellos unas buenas dosis de sentido común (del que, por desgracia, está a veces tan falta la filosofía), al tiempo que un retrato de la propia vida y personalidad de Schopenhauer. Especialmente recomendables son las parénesis y máximas finales, en las que con certeza encontrará algún sabio consejo. Por mi parte, y para concluir la exposición, me permito citar la número 43, que en alguna ocasión me ha sido de ayuda: «Ningún dinero se ha empleado con más provecho que aquel que nos han estafado: pues con él hemos comprado inmediatamente prudencia». Seguro que a más de uno le servirá.
La presente traducción se ha realizado a partir del original alemán del quinto volumen de la Jubiläumausgabe de las obras de Schopenhauer, publicada en siete volúmenes por Brockhaus, Mannheim, 1988. Se trata de la edición de Arthur Hübscher, que sigue a su vez la de Julius Frauenstädt y que en esta cuarta edición, posterior a la muerte de Hübscher, fue supervisada por su viuda, Angelika Hübscher. La paginación original incluida en la traducción se refiere a esta edición, que sigue la tercera y definitiva que realizó Schopenhauer.
En la traducción de los términos filosóficos fundamentales he procurado seguir un criterio unívoco, siempre que el sentido y el buen estilo lo permitiesen. En casos particulares o excepcionales he añadido al texto el término original alemán o las correspondientes notas aclaratorias a pie de página. La traducción de los términos filosóficos sigue en general los mismos criterios que utilicé en la edición de El mundo como voluntad y representación y en la de Los dos problemas fundamentales de la ética. El glosario que viene a continuación reproduce los más importantes. La traducción de otros términos más específicos de los diferentes ensayos se detalla y aclara dentro del texto.
He mantenido los numerosos textos en idioma extranjero citados por Schopenhauer y he corregido las muchas faltas de acentuación y espíritus que presentan las citas en griego. La traducción de dichos textos, realizada por mí a partir del idioma original, aparece a pie de página y entre corchetes. En los casos aislados en que el propio Schopenhauer ha traducido los textos al alemán, las traducciones aparecen sin corchetes. También he incluido las referencias de los textos citados, para cuya localización me he servido del apéndice que ofrece Hübscher en el último volumen de su edición, así como de la edición de Deussen.
afección sensorial: Sinnesempfindung
autoconciencia: Selbstbewußtsein
causa: Ursache
compasión: Mitleid
concepto: Begriff
conciencia: Bewußtsein
contingente/casual: zufällig
cosa en sí: Ding an sich
derecho: Recht
efecto: Wirkung
entendimiento: Verstand. Schopenhauer utiliza este término exclusivamente para referirse a la facultad de la causalidad. Para referirse a la facultad de conocimiento en general, utiliza el término Intellekt.
esencia: Wesen espíritu: Geist
existencia: Dasein / Existenz experiencia: Erfahrung fenómeno: Erscheinung
genio: Genie. En el doble sentido de genialidad y sujeto genial que tiene también en alemán.
impresión: Eindruck injusticia: Unrecht
instinto: Instinkt
intelecto: Intellekt. Véase «entendimiento», intuición: Anschauung
juicio (como facultad): Urteilskraft. En casos de posible confusión con Urteil se escribe con mayúscula.
juicio: Urteil
justicia: Gerechtigkeit / Recht
materia: Materie. Principalmente en el sentido estricto de materia prima o sin forma.
materia: Stoff. En el sentido de materia determinada o con forma, equivalente también a sustancia, que en Schopenhauer solo es material.
necesario: notwendig necesidad: Notwendigkeit
objeto: Objekt (normalmente en correlación con Subjekt o en sentido estrictamente cognoscitivo), Gegenstand
percepción: Wahrnehmung
principio de razón (suficiente): Satz vom (zureichenden) Grunde
razón (como facultad): Vernunft. En casos de posible confusión con Grund se escribe con mayúscula.
razón: Grund
realidad: Realität (normalmente en correlación con ideal / Idealität), Wirklichkeit
receptividad: Empfänglichkeit
reflexión: Besonnenheit / Besinnung / Reflexion / Überlegung
representación: Vorstellung
sensación: Empfindung
sensibilidad: Sinnlichkeit
ser: Wesen / Sein
sonámbulo/a: Somnambule. El sustantivo alemán es femenino, por lo que su uso no especifica si se trata de un varón o de una mujer. En consecuencia, se traduce siempre en masculino, salvo que en el texto haya constancia de lo contrario.
sufrimiento: Leiden
sujeto: Subjekt
sustancia: Substanz / Stoff virtud: Tugend
voluntad: Wille
Durante el tiempo que he dedicado a la edición de este volumen ha fallecido, de forma inesperada y prematura, mi hermano Juan. A él quiero dedicarle este trabajo, en la certeza de que, en palabras de Schopenhauer (aunque no en su sentido), nuestro ser es imperecedero y volveremos a encontrarnos en un lugar mejor.
Escritos filosóficos menores
por
Arthur Schopenhauer
Vitam impendere vero
[«Dedicar la vida a la verdad.»
Juvenal 4, 91]
Primer volumen
Estos trabajos complementarios, añadidos a mis obras sistemáticas y más importantes, constan en parte de algunos tratados sobre temas especiales de muy distinto tipo y, en parte, de pensamientos aislados sobre objetos todavía más diversos, — todo reunido aquí porque, en su mayor parte debido a su materia, no podía encontrar lugar en aquellas obras sistemáticas, si bien en algunos de ellos fue simplemente porque llegaron demasiado tarde para ocupar allí el lugar conveniente.
Ante todo he tenido en cuenta aquí a los lectores que conocen mis obras conexas y sustanciales; quizás ellos encuentren incluso aquí algunas explicaciones deseadas: pero en conjunto, el contenido de estos volúmenes, con excepción de algunos pasajes, podrán comprenderlo y disfrutarlo también aquellos que no cuentan con tal conocimiento. No obstante, quien esté familiarizado con mi filosofía seguirá teniendo alguna ventaja; porque esta refleja su luz, aunque solo sea de lejos, sobre todo lo que pienso y escribo; y también, por otra parte, ella misma recibe alguna aclaración de todo lo que sale de mi mente.
Francfort del Meno, diciembre de 1850
Plurimi pertransibunt, et multiplex erit scientia.
[«Muchos lo consultarán y aumentarán su saber.»]
Daniel 12, 4
Descartes pasa con razón por ser el padre de la filosofía moderna, ante todo y en general porque ha conducido a la razón a ser independiente, al enseñar a los hombres a utilizar su propia mente, en lugar de la cual funcionaban hasta entonces la Biblia, por un lado, y Aristóteles, por otro; pero en especial y en sentido estricto, porque fue el primero en hacer consciente el problema en torno al cual ha girado principalmente desde entonces todo filosofar: el problema de lo ideal y lo real, es decir, la pregunta de qué hay de objetivo y qué de subjetivo en nuestro conocimiento, o qué es lo que en él se ha de atribuir a cosas diferentes de nosotros y qué a nosotros mismos. En efecto, en nuestra mente surgen imágenes que no proceden de motivos internos —acaso del arbitrio o de la asociación de ideas—, luego surgen de causas externas. Esas imágenes son lo único que nos es inmediatamente conocido, lo dado. ¿Qué relación pueden tener con cosas que existirían totalmente separadas, independientes de nosotros, y de alguna manera serían causas de esas imágenes? ¿Tenemos la certeza de que existen siquiera tales cosas? Y, en ese caso, ¿nos informan las imágenes acerca de su naturaleza? Ese es el problema y, como resultado de él, desde hace doscientos años la aspiración fundamental de los filósofos ha sido distinguir con nitidez, mediante un corte limpio en la línea justa, lo ideal, es decir, lo que pertenece a nuestro conocimiento en exclusiva y en cuanto tal, de lo real, esto es, lo que existe independientemente de él, y constatar así la relación entre ambos.
Realmente, ni los filósofos de la Antigüedad ni los escolásticos parecen haber llegado a una clara conciencia de ese problema filosófico originario; si bien se encuentra un indicio de él, en forma de idealismo y hasta como doctrina de la idealidad del tiempo, en Plotino, quien, en las Enéadas, libro 7, capítulo 10, enseña que el alma ha creado el mundo al haber entrado en el tiempo desde la eternidad. Ahí se dice, por ejemplo: ού γάρ τνς αύτου τούτου του παντός τόπος, η ψυχή[35] (neque datur alius hujus universi locus, quam anima); y también: δει δέ ούκ εξωθεν της ψυχής λαμρανειν τον χρονον, ώσπερ ουοε τον αιώνα εκεί εςω του δντος[36] (oportet autem nequaquam extra animam tempus accipere, quemadmodum neque aeternitatem ibi extra id, quod ens appellatur); con eso se expresa ya realmente la idealidad del tiempo. Y en el capítulo siguiente se dice: ουτος ό βιος τον χρόνον γεννςμ διό και ειρηται αμα τοροε τω παντι γεγονεναι, οτι ψυχή αυτόν μετά τοΰδε του παντός έγέννησεν[37] (haec vita nostra tempus gignit: quamobrem dictum est, tempus simul cum hoc universo factum esse; quia anima tempus una cum hoc universo progenuit). No obstante, el problema, ya claramente conocido y formulado, sigue siendo el tema característico de la filosofía moderna, una vez que la reflexión necesaria para él surgió en Descartes, que fue conmovido por la verdad de que nosotros estamos ante todo limitados a nuestra propia conciencia y el mundo nos es dado solamente como representación: con su conocido dubito, cogito, ergo sum[38], él quiso resaltar lo único cierto de la conciencia subjetiva en oposición a lo problemático de todo lo demás, y expresar la gran verdad de que lo único real e incondicionadamente dado es la autoconciencia. Tomado con exactitud, su famoso principio es equivalente a aquel del que yo he partido: «El mundo es mi representación». La única diferencia es que el suyo destaca la inmediatez del sujeto; el mío, la mediatez del objeto. Ambos principios expresan lo mismo desde dos aspectos, son el reverso uno de otro, así que están en la misma relación que la ley de inercia y la de causalidad según mi exposición en el prólogo a la ética. [Los dos problemas fundamentales de la ética, tratados en dos escritos académicos de concurso por el Dr. Arthur Schopenhauer. Francfort del Meno, 1841, p. XXIV, segunda edición, Leipzig, 1860, pp. XXIVs[39]..] Sin embargo, desde entonces se ha vuelto a formular incontables veces su principio con un mero sentimiento de su importancia y sin una clara comprensión de su verdadero sentido y finalidad (véase Cartes. Meditationes, med. II, p. 15). Así pues, él descubrió el abismo que se encuentra entre lo subjetivo o ideal, y lo objetivo o real. Ese conocimiento lo revistió de la duda sobre la existencia del mundo externo: pero con su insuficiente solución de la misma —que el buen Dios no nos engaña—, mostró cuán profundo y difícil de resolver es el problema. Entretanto, con él se introdujo en la filosofía ese escrúpulo que hubo de seguir inquietando hasta llegar a su erradicación final. A partir de él existió la conciencia de que no era posible un sistema seguro y satisfactorio sin un conocimiento y explicación fundamentales de la diferencia expuesta, y la cuestión no pudo ya ser eludida.
Para resolverla, Malebranche ideó el sistema de las causas ocasionales. Él captó el problema mismo en toda su extensión de forma más clara, seria y profunda que Descartes (Recherches de la vérité, livre III, seconde partie). Este había asumido la realidad del mundo externo sobre la base del crédito divino; y así parece asombroso que, mientras que las demás filosofías teístas se han esforzado en demostrar la existencia de Dios a partir de la existencia del mundo, Descartes, al contrario, demuestra la existencia del mundo a partir de la existencia y veracidad de Dios: es el argumento cosmológico invertido. Dando también aquí un paso adelante, Malebranche enseña que vemos todas las cosas inmediatamente en Dios mismo. Eso quiere decir que explicamos algo desconocido mediante algo todavía más desconocido. Además, según él, no solo vemos todas las cosas en Dios, sino que este es también el único que actúa en ellas, de modo que las causas físicas son meramente aparentes, meras causes ocasionelles (Rech. d. I. vér., liv. VI, seconde partie, ch. 3). Así, tenemos ya aquí en lo esencial el panteísmo de Spinoza, que más parece haber sido enseñado por Malebranche que por Descartes.
En general, podría sorprendernos que el panteísmo no haya triunfado plenamente sobre el teísmo ya en el siglo XVII; porque las exposiciones más originales, bellas y fundadas que del mismo se han hecho en Europa (pues frente a las Upanishads de los Vedas todo eso no es nada) salieron todas a la luz en aquel periodo: en concreto, a través de Bruno, Malebranche, Spinoza, y Escoto Erígena; la de este último, tras haber quedado olvidada y perdida durante cuatro siglos, fue descubierta de nuevo en Oxford y salió a la luz impresa por primera vez en 1681, o sea, cuatro años después de la muerte de Spinoza. Esto parece demostrar que el conocimiento de un individuo destacado no puede tener vigencia mientras el espíritu de la época no está maduro para asumirlo; así como, por el contrario, en nuestros días el panteísmo, aunque solo expuesto en la ecléctica y confusa restauración de Schelling, se ha convertido en la forma predominante de pensar de los eruditos y hasta de las personas cultas; porque Kant lo precedió y le abrió paso con la victoria sobre el dogmatismo teísta, con lo cual el espíritu de la época estaba preparado para él como un campo arado para la semilla. En cambio, en el siglo XVII la filosofía volvió a abandonar aquel camino y llegó, por un lado, a Locke, cuyos precursores habían sido Bacon y Hobbes, y, por otro, a Christian Wolff a través de Leibniz: estos dos dominaron después, en el siglo XVIII, especialmente en Alemania, si bien solo en la medida en que habían sido incorporados al eclecticismo sincrético.
Pero los profundos pensamientos de Malebranche habían dado la ocasión próxima al sistema leibniziano de la harmonía praestabilita, cuya amplia fama y alto prestigio en su tiempo dan prueba de que lo absurdo es lo que con mayor facilidad hace fortuna en el mundo. Aunque no me puedo jactar de tener una clara representación de las mónadas leibnizianas, que son al mismo tiempo puntos matemáticos, átomos corpóreos y almas, me parece fuera de duda que una suposición semejante, una vez comprobada, podría servir para ahorrarse todas las hipótesis ulteriores en orden 7 a explicar la conexión entre lo ideal y lo real, y despachar la cuestión diciendo que ambos están ya totalmente identificados en las mónadas (por eso también en nuestros días Schelling, en cuanto autor del sistema de la identidad, se ha recreado en ello). Pero al célebre filósofo matemático, enciclopedista y político no se le ocurrió aprovecharlas para eso sino que formuló a propósito la armonía preestablecida como fin último. Esta nos ofrece dos mundos completamente distintos, cada uno de ellos incapaz de actuar sobre el otro (Principia philos., § 84 y Examen du sentiment du P. Malebranche, p. 500 ss., en Oeuvres de Leibnitz, pub. P Raspe), cada uno el duplicado totalmente superfluo del otro, si bien ambos han de existir a la vez, marchar en exacto paralelismo y mantenerse totalmente acompasados; por eso el Creador de ambos, ya al comienzo, ha establecido entre ellos la más exacta armonía, en la que ahora siguen marchando juntos de la forma más admirable. Dicho sea de paso, la harmonía praestabilita se podría quizá explicar de la mejor manera comparándola con el teatro, donde con gran frecuencia el influxus physicus existe sólo en apariencia, ya que la causa y el efecto no se conectan más que a través de la armonía preestablecida por el regidor; por ejemplo, cuando uno dispara y el otro cae a tempo. En los §§ 62 y 63 de su Teodicea, Leibniz ha expuesto el tema en su monstruosa absurdidad de la manera más crasa y con brevedad. Y, sin embargo, en todo el dogma no tiene ni siquiera el mérito de la originalidad, por cuanto ya Spinoza había planteado con suficiente claridad la harmonía praestabilita en la segunda parte de su Ética, en concreto en las proposiciones sexta y séptima con sus corolarios, y de nuevo en la parte quinta, proposición 1, después de que en la proposición quinta de la segunda parte hubiera expresado a su manera la doctrina afín de Malebranche según la cual todo lo vemos en Dios[40]. Así pues, Malebranche es el único autor de todo ese argumento que han aprovechado y arreglado tanto Spinoza 8 como Leibniz, cada uno a su manera. Leibniz habría podido incluso prescindir del tema, pues abandonó ya el simple hecho que constituye el problema —que el mundo nos es dado inmediatamente como nuestra mera representación— para sustituirlo por el dogma de un mundo corpóreo y un mundo espiritual entre los cuales no es posible ningún vínculo; porque él enlaza la cuestión de la relación entre las representaciones y las cosas en sí mismas con la que se refiere a la posibilidad de los movimientos del cuerpo mediante la voluntad, y soluciona ambas juntas a través de su harmonia praestabilita (véase Système nouveau de la nature, en Leibniz Opp, ed. Erdmann, p. 125. — Brucker hist. ph. Tom. IV P. II, p. 425). El monstruoso absurdo de su hipótesis lo hicieron patente ya algunos de sus contemporáneos, en especial Bayle, al exponer las consecuencias que de ella derivaban. (Véase, en los Escritos menores de Leibniz traducidos por Huth en el año 1740, la nota a la página 79, en la que Leibniz mismo se ve obligado a exponer las escandalosas consecuencias de su afirmación.) Sin embargo, precisamente la absurdidad de la hipótesis a la que fue impulsada una cabeza pensante por el presente problema demuestra la magnitud, la dificultad y la perplejidad del mismo, y en qué poca medida se lo puede eliminar y cortar el nudo con una simple negación, tal y como se osa hacer en nuestros días.
Spinoza, a su vez, parte inmediatamente de Descartes: de ahí que al principio, presentándose como cartesiano, mantuviera incluso el dualismo de su maestro y estableciera una substantia cogitans y una substantia extensa, aquella como sujeto y esta como objeto del conocimiento. En cambio, más tarde, cuando se hizo independiente, opinó que ambas son una y la misma sustancia vista desde diversos aspectos, es decir, concebida una vez como substantia extensa y otra como substantia cogitans. Eso significa en realidad que la distinción de lo pensante y lo extenso, o del espíritu y el cuerpo, es infundada y por lo tanto ilícita; por eso no se debería haber hablado más de ella. Pero él la sigue manteniendo, en cuanto repite incansablemente que ambas son lo mismo. Además, a ello vincula, mediante un simple sic etiam[41], que modus extensionis et idea illius modi una eademque est res[42] (Eth. E IL prop. 7, schob); con lo cual se quiere decir que nuestra representación de los cuerpos y esos mismos cuerpos son idénticos. Mas para eso el sic etiam es un tránsito insuficiente: pues del hecho de que la distinción entre espíritu y cuerpo o entre lo representante y lo extenso sea infundada, no se sigue en modo alguno que lo sea también la distinción entre nuestra representación y un ser objetivo y real que exista independientemente de ella, ese problema originario planteado por Descartes. Lo representante y lo representado pueden muy bien ser de naturaleza semejante; pero se mantiene la pregunta de si a partir de representaciones en mi mente se puede inferir con seguridad la existencia de seres diferentes de mí que existan en sí mismos, es decir, independientemente de aquellas. La dificultad no es aquella bajo la que Leibniz la pretendió falsear (por ejemplo, Teodicea, parte I, § 59): que entre las supuestas almas y el mundo corpóreo, en cuanto clases de sustancias totalmente heterogéneas, no se puede dar ninguna influencia ni relación, razón por la cual él negó el influjo físico: pues esa dificultad es una mera consecuencia de la psicología racional, así que no necesita más que ser dejada a un lado como una ficción, igual que hace Spinoza: y además, frente a quienes la sostengan se puede hacer valer como argumentum ad hominem su propio dogma de que Dios, siendo un espíritu, ha creado el mundo corpóreo y lo gobierna continuamente, así que un espíritu puede actuar inmediatamente sobre los cuerpos. La dificultad es y sigue siendo más bien la de Descartes: que el mundo, lo único que nos es inmediatamente dado, es meramente ideal, es decir, que consiste en simples representaciones en nuestra mente, mientras que nosotros, más allá de él, tratamos de juzgar acerca de un mundo real, es decir, existente con independencia de nuestras representaciones. Así pues, Spinoza no ha solucionado aún ese problema suprimiendo la diferencia entre substantia cogitans y substantia extensa, sino que a lo sumo ha vuelto a hacer admisible el influjo físico. Mas eso no sirve para resolver la dificultad: pues la ley de la causalidad es demostradamente de origen subjetivo; y aun cuando, a la inversa, procediera de la experiencia externa, pertenecería a aquel mundo dado de forma meramente ideal que está precisamente en cuestión; de modo que en ningún caso se podría dar un puente entre lo absolutamente objetivo y lo subjetivo sino que, antes bien, no hay más nexo que el que vincula los fenómenos entre sí. Véase El mundo como voluntad y representación, volumen II, página 12).
A fin de explicar más de cerca la citada identidad de la extensión y su representación, Spinoza plantea algo que abarca al mismo tiempo la opinión de Malebranche y la de Leibniz. En efecto, en total acuerdo con Malebranche, vemos todas las cosas en Dios: rerum singularium ideae non ipsa ideata, sive res perceptas, pro causa agnoscunt, sed ipsum Deum, quatenus est res cogitans[43], Eth. P. II, pr. 5; y ese Dios es también a la vez lo real y lo que actúa en ellas, igual que en Malebranche. Pero, dado que Spinoza designa el mundo con el nombre Deus, en último término no se explica nada. Mas, al mismo tiempo, en él, igual que en Leibniz, existe un exacto paralelismo entre el mundo extenso y el representado: ordo et connexio idearum idem est, ac ordo et connexio rerum[44], P. IL pr. 7, y otros pasajes análogos. Eso es la harmonia praestabilita de Leibniz; solo que, a diferencia de este, aquí el mundo representado y el objetivamente existente no han de permanecer totalmente separados adecuándose simplemente en virtud de una harmonia regulada de antemano y desde fuera, sino que son realmente una misma cosa. Así pues, tenemos aquí ante todo un completo realismo, por cuanto la existencia de las cosas se corresponde con total exactitud con su representación en nosotros, al ser ambas idénticas[45]; por consiguiente, conocemos las cosas en sí: son en sí mismas extensa, y también I se presentan como extensa al aparecer en forma de cogitata, es decir, en nuestra representación de ellas. (Obsérvese de paso que aquí está el origen de la identidad schellingiana de lo real y lo ideal.) Pero todo eso se funda únicamente en la mera afirmación. La exposición es confusa, entre otras cosas, debido ya a la ambigüedad de la palabra Deus, empleada en un sentido totalmente impropio; por eso se pierde en la oscuridad y al final se dice: nec impraesentiarum haec clarius possum explicare[46]. Pero la confusión de la exposición nace siempre de la confusión al comprender y meditar los filosofemas. Con sumo acierto ha dicho Vauvenargues: La clarté est la bonne foi des philosophes[47] (véase Revue des deux Mondes 1853, 15 août, p. 635). Lo que es en la música la «nota pura[48]» es en la filosofía la perfecta claridad, en la medida en que esta es la conditio sine qua non, sin cuyo cumplimiento todo pierde su valor y hemos de decir: quodcunque ostendis mihi sic incredulus odi[49]. Incluso en los asuntos de la vida práctica común hemos de prevenir cuidadosamente los posibles malentendidos por medio de la claridad; ¿cómo entonces podríamos expresarnos de forma indefinida y hasta enigmática en los más difíciles, abstrusos y apenas asequibles objetos del pensamiento, en las tareas de la filosofía? La censurada oscuridad de la teoría de Spinoza se debe a que él no partió imparcialmente de la naturaleza de las cosas tal y como se le presentaba sino del cartesianismo y, por consiguiente, de toda clase de conceptos heredados, como Deus, substantia, perfectio, etc., que él se esforzó en conciliar con su verdad mediante rodeos. Con gran frecuencia, en especial en la segunda parte de la Ética, expone lo mejor de forma meramente indirecta, hablando siempre per ambages[50] y casi alegóricamente. Por otro lado, Spinoza pone de manifiesto un innegable idealismo transcendental, en concreto, un conocimiento, aunque solo general, de las verdades claramente expuestas por Locke y, sobre todo, por Kant; es decir, una distinción real del fenómeno y la cosa en sí, junto al reconocimiento de que solo el primero nos es accesible. Véase Ética, parte II, proposición 16 con el segundo corolario; proposición 17, escolio; proposición 18, escolio; proposición 19; proposición 23, que lo extiende al autoconocimiento; proposición 25, que lo expresa con claridad; y, por último, como résumé, el corolario a la proposición 29, que dice claramente que no nos conocemos ni a nosotros mismos ni las cosas como son en sí sino solo como se manifiestan. La demostración de la proposición 27 en la parte III, al comienzo, expresa el asunto con la mayor claridad. Con respecto a la relación de la doctrina de Spinoza con la de Descartes, recuerdo aquí lo que he dicho en El mundo como voluntad y representación, volumen II, p. 639 [3.a ed., p. 739] sobre el tema. Pero, por haber partido de los conceptos de la filosofía cartesiana, en la exposición de Spinoza no solo se ha producido mucha oscuridad y ocasión de malentendidos, sino que con ello se ha caído también en muchas paradojas manifiestas, falsedades patentes, y hasta absurdos y contradicciones; con lo que lo mucho de verdadero y excelente de su teoría ha recibido una mezcla sumamente desagradable de elementos indigestos y el lector es lanzado de acá para allá entre la admiración y el disgusto. Mas desde el punto de vista que aquí hemos de considerar, el fallo fundamental de Spinoza es haber trazado la línea divisoria entre lo ideal y lo real, o entre el mundo subjetivo y objetivo, desde un punto erróneo. En efecto, la extensión no es en modo alguno el opuesto de la representación sino que se encuentra por completo dentro de ella. Nos representamos las cosas como extensas, y en la medida en que son extensas son nuestra representación: la cuestión y el problema originario es si al margen de nuestro representar existe algo extenso o, en general, algo. Ese problema fue resuelto más tarde con innegable acierto gracias a Kant, hasta tal punto que la extensión o espacialidad se encuentra única y exclusivamente en la representación, así que depende de esta, ya que todo el espacio es su mera forma; según ello, no puede existir nada extenso con independencia de nuestro representar y, con toda certeza, no existe. Por consiguiente, la línea divisoria de Spinoza cae de lleno en el lado ideal y se queda en el mundo representado: este, caracterizado por su forma de la extensión, él lo considera real y, por lo tanto, existente con independencia del ser representado, es decir, en sí. Sin embargo, tiene razón al decir que lo que es extenso y lo que es representado —esto es, nuestra representación de los cuerpos y esos cuerpos mismos— son lo mismo (P. II, prop. 7, esc.). Pues, en efecto, las cosas no son extensas más que en cuanto representadas y no son representables más que en cuanto extensas: el mundo como representación y el mundo en el espacio son una eademque res[51]: eso lo podemos admitir plenamente. Si la extensión fuera una propiedad de las cosas en sí, entonces nuestra intuición sería un conocimiento de las cosas en sí: él admite también esto, y en eso consiste su realismo. Mas, dado que no lo fundamenta ni demuestra que nuestra intuición de un mundo espacial se corresponda con un mundo espacial independiente de esa intuición, el problema fundamental queda irresuelto. Ello se debe a que la línea divisoria entre lo real y lo ideal, entre lo objetivo y lo subjetivo, entre la cosa en sí y el fenómeno, no ha resultado acertada: antes bien, Spinoza, como se dijo, pone la división en mitad del lado ideal, subjetivo o fenoménico del mundo, es decir, en el mundo como representación, y lo descompone en lo extenso o espacial y nuestra representación de ello; y después se esfuerza en mostrar que ambos son lo mismo, tal y como de hecho lo son. Precisamente porque Spinoza se queda por completo en el lado ideal del mundo —pues en la extensión perteneciente a él cree encontrar ya lo real—, y como para él el mundo intuitivo es lo único real fuera de nosotros y el cognoscente (cogitans) lo único real en nosotros, así, por otro lado, coloca lo único verdaderamente real, la voluntad, dentro de lo ideal, al convertirla en un mero modus cogitandi, y hasta la identifica con el juicio. Véanse, en la Ética, las demostraciones de las proposiciones 48 y 49, donde se dice: per voluntatem intelligo affirmandi et negandi facultatem, —y de nuevo: concipiamus singularem aliquam volitionem, nempe modum cogitandi, quo mens affirmat, tres angulos trianguli aequales esse duobus rectis, a lo que sigue el corolario: voluntas et intellectus unum et idem sunt[52]. En general, Spinoza comete el gran fallo de abusar intencionadamente de las palabras al emplearlas para designar conceptos que en todo el mundo tienen otros nombres y privarles del significado que se les da comúnmente: así, denomina «Dios» a lo que en todas partes se llama «el mundo»; «el derecho», a lo que siempre se denomina «la fuerza»; y «la voluntad», a lo que en todos los casos se llama «el juicio». Estamos aquí totalmente legitimados a recordar al hetmán de los cosacos en el Benjowsky de Kotzebue.
Berkeley, aunque más tarde y habiendo conocido ya a Locke, prosiguió consecuente ese camino de los cartesianos y se convirtió así en el creador del auténtico y verdadero idealismo, es decir, del conocimiento de que lo extenso en el espacio y lo que lo llena, esto es, el mundo intuitivo en general, en cuanto tal solo puede tener su existencia en nuestra representación; y que es absurdo y hasta contradictorio adjudicarle en cuanto tal una existencia fuera de toda representación e independientemente del sujeto cognoscente, y aceptar así una materia existente en sí misma[53]. Esa es una visión sumamente acertada y profunda, pero en ella consiste toda su filosofía. Él había descubierto y diferenciado nítidamente lo ideal; pero lo real no supo descubrirlo, tampoco se esforzó mucho en ello, y se expresó al respecto de forma meramente ocasional, parcial e incompleta. La voluntad y la omnipotencia divinas son la causa inmediata de todos los fenómenos del mundo intuitivo, es decir, de todas nuestras representaciones. La existencia real conviene únicamente a los seres cognoscentes y volentes como los que somos nosotros: así pues, estos constituyen, junto con Dios, lo real. Son espíritus, es decir, justamente seres cognoscentes y volentes: pues él considera que querer y conocer son absolutamente inseparables. Con sus predecesores tiene en común el concebir a Dios como más conocido que el mundo presente, y la referencia a Él, como una explicación. En general, su posición de clérigo e incluso de obispo le aplicó unas fuertes cadenas y le limitó a un opresivo círculo de ideas con el que en modo alguno podía chocar; por eso no pudo avanzar más sino que tuvo que aprender a hacer compatible lo verdadero y lo falso en su mente en lo que fuera posible. Esto se puede extender incluso a las obras de todos esos filósofos con excepción de Spinoza: todas ellas las echa a perder el teísmo judío inasequible a toda prueba, indiferente a toda investigación y así presente como una idea fija, que a cada paso corta el camino a la verdad; de modo que el daño que causa aquí en lo teórico se presenta parejo al que a lo largo de milenios ha ocasionado en lo práctico: me refiero a las guerras de religión, los tribunales de fe y la conversión de los pueblos por medio de la espada.
No se puede negar la más exacta afinidad entre Malebranche, Spinoza y Berkeley: también vemos que todos ellos parten de Descartes en la medida en que constatan e intentan resolver el problema fundamental que él planteó en la forma de duda en la existencia del mundo externo, y se afanan por investigar la separación y relación entre el mundo ideal y subjetivo, es decir, dado solo en nuestra representación, y el real, objetivo e independiente de aquel, es decir, el mundo existente en sí. Por eso, como se dijo, ese problema es el eje en torno al cual gira toda la filosofía moderna.
Locke se diferencia de aquellos filósofos en que, probablemente por haber estado bajo el influjo de Hobbes y Bacon, se acerca todo lo posible a la experiencia y el entendimiento común, evitando en lo que puede las hipótesis hiperfísicas. Lo real es para él la materia; y, haciendo caso omiso del escrúpulo leibniziano acerca de la imposibilidad de una conexión causal entre la sustancia inmaterial y pensante, y la material y extensa, admite directamente un influjo físico entre la materia y el sujeto cognoscente. Pero aquí, con una reflexión y honradez infrecuentes, llega al punto de reconocer que posiblemente lo cognoscente y pensante sea también materia (On 16 I hum.[an] understanding], 1. IV, c. 3, § 6); eso le valió después el reiterado elogio del gran Voltaire, pero en su tiempo, los maliciosos ataques de un socarrón clérigo anglicano: el obispo de Worcester[54]. Para él lo real, es decir, la materia, produce en el cognoscente representaciones, o lo ideal, por medio del «impulso», esto es, del choque (ibid., 1. I, c. 8, § 11). Así pues, tenemos aquí un realismo masivo que, al suscitar la contradicción debido precisamente a su exorbitancia, dio lugar al idealismo de Berkeley, cuyo punto de arranque especial fue quizá lo que Locke aduce con una reflexión tan manifiestamente exigua al final del § 2 del capítulo 21 del segundo libro, diciendo entre otras cosas: solidity, extenúan, figure, motion and rest, would be really in the world, as they are, whether there were any sensible being to perceive them, or not. (La impenetrabilidad, la extensión, la figura, el movimiento y el reposo existirían realmente en el mundo tal como existen, al margen de que hubiera o no un ser sensible para percibirlos.) Mas tan pronto como reflexionamos al respecto, hemos de reconocerlo como falso: pero entonces se plantea el idealismo de Berkeley y resulta innegable. Entretanto, tampoco Locke pasa por alto aquel problema fundamental del abismo entre las representaciones en nosotros y las cosas existentes con independencia de nosotros, es decir, la diferencia entre lo ideal y lo real: sin embargo, en lo esencial lo despacha con argumentos del sano pero rudo entendimiento, y apelando a la suficiencia de nuestro conocimiento de las cosas para los fines prácticos (ibid., 1. IV, c. 4 et 9); lo cual no viene al caso y solamente muestra cuán por debajo del problema queda aquí el empirismo. Pero precisamente su realismo le lleva a reducir lo que corresponde a lo real en nuestro conocimiento a las propiedades inherentes a las cosas como son en sí mismas, así como a distinguir esas propiedades de las que pertenecen solo a nuestro conocimiento de las cosas, es decir, únicamente a lo ideal: conforme a ello, a estas las llama cualidades secundarias y a aquellas, primarias. Este es el origen de la distinción entre cosa en sí y fenómeno que tan importante se hizo después en la filosofía kantiana. Aquí se encuentra, pues, el verdadero punto genético que une la teoría kantiana con la filosofía anterior, en concreto con Locke. Aquella fue promovida y ocasionada de forma más próxima por las objeciones escépticas de Hume a la doctrina de Locke: en cambio, con la filosofía de Leibniz-Wolff no tiene más que una relación polémica.
Aquellas cualidades primarias, que son exclusivamente determinaciones de las cosas en sí mismas y que, por tanto, han de convenirles también fuera de nuestra representación y con independencia de ella, resultan ser simplemente las que no se pueden suprimir en ellas: extensión, impenetrabilidad, forma, movimiento o reposo y número. Todas las demás son calificadas de secundarias, en concreto, como productos de la acción de aquellas cualidades primarias sobre nuestros órganos sensoriales y, en consecuencia, meras afecciones de estos: tales son el color, el sonido, el sabor, el olor, la dureza, la suavidad, la tersura, la aspereza, etc. Estos, por consiguiente, no tienen la menor semejanza con la índole de las cosas en sí que los provoca sino que se han de reducir a aquellas cualidades primarias en cuanto causas suyas, y solo estas son puramente objetivas y existen realmente en las cosas (ibid. 1. I, c. 8, § 7, seqq.). De ahí que nuestras representaciones de ellas sean realmente copias fieles que reproducen exactamente las cualidades que existen en las cosas en sí mismas (loc. cit. § 15. Deseo suerte al lector que perciba realmente aquí la gracia del realismo). Vemos, pues, que de la naturaleza de las cosas en sí cuyas representaciones recibimos de fuera, Locke descontó lo que es acción de los nervios de los órganos sensoriales: una consideración sencilla, comprensible e indiscutible. Pero en ese mismo camino Kant dio después el paso inmensamente mayor de descontar también lo que es acción de nuestro cerebro (esa masa nerviosa infinitamente mayor); con lo que entonces todas aquellas presuntas cualidades primarias se redujeron a secundarias, y las pretendidas cosas en sí, a meros fenómenos; mientras que la verdadera cosa en sí, despojada también de aquellas propiedades, quedó como una magnitud totalmente desconocida, una simple X. Esto, desde luego, requirió un análisis difícil y profundo que se hubo de defender durante largo tiempo de las impugnaciones procedentes del error y la incomprensión.
Locke no deduce sus cualidades primarias de las cosas, tampoco señala más razón de por qué estas y ninguna otra son puramente objetivas, que la de que son indestructibles. Si nosotros mismos investigamos por qué él considera como no objetivamente existentes aquellas propiedades de las cosas que actúan inmediatamente sobre la sensación y, por consiguiente, proceden directamente de fuera, y en cambio atribuye existencia objetiva a aquellas que (como se ha sabido desde entonces) nacen de las funciones espontáneas de nuestro intelecto, entonces encontraremos que la razón es esta: que la conciencia que intuye objetivamente (la conciencia de las otras cosas) requiere necesariamente un complicado aparato del cual aparece como función, por lo que sus determinaciones esenciales están ya fijadas desde dentro. Por eso la forma general de la intuición, es decir, su modo y manera, que es lo único de donde puede proceder lo cognoscible a priori, se presenta como el entramado fundamental del mundo intuitivo y, por consiguiente, aparece como lo absolutamente esencial, que carece de excepciones y en modo alguno se puede suprimir, de modo que está fijado de antemano como condición de todo lo demás y de su variada diversidad. Ante todo, se trata, como es sabido, del tiempo y el espacio, junto con lo que de ellos se sigue y solo por ellos es posible. En sí mismos el tiempo y el espacio están vacíos: si algo ha de entrar en ellos, ha de presentarse como materia, es decir, como algo que actúa y, por lo tanto, como causalidad: pues la materia es de parte a parte pura causalidad: su ser consiste en su obrar y viceversa: no es más que la forma intelectiva de la causalidad captada objetivamente (Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, 2.a ed, p. 77 [3.a ed., p. 82]; El mundo como voluntad y representación, vol. I, p. 9 y vol. II, pp. 48 y 49 [3.a ed., vol. I, p. 10 y vol. II, pp. 52 y 53]). A eso se debe que las cualidades primarias de Locke sean simplemente aquellas de las que no se puede hacer abstracción —lo cual precisamente muestra con bastante claridad su origen subjetivo, al surgir inmediatamente de la naturaleza del aparato intuitivo—, y que él considere estrictamente objetivo justo aquello que, en cuanto función cerebral, es mucho más subjetivo que la afección sensorial causada directamente o, al menos, determinada de cerca desde fuera.
Entretanto, es hermoso ver cómo, a través de todas esas diferentes concepciones y explicaciones, el problema de la relación entre lo ideal y lo real planteado por Descartes se va desarrollando y aclarando cada vez más y se va así promoviendo la verdad. Esto, desde luego, se produjo favorecido por las circunstancias de la época o, mejor, de la naturaleza, que en el breve intervalo de dos siglos hizo nacer y llegar a la madurez más de una docena de cabezas pensantes en Europa; a lo que se añadió, como regalo del destino, que en medio de un mundo que solo se satisfacía con la utilidad y el placer, es decir, un mundo de vulgares sentimientos, esas mentes pudieron seguir su sublime vocación sin preocuparse de los chillidos de los curas ni de los desvarios o intencionados manejos de los profesores de filosofía de cada momento.
Puesto que Locke, en conformidad con su estricto empirismo, sostenía que solo conocemos la relación causal por experiencia, Hume no negó ese falso supuesto, tal y como habría sido justo, sino que, disparando demasiado alto, negó la realidad misma de la relación causal y, por cierto, con la observación, correcta en sí misma, de que la experiencia nunca podía ofrecer de forma sensible e inmediata más que una mera secuencia de las cosas y no un resultar o producirse unas de otras. Es bien sabido que esa objeción escéptica de Hume dio ocasión a las investigaciones de Kant sobre el tema, mucho más profundas, que le llevaron al resultado de que la causalidad, como también el espacio y el tiempo, nos son conocidos a priori, es decir, se encuentran en nosotros antes de toda experiencia, por lo que pertenecen a la parte subjetiva del conocimiento; de ahí se sigue además que todas aquellas cualidades primarias —es decir, absolutas— de las cosas que Locke había constatado, al estar compuestas en su totalidad de puras determinaciones del tiempo, el espacio y la causalidad, no pueden pertenecer a las cosas en sí mismas sino que son inherentes a nuestra forma de conocerlas, luego no se han de contar entre lo real sino entre lo ideal; y de ahí resulta, finalmente, que no conocemos en ningún respecto las cosas como son en sí sino única y exclusivamente en sus fenómenos. Según ello, lo real, la cosa en sí misma, queda como algo totalmente desconocido, como una mera X, y todo el mundo intuitivo recae en lo ideal en cuanto una simple representación, un fenómeno que, sin embargo, justamente en cuanto tal, ha de corresponder de alguna manera a algo real, una cosa en sí.
Finalmente, desde ese punto yo he avanzado aún un paso, y creo que será el último; pues el problema en torno al cual gira todo el filosofar desde Descartes yo lo he resuelto reduciendo todo ser y conocer a los dos elementos de nuestra autoconciencia, es decir, a algo más allá de lo cual no se puede ofrecer ningún otro principio explicativo, ya que es lo más inmediato y último. En efecto, yo he recordado que, según resulta de las investigaciones de todos mis predecesores aquí expuestas, lo absolutamente real o la cosa en sí misma no nos puede venir dada directamente de fuera, por la vía 21 de la mera representación, ya que es inevitable a la esencia de esta ofrecernos siempre únicamente lo ideal; y que, en cambio, dado que nosotros mismos somos indiscutiblemente reales, el conocimiento de lo real se ha de poder sacar de algún modo del interior de nuestra propia esencia. De hecho se presenta aquí de forma inmediata dentro de la conciencia, en concreto como voluntad. Conforme a ello, en mi pensamiento la línea divisoria entre lo ideal y lo real resulta tal, que todo el mundo que se presenta intuitiva y objetivamente, incluido el propio cuerpo de cada cual, junto con el espacio, el tiempo y la causalidad, por lo tanto con la extensión de Spinoza y la materia de Locke, pertenece en cuanto representación a lo ideal; como real queda únicamente la voluntad, que todos mis predecesores, sin reparo ni vacilación, habían lanzado dentro de lo ideal como un mero resultado de la representación y el pensamiento, y Descartes y Spinoza incluso la identificaron con el juicio[55]. De este modo, en mi teoría la ética está ligada a la metafísica de forma totalmente inmediata e incomparablemente más sólida que en cualquier otro sistema, y así el significado moral del mundo y la existencia se encuentra más firmemente asentado que nunca. Solo la voluntad y la representación son radicalmente distintas, en cuanto constituyen la última y fundamental oposición en todas las cosas del mundo y no permiten nada más. La cosa representada y la representación de ella son lo mismo, pero solamente la cosa representada, no la cosa en sí misma: esta es siempre voluntad independientemente de la forma en que aparezca en la representación.
APÉNDICE
Los lectores familiarizados con lo que a lo largo de este siglo se ha hecho pasar en Alemania por filosofía pueden quizás sorprenderse de no ver citado en el intervalo entre Kant y yo ni el idealismo de Fichte ni el sistema de la absoluta identidad de lo real y lo ideal, aun cuando parecen pertenecer de lleno a nuestro tema. No he podido incluirlos porque, en mi opinión, Fichte, Schelling y Hegel no son filósofos, ya que les falta el primer requisito para serlo: la seriedad y honestidad en la investigación. Son meros sofistas: querían aparentar, no ser, y no han buscado la verdad sino su propio bienestar y progreso en el mundo. El empleo de los gobiernos, los honorarios de los estudiantes y libreros y, como medio para ese fin, toda la atención y espectáculo posibles para su pseudofilosofía: esos fueron los ideales y los genios fascinadores de esos discípulos de la sabiduría. De ahí que no resistan los controles de entrada ni puedan ser admitidos en la honorable sociedad de los que piensan en favor del género humano.
No obstante, sí destacaron en una cosa: en el arte de seducir al público y hacerse pasar por lo que no eran; para ello hace falta un indiscutible talento, pero no filosófico. El que, en cambio, no pudieran producir nada real en filosofía se debió en última instancia a que su intelecto no se había liberado sino que había permanecido al servicio de la voluntad: en tal caso puede, ciertamente, producir una extraordinaria cantidad de cosas para esta y sus fines, pero nada para la filosofía ni para el arte. Pues estos tienen precisamente como primera condición que el intelecto actúe exclusivamente por su propio impulso y que durante el tiempo de esa actividad cese de servir a la voluntad, es decir, de tener sus miras en los fines de la propia persona. Pero él mismo, cuando actúa por su propio impulso, no conoce por naturaleza otro fin que la verdad. De ahí que para ser un filósofo, es decir, un amante de la sabiduría (que no es otra cosa que la verdad) no baste con amar la verdad en la medida en que sea compatible con el propio interés, o con la voluntad de los superiores, o con los principios de la Iglesia, o con los prejuicios y el gusto de los contemporáneos: mientras uno se dé por satisfecho con eso, será un φιλαυτος, no un φιλόσοφος[56]. Pues ese título honorífico se ha ideado bella y sabiamente por cuanto significa que uno ama la verdad con seriedad y de todo corazón, esto es, incondicionalmente, sin reservas, por encima de todo y, en caso de necesidad, a pesar de todo. Mas la razón de ello es justo la antes indicada: que el intelecto se ha hecho libre, estado ese en el que no conoce ni entiende más interés que el de la verdad: la consecuencia es un odio irreconciliable hacia toda mentira y engaño en cualquier forma en la que se revista. Con ello, desde luego, no se llegará lejos en el mundo, pero sí en la filosofía. — En cambio, es un mal auspicio para esta el que, aspirando presuntamente a investigar la verdad, se comience por decir adiós a toda sinceridad, honradez e integridad, y solo se piense en hacerse pasar por lo que no se es. Entonces uno asume, al igual que aquellos tres sofistas, bien un falso pathos, bien una afectada seriedad, o bien los gestos de una infinita superioridad, a fin de imponerse cuando duda de que sea capaz de convencer; escribe irreflexivamente porque, preocupado solo de escribir, tenía que reservar el pensamiento para el escrito, y ahora intenta hacer colar como pruebas sofismas palpables, hacer pasar palabrerías huecas y sin sentido por pensamientos profundos; invoca la intuición intelectual o el pensamiento absoluto y el automovimiento de los conceptos, condena expresamente el punto de vista de la «reflexión», es decir, de la ponderación racional, la meditación imparcial y la exposición honrada; en suma, el auténtico uso normal de la razón en general; en consecuencia, declara un infinito desprecio hacia la «filosofía de la reflexión», nombre con el que se designa cualquier argumentación coherente que infiere consecuencias de razones, como es la que constituye todo el filosofar anterior; y así, cuando uno esté dotado de la desfachatez suficiente, animada además por la miseria de la época, se manifestará más o menos así: «No es difícil comprender que el procedimiento de plantear una tesis, aducir razones en su favor y así refutar con razones su opuesta no es la forma en que puede surgir la verdad. La verdad es el movimiento de ella en ella misma», etc. (Hegel, Prólogo a la Fenomenología del espíritu, p. LVII, p. 36 de las Obras completas). Pienso que no es difícil comprender que quien antepone a un escrito tales cosas es un desvergonzado charlatán que quiere seducir a los mentecatos y nota que ha encontrado su gente en la Alemania del siglo XIX.
Así pues, si uno, cabalgando en apariencia hacia el Templo de la Verdad, cede las riendas al interés de la propia persona, el cual mira hacia abajo y a otros ideales totalmente distintos, acaso al gusto y las debilidades de los contemporáneos, a la religión del país y en especial a los propósitos y advertencias de los gobernantes, ¿cómo podrá alcanzar el Templo de la Verdad, ubicado en elevadas, escarpadas y desnudas rocas? Bien podrá, con el lazo seguro del interés, anudar en torno a sí una multitud de discípulos esperanzados, en particular de protección y puestos, que forman en apariencia una secta pero de hecho una facción, y cuyas voces estentóreas unidas le proclaman a los cuatro vientos un sabio sin igual: el interés de la persona es satisfecho, el de la verdad, traicionado.
Con todo eso se explica la penosa sensación que nos conmueve cuando, tras estudiar a los pensadores reales antes examinados, pasamos a los escritos de Fichte y Schelling o al sinsentido de Hegel, emborronado de forma insolente en la confianza ilimitada, pero justa, en la candidez alemana[57]. En aquellos siempre se había encontrado una honrada investigación de la verdad y un igualmente honrado esfuerzo por comunicar sus pensamientos a los demás. De ahí que quien lee a Kant, Locke, Hume, Malebranche, Spinoza o Descartes se sienta elevado y penetrado de gozo: eso es lo que produce la comunión con un espíritu noble que posee pensamientos y los inspira, que piensa y da que pensar. Lo contrario de todo eso se da al leer a los tres sofistas alemanes antes mencionados. Un hombre imparcial que abra uno de sus libros y se pregunte si ese es el tono de un pensador que quiere instruir o de un charlatán que pretende engañar, no podrá permanecer cinco minutos en la duda: hasta tal punto respira aquí todo deshonestidad. El tono de tranquila investigación que había caracterizado toda la filosofía anterior se trueca en el de la certeza inconmovible, como es el propio de la charlatanería de todas clases y épocas, pero que aquí se ha de basar en una presunta intuición intelectual inmediata o en un pensamiento absoluto que es independiente del sujeto, esto es, también de su falibilidad. Desde cada línea y cada página habla el esfuerzo por cautivar y engañar al lector, por dejarle perplejo con la imposición o aturdirle con frases incomprensibles y hasta con un solemne disparate, o bien por desconcertarle con la insolencia de las afirmaciones; en suma, por echarle arena a los ojos y embaucarle todo lo posible. Por eso la sensación que se experimenta en ese tránsito a nivel teórico puede compararse con la que a nivel práctico podría tener quien, viniendo de una reunión de hombres honorables, cayera en una posada de bribones. ¡Qué hombre tan respetable es, comparado con ellos, Christian Wolff, a quien precisamente aquellos tres sofistas menosprecian y del que se burlan! Mas él tuvo y ofreció pensamientos reales: ellos, en cambio, simples construcciones de palabras, frases, con el propósito de engañar. En consecuencia, el verdadero carácter distintivo de la filosofía de toda esa denominada «escuela postkantiana» es la deshonestidad; su elemento, el engaño; su objetivo, los fines personales. Sus corifeos se afanan en aparentar, no en ser: por eso son sofistas, no filósofos. Les espera el escarnio de la posteridad, extendido también a sus admiradores, y luego el olvido. Con la tendencia de esa gente se vincula, dicho sea de paso, el tono de disputa y reprimenda presente siempre en los escritos de Schelling como acompañamiento obligado. — Si todo eso no hubiera sido así, si se hubiera trabajado con honestidad en lugar de con imposiciones y patrañas, entonces Schelling, que es decididamente el más dotado de los tres, podría ocupar en filosofía el rango subordinado de un provechoso ecléctico, por cuanto a partir de las teorías de Plotino, Spinoza, Jacob Böhme, Kant y la ciencia natural moderna, ha preparado una amalgama que podría llenar provisionalmente el gran vacío al que condujeron los resultados negativos de la filosofía kantiana, hasta que de una vez surgiera una filosofía realmente nueva que ofreciese la satisfacción reclamada por aquel. En efecto, él ha utilizado la ciencia natural de nuestro siglo para vivificar el abstracto panteísmo spinoziano. Spinoza, que carecía de todo conocimiento de la naturaleza, había filosofado a la buena de Dios a partir de meros conceptos abstractos y, sin conocer verdaderamente las cosas mismas, edificó desde ahí su teoría. El haber revestido ese flaco esqueleto de carne y color, haberle transmitido vida y movimiento del mejor modo posible aplicándole la ciencia natural que entretanto había ido madurando, aunque a menudo con una falsa aplicación: ese es el innegable mérito de Schelling en su filosofía de la naturaleza, la cual constituye también lo mejor de entre sus múltiples ensayos y nuevos intentos.
Así como los niños juegan con las armas destinadas a fines serios o con otros aparatos de los adultos, los tres sofistas que aquí tomamos en consideración han hecho lo propio con el tema a cuyo tratamiento me refiero aquí, suministrando el contrapunto cómico de las laboriosas investigaciones de reflexivos filósofos durante dos siglos. En efecto, después de que Kant hubiera encumbrado más que nunca el gran problema de la relación entre lo que existe en sí y nuestras representaciones, colocándolo así mucho más próximo a la solución, irrumpió Fichte con la afirmación de que tras las representaciones no se encerraba nada; no eran más que productos del sujeto cognoscente, del yo. Mientras intentaba superar de ese modo a Kant, solamente presentaba una caricatura de su filosofía; pues, al aplicar continuamente el método de fama ya postuma de aquellos tres pseudofilósofos, eliminó totalmente lo real y no quedó más que lo ideal. Vino luego Schelling, quien en su sistema de la absoluta identidad de lo real y lo ideal calificó de nula toda aquella diferencia y afirmó que lo ideal es también lo real, que todo es una misma cosa; con lo cual pretendió revolver de nuevo violentamente lo que con tanta fatiga había separado la reflexión progresivamente desarrollada, y mezclarlo todo (Schelling, De la relación de la filosofía de la naturaleza con la doctrina fichteana, pp. 14-21). La diferencia entre lo ideal y lo real es negada con descaro a imitación de la falta de Spinoza que antes se criticó. Hasta las mónadas de Leibniz, esa monstruosa identificación de dos absurdos —los átomos y los individuos indivisibles, originaria y esencialmente cognoscentes, llamados almas— son sacadas de nuevo a colación, exaltadas solemnemente y tomadas como recurso (Schelling, Ideas sobre la filosofía de la naturaleza, 2.a ed., pp. 38 y 82). La filosofía de la naturaleza de Schelling lleva el nombre de «filosofía de la identidad» porque, siguiendo el ejemplo de Spinoza, suprime las tres diferencias que había suprimido él: la de Dios y el mundo, la de cuerpo y alma y, por último, también la de lo ideal y lo real dentro del mundo intuitivo. Pero, según se mostró antes al examinar a Spinoza, esta última diferencia no depende en modo alguno de las otras dos; tan es así que cuanto más se la resalta, más dudosas resultan las otras dos: pues estas se hallan fundadas en demostraciones dogmáticas (que ya Kant invalidó) y aquella, en cambio, en un acto simple de la reflexión. Con arreglo a todo ello, Schelling identificó también la metafísica con la física y, en consecuencia, erigió el excelso título «Del alma del mundo» sobre la base de una simple diatriba físico-química. Todos los problemas verdaderamente metafísicos como los que se imponen sin descanso a la conciencia humana tendrían que ser acallados negándolos con insolencia por medio de una sentencia inapelable. Aquí la naturaleza existe precisamente porque existe, por sí misma y mediante ella misma; le otorgamos el título de Dios, con eso queda satisfecha, y quien pretenda más es un mentecato: la diferencia entre lo subjetivo y lo objetivo es una mera pedantería, al igual que toda la filosofía kantiana, cuya distinción de a priori y a posteriori es nula: nuestra intuición empírica ofrece verdaderamente la cosa en sí, etc. Véase Sobre la relación de la filosofía de la naturaleza con la de Fichte, páginas 51 y 67, en donde, como también en la página 61, son objeto de expresa burla «los que se asombran de que no exista la nada y no pueden extrañarse bastante de que algo realmente exista». Hasta ese punto le parece al señor Schelling que se entiende todo por sí mismo. Mas las habladurías de esa clase son en el fondo una apelación, envuelta en frases distinguidas, a lo que se denomina sano —es decir, rudo— entendimiento. Por lo demás, recuerdo aquí lo que dije al comienzo del capítulo 17 del segundo volumen de mi obra principal. Totalmente ingenuo y significativo para nuestro tema es el pasaje de la página 69 del mencionado libro de Schelling: «Si el empirismo hubiera alcanzado plenamente su fin, desaparecería su contradicción con la filosofía y, con ella, la filosofía misma en cuanto esfera o forma particular de la ciencia: todas las abstracciones se resolverían en la ‘agradable’ intuición inmediata: lo más elevado sería un juego del placer y del candor, lo más difícil sería fácil, lo más absurdo tendría sentido y el hombre podría leer gozoso y libre en el libro de la naturaleza». — ¡Eso sería, desde luego, delicioso! Pero con nosotros no ocurre así: al pensamiento no se le puede echar así a la calle. La seria y antigua esfinge sigue ahí inmóvil con su enigma, y no porque la califiquéis de espectro se precipita desde la roca. Justamente por eso, cuando más tarde el propio Schelling se percató de que los problemas metafísicos no se pueden despachar con fallos inapelables, ofreció un verdadero ensayo metafísico en su tratado sobre la libertad que, no obstante, es una mera obra fantástica, un conte bleu[58]; y precisamente a eso se debe que la exposición, siempre que adopta el tono demostrativo (p. ej., pp. 453 y ss.), tenga un efecto claramente cómico.
Por consiguiente, el problema que, desde que Descartes lo planteara, había sido tratado por todos los grandes pensadores y encumbrado finalmente por Kant, Schelling lo intentó solucionar con su doctrina de la identidad de lo real y lo ideal, a base de cortar el nudo negando la oposición entre ambos términos. De ese modo entró en directa contradicción con Kant, de quien alegaba partir. No obstante, al menos había retenido el sentido originario y verdadero del problema, referente a la relación entre la intuición y el ser y esencia en sí de las cosas que en ella se presentan: pero, puesto que él sacó su teoría principalmente de Spinoza, pronto tomó de él las expresiones pensamiento y ser, que designan muy mal el problema en cuestión y fueron después motivo de las más disparatadas monstruosidades. Con su doctrina de que: substantia cogitans et substantia extensa una eademque est substantia, quae jam sub hoc jam sub illo attributo comprehenditur[59] (II, 7. sch.); o: scilicet mens et corpus una eademque est res, quae jam sub cogitationis, jam sub extensionis attributo concipitur[60] (III, 2. sch.), Spinoza había pretendido ante todo eliminar la oposición cartesiana de cuerpo y alma: puede que también hubiera sabido que el objeto empírico no es distinto de nuestra representación del mismo. Schelling tomó de él las expresiones pensamiento y ser, que poco a poco sustituyó por las de intuición o, más bien, lo intuido, y cosa en sí (Nueva revista de física especulativa, volumen I, parte 1, «Exposiciones ulteriores», etc.). Pues el gran problema cuya historia bosquejo aquí es la relación de nuestra intuición de las cosas con el ser y esencia en sí de las mismas, no la de nuestros pensamientos o conceptos; porque estos son manifiesta e indiscutiblemente meras abstracciones de lo intuitivamente conocido, surgidas cuando arbitrariamente se suprimen o abandonan unas cualidades y se mantienen otras; de lo cual a ningún hombre razonable se le puede ocurrir dudar[61]. Esos conceptos y pensamientos, que forman la clase de las representaciones no intuitivas, nunca tienen con la esencia y ser en sí de las cosas una relación inmediata, sino siempre mediata, a saber, a través de la intuición: es esta la que, por una parte, les proporciona la materia y, por otra, se halla en relación con las cosas en sí, es decir, con la desconocida esencia propia de las cosas que se objetiva en la intuición.
La inexacta expresión que Schelling tomó de Spinoza dio después ocasión al falto de espíritu y de gusto Hegel, que aparece en ese respecto como el bufón de Schelling, a tergiversar el asunto hasta el punto de que el pensamiento mismo y en sentido propio, es decir, los conceptos, debían ser idénticos al ser en sí de las cosas: así que lo pensado in abstracto debía en cuanto tal y de forma inmediata ser idéntico a lo objetivamente existente en sí mismo y, en consecuencia, también la lógica debía ser a la vez la verdadera metafísica: por consiguiente, solo necesitaríamos pensar o usar los conceptos para saber cómo es en absoluto el mundo de ahí fuera. Según ello, todo lo que trasguea en una mollera sería inmediatamente verdadero y real. Puesto que además el lema de los filosofastros de ese periodo era: «Mejor cuanto más descabellado», ese absurdo se apoyó con otro: que no pensábamos nosotros sino que los conceptos ejecutaban solos y sin nuestra intervención el proceso del pensamiento, que por esa razón se denominó el automovimiento dialéctico del concepto y debía ser una revelación de todas las cosas in et extra naturam[62]. Mas en realidad esa caricatura se fundaba en otra que se basaba igualmente en el abuso de las palabras y que nunca se expresaba claramente, aunque se hallaba, sin duda, encubierta. Schelling, conforme al precedente de Spinoza, había llamado al mundo Dios. Hegel tomó eso en sentido literal. Pero dado que el término significa propiamente un ser personal que, entre otras propiedades totalmente incompatibles con el mundo, posee también la omnisciencia, también esta se transfirió desde él al mundo, donde no pudo naturalmente encontrar más ubicación que bajo la insulsa frente del hombre; así que este sólo necesitaba dar rienda suelta a sus pensamientos (automovimiento dialéctico) para revelar todos los misterios del cielo y la tierra, en concreto, dentro del absoluto galimatías de la dialéctica hegeliana. De una cosa ha entendido realmente ese Hegel: de tomar el pelo a los alemanes. Mas eso no es ninguna proeza. Vemos, en efecto, con qué bufonadas pudo mantener durante treinta años el respeto del mundo culto alemán. Que los profesores de filosofía se tomen todavía en serio a esos tres sofistas y consideren importante otorgarles un puesto en la historia de la filosofía se debe exclusivamente a que ello forma parte de su gagne-pain[63], ya que ahí tienen materia de detalladas exposiciones, orales y escritas, sobre la historia de la llamada «filosofía postkantiana» en la que las opiniones doctrinales de esos sofistas son expuestas en detalle y seriamente examinadas; — cuando, si somos razonables, no nos debería interesar lo que esa gente ha publicado para aparentar algo; a menos que se pretendiera declarar oficinales las escrituras de Hegel y tenerlas disponibles en las farmacias como eficaz vomitivo psíquico, ya que el asco que producen es realmente específico. Pero ya es suficiente sobre ellas y sobre su autor, cuya veneración quisiéramos confiar a la Academia Danesa de las Ciencias, la cual ha reconocido en él un summus philosophus en su sentido y exige respeto ante él en el juicio que para perpetua memoria se reproduce en mi escrito de concurso Sobre el fundamento de la moral[64]; un juicio que merecía ser rescatado del olvido tanto por su agudeza como por su memorable honradez, y también porque ofrece una flagrante prueba del bello aforismo de Labrwyère: du même fonds, dont on néglige un homme de mérite, l’on sait encore admirer un sot[65].
Leer en lugar de las obras originales de los filósofos exposiciones de sus teorías o, en general, historia de la filosofía es como pretender que otro mastique la propia comida. ¿Acaso leeríamos la historia mundial si a cada cual le fuera permitido contemplar con sus propios ojos los acontecimientos pasados de su interés? Mas con respecto a la historia de la filosofía está realmente a su alcance tal autopsia de su objeto, en concreto, en los escritos originales de los filósofos, dentro de los cuales siempre puede, para abreviar, limitarse a unos capítulos principales bien elegidos; tanto más cuanto que todos ellos están plagados de reiteraciones que uno se puede ahorrar. De ese modo llegará a conocer lo esencial de sus doctrinas de forma auténtica y no falseada, mientras que de la media docena de historias de la filosofía que actualmente se publican al año solo obtendrá lo que se le ha pasado por la cabeza a un profesor de filosofía y, por cierto, conforme a lo que a él le parezca; mas está claro que los pensamientos de un gran espíritu han de encogerse considerablemente para caber en el cerebro de tres libras de un tal parásito de la filosofía, desde donde, revestidos de la correspondiente jerga del momento, deben volver a emerger acompañados de su impertinente enjuiciamiento. — Además, se puede calcular que semejante individuo que gana dinero escribiendo historias de la filosofía apenas puede ni siquiera haber leído la décima parte de los escritos de los que da cuenta: el estudio real de estos requiere toda una vida larga y trabajosa, como la que en el pasado, en los antiguos tiempos de laboriosidad, empeñó el buen Brucker. En cambio, ¿qué puede haber investigado a fondo esa gentecilla que, perdiendo el tiempo con continuas clases, asuntos oficiales, viajes turísticos y distracciones, se presenta con historias de la filosofía la mayoría de las veces ya en los años jóvenes? Pero además pretenden también ser pragmáticos, exponer y haber fundamentado la necesidad del surgimiento y la sucesión de los sistemas, y luego enjuiciar, corregir y censurar a aquellos filósofos serios y auténticos del pasado. No podía ser de otra manera: copian a los antiguos y unos a otros; pero luego, a fin de encubrirlo, echan a perder las cosas cada vez más, afanándose por darles el moderno sesgo del quinquenio en curso y juzgándolas según el espíritu del mismo. — Por el contrario, sería muy conveniente una recopilación, elaborada conjunta y concienzudamente por estudiosos honestos y juiciosos, de pasajes importantes y capítulos esenciales de todos los filósofos principales, clasificada en orden cronológico-pragmático; más o menos como las que hicieron en relación con la filosofía antigua primero Gedicke y luego Ritter y Preller, solo que más detallada: es decir, una crestomatía amplia y general realizada con cuidado y conocimiento del tema.
Los fragmentos que ahora presento al menos no son tradicionales, es decir, copiados; antes bien, son pensamientos ocasionados por el estudio propio de las obras originales.
Los filósofos eleatas son los primeros en percatarse de la oposición entre lo intuido y lo pensado, φαινόμενα y νοούμενα. Únicamente lo último era para ellos lo verdaderamente existente, el όντως óv. De este afirmaron después que es uno, inmutable e inmóvil; pero no así de los φαινόμενα, es decir, lo intuido, lo que se manifiesta, lo empíricamente dado, de lo cual sería ridículo afirmar semejante cosa; por eso la tesis así malentendida fue en su día rebatida por Diogenes de la forma ya conocida. Así pues, ellos distinguieron ya realmente entre fenómeno, φαινόμενον, y cosa en sí, όντως óv. Esta última no podía ser intuida sensiblemente sino solo captada por el pensamiento, por lo que era νοοΰμενον (Arist., metaph. I, 5, p. 986 et Scholia edit. Perol, pp. 429, 430 et 509). En los escolios a Aristóteles (pp. 460, 536, 544 et 798) se menciona el escrito de Parménides τα κατά δόξαν[66]: esa habría sido, pues, la teoría del fenómeno, la física: a ella habría correspondido, si duda, otra obra, τα κατ’ αλήθειαν[67], la teoría de la cosa en sí, es decir, la metafísica. Un escolio de Filoponos afirma expresamente de Meliso: εν τοις προς αλήθειαν εν είναι λεγων το ον, εν τοις προς δόξαν δύο (tendría que decirse πολλά [múltiple]) φησι'ν είναι[68]. — La antítesis de los eleatas, y probablemente suscitado también por ellos, es Heráclito, por cuanto enseñó el incesante movimiento de todas las cosas, al igual que ellos enseñaron la absoluta inmovilidad: él se quedó, por consiguiente, en el φαννόμενον (Arist. de coelo, III, 1. p. 298. edit. Berol). Con ello suscitó a su vez, como su opuesto, la teoría de las ideas de Platón, según se infiere de la exposición de Aristóteles (Metaph., p. 1078).
Es notable que los contados principios fundamentales de los filósofos presocráticos que se han conservado se encuentren repetidos innumerables veces en los escritos de los antiguos; sin embargo, poco encontramos aparte de eso: por ejemplo, las doctrinas de Anaxágoras sobre el νους y las ομονομεριαν[69], —la de Empédocles de la φνλια και νεΐκος[70] y los cuatro elementos, — la de Democrito y Leucipo sobre los átomos y los ειδωλονς[71], — la de Heráclito sobre el continuo fluir de las cosas, — la de los eleatas, como antes se examinó, — la de los pitagóricos sobre los números, la metempsicosis, etc. No obstante, esa puede muy bien haber sido la suma de todo su filosofar; pues también en las obras de los modernos, por ejemplo, de Descartes, Spinoza, Leibniz y hasta Kant, encontramos innumerables veces repetidas las pocas tesis fundamentales de sus filosofías; de modo que esos filósofos parecen haber adoptado en su totalidad el lema de Empédocles, que debió ser ya aficionado a las repeticiones, δι'ς και τρις τα καλά[72] (G. Sturz, Empedocl. Agrigent., p. 504).
Los dos dogmas de Anaxágoras mencionados se hallan además en una estrecha relación. — En efecto, πάντα εν πάσνν[73] es su expresión simbólica del dogma de las homeomerías. Según él, en la caótica masa originaria se hallaban totalmente dispuestas las partes similares (en el sentido fisiológico) de todas las cosas. Para extraerlas y luego combinarlas y disponerlas a fin de formar cosas específicamente distintas (partes dissimilares), se necesitaba un νους que, al seleccionar los elementos, pusiera en orden la confusión; porque el caos contenía la mezcla perfecta de todas las sustancias (Scholia in Aristot., p. 337). Sin embargo, el νους no había llevado completamente a cabo esa primera separación; de ahí que en cada cosa se siguieran pudiendo encontrar los elementos de todas las demás, aunque en menor medida: πάλνν γάρ πάν εν παντι μέμνκταν[74](ibid.). —
Empédocles, en cambio, en lugar de innumerables homeomerías mantenía únicamente cuatro elementos de los que luego habían de resultar las cosas como productos y no como eductos, según ocurría en Anaxágoras. El papel unificador y separador, esto es, ordenador del νους lo desempeñan en él φιλία και νεΐκος, amor y odio. Esto es mucho más sensato. En efecto, él no encomienda la disposición de las cosas al intelecto (νους) sino a la voluntad (φιλία και νεΐκος), y las diferentes sustancias no son, como en Anaxágoras, meros eductos sino productos reales. Si para Anaxágoras surgían en virtud de un entendimiento diferenciador, para Empédocles nacen de un impulso ciego, es decir, de una voluntad carente de conocimiento.
Empédocles es, en fin, todo un hombre y su φιλία και νεΐκος se basa en un apperçu profundo y verdadero. Ya en la naturaleza inorgánica vemos que las sustancias se buscan o rehúyen, se combinan o separan según las leyes de la afinidad electiva. Pero las que muestran la más intensa inclinación a combinarse químicamente —inclinación que no obstante solo puede satisfacerse en el estado líquido— entran en la más clara oposición eléctrica cuando se ponen en contacto en estado sólido: entonces divergen en polaridades contrarias para luego volver a buscarse y abrazarse. ¿Y qué es en general la polar oposición que aparece continuamente en toda la naturaleza bajo las más diversas formas sino una escisión siempre renovada a la que sigue una reconciliación ardientemente deseada? Así φιλία και νεΐκος están realmente presentes en todas partes, y únicamente de acuerdo con las circunstancias aparecerá en cada caso la una o el otro. Conforme a ello, también nosotros mismos podemos en un instante tener amistad o enemistad con cada hombre que se nos acerca: la disposición a ambas cosas está ahí y aguarda las circunstancias. Solo la prudencia nos ordena quedarnos en el punto medio de la indiferencia, aun cuando este sea al mismo tiempo el punto de congelación. Igualmente, también el perro extraño al que nos acercamos está dispuesto en un instante a tocar la tecla amistosa o la enemistosa, y pasa fácilmente de ladrar y gruñir a menear la cola, y viceversa. Lo que funda ese fenómeno universal de φιλία και νεΐκος es en último término la gran contraposición originaria entre la unidad de todos los seres según su ser en sí, y su total diversidad en el fenómeno, que tiene por forma el principium individuationis. Del mismo modo, Empédocles reconoció como falsa la teoría de los átomos, de la que ya él tuvo noticia, y enseñó por el contrario la infinita indivisibilidad de los cuerpos, según nos informa Lucrecio, lib. I, v. 749 ss.
Pero dentro de las teorías de Empédocles es digno de observar ante todo su declarado pesimismo. Él reconoce plenamente la miseria de nuestra existencia, y el mundo es para él, al igual que para los verdaderos cristianos, un valle de lágrimas, — ”Ατης λειμών[75]. Ya él lo compara, como después Platón, con una tenebrosa caverna en la que nos hallamos encerrados. En nuestra existencia terrenal ve un estado de destierro y miseria, y el cuerpo es la cárcel del alma. Esas almas se encontraron una vez en un estado de infinita felicidad y por su propia culpa y pecado han caído en la perdición presente, en la que se hallan cada vez más inmersas por la conducta pecaminosa, al tiempo que más encerradas en el círculo de la metempsicosis; en cambio, pueden volver a alcanzar el estado anterior con la virtud y la pureza de costumbres, en la que se incluye también el abstenerse de alimentación animal, así como con el alejamiento de los placeres y deseos terrenales. — Así pues, la misma sabiduría originaria que constituye los pensamientos fundamentales del brahmanismo y el budismo, e incluso también del verdadero cristianismo (dentro del cual no hay que entender el optimista racionalismo judío-protestante), estuvo ya presente en la conciencia de aquellos primitivos griegos; con lo cual se completa el consensum gentium[76]. Es probable que Empédocles, a quien los antiguos califican siempre de pitagórico, hubiera tomado esa opinión de Pitágoras; sobre todo, porque en el fondo también la comparte Platón, que se halla igualmente bajo el influjo de Pitágoras. Empédocles se declara decididamente partidario de la doctrina de la metempsicosis, relacionada con esa visión del mundo. — Los pasajes de los antiguos, que junto con sus propios versos dan testimonio de aquella concepción del mundo de Empédocles, se encuentran compilados con gran cuidado en Sturzii Empedocles Agrigentinus, pp. 448-458. — La opinión de que el cuerpo es una cárcel, y la vida, un estado de sufrimiento y purificación del que la muerte nos redime si los libramos de la transmigración de las almas, la comparten los egipcios, los pitagóricos y Empédocles con los hindúes y los budistas. Con la excepción de la metempsicosis, está incluida también en el cristianismo. Aquella visión de los antiguos la atestiguan Diodoro de Sicilia y Cicerón, entre otros (véase Wernsdorf, De metempsychosi Veterum, p. 31 y Cic.[eronis] Fragmenta, p. 299 [somn. Scip.], 316, 319, ed. Bip[77].). Cicerón no indica en esos pasajes a qué escuela filosófica pertenecen; sin embargo, parecen ser restos de la sabiduría pitagórica.
También se puede demostrar la existencia de muchas verdades en las restantes doctrinas de esos filósofos presocráticos; de ello quisiera ofrecer algunos ejemplos.
Según la cosmogonía de Kant y Laplace, que gracias a las observaciones de Herschel ha recibido además una confirmación fáctica a posteriori que Lord Rosse con su reflector gigante se esfuerza de nuevo por debilitar, para consuelo del clero inglés, — los sistemas 41 planetarios se forman por condensación, a partir de nebulosas brillantes que cuajan lentamente y luego giran: en eso, después de milenios, vuelve a tener razón Anaximenes, quien consideró el aire y el vapor como los elementos de todas las cosas (Scbol. inArist., p. 514). Pero al mismo tiempo obtienen confirmación Empédocles y Democrito, puesto que ya ellos, al igual que Laplace, explicaron el origen y la permanencia del mundo por un torbellino, δίνη (Arist. op. ed. Berol. p. 295, et Scholia p. 351), de lo cual se burla ya Aristófanes (Nubes, V. 820) como de una impiedad; como también hoy en día se burlan de la teoría laplaciana los clérigos ingleses, que con ella, como con cualquier verdad que sale a la luz, se sienten molestos y con miedo por sus prebendas. — Incluso nuestra estequiometría química[78] remite en cierta medida a la filosofía pitagórica de los números: τα γάρ πάθη και αί εξεις των αριθμών των έν τοΐς οΰσι παθών τε και εξεων αίτια, οίον το διπλάσιον, το έπΐτριτον, και ήμιόλιον[79] (Schol. in Arist., pp. 543 y 829). — Es sabido que el sistema copernicano fue anticipado por los pitagóricos; e incluso lo supo Copérnico, que tomó sus pensamientos fundamentales directamente del conocido pasaje sobre Hicetas en las Quaestiones acad.[emicae] de Cicerón (II, 39), y sobre Filolao en De placitis philosophorum de Plutarco, 1. III, c.13 (según Mac Laurin, On Newton, p. 45). Ese antiguo y relevante conocimiento lo rechazó después Aristóteles para sustituirlo por sus patrañas; de ello hablaré después, en el § 5 (véase El mundo como voluntad y representación II, p. 342 [de la segunda edición; II, p. 390 de la tercera edición]). Mas incluso los descubrimientos de Fourier y Cordier sobre el calor de la Tierra son confirmaciones de la teoría de aquellos: έλεγον δε Πυθαγόρειον πυρ είναι δημιουργικόν περί τό μέσον καί κέντρον της γης, τό άναθαλποΰν την γην καί ζωοποιούν[80]. Schol. in Arist., p. 504. Y cuando, a resultas de aquellos descubrimientos, hoy en día se considera la corteza terrestre como un fino estrato entre dos medios (la atmósfera, y metales y metaloides fluidos y calientes) cuyo contacto ha de causar un incendio que destruya esa corteza, se confirma la opinión de que al final el mundo será consumido por el fuego, opinión en la que concuerdan todos los filósofos antiguos y que también comparten los hindúes (Lettres édifiantes édit, de 1819, vol. 7, p. 114). — Merece observarse también que, según podemos saber por Aristóteles I (Metaph. I, 5, p. 986), los pitagóricos habían concebido con el nombre de los δέκα άρχαι[81] justamente el Yin y Yang de los chinos.
Que la metafísica de la música, según la he expuesto en mi obra principal (vol. I, § 52 y vol. II, cap. 39), puede ser considerada como una interpretación de la filosofía pitagórica de los números lo he señalado ya allí brevemente; quisiera explicarlo aquí en más detalle, a cuyo efecto supongo presentes al lector los pasajes citados. — Conforme a ello, la melodía expresa todos los movimientos de la voluntad tal y como se presentan en la autoconciencia humana, es decir, todos los afectos, sentimientos, etc.; la armonía, en cambio, indica la escala de la objetivación de la voluntad en el resto de la naturaleza. En este sentido, la música es una segunda realidad que marcha totalmente paralela a la primera, si bien por lo demás es de clase e índole totalmente distinta; así que posee una perfecta analogía pero ninguna semejanza con ella. Mas la música en cuanto tal no existe más que en nuestro nervio auditivo y nuestro cerebro: fuera, o en sí (entendido en el sentido lockeano), existe únicamente como puras relaciones numéricas: primero, según su cantidad, respecto del compás; y luego, según su cualidad, respecto de los grados de la escala, que se basan en las relaciones aritméticas de las vibraciones; o, en otras palabras: como en su elemento rítmico, así también en el armónico. Así pues, toda la esencia del mundo como microcosmos y como macrocosmos puede expresarse mediante simples relaciones numéricas y en cierta medida reducirse a ellas: luego Pitágoras tenía razón en ese sentido, al poner la verdadera esencia de las cosas en los números. — ¿Pero qué son los números? — Relaciones de sucesión, cuya posibilidad se basa en el tiempo.
Si leemos lo que se dice sobre la filosofía de los números de los pitagóricos en los escolios a Aristóteles (p. 829 ed. Berol.), podemos llegar a suponer que el uso tan extraño y misterioso, rayano en lo absurdo, que se hace de la palabra λόγος al comienzo del evangelio atribuido a Juan, como también los anteriores usos análogos de la misma en Filón, provienen de la filosofía pitagórica de los números, en concreto, del significado de la palabra λόγος en el sentido aritmético, en cuanto relación numérica, ratio numérica; porque, según los pitagóricos, dicha relación constituye la esencia más íntima e indestructible de todo ser, es decir, su primer y originario principio; según ello, valdría de todas las cosas έν άρχη ήν ó λόγος[82]. Téngase en cuenta que Aristóteles (De anima I, 1) dice: τα πάθη λόγον ενυλοι είσν, et mox: ό μεν γάρ λόγος είδος του πράγματος[83]. Esto nos recordará también el λόγος σπερματικός[84] de los estoicos, sobre el que enseguida volveré.
Según la biografía de Pitdgoras escrita por Jámblico, aquel recibió su formación principalmente en Egipto, donde vivió desde los 22 hasta los 56 años; y fue formado en particular por los sacerdotes de allá. Habiendo retornado a los 56 años, tenía el propósito de fundar una especie de estado sacerdotal, una imitación de las jerarquías de los templos egipcios, si bien con las modificaciones precisas entre los griegos: algo que no consiguió en su tierra natal de Samos, pero sí en cierta medida en Crotón. Puesto que la cultura y religión egipcias procedían sin duda de la India, como lo demuestra el carácter sagrado de la vaca (Heródjoto, Historiae] II, 41) junto a un ciento de otras cosas, a partir de ahí se explica el precepto de Pitágoras de abstenerse de alimentación animal, en concreto, la prohibición de sacrificar vacas (Jambl. vit. Pyth., c. 28, § 150), así como el mandato de tratar bien a todos los animales; lo mismo ocurre con su doctrina de la metempsicosis, sus vestiduras blancas, su eterno secretismo, que dio ocasión a los aforismos simbólicos y se extendió incluso a teoremas matemáticos; la fundación de una especie de casta sacerdotal con férrea disciplina y un gran ceremonial, la adoración del Sol (c. 35, 256) y muchas otras cosas. También sus conceptos astronómicos más importantes los había tomado de los egipcios. De ahí que la prioridad de la teoría de la oblicuidad de la eclíptica le fuera disputada por Oenópides, que había estado con él en Egipto (véase al respecto la conclusión del capítulo 24 del primer libro de las Eclogae de Stobeo, con la nota de Heeren tomada de Diodoro). Pero en general, si pasamos revista a los conceptos elementales de la astronomía de todos los filósofos griegos recopilados por Stobeo (en especial en el libro I, c. 25ss.), encontramos que en todos los casos habían ofrecido absurdos, con la excepción de los pitagóricos, que por lo regular tienen toda la razón. Es indudable que ello no se debe a sus propios medios sino a los egipcios.
La conocida prohibición de las habas establecida por Pitágoras es de origen netamente egipcio y constituye una simple superstición tomada de allí, ya que Heródoto (II, 37) informa de que en Egipto el haba era considerada impura y aborrecida, de modo que los sacerdotes no soportaban ni siquiera mirarla.
Por lo demás, que la doctrina de Pitágoras fue un claro panteísmo lo atestigua, de forma tan convincente como breve, una sentencia de los pitagóricos que Clemente de Alejandría nos ha conservado en la Cohortatio ad gentes y cuyo dialecto dórico señala su autenticidad; dice así: Ούκ άποκρυπτέον ουδέ τους άμφι τον Πυθαγόραν, οί φασιν Ό μέν θεός είς χ’ ούτος δε ούχ, ώς τινες ΰπονοοΰσιν, εκτός τάς διακοσμήσιος, άλλ’ έν αυτά, όλος έν όλω τω κΰκλω, επίσκοπος πάσας γενέσιος, κράσις των όλων άεί ών, και έργάτας των αύτοΰ όυνάμιων και έ’ργων απάντων έν ούρανφ φωστηρ, και πάντων πατήρ, νους και ψΰχωσις τω όλω κΰκλω, πάντων κένασις[85] (véase Clem. Alex. Opera, tom. I, p. 118, en Sanctorum Patrum oper. polem., vol. IV (Wirceburgi, 1778). Es bueno convencerse a cada ocasión de que el verdadero teísmo y el judaismo son conceptos intercambiables.
Según Apuleyo, Pitágoras habría llegado incluso hasta la India y habría sido instruido por los brahmanes (véase Apulej. Florida, p. 130 ed. Bip.). Creo, por tanto, que la tan apreciada sabiduría y conocimiento de Pitágoras no consistió tanto en lo que pensó como en lo que aprendió; así que fue menos propia que ajena. Eso confirma una sentencia de Heráclito sobre él (Diog. Laert. lib. VIII, c. 1, § 5). En otro caso, los habría puesto también por escrito para evitar que se perdieran sus pensamientos: sin embargo, lo aprendido de otros quedaba asegurado en sus fuentes.
La sabiduría de Sócrates es un artículo de fe filosófico. Es evidente que el Sócrates platónico es una persona ideal, es decir, poética, que expresa los pensamientos platónicos; en el de Jenofonte, en cambio, no se puede encontrar precisamente mucha sabiduría. Según Luciano (Philopseudes, 24), Sócrates tenía una gruesa barriga, lo cual no corresponde a los distintivos del genio. — Sin embargo, igual de dudosas son las altas capacidades intelectuales de todos aquellos que no han escrito, luego también de Pitágoras. Pero un gran espíritu ha de conocer poco a poco su vocación y su puesto en la humanidad y llegar, por lo tanto, a la conciencia de que no pertenece al rebaño sino a los pastores, quiero decir, a los educadores del género humano: conforme a ello, se le hará clara la obligación de no limitar su influencia inmediata y segura a los pocos que el azar le ha puesto cerca, sino extenderla a la humanidad a fin de que en ella pueda esta alcanzar sus propias excepciones: los hombres superiores, es decir, infrecuentes. Mas el único órgano con el que se habla a la humanidad es la escritura: verbalmente no se habla más que a un número de individuos; de ahí que lo que así se dice siga siendo un asunto privado en relación con el género humano. Porque la mayoría de esos individuos son para la buena semilla un mal terreno en el que, o bien no germina, o bien se echa a perder rápidamente en sus frutos: así que la semilla misma ha de ser conservada. Mas eso no se consigue con la tradición, que es falseada a cada paso, sino solamente con el escrito, el único que conserva fielmente los pensamientos. Además, todo espíritu que piensa en profundidad siente necesariamente el impulso, para su propia satisfacción, de conservar sus pensamientos y llevarlos a la máxima claridad y definición posibles; por lo tanto, a materializarlos en palabras. Pero eso se logra plenamente ante todo con el escrito: pues la exposición escrita es esencialmente distinta de la oral, ya que solo aquella admite la máxima precisión, concisión y lacónica brevedad, de modo que se convierte en el puro molde del pensamiento. Conforme a todo esto, sería una asombrosa arrogancia en un pensador la pretensión de dejar escapar el más importante descubrimiento del género humano. Así pues, me resulta difícil creer en la grandeza de espíritu de quienes no han escrito: antes bien, me inclino a considerarlos héroes principalmente prácticos, que tuvieron más efecto por su carácter que por su inteligencia. Los sublimes autores de la Upanisbad de los Vedas escribieron: pero es muy posible que la Savnhita de los Vedas, consistente en meras plegarias, al principio se hubiera propagado de forma simplemente oral.
Entre Sócrates y Kant pueden mostrarse muchas similitudes. Ambos rechazan todo dogmatismo: ambos confiesan una total ignorancia en cuestiones de metafísica y ponen su carácter distintivo en la clara conciencia de esa ignorancia. Ambos afirman que, por el contrario, lo práctico, lo que el hombre ha de hacer y omitir, es totalmente cierto por sí mismo, sin una ulterior fundamentación teórica. El destino de ambos fue que sus inmediatos seguidores y sus discípulos declarados se desviaran de ellos justo en aquellos fundamentos y, cultivando la metafísica, erigieran sistemas plenamente dogmáticos; y que, además, esos sistemas, aun resultando sumamente distintos, coincidieran todos en afirmar que partían de la teoría de Sócrates y Kant, respectivamente. — Dado que yo mismo soy kantiano, quisiera caracterizar aquí brevemente mi relación con él. Kant afirma que nada podemos saber más allá de la experiencia y su posibilidad: yo convengo en ello, pero añado que la experiencia misma en su conjunto es susceptible de una interpretación; y he intentando ofrecerla descifrando aquella como un escrito y no, como hicieron todos los filósofos anteriores, tratando de sobrepasarla por medio de sus simples formas, cosa que precisamente Kant había demostrado que era inadmisible. —
La ventaja del método socrático, tal y como lo conocemos por Platón, consiste en que al interlocutor u oponente se le hace admitir una por una las razones de los principios que se pretenden demostrar, antes de que se haya percatado de las consecuencias de las mismas; porque, en cambio, a partir de una exposición didáctica en un discurso ininterrumpido tendría ocasión de conocer enseguida las consecuencias y las razones en cuanto tales, y combatiría estas si aquellas no le agradaran. — Entretanto, una de las cosas con las que Platón nos quiere embaucar es con que mediante la aplicación de aquel método los sofistas y otros chiflados habrían permitido con toda calma que Sócrates evidenciara que lo eran. Eso no es pensable sino que, acaso en la última cuarta parte del camino o en cuanto notaban a dónde les conducía, bien con divagaciones o negando lo dicho anteriormente o con malentendidos intencionados, así como con las demás tretas y enredos de los que se sirve instintivamente la improbidad sofista, habrían estropeado a Sócrates su juego artísticamente planteado y desgarrado su red; o bien se habrían puesto tan groseros y ofensivos que él habría encontrado oportuno poner a seguro su piel a tiempo. ¿Pues cómo no habría de ser conocido también a los sofistas el medio por el que todo puede igualarse a todo y hasta la mayor desigualdad intelectual puede nivelarse momentáneamente? Eso es la ofensa. Por eso la naturaleza inferior siente una incitación incluso instintiva a ella tan pronto como comienza a percibir la superioridad intelectual. —
Ya en Platón encontramos el origen de una cierta dianología falsa que se establece con un oculto propósito metafísico, a saber, con el fin de asentar una psicología racional y una doctrina de la inmortalidad dependiente de ella. Esta ha demostrado después ser una doctrina engañosa de vida persistente, ya que mantuvo su existencia por toda la filosofía antigua, medieval y moderna, hasta que Kant, el demoledor de todo, le dio el golpe de gracia. La teoría a la que aquí me refiero es el racionalismo de la teoría del conocimiento, con finalidad metafísica. En síntesis se puede resumir así: el cognoscente en nosotros es una sustancia inmaterial radicalmente diferente del cuerpo, llamada alma; el cuerpo, en cambio, es un obstáculo para el conocimiento. De ahí que todo conocimiento mediado por los sentidos sea engañoso: el único verdadero, correcto y seguro es, por el contrario, el que está libre y alejado de toda sensibilidad (es decir, de toda intuición): el pensamiento puro, esto es, operar exclusivamente con conceptos abstractos. Pues este lo ejecuta el alma con sus propios medios: por consiguiente, se efectuará de la mejor manera después de que se haya separado del cuerpo, es decir, cuando estemos muertos. — Así pues, de esta manera le hace el juego la dianología a la psicología racional de cara a una doctrina de la inmortalidad. Esa teoría, tal y como la he resumido aquí, se encuentra detallada y clara en el Fedón, capítulo 10. De forma algo distinta se halla concebida en el Timeo, a partir del cual se refiere a ella Sexto Empírico con gran precisión y claridad, en las siguientes palabras: Παλανά τις παρά τοΐς φυσικοΤς κυλιέται δόξα περί του τα όμοια των όμοιων είναι γνωριστικά. Μοχ: Πλάτων δέ, έν τώ Τιμαιω, πρός παράστασιν του άσώματον είναι την ψυχήν, τφ αυτφ γενει της αποδειςεως κεχρηται. Εí γάρ ή μεν όρασις, φησί, φωτός άντιλαμβανομένη, ευθύς εστι φωτοειοης, η οε ακοή αέρα πεπληγμενον κρινουσα, οπερ έστί τήν φωνήν, ευθύς άεροειδής θεωρείται, ή δέ όσφρησις ατμούς γνωριζουσα πάντως έστι άτμοειδης. και ή γεύσις, χυλους, χυλοειδης κατ αναγκην και η ψυχή τας ασωματους ιδέας λαμβάνουσα, καθάπερ τάς έν τοΐς αριθμούς και τάς έν τοΐς πέρασι των σωμάτων (es decir, la matemática pura) γίνεται τις άσώματος[86] {adv. Math. VII, 116 et 119) (vetus quaedam, a physicis usque probata, versatur opinio, quod similia similibus cognoscantur. Mox: Plato, in Timaeo, ad probandum, animam esse incorpoream, usus est eodem genere demonstrationis: «nam si visio,» inquit, «apprehendens lucem statim est luminosa, auditus autem aerem percussum judicans, nempe vocem, protinus cernitur ad aëris accedens speciem, odoratus autem cognoscens vapores, est omnino vaporis aliquam habens formam, et gustus, qui humores, humoris habens speciem; necessario et anima, ideas suscipiens incorporeas, ut quae sunt in numeris et in finibus corporum, est incorporea»).
Hasta Aristóteles da validez, al menos hipotéticamente, a esa argumentación, ya que en el primer libro del De anima (c. 1) dice que la existencia separada del alma se podría decidir en la medida en que a esta le correspondiera una manifestación en la que no tuviera parte el cuerpo: tal parecería ser ante todo el pensamiento. Mas si ni siquiera este es posible sin intuición y fantasía, entonces tampoco podría darse sin el cuerpo, (εί δ’ έστι καί τό νοεΐν φαντασία τις, ή μή ανευ φαντασίας, ουκ ενοεχοιτ αν ουοε τούτο άνευ σώματος είναι[87].) Justamente a aquella condición antes puesta, es decir, a la premisa de la argumentación, no le da validez Aristóteles por cuanto él enseña lo que después se ha formulado en la proposición nihil est in intellectu, quod non prius fuerit in sensibus[88]: véase al respecto De anima III, 8. Ya él entendió que todo lo pensado de forma pura y abstracta ha recibido primero toda su materia y contenido de lo intuido. Eso también inquietó a los escolásticos. Por eso en la Edad Media se intentó demostrar que había conocimiento puro de la razón, es decir, pensamientos que no hacían referencia a ninguna imagen, un pensar que tomaba toda la materia de sí mismo. Los esfuerzos y controversias sobre este punto se encuentran recopilados en Pomponatio, De immortalitate animi, ya que este toma justamente de ahí su argumento principal. — A satisfacer la mencionada exigencia debían servir los universalia y los conocimientos a priori concebidos como aeternae veritates. El desarrollo que luego tomó el asunto a través de Descartes y su escuela lo he expuesto ya en la detallada nota añadida al § 6 de mi escrito de concurso Sobre el fundamento de la moral, donde he citado las propias palabras del cartesiano De la Forge, merecedoras de ser leídas. Pues, por lo general, justamente las falsas doctrinas de cada filósofo se encuentran expresadas con su máxima claridad por sus discípulos; porque estos no se han molestado, como el maestro mismo, en mantener en la máxima oscuridad posible aquellas páginas de su sistema que podrían delatar las debilidades del mismo, ya que ellos no tenían ninguna sospecha al respecto. Pero Spinoza enfrentó ya a todo el dualismo cartesiano su teoría substantia cogitans et substantia extensa una eademque est substantia, quae jam sub hoc, jam sub illo attributo comprehenditur[89]; y con ello mostró su gran superioridad. Leibniz, en cambio, se mantuvo obediente en la vía de Descartes y de la ortodoxia. Mas justamente eso suscitó después el intento tan provechoso para la filosofía del eximio Locke, que por fin penetró en la investigación del origen de los conceptos e hizo del principio no innate ideas (no hay ideas innatas) el fundamento de su filosofía, después de haberlo demostrado detenidamente. Su filosofía fue adaptada por Condillac a los franceses, los cuales, aunque por la misma razón, fueron demasiado lejos en el tema al establecer el principio penser est sentir[90] e instar a él. Tomado a secas, ese principio es falso: sin embargo, lo verdadero en él se encuentra en que todo pensar, por una parte, supone el sentir en cuanto ingrediente de la intuición que le suministra su materia; y, por otra, él mismo, al igual que el sentir, está condicionado por órganos corporales; en efecto, así como este se halla condicionado por los nervios sensoriales, aquel lo está por el cerebro, y ambos son una actividad nerviosa. Mas la escuela francesa no mantuvo tan firmemente aquel principio por sí mismo sino con un propósito metafísico y, por cierto, materialista; del mismo modo que los oponentes platónico-cartesiano-leibnizianos también habían defendido la falsa tesis de que el único conocimiento correcto de las cosas consiste en el pensamiento puro, con un propósito meramente metafísico: para demostrar a partir de ella la inmaterialidad del alma. — Solo Kant conduce a la verdad desde esos dos caminos errados y desde una disputa en la que ninguna de ambas partes procede realmente con honradez; porque aparentan hacer dianología pero están orientados a la metafísica, y por eso falsean la dianología. Así pues, Kant dice: existe, en efecto, un conocimiento puro de la razón, es decir, conocimientos a priori que preceden a toda experiencia y, por consiguiente, también un pensamiento que no debe su materia a ningún conocimiento mediado por los sentidos: pero precisamente ese conocimiento a priori, aunque no extraído de la experiencia, únicamente tiene valor y validez a efectos de la experiencia: pues no es más que el descubrimiento de nuestro propio aparato cognoscitivo y su disposición (función cerebral) o, como lo expresa Kant, la forma de la conciencia cognoscente misma, que recibe su materia ante todo del conocimiento empírico añadido a través de la afección sensorial y que sin este resulta vacía e inútil. Por esa razón se llama su filosofía la crítica de la razón pura. De ese modo sucumbe toda aquella psicología metafísica y, con ella, toda la actividad pura del alma en Platón. Pues vemos que, sin la intuición mediada por el cuerpo, el conocimiento carece de materia; y que, por lo tanto, el cognoscente en cuanto tal, sin la suposición del cuerpo, no es más que una forma vacía; por no hablar de que todo pensamiento es una función fisiológica del cerebro, como la digestión lo es del estómago.
Si, según eso, la indicación platónica de separar y mantener el conocimiento depurado de toda relación con el cuerpo, los sentidos y la intuición resulta ser inadecuada, invertida y hasta imposible, podemos, sin embargo, considerar análoga a ella, pero rectificada, mi teoría de que solo el conocimiento que se mantiene puro de toda relación con la voluntad y es, sin embargo, intuitivo alcanza la máxima objetividad y, por lo tanto, perfección; — sobre esto remito al libro tercero de mi obra principal.
Como carácter fundamental de Aristóteles se podría señalar una enorme sagacidad unida a la circunspección, dotes de observación, carácter polifacético y falta de profundidad. Su visión del mundo es plana, aunque sagazmente trabajada. La profundidad encuentra su materia en nosotros mismos; la sagacidad ha de recibirla de fuera para tener datos. Pero en aquel tiempo los datos empíricos eran, por una parte, pobres y, por otra, hasta falsos. De ahí que hoy en día el estudio de Aristóteles no sea muy gratificante, mientras que el de Platón lo sigue siendo en sumo grado. Como es natural, la censurada falta de profundidad de Aristóteles se hace más patente en la metafísica, en la que no basta la sagacidad como en otros casos; por eso es en esta donde resulta menos satisfactorio. Su metafísica es, en su mayor parte, un hablar aquí y allá sobre los filosofemas de sus predecesores, a los que critica y rebate desde su propio punto de vista, la mayoría de las veces en virtud de sentencias aisladas de aquellos, sin penetrar verdaderamente en su sentido, sino más bien como el que rompe la ventana desde fuera. Él establece pocos dogmas propios o ninguno, al menos no en forma coherente. El hecho de que una gran parte de nuestro conocimiento de los filósofos antiguos se deba a su polémica es un mérito accidental. A Platón se opone principalmente justo en los temas en los que este se encuentra en su terreno. Sus «ideas» le vienen una y otra vez a la boca como algo que no puede digerir: está decidido a no darles validez. — La sagacidad basta en las ciencias empíricas, por lo cual Aristóteles tiene una orientación predominantemente 52 empírica. Pero debido a que desde aquel tiempo la experiencia ha avanzado tanto que es a su estado de entonces lo que la edad adulta a la infancia, hoy en día las ciencias de la experiencia no pueden prosperar mucho con su estudio directamente; sí, en cambio, indirectamente, con el método y el elemento verdaderamente científico que le caracteriza y que él engendró. Sin embargo, en zoología él es todavía hoy directamente provechoso, al menos en el detalle. Mas en general su orientación empírica le inclina a ser prolijo, por lo que se desvía con tanta facilidad y frecuencia de la línea de pensamiento que había adoptado, que es casi incapaz de seguir cualquier curso de pensamiento de forma prolongada y hasta el final: pero justamente en esto consiste el pensamiento profundo. Él, en cambio, echa una ojeada a los problemas, se limita a mencionarlos y, sin resolverlos o ni siquiera discutirlos a fondo, pasa enseguida a otro tema. Por eso su lector piensa tan a menudo: «ahora llega»; pero no llega: y por eso parece que, cuando ha planteado un problema y lo persigue durante un breve intervalo, con frecuencia tiene la verdad en la punta de la lengua; pero de repente se encuentra en otro asunto y nos deja anclados en la duda. Pues no es capaz de mantenerse fijo en nada sino que salta desde lo que le ocupa a alguna otra cosa que se le acaba de ocurrir, igual que un niño deja caer un juguete para coger otro que acaba de ver: este es el lado débil de su espíritu: la viveza de la superficialidad. Así se explica que, pese a que Aristóteles fue una inteligencia altamente sistemática, ya que de él surge la distinción y clasificación de las ciencias, su exposición carezca constantemente de ordenación sistemática y se eche de menos el avance metódico y hasta la separación de lo diferente y la agrupación de lo semejante. Él trata las cosas tal y como se le ocurren, sin haber reflexionado antes sobre ellas ni haberse trazado un esquema claro: piensa con la pluma en la mano, lo cual supone ciertamente un gran alivio para el escritor pero una gran fatiga para el lector. De ahí la falta de plan y la insuficiencia de su exposición; por eso vuelve cien veces a hablar de lo mismo, porque en el medio le habían surgido cuestiones ajenas; por eso no puede permanecer en un asunto sino que divaga; por eso toma el pelo al lector que espera impaciente la solución del problema sugerido; por eso, tras haber dedicado varias páginas a un tema, comienza de repente a investigarlo desde el principio con: λάβωμεν ούν άλλην αρχήν τής σκέψεως[91], y así seis veces en un escrito; por eso casa con tantos exordios de sus libros y capítulos el quid feret hic tanto dignum promissor hiatu[92]; por eso, en una palabra, es con tanta frecuencia confuso e insatisfactorio. Excepcionalmente ha procedido, sin embargo, de otra manera; así, por ejemplo, los tres libros de la Retórica son un modelo de método científico e incluso muestran una simetría arquitectónica que bien puede haber sido el prototipo de la kantiana.
La antítesis radical de Aristóteles, tanto en la forma de pensar como en la exposición, es Platón. Este se aferra a su pensamiento principal como con mano de hierro, sigue su hilo conductor, por muy fino que este sea, en todas sus ramificaciones y a través de los laberintos de los más largos diálogos, y lo vuelve a encontrar después de todos los episodios. Se ve ahí que ha pensado el tema a fondo y en su totalidad antes de ponerse a escribir, y que había esbozado una artística ordenación de su exposición. Por ello cada diálogo es una obra de arte planificada, todas sus partes mantienen una conexión bien calculada que con frecuencia se encubre intencionadamente durante un instante, y sus numerosos episodios reconducen por sí mismos, y muchas veces de forma inesperada, a los pensamientos fundamentales clarificados con ellos. Platón sabía siempre, en el sentido más pleno de la palabra, lo que quería y se proponía, si bien la mayoría de las veces no lleva los problemas a una solución definitiva, sino que se conforma con discutirlos a fondo. Por ello no nos debe sorprender tanto que, según señalan algunas noticias, sobre todo en Eliano (Var.[riae] hist.[oriae] III, 19; IV, 9, etc.), entre Platon y Aristóteles se haya manifestado una importante desarmonía personal, y que también Platón pueda en ocasiones haber hablado despectivamente de Aristóteles, cuyos merodeos, divagaciones y saltos, ligados justamente a su polimatía, le resultan a Platón del todo antipáticos. El poema de Schiller «Amplitud y profundidad» puede también aplicarse al contraste entre Aristóteles y Platón.
Pese a lo empírico de su orientación intelectual, Aristóteles no fue un empirista consecuente y metódico; por eso tuvo que ser derribado y desbancado por el verdadero padre del empirismo: Bacon de Yerulam. El que quiera comprender verdaderamente en qué sentido y por qué este es el adversario y vencedor de Aristóteles y su método, que lea los libros de Aristóteles De generatione et corruptione. Ahí encontrará un razonar a priori sobre la naturaleza, que pretende comprender y explicar sus procesos a partir de meros conceptos: un ejemplo especialmente llamativo lo ofrece el libro II, capítulo 4, donde se construye una química a priori. Contra eso se presentó Bacon con la recomendación de no hacer de lo abstracto sino de lo intuitivo, de la experiencia, la fuente del conocimiento de la naturaleza. El brillante resultado de tal consejo es el alto nivel actual de las ciencias naturales, desde las cuales miramos con una sonrisa compasiva esos tormentos aristotélicos. En el mencionado respecto, es muy notable que los libros citados de Aristóteles dejen ver con toda claridad incluso el origen de la escolástica, y hasta se pueda encontrar ya en ellos el sutil y palabrero método de esta. — Con este último fin, son también útiles y merecedores de ser leídos los libros De coelo. Ya los primeros capítulos son un buen ejemplo del método de pretender conocer y determinar la esencia de la naturaleza desde meros conceptos, y el fracaso se hace aquí patente. En el capítulo 8 se nos demuestra a partir de simples conceptos y locis communibus[93] que no existen varios mundos, y en el capítulo 12 se especula con el mismo procedimiento acerca del curso de las estrellas. Es un consecuente sutilizar a partir de falsos conceptos, una dialéctica de la naturaleza totalmente peculiar que, a partir de ciertos principios universales que deben expresar lo racional y pertinente, intenta decidir a priori cómo ha de ser y comportarse la naturaleza. Cuando vemos una inteligencia tan grande y estupenda como lo es en todo la de Aristóteles envuelta tan a fondo en errores de esa clase, errores que han afirmado su validez hasta hace un par de siglos, se nos hace claro ante todo cuánto debe la humanidad a Copérnico, Kepler, Galileo, Bacon, Robert Hooke y Newton. En los capítulos 7 y 8 del segundo libro, Aristóteles nos expone su absurda organización del cielo: las estrellas están fijas en la esfera vacía que gira sobre sí misma; el Sol y los planetas, en otras semejantes más cercanas; su rozamaiento al girar origina luz y calor; la Tierra está claramente inmóvil. Todo esto podría tener un pase si antes no hubiera existido algo mejor: mas cuando él mismo, en el capítulo 13, nos presenta las opiniones plenamente acertadas de los pitagóricos acerca de la forma, situación y movimiento de la Tierra con el fin de refutarlas, se tiene que suscitar nuestra indignación. Y esta aumenta cuando, a raíz de su frecuente polémica con Empédocles, Heráclito y Demócrito, vemos cómo estos han tenido unas concepciones de la naturaleza mucho más acertadas y han observado mejor la experiencia que el insulso charlatán que tenemos ante nosotros. Empédocles había enseñado incluso la existencia de una fuerza tangente nacida del torbellino y que contrarresta la fuerza de gravedad (II, 1 y 13, y Escolios, p. 491). Lejos de apreciar convenientemente tales cosas, Aristóteles ni siquiera da por válidas las correctas opiniones de los más antiguos sobre el verdadero significado de lo superior y lo inferior, sino que también aquí se adhiere a la opinión del vulgo, nacida de apariencias superficiales (IV, 2). Pero se ha de tener en cuenta que esas opiniones suyas encontraron reconocimiento y difusión, desplazaron todo lo anterior y mejor, y así se convirtieron en adelante en el fundamento de Hiparco y después del sistema de Ptolomeo, con el cual ha tenido que cargar la humanidad hasta comienzos del siglo XVI, por supuesto, para gran beneficio de las doctrinas religiosas judeo-cristianas, que en el fondo son incompatibles con el sistema copernicano del mundo; ¿pues cómo habría de existir un dios en el cielo cuando no existe cielo alguno? El teísmo tomado en serio supone necesariamente que el mundo se divide en cielo y tierra: por esta andan los hombres; en aquel tiene su asiento Dios, que la gobierna. Si la astronomía elimina el cielo, ha eliminado también a Dios: ha extendido tanto el mundo, que ya no queda lugar para Dios. Pero un ser personal, como lo es ineludiblemente cualquier dios, que no tuviera ningún lugar sino que estuviera en todas partes y en ninguna, se puede simplemente decir pero no imaginar ni, por lo tanto, creer. Por consiguiente, en la medida en que se popularice la astronomía física ha de desaparecer el teísmo, por muy firmemente que haya sido inculcado a los hombres mediante 5é incesantes y solemnes dictados; así lo supo enseguida la Iglesia católica, y por ello persiguió el sistema copernicano; de ahí que sea una necedad asombrarse tanto de eso y clamar ante la calamidad de Galileo: pues omnis natura vult esse conservatrix sui[94]. ¿Quién sabe si algún oculto conocimiento o al menos un barrunto de esa buena avenencia de Aristóteles con la doctrina de la Iglesia y del peligro eliminado con él ha contribuido a su desproporcionada veneración en la Edad Media[95]?. ¿Quién sabe si algunos, alentados por los informes de aquel sobre los sistemas astronómicos antiguos, no habrán comprendido ya mucho antes que Copérnico las verdades que este se atrevió a proclamar tras muchos años de vacilaciones y cuando estaba a punto de dejar este mundo?
Un concepto bello y profundo entre los estoicos es el del λόγος σπερματικός[96], si bien serían de desear unas noticias sobre él más detalladas que las que nos han llegado (Diog. Laert. VII, 136. — Plut, de plac. phil. I, 7. — Stob. ecl. I, p. 372)[97]. Sin embargo, está claro que con él se piensa lo que en los sucesivos individuos de una especie sostiene y conserva la forma idéntica de los mismos al pasar de unos a otros; por así decirlo, el concepto de la especie corporeizado en el semen. Conforme a ello, el λόγος σπερματικός es lo indestructible en el individuo, aquello en virtud de lo cual él es idéntico a la especie, la representa y la conserva. Es lo que hace que la muerte, que aniquila al individuo, no ataque la especie, gracias a la cual el individuo siempre vuelve a existir a pesar de la muerte. Por eso podríamos traducir λόγος σπερματικός así: la fórmula mágica que en todo tiempo hace a esa forma venir al fenómeno. — Muy afín a él es el concepto de la forma substantialis en los escolásticos, por medio del cual se piensa el principio interno del complejo de todas las propiedades de cada ser natural; su opuesto es la materia prima, la pura materia sin forma ni cualidad. El alma del hombre es precisamente su forma substantialis. Lo que diferencia ambos conceptos es que el λόγος σπερματικός conviene únicamente a un ser que vive y se reproduce, y la forma substantialis, también al ser inorgánico; como también que esta tiene en cuenta ante todo el individuo y aquel, directamente la especie: sin embargo, ambos son claramente afines a las ideas platónicas. Explicaciones de la forma substantialis se encuentran en Escoto Erígena, De div.[isione] nat.[urae] lib. III, p. 139 de la edición de Oxford; en Giordano Bruno, Della causa [, principio ed uno], diálogo 3, pp. 252 ss., y detalladamente en las Disputationes metaphysicae de Suárez (disp. 15, sect. 1), ese auténtico compendio de toda la sabiduría escolástica; ahí es donde se ha de buscar su conocimiento, y no en el prolijo chismorreo de los triviales profesores alemanes de filosofía, esa quintaesencia de toda insipidez y aburrimiento. —
Una fuente principal de nuestro conocimiento de la ética estoica es la detallada exposición de la misma conservada por Stobeo (Ecl. eth. 1. II, c. 7), en la que la mayoría de las veces nos preciamos de tener extractos literales de Zenón y Crisipo: si es así, entonces no es apropiada para ofrecernos una alta opinión del espíritu de esos filósofos: antes bien, es una exposición de la moral estoica pedante, doctrinaria, prolija, increíblemente sosa, chata y trivial; carece de fuerza y vida, así como de pensamientos valiosos, acertados y sutiles. Todo en ella está deducido de meros conceptos, nada está sacado de la realidad y la experiencia. Según ella, la humanidad se divide en σπουδαίοι y φαυλοί, en virtuosos y viciosos; a aquellos se les adjudica todo bien y a estos, todo mal, con lo que todo resulta negro y blanco, como una garita prusiana. De ahí que esos vulgares ejercicios escolares no tengan comparación con los escritos de Séneca, tan enérgicos, ingeniosos y meditados. —
Las Disertaciones de Arriano sobre la filosofía de Epicteto, redactadas unos cuatrocientos años después del nacimiento de la Estoa, tampoco nos ofrecen una explicación fundada sobre el verdadero espíritu y los auténticos principios de la moral estoica: antes bien, ese libro es insatisfactorio tanto en su forma como en su contenido. En primer lugar, en lo concerniente a la forma, en él se echa de menos cualquier indicio de método, de tratamiento sistemático y hasta de simple progresión ordenada. En los capítulos, enlazados entre sí sin orden ni concierto, se repite incesantemente que hay que considerar en nada todo lo que no sea manifestación de nuestra propia voluntad y que, por lo tanto, todas las demás cosas que conmueven al hombre han de verse como carentes de interés: esa es la αταραξία[98] estoica. En efecto, lo que no es έφ’ ήμΐν tampoco sería πρός ημάς[99]. Esta colosal paradoja tampoco es deducida de principio alguno sino que se nos impone la más asombrosa concepción del mundo sin ofrecer una sola razón de ella. En lugar de eso encontramos interminables declamaciones en expresiones y versiones que se repiten sin cesar. Pues las consecuencias de aquellas asombrosas máximas se exponen en su mayor detalle y vivacidad, y así se describe de diversas formas cómo al estoico no le importaba nada en el mundo. Entretanto, se tacha cualquier otra concepción de esclava y loca. Mas en vano esperamos que se indique alguna razón clara y concluyente para aceptar aquel extraño modo de pensar; porque ella tendría más eficacia que todas las declamaciones e improperios de todo ese grueso libro. Pero este, con sus hiperbólicas descripciones de la impasibilidad estoica, sus incesantes elogios de los santos patrones Cleantes, Crisipo, Zenón, Crates, Diógenes y Sócrates, y sus invectivas contra todo el que piense de otra manera, constituye una verdadera prédica de capuchino. Adecuadas a ella son la falta de planificación y la marcha a saltos de toda la exposición. Lo que indica el título de un capítulo es simplemente el tema de su inicio: a la primera ocasión se da un salto y, de acuerdo con el nexus idearum, se comienza a divagar. Hasta aquí con respecto a la forma.
Por lo que se refiere al contenido, aparte de que carece totalmente de fundamento, no es en modo alguno auténtica y puramente estoico sino que tiene una fuerte mezcla extraña que sabe a fuente cristiano-judía. La prueba más irrefutable es aquí el teísmo, que se puede encontrar en todas las páginas y constituye también el soporte de la moral: el cínico y el estoico actúan aquí por mandato de Dios, cuya voluntad es su norma, están consagrados a El, esperan en El, etc. La Estoa auténtica y originaria es ajena a tales cosas: porque Dios y el mundo son una misma cosa y no se conoce un hombre que piense, quiera, obedezca y se preocupe de un Dios. Sin embargo, no solo en Arriano, sino en la mayoría de los autores filosóficos paganos de los primeros siglos cristianos, vemos ya traslucirse el teísmo judío, que pronto habrá de convertirse en creencia popular en la forma de cristianismo, igual que hoy en día en los escritos de los estudiosos se trasluce el panteísmo oriundo de la India, destinado también a convertirse después en creencia popular. Ex oriente lux[100].
Por las razones indicadas, la moral que aquí se expone no es puramente estoica; incluso algunos de sus preceptos son incompatibles entre sí, por lo que no se pueden plantear principios fundamentales comunes a ellos. Del mismo modo, el cinismo está también totalmente falseado por la doctrina de que el cínico debe serlo principalmente por causa de los demás, en concreto, para actuar sobre ellos con su ejemplo, a modo de un enviado de Dios, y para guiarles entrometiéndose en sus asuntos. Por eso se dice: «En un Estado de sabios no sería necesario ningún cínico»; como también que él ha de ser sano, fuerte y aseado, a fin de no repugnar a la gente. ¡Mas qué lejos se halla esto de la autocomplacencia de los auténticos cínicos antiguos! Diogenes y Crates fueron, en efecto, amigos y consejeros de muchas familias: pero eso era secundario y accidental, y en modo alguno la finalidad del cinismo.
Así pues, a Arriano se le han perdido los verdaderos pensamientos fundamentales del cinismo y de la ética estoica: y ni siquiera parece haber sentido su necesidad. El predica precisamente la abnegación porque le gusta, y le gusta quizás simplemente porque es difícil y contraria a la naturaleza humana, mientras que la predicación es fácil. Pero no ha investigado las razones de la abnegación: por eso uno cree oír unas veces a un asceta cristiano y otras, a uno estoico. Pues, en efecto, las máximas de ambos coinciden con frecuencia; mas los principios en los que se basan son totalmente distintos. En relación con esto remito a mi obra principal, volumen I, 16 y volumen II, capítulo 16, donde por primera vez se expone fundadamente el verdadero espíritu del cinismo y de la Estoa.
La inconsecuencia de Arriano se hace patente incluso de forma ridicula en este rasgo: que, en las incontables descripciones del perfecto estoico, siempre dice: «No censura a nadie, no se queja de los dioses ni de los hombres, no reprende a nadie»; pero todo su libro está redactado en un tono de reprensión que con frecuencia llega a ser insultante.
Aun así, se pueden encontrar en el libro de forma aislada auténticos pensamientos estoicos que Arriano o Epicteto han tomado de los estoicos antiguos: e igualmente el cinismo está descrito con acierto y vivacidad en algunos rasgos sueltos. También hay en parte mucho de sano entendimiento encerrado en el libro, como también acertadas descripciones del hombre y de su obrar tomadas de la vida. El estilo es sencillo y fluido, pero muy prolijo.
No creo que el Enquiridion de Epicteto haya sido escrito también por Arriano, como nos asegura F. A. Wolf en sus conferencias. Esa obra posee mucho más ingenio en menos palabras que las Disertaciones, tiene sentido común, sin declamaciones vacías ni ostentación, es conciso y certero, escrito en el tono de un amigo que aconseja de buena fe; en cambio, las Disertaciones hablan en su mayor parte en tono de censura y reproche. El contenido de ambos libros es en conjunto el mismo, solo que el Enquiridion tiene muy poco del teísmo de las Disertaciones. — Quizás el Enquiridion fuera el propio compendio de Epicteto, que él dictaba a sus oyentes, mientras que las Disertaciones serían el cuaderno donde Arriano anotaba sus exposiciones libres comentando a aquel.
La lectura de los neoplatónicos requiere mucha paciencia, ya que carecen todos de forma y exposición. Mucho mejor que los demás es sin embargo, a este respecto, Porfirio: es el único que escribe con claridad y coherencia, de modo que se le lee sin disgusto.
En cambio, el peor es Jámblico en su libro De mysteriis Aegyptiorum: está lleno de grosera superstición y burda demonología, y además es obstinado. Ciertamente, tiene una visión distinta, algo así como esotérica, de la magia y la teúrgia: pero sus explicaciones sobre ellas son superficiales e irrelevantes. En conjunto es un chupatintas malo y fastidioso: limitado, ampuloso, supersticioso, confuso y oscuro. Se ve claramente que lo que enseña no ha nacido de su propia reflexión sino que se trata de dogmas ajenos, con frecuencia comprendidos solo a medias pero afirmados con tanto mayor obstinación: por eso es también totalmente contradictorio. Pero ahora se le quiere negar a Jámblico la autoría del mencionado libro; y yo quisiera estar de acuerdo con esa opinión, cuando leo los grandes extractos de sus obras perdidas conservados por Stobeo, que son incomparablemente mejores que aquel libro De mysteriis y contienen algunos pensamientos valiosos de la escuela neoplatónica.
Proclo es a su vez un insulso, ampuloso y aburrido charlatán. Su comentario al Alcibiades de Platón, uno de los peores diálogos platónicos, que además es posiblemente apócrifo, es la más prolija y ampulosa palabrería del mundo. En él se parlotea incesantemente sobre cada palabra de Platón, hasta la más insignificante, buscándole un significado profundo. Lo que Platón dice en sentido mítico y alegórico se toma en sentido propio y de forma estrictamente dogmática, y todo se vuelve supersticioso y teosófico. Sin embargo, no se puede negar que en la primera mitad de aquel comentario se pueden encontrar algunos pensamientos de gran valor, si bien deben pertenecer más a la escuela que a Proclo. Un principio de gran importancia es el que cierra el fasciculum primum partis primae: αί των ψυχών εφέσεις τα μέγιστα συντελουσι προς τους βίους, καί ου πλαττομένοις έξωθεν έοικαμεν, άλλ’ έφ’ εαυτών προβάλλομεν τάς αιρέσεις, καθ’ ας διαζώμεν[101] (animorum appetitus [ante hanc vitam concepti] plurimam vim habent in vitas eligendas, nec extrinsecus fictis similes sumus, sed nostra sponte facimus electiones, secundum quas deinde vitas transigimos). Esto tiene, desde luego, su raíz en Platón, pero se aproxima a la teoría kantiana del carácter inteligible y está muy por encima de las vulgares y obtusas teorías de la libertad de la voluntad individual, que siempre puede querer así pero también de otra forma; una teoría con la que cargan hasta el día de hoy nuestros profesores de filosofía, siempre con el catecismo a la vista. Agustín y Lutero, por su parte, recurrieron a la predestinación. Eso estaba bien para aquellas épocas devotas, ya que entonces todavía se estaba dispuesto, si Dios lo ordenaba, a que se lo llevara a uno el diablo en nombre de Dios: pero en nuestra época solo se puede encontrar apoyo en la aseidad de la voluntad, y hay que reconocer que, como dice Proclo, ού πλαττομένοις έξωθεν έοικαμεν[102].
Por último, Plotino, el más importante de todos, es muy desigual, y las Enéadas tomadas aisladamente tienen muy diferente valor y contenido: la cuarta es excelente. Sin embargo, la exposición y el estilo son en su mayor parte malos: sus pensamientos no están ordenados ni ponderados de antemano sino que escribía a vuelapluma según se le ocurría. De la forma descuidada y negligente con la que se ponía a trabajar nos informa Porfirio en su biografía. De ahí que su ampulosa y aburrida prolijidad y confusión venzan con frecuencia toda paciencia, de modo que uno se sorprende de cómo esa mezcolanza ha podido pasar a la posteridad. La mayoría de las veces posee el estilo de un predicador, e igual que este trivializa el Evangelio, hace él lo propio con las teorías platónicas: así que también él reduce a una explícita seriedad prosaica lo que Platón había dicho mítica y hasta medio metafóricamente, y roe durante horas el mismo pensamiento sin aportar nada de sus propios medios. Aquí procede revelando, no demostrando, habla continuamente ex tripode[103], relata las cosas como se las imagina sin hacer caso de argumentación alguna. Y no obstante se pueden encontrar en él grandes, importantes y profundas verdades que él mismo ha comprendido: pues en modo alguno le falta inteligencia; por eso merece del todo ser leído y vale la pena ampliamente la paciencia necesaria para hacerlo.
La explicación de esas cualidades contradictorias de Plotino la encuentro en que él, y los neoplatónicos en general, no son propiamente filósofos, no son pensadores autónomos, sino que lo que exponen es una doctrina ajena que han heredado, aun cuando en su mayor parte la han digerido y asimilado bien. Se trata, en concreto, de la sabiduría indo-egipcia, que ellos han querido incorporar a la filosofía griega, para lo cual han utilizado un elemento de unión o tránsito, un menstruum: la filosofía de Platón, en particular en las partes que repercuten en la mística. La procedencia hindú a través de Egipto de los dogmas neoplatónicos la atestigua ante todo y de forma innegable la teoría del Todo-Uno de Plotino, tal y como la encontramos expuesta en la cuarta Enéada. Ya el primer capítulo de su primer libro, περί ουσίας ψυχής[104], ofrece con gran brevedad la doctrina fundamental de toda su filosofía: la de una ψυχή que es en origen una y únicamente por medio del mundo corpóreo se ha disgregado en muchas. Especialmente interesante es el libro octavo de esa Enéada, que expone cómo aquella ψυχή ha caído en ese estado de pluralidad debido a un afán pecaminoso; por eso carga con una doble culpa: primero, su caída en este mundo y, segundo, sus acciones pecaminosas en él. Aquella la expía con su existencia temporal en general; esta, que es inferior, con la transmigración de las almas (c. 5). Claramente se trata del mismo pensamiento que el pecado original y los pecados particulares en el cristianismo. Pero sobre todo merece la pena leer el libro noveno, donde, en el capítulo 3, ει πάσαι al ψυχαι μια[105], por la unidad de aquel alma del mundo se explican, entre otras cosas, los prodigios del magnetismo animal, en particular el fenómeno, que también ahora se produce, de que el sonámbulo percibe a gran distancia una palabra pronunciada en voz baja — lo cual ha de estar mediado, desde luego, por una cadena de personas que están en rapport[106] con él. — Incluso aparece en Plotino, probablemente por primera vez en la filosofía occidental, el idealismo que ya hacía tiempo era usual en Oriente, ya que (Enn. Ill, L. 7, c. 10) enseña que el alma ha creado el mundo al entrar en el tiempo desde la eternidad, con la explicación: ού γάρ τις αύτοΰ τοΰδε του παντός τόπος, η ψυχή[107] (neque est alter hujus universi locus, quam anima); y hasta se llega a formular la idealidad del tiempo en las palabras: δει δε ούκ εξωΟεν τής ψυχής λαμβάνειν τόν χρόνον, ώσπερ ουδέ τόν αιώνα έκεΐ εξω του όντος[108] (oportet autem nequaquam extra animam tempus accipere). Aquel έκεΐ (más allá) es lo contrario de ενθάδε (más acá) y un concepto muy usual en él, que explica más de cerca con el κόσμος νοητός y κόσμος αισθητός[109], mundus intelligibilis et sensibilis, y también con τα άνω και τα κάτω[110]. La idealidad del tiempo es aún objeto de muy buenas explicaciones en los capítulos 11 y 12. A ellas se une la hermosa explicación de que nosotros, en nuestro estado temporal, no somos lo que deberíamos y querríamos ser, por lo que siempre esperamos del porvenir algo mejor y aguardamos la satisfacción de nuestra carencia, de donde nace el futuro y su condición: el tiempo (c. 2 y 3). Una prueba adicional del origen hindú nos la proporciona la doctrina de la metempsicosis expuesta por Jámblico (De mysteriis, sect. 4, c. 4 et 5), como también, en la misma obra (sect. 5, c. 6), la doctrina de la liberación final y la redención de los lazos del nacer y el perecer, ψυχής κάθαρσις, και τελειωσις, και ή από της γενέσεως απαλλαγή[111], y (c. 12) το εν ταΐς θυσιαις πυρ ημάς απολύει των της γενέσεως δεσμών[112]; es decir, justamente aquella promesa expuesta en todos los libros religiosos hindúes, que en inglés se designa con la expresión final emancipation, como redención. A esto se añade, por último {ibid., sect. 7, c. 2), la información sobre un símbolo egipcio que representa un dios creador sentado sobre el loto: se trata, evidentemente, del Brahma creador del mundo, sentado sobre la flor de loto que nace del ombligo de Visnu, tal y como aparece con frecuencia reproducido, por ejemplo, en Langlès, Monuments de l’Hindoustan vol. 1, ad p. 175, y en Coleman’s Mythology of the Hindus, tab. 5, entre otros. Ese símbolo es sumamente importante en cuanto prueba segura del origen indostánico de la religión egipcia, como lo es también en el mismo respecto la información de Porfirio en De abstinentia, lib. II, de que en Egipto la vaca era sagrada y no se la podía sacrificar. — Incluso la circunstancia que relata Porfirio en la Vida de Plotino, de que este, tras haber sido varios años discípulo de Ammonio Saccas, había querido ir a Persia y la India con el ejército de Gordiano, cosa que impidió la derrota y muerte de este, indica que la doctrina de Ammonio era de origen hindú y que Plotino se proponía sacarla con mayor pureza de su fuente. El mismo Porfirio ha ofrecido una 65 detallada teoría de la metempsicosis de sentido plenamente hindú, aunque adornada con la psicología platónica: se encuentra en las Eclogae de Stobeo, 1.1, c. 52, § 54.
La filosofía cabalista y la gnóstica, en cuyos autores, en cuanto judíos y cristianos, es de antemano seguro el monoteísmo, son intentos de suprimir la manifiesta contradicción que se da entre la creación del mundo por un ser omnipotente, sumamente bueno y omnisciente, y la condición lamentable y deficiente de ese mismo mundo. Por eso introducen entre el mundo y aquella causa del mismo una serie de seres intermedios cuya culpa ha producido una caída, y esta, el mundo. Por así decirlo, trasladan la culpa del soberano a los ministros. Este método fue ya sugerido por el mito del pecado original, que es en general el punto culminante del judaismo. Entre los gnósticos aquellos seres son, pues, el πλήρωμα, los eones, la ΰλη, el demiurgo[113], etc. La serie fue prolongada a voluntad por cada uno de los gnósticos.
Todo este proceder es análogo al que adoptan los filósofos fisiológicos cuando, a fin de aminorar la contradicción que lleva consigo el aceptar una conexión e influjo mutuo de una sustancia material y otra inmaterial en el hombre, intentaban intercalar seres intermedios como el fluido o el éter nervioso, el espíritu vital y cosas por el estilo. Ambas cosas disimulan lo que no se es capaz de eliminar.
Este hombre admirable nos brinda la interesante visión de la lucha entre la verdad conocida y contemplada por sí misma, y los dogmas locales consolidados por una temprana inoculación y desarrollados por encima de toda duda o, al menos, de cualquier ataque directo; como también del consiguiente afán de una noble naturaleza que quiere armonizar de alguna manera la disonancia así producida. Mas eso solamente puede lograrse desviando, dando la vuelta y, en caso necesario, tergiversando los dogmas hasta que, volentes nolentes[114], se acomoden a la verdad conocida por sí misma, que sigue siendo el principio dominante, aunque se la obligue a entrar en un ropaje extraño y hasta incómodo. En su gran obra De divisione naturae, Erígena sabe siempre aplicar el método con éxito, hasta que finalmente pretende aplicarlo al origen del mal y del pecado, así como la amenaza de los tormentos del infierno: ahí fracasa a causa del optimismo, que es una consecuencia del monoteísmo judío. En el libro quinto enseña el retorno de todas las cosas a Dios y la unidad e indivisibilidad metafísica de toda la humanidad y hasta de toda la naturaleza. Entonces se plantea la pregunta: ¿dónde queda el pecado? No puede quedar en Dios; — ¿dónde está el infierno con su tormento eterno como se promete? — ¿Quién deberá ir a él? La humanidad está redimida en su totalidad. — Aquí el dogma sigue siendo insuperable. Erígena busca evasivas de forma lamentable, ayudándose de largos sofismas que terminan en meras palabras, y se ve forzado finalmente a caer en contradicciones y absurdos, sobre todo porque se ha introducido de forma inevitable la cuestión del origen del pecado y este no puede radicar ni en Dios ni en la voluntad creada por Él, ya que entonces sería Dios el autor del pecado; esto último lo capta de forma excelente en la p. 287 de la editio princeps de Oxford, 1681. Entonces es llevado a plantear absurdos: el pecado no debe tener causa ni sujeto: malum incausale est… penitus incausale et insubstantiale est[115] (ibid.). — La razón profunda de estos obstáculos es que la doctrina de la redención de la humanidad y del mundo, que es de claro origen hindú, supone también la doctrina hindú según la cual el origen mismo del mundo (ese sansara de los budistas) es ya malo, en concreto, un acto pecaminoso del Brahma; Brahma que en realidad somos nosotros mismos: pues la mitología hindú es siempre nítida. En cambio, en el cristianismo aquella doctrina de la redención del mundo hubo de ser injertada en el teísmo judío, en el que el Señor no solo ha hecho el mundo sino que también lo ha encontrado excelente: πάντα καλά λίαν [116]. Hinc illae lacrimae[117]: de ahí nacen aquellas dificultades que Erígena conocía perfectamente, si bien en su época no se atrevió a atacar el mal en su raíz. Sin embargo, él es de una dulzura indostánica: rechaza la condenación y la pena eterna establecidas por el cristianismo: toda criatura, sea racional, animal, vegetal o inerte, por su esencia íntima tiene que llegar a la bienaventuranza eterna mediante el curso necesario de la naturaleza: pues ha salido de la bondad eterna. Pero solo a los santos y justos les está reservada la plena unión con Dios, deificatio. Por lo demás, Erígena es lo bastante honrado como para no encubrir la gran perplejidad en la que le coloca el origen del mal: en el citado pasaje del libro quinto la expone claramente. De hecho el origen del mal es el arrecife en el que encallan tanto el panteísmo como el teísmo: pues ambos implican el optimismo. Mas no se puede negar el mal y el pecado en la terrible magnitud de ambos, e incluso la promesa de castigo para el segundo no hace sino incrementar el primero. ¿Y de dónde procede todo eso, en un mundo que es él mismo un dios o es la bienintencionada obra de un dios? Si los adversarios teístas del panteísmo claman contra eso: «¿Qué? ¿Todos esos seres malvados, terribles y abominables han de ser Dios?», entonces los panteístas pueden replicar: «¿Cómo? ¿Todos esos seres malvados, terribles y abominables debe haberlos creado de gaieté de coeur[118] un Dios?». —En el mismo apuro que aquí encontramos a Erígena también en la otra obra suya que nos ha llegado, el libro De predestinatione, que no obstante es muy inferior al De divisione naturae, ya que en él no se presenta como filósofo sino como teólogo. Aquí también se atormenta miserablemente con aquellas contradicciones, cuya razón última es que el cristianismo está injertado en el judaismo. Mas sus esfuerzos las hacen todavía más patentes. Dios debe haberlo hecho todo y en todo; eso es seguro — «por consiguiente, también la maldad y el mal.» Esta consecuencia inevitable ha de ser apartada y Erígena se ve obligado a alegar miserables palabrerías. Ahí el mal y la maldad, no deben existir, luego no deben ser nada. — ¡El diablo tampoco! — O bien la libre voluntad ha de ser culpable de ellos: cierto es que esta la ha creado Dios, pero libre, por lo que a El no le incumbe lo que ella haga después: pues ella era libre, es decir, podía ser así y de otra manera, podía, pues, ser buena como mala. —¡Bravo!— Pero la verdad es que ser libre y ser creado son dos propiedades que se suprimen entre sí, esto es, que se contradicen; por eso la afirmación de que Dios ha creado unos seres y al mismo tiempo les ha concedido libertad de voluntad en realidad quiere decir que los ha creado y al mismo tiempo no los ha creado. Pues operari sequitur esse[119], es decir, los efectos o acciones de cualquier cosa posible nunca pueden ser más que la consecuencia de su naturaleza, e incluso esta no se conoce más que en aquellos. Por eso, para ser libre en el sentido que aquí se requiere, un ser tendría que carecer de naturaleza, es decir, no ser nada, ser y no ser al mismo tiempo. Pues lo que es ha de ser también algo: una existencia sin esencia no se puede concebir. Si un ser ha sido creado [geschaffen], lo ha sido tal y como está constituido [beschaffen]: luego está mal creado si está mal constituido y está mal constituido si obra o actúa mal. En consecuencia, la culpa del mundo, como también el mal en él, que es tan innegable como aquella, recae en su autor, al que Escoto Erígena intenta aquí lamentablemente descargar de ella, como antes lo hiciera Agustín.
Si, por el contrario, un ser ha de ser moralmente libre, entonces no puede ser creado sino que ha de poseer aseidad, es decir, tener una existencia originaria por su propia fuerza y omnipotencia, y no referirse a ningún otro ser. Entonces su existencia es su propio acto creativo que se despliega y extiende en el tiempo, y revela la naturaleza de ese ser, decidida de una vez por todas; una naturaleza que, sin embargo, es su propia obra y de cuyas manifestaciones él es responsable. — Además, si un ser ha de ser responsable de su obrar, ha de ser susceptible de que se le impute, luego tiene que ser libre. Así pues, de la responsabilidad e imputabilidad que nuestra conciencia moral enuncia se sigue con seguridad que la voluntad es libre; y de aquí se sigue a su vez que ella es lo originario y que no solo el obrar, sino también la existencia y esencia del hombre, son su propia obra. Sobre este tema remito a mi tratado Sobre la libertad de la voluntad, donde se encuentra examinado de forma detallada e irrefutable; justamente por eso los profesores de filosofía han intentado mantener en secreto ese escrito premiado con el más absoluto silencio. — La culpa del pecado y del mal se retrotrae siempre desde la naturaleza a su autor. Si este es la voluntad misma que se presenta en todos sus fenómenos, entonces aquella culpa se encuentra en el lugar adecuado: si, por el contrario, ha de ser un dios, entonces la autoría del pecado y del mal contradice su divinidad.
Al leer a Dionisio Areopagita, al que Erígena cita con tanta frecuencia, he descubierto que aquel ha sido el modelo de este. Tanto el panteísmo de Erígena como su teoría de la maldad y el mal se encuentran en sus rasgos fundamentales ya en Dionisio, si bien en este se halla simplemente indicado lo que Erígena ha desarrollado, expresado con audacia y expuesto fogosamente. Erígena tiene un espíritu infinitamente superior a Dionisio: este le ha dado solamente la materia y orientación de las investigaciones, y así le ha preparado el terreno considerablemente. La autenticidad de Dionisio es irrelevante: da igual cómo se llamara el autor del libro De divinis nominibus. Dado que probablemente vivió en Alejandría, creo que él, de otra forma que nos es desconocida, ha sido también el canal por el que puede haber llegado hasta Erígena una pequeña gota de la sabiduría hindú; porque, como ha observado Colebrooke en su tratado sobre la filosofía de los hindúes (en Colebrooke1’s miscellaneous essays vol. I, p. 244), el lema III del Karika de Kapila[120] se encuentra en Erígena.
El carácter verdaderamente distintivo de la escolástica quisiera fijarlo en que para ella el criterio supremo de la verdad es la Sagrada Escritura, a la que según ello siempre se puede apelar desde cualquier inferencia racional. — Está dentro de sus peculiaridades el que su exposición tenga siempre un carácter polémico: toda investigación se convierte enseguida en una controversia cuyo pro et contra origina un nuevo pro et contra, proporcionándole así la materia que, de no ser por eso, se le agotaría pronto. Pero la oculta raíz última de esa peculiaridad se encuentra en el conflicto entre razón y revelación. —
Las justificaciones opuestas del realismo y el nominalismo, y con ellas la posibilidad de la larga y pertinaz disputa al respecto, pueden hacerse comprensible de la siguiente manera.
Yo llamo rojas a las cosas más diferentes cuando tienen ese color. Está claro que rojo es un simple nombre con el que designo ese fenómeno, da igual dónde se produzca. Igualmente, todos los conceptos comunes son meros nombres para designar cualidades que se encuentran en cosas diversas: esas cosas, en cambio, son lo verdadero y real. Así que el nominalismo tiene claramente razón.
Sin embargo, cuando observamos que todas aquellas cosas reales, solamente a las cuales se les acaba de atribuir realidad, son temporales y por consiguiente desaparecen pronto, mientras que las cualidades como rojo, duro, blando, viviente, planta, caballo u hombre, que son lo que aquellos nombres designan, persisten impasibles y por tanto existen siempre, entonces descubrimos que esas cualidades que se pensaban con los conceptos comunes designados por aquellos nombres tienen mucha más realidad en virtud de su existencia indestructible; que, por lo tanto, esa realidad se ha de atribuir a los conceptos y no a los seres individuales: por consiguiente, el realismo tiene razón.
El nominalismo conduce en realidad al materialismo: pues, tras la supresión de todas las propiedades, al final solo queda la materia. Si los conceptos son simples nombres, y las cosas individuales, lo real; y si sus cualidades, en cuanto aisladas en ellas, son perecederas, entonces solo queda como elemento persistente, y por tanto real, la materia.
Pero, tomada con exactitud, la justificación del realismo antes expuesta no le corresponde a él sino a la teoría platónica de las ideas, de la que es una ampliación. Las formas y cualidades eternas de las cosas naturales, είδη, son las que permanecen bajo todos los cambios y a las que por lo tanto hay que atribuir una realidad de tipo superior a la de los individuos en los que se presentan. En cambio, de la mera representación abstracta que no se justifica intuitivamente no se puede decir tal cosa: ¿qué hay, por ejemplo, de real en conceptos tales como «relación», «diferencia», «separación», «inconveniente», «indeterminación», etcétera?
Se hace patente una cierta afinidad, o al menos un paralelismo de los opuestos, cuando se confronta a Platón con Aristóteles, a Agustín con Pelagio o a los realistas con los nominalistas. Se podría afirmar que en cierta manera se revela aquí una separación polar de la forma de pensar humana, — la cual, de forma sumamente curiosa, se ha expresado por primera vez y de la forma más clara en dos grandes hombres que vivieron a la vez y uno junto a otro.
En un sentido diferente y más especialmente definido que el antes indicado, el opuesto expreso e intencionado de Aristóteles lo representa Bacon de Yerulam. Aquel, en efecto, había expuesto minuciosamente el método adecuado para llegar desde las verdades universales a las particulares, es decir, el camino descendente; eso es la silogística, el Organum Aristotelis. Bacon, por el contrario, mostró el camino ascendente, al exponer el método para llegar desde las verdades particulares a las universales: eso es la inducción en contraposición a la deducción, y su exposición es el Novum organum; una expresión que, elegida en oposición a Aristóteles, quiere decir: «una manera totalmente distinta de comenzar». — El error de Aristóteles, pero aún más de los aristotélicos, estuvo en suponer que en realidad estaban ya en posesión de toda verdad, que esta se hallaba contenida en sus axiomas, esto es, en ciertos principios a priori o que valen como tales, y que para lograr verdades particulares solo se requería deducirlas de aquellas. Un ejemplo de esto en Aristóteles lo ofrecen sus libros De coelo. Bacon, en cambio, mostró que aquellos axiomas no tenían tal contenido, que la verdad no se encontraba en el sistema del saber humano de aquel tiempo sino más bien fuera de él, luego no se podía desarrollar desde ahí, sino que antes había que introducirla; y que, en consecuencia, los principios universales y verdaderos de contenido grande y amplio tenían que lograrse exclusivamente mediante la inducción.
I Los escolásticos, de la mano de Aristóteles, pensaron: queremos ante todo averiguar lo universal: lo particular manará de ahí o encontrará después cabida como pueda. Según ello, queremos en primer lugar estipular lo que conviene al ens, a la cosa en general: lo peculiar a las cosas individuales podrá demostrarse después poco a poco, y siempre por medio de la experiencia: eso nunca podrá modificar lo universal. — Bacon, por el contrario, decía: queremos en primer lugar llegar a conocer las cosas individuales tan plenamente como sea posible: luego, al final, conoceremos lo que es la cosa en general.
Entretanto, Bacon está por debajo de Aristóteles en que su método no va en ascenso de forma tan regular, segura e indefectible como en descenso va el de Aristóteles. E incluso el propio Bacon en sus investigaciones físicas ha dejado de lado las reglas de su método enunciadas en el Novum organum.
Bacon estaba orientado principalmente a la física. Lo que hizo en ella, a saber, empezar desde el principio, lo hizo inmediatamente después en la metafísica Descartes.
En los libros de cuentas, la corrección del resultado de un problema se muestra en que sale exactamente, es decir, no queda resto. Semejante es el caso de la solución del enigma del mundo. Todos los sistemas son cálculos que no salen: dejan un resto o, si se prefiere un ejemplo de la química, un sedimento insoluble. Este consiste en que, al concluir metódicamente a partir de sus principios, los resultados no se ajustan al mundo real presente, no concuerdan con él, sino que más bien algunos aspectos del mismo permanecen totalmente inexplicables. Así, por ejemplo, con los sistemas materialistas, que hacen surgir el mundo de la materia dotada de propiedades meramente mecánicas y de acuerdo con las leyes de esta, no concuerda la universal y admirable finalidad de la naturaleza ni tampoco la existencia del conocimiento, en el cual se presenta ante todo aquella materia. Ese es, pues, su resto. — Con los sistemas teístas, pero no en menor medida con los panteístas, son inconciliables el imperante mal físico y la corrupción moral del mundo: estos quedan, pues, como resto o como sedimento insoluble. — Ciertamente, en tales casos no se dejan de encubrir tales restos con sofismas y, de ser preciso, también con meras palabras y frases: pero a la larga eso no resulta convincente. Entonces, dado que la cuenta no sale, se buscarán fallos de cálculo aislados, hasta que finalmente haya que confesar que el cálculo mismo era falso. Cuando, por el contrario, la general consecuencia y concordancia de todos los principios de un sistema está acompañada a cada paso por una concordancia igualmente generalizada con el mundo de la experiencia, sin que entre ambos sea perceptible una sola disonancia, entonces ese es el criterio de la verdad del sistema, la requerida exactitud de la cuenta. Del mismo modo, el hecho de que ya el cálculo haya sido falso quiere decir que desde el principio no se ha tratado bien el asunto, con lo que después se ha ido de error en error. Pues con la filosofía ocurre como con muchas otras cosas: todo depende de que se la maneje correctamente. El fenómeno del mundo que se ha de explicar ofrece innumerables términos de los que solo uno puede ser el correcto: se asemeja a una maraña de hilo enredado con muchos extremos falsos que cuelgan de él: solo quien encuentra el verdadero puede desenredar el ovillo. Pero entonces uno se desenreda fácilmente desde el otro, y ahí se conoce que ese era el término correcto. También se puede comparar con un laberinto, que ofrece cien entradas abiertas en corredor, todas las cuales, tras largas y tortuosas vueltas, al final nos vuelven a conducir fuera; con excepción de una sola, cuyas vueltas conducen realmente al punto medio donde se halla el ídolo. Si se ha encontrado esa entrada, no se errará el camino: pero por ningún otro se puede jamás alcanzar el fin. — Yo no dejo de opinar que solo la voluntad en nosotros es el correcto extremo del enredo, la verdadera entrada del laberinto.
Descartes, en cambio, siguiendo el precedente de la metafísica de Aristóteles, partió del concepto de la sustancia, con el que aún hoy vemos cargar a todos sus seguidores. Él, sin embargo, admitió dos tipos de sustancia: la pensante y la extensa. Estas debían afectarse mutuamente mediante influxus physicus, que pronto mostró ser su resto. Tal influjo se producía, en efecto, no solo de fuera adentro, en la representación del mundo corpóreo, sino también de dentro afuera, entre la voluntad (que sin ningún reparo fue agregada al pensamiento) y las acciones corporales. La íntima relación entre esos dos tipos de sustancia se convirtió en el problema principal, en el que surgieron dificultades tan grandes, que como consecuencia de las mismas los cartesianos se vieron empujados al sistema de las causes occasionelles y de la harmonia praestabilita, una vez que ya no fueron de ayuda los spiritus animales, que en Descartes habían mediado en el tema[121]. Malebranche, en concreto, consideró inconcebible el influxus physicus, pero no tuvo en consideración que este se admite sin reparo cuando se sostiene que un Dios que es espíritu crea y rige el mundo corpóreo. Así pues, él puso en su lugar las causes occasionelles y el nous voyons tout en Dieu[122]: ahí se halla su resto. — También Spinoza, siguiendo las huellas de su maestro, partió de aquel concepto de la sustancia como si fuera algo dado. No obstante, él consideró ambas clases de sustancia, la pensante y la extensa, como una sola, con lo que se obviaba la dificultad señalada. Pero con ello su filosofía se hizo principalmente negativa y terminó en una mera negación de las dos grandes oposiciones cartesianas, al extenderse su identificación también a la otra contraposición establecida por Descartes: la de Dios y el mundo. Pero esta última fue en realidad simple método doctrinal o forma de exposición. En efecto, habría sido demasiado escandaloso decir directamente: «No es verdad que un dios haya hecho este mundo, sino que este existe por sí mismo»: por eso eligió una versión indirecta y dijo: «El mundo mismo es Dios»; — afirmación esta que nunca se le habría venido a la cabeza si en vez del judaismo hubiera podido adoptar como punto de partida imparcial la naturaleza misma. Esa versión sirve al mismo tiempo para dar a sus doctrinas una apariencia de positividad, cuando en el fondo son meramente negativas, y por eso él deja el mundo sin explicar; pues su doctrina termina en esto: «El mundo es porque es; y es como es, porque es así». (Con esa frase solía Fichte embaucar a sus estudiantes.) Pero la deificación del mundo surgida por la vía indicada no admitía una verdadera ética y además se hallaba en manifiesta contradicción con el mal físico y la perfidia moral de este mundo. Ese es, pues, su resto.
Como se dijo, el concepto de la sustancia del que parte aquí Spinoza lo toma como algo dado. Ciertamente, lo define de acuerdo con sus propósitos pero no se preocupa por su origen. Pues Locke fue el primero que, poco después de él, asentó la gran teoría de que un filósofo que pretenda deducir o demostrar cualquier cosa a partir de conceptos ha de investigar primero el origen de cada uno de tales conceptos; porque su contenido y lo que de él se pueda seguir está totalmente determinado por su origen, que es la fuente de todo conocimiento que se pueda lograr por medio de él. Mas si Spinoza hubiera investigado el origen de aquel concepto de sustancia, al final tendría que haber descubierto que es única y exclusivamente la materia y que, por lo tanto, el verdadero contenido del concepto no está constituido más que por las propiedades esenciales y determinables a priori de esta. De hecho, todo lo que Spinoza dice de su sustancia encuentra su acreditación en la materia, y solo en ella: es ingenerada, es decir, incausada, eterna, sola y única, y sus modificaciones son la extensión y el conocimiento; este último, en cuanto propiedad exclusiva del cerebro, que es material. Según ello, Spinoza es un materialista inconsciente: sin embargo, la materia que en su desarrollo realiza y acredita empíricamente su concepto no es la materia atomista falsamente concebida por Democrito y los posteriores materialistas franceses, la cual no posee más que cualidades mecánicas, sino la concebida correctamente, dotada de todas sus cualidades inexplicables: sobre esa diferencia remito a mi obra principal, volumen II, capítulo 24, pp. 315 ss. [3.a ed., pp. 357 ss.] — Ese método de admitir sin reparo el concepto de sustancia para convertirlo en punto de partida lo encontramos ya en los eleatas, según se desprende en especial del libro de Aristóteles De Xenophane, entre otros. En efecto, también Jenófanes parte del ov, es decir, de la sustancia, y las propiedades de esta son demostradas sin que antes se haya preguntado o dicho de dónde ha sacado él el conocimiento de semejante cosa: si, en cambio, eso se hubiera hecho, se habría puesto claramente de manifiesto de qué habla verdaderamente, es decir, cuál es en último término la intuición que fundamenta su concepto y le otorga realidad; y al final habría resultado ser únicamente la materia, de la cual vale todo lo que él dice. En los siguientes capítulos, sobre Zenón, la coincidencia con Spinoza se extiende hasta la exposición y las expresiones. De ahí que no se pueda por menos que suponer que Spinoza conoció y utilizó este escrito; porque en su época Aristóteles, aunque atacado por Bacon, todavía gozaba de gran prestigio, y también existían buenas ediciones con la versión latina. En consecuencia, Spinoza sería entonces un mero renovador de los eleatas, como Gassendi lo fue de Epicuro. Pero de nuevo experimentamos lo extraordinariamente raro que en todas las ramas del pensamiento y el saber resulta lo realmente nuevo y original.
Por lo demás, y desde un punto de vista formal, el hecho de que Spinoza parta del concepto de la sustancia se debe al falso pensamiento fundamental que él había heredado de su maestro, Descartes, y este, de Anselmo de Canterbury: que de la essentia se podía inferir la existentia, es decir, que de un mero concepto se podía concluir una existencia que, por consiguiente, sería necesaria; o, en otras palabras, en virtud de la naturaleza o definición de una cosa meramente pensada se hace necesario que esta no sea ya meramente pensada sino realmente existente. Descartes había aplicado ese falso pensamiento fundamental al concepto del ens perfectissimum; Spinoza tomó el de la substantia o cansa sui (esta última, expresión de una contradictio in adjecto): véase su primera definición, que constituye su πρώτον ψευδός[123], al comienzo de la Ética, y luego la proposición 7 del primer libro. La diferencia en los conceptos fundamentales de ambos filósofos consiste casi únicamente en la expresión: pero el uso de los mismos como punto de partida, es decir, como dados, se basa en ambos en la equivocación de pretender sacar la representación intuitiva de la abstracta cuando, en verdad, toda representación abstracta nace de la intuitiva y por lo tanto se ha de fundar en ella. Así que tenemos aquí un fundamental ύστερον πρότερον[124].
Spinoza se impuso una dificultad de especial clase al llamar Deas a su sustancia única; porque esa palabra ya se había adoptado para designar un concepto totalmente distinto, y él tuvo que luchar continuamente con los malentendidos que se producen cuando el lector, en lugar del concepto al que aquella palabra se debe referir según las primeras explicaciones de Spinoza, sigue vinculando a ella el concepto que designa en los demás casos. Si no hubiera utilizado esa palabra, se habría librado de largas y fatigosas aclaraciones en el primer libro. Pero lo hizo para que su teoría causara menos escándalo, fin este que, sin embargo, se malogró. De ese modo, una cierta ambigüedad atraviesa toda su exposición, que por ello podríamos calificar de alegórica en cierta medida, máxime cuando hace lo mismo con algunos otros conceptos, como antes (en el primer tratado[125]) se observó. ¡Cuánto más clara, y por lo tanto, mejor, resultaría su así llamada «Ética» si, siguiendo su inclinación, hubiera hablado francamente y llamado las cosas por su nombre; y si, en general, hubiera expuesto sus pensamientos con sus razones de forma abierta y natural, en lugar de hacerlos aparecer oprimidos en la bota española[126] de las proposiciones, demostraciones, escolios y corolarios, en ese ropaje tomado prestado de la geometría que, en lugar de dar a la filosofía la certeza de aquella, pierde todo su significado tan pronto como no se encuentra en él la geometría misma con sus construcciones conceptuales! Por eso también aquí se dice: cucullus non facit monachum[127].
En el libro segundo explica los dos modos de su sustancia única como extensión y representación (extensio et cogitatio), lo cual es claramente una división falsa, ya que la extensión no existe más que para y en la representación, así que no podía oponerse, sino subordinarse, a esta.
Spinoza siempre ensalza expresa e insistentemente la laetitia y la establece como condición y rasgo distintivo de toda acción encomiable, mientras que rechaza incondicionalmente toda tristitia —aun cuando su Antiguo Testamento le decía: «Mejor es la tristeza que la risa; porque la tristeza mejora el corazón» (Eclesiastés 7, 4[128])—. Todo eso lo hace simplemente por ser consecuente: pues si este mundo es un dios, es un fin en sí mismo y tiene que alegrarse y gloriarse de su existencia, luego saute, Marquis![129] ¡Semper alegre, nunquam triste! El panteísmo es esencial y necesariamente optimismo. Ese obligado optimismo fuerza a Spinoza a algunas otras falsas consecuencias, a cuya cabeza se encuentran los absurdos y con frecuencia indignantes principios de su filosofía moral, que en el capítulo décimo sexto de su Tractatus theologico-politicus se elevan hasta la auténtica infamia. En cambio, en ocasiones pierde de vista la consecuencia allá donde le habría conducido a opiniones acertadas, por ejemplo, en sus afirmaciones sobre los animales, tan indignas como falsas (Eth. Pars IV, Appendicis cap. 26, et ejusdem Partis prop. 37, Scholion). Ahí habla justamente como lo sabe hacer un judío, de acuerdo con los capítulos 1 y 9 del Génesis, de modo que a los demás, acostumbrados a doctrinas más puras y dignas, nos embarga el foetor judaicus[130]. A los perros parece no haberlos conocido en absoluto. A la indignante frase con la que comienza el mencionado capítulo 26: Praeter homines nihil singulare in natura novimus, cujus mente gaudere, et quod nobis amicitia, aut aliquo consuetudinis genere jungere possumus[131], la mejor respuesta se la proporciona un escritor español de nuestra época (Larra, con pseudónimo Fígaro, en El doncel, c. 33): «El que no ha tenido un perro, no sabe lo que es querer y ser querido[132]». Los tormentos que, según Colerus, solía infligir a las arañas y moscas para divertirse y con grandes risotadas concuerdan demasiado con las afirmaciones aquí censuradas y con los mencionados capítulos del Génesis. Con todo esto, la Ethica de Spinoza resulta ser una mezcla de elementos falsos y verdaderos, admirables y perversos. Hacia el final de la misma, en la segunda mitad de la última parte, le vemos esforzarse en vano por aclararse él mismo: no lo consigue: de ahí que no le quede más opción que hacerse místico, como de hecho ocurre aquí. Por consiguiente, para no ser injustos con este gran espíritu, hemos de tener en cuenta que tenía muy poco ante sí, acaso solamente a Descartes, Malebranche, Hobbes y Giordano Bruno. Los conceptos filosóficos fundamentales no habían sido aún lo bastante estudiados ni los problemas adecuadamente ventilados.
Leibniz partió igualmente del concepto de la sustancia como algo dado, pero tuvo principalmente en cuenta que esta debía ser indestructible: para ello había de ser simple; puesto que todo lo extenso es divisible y por tanto destructible, tenía que ser inextensa, luego inmaterial. Entonces no quedaban para su sustancia más predicados que los espirituales, es decir, la percepción, el pensamiento y el deseo. Enseguida asumió un sinnúmero de tales sustancias espirituales simples: aunque ellas mismas no eran extensas, debían fundar el fenómeno de la extensión; por eso las define como átomos formales y sustancias simples (Opera, ed. Erdmann, pp. 124, 676) y les da el nombre de mónadas. Ellas deben, pues, ser la base del fenómeno [Phänomen] del mundo corpóreo que, según ello, es un mero fenómeno [Erscheinung] sin realidad verdadera e inmediata, realidad que solo corresponde a las mónadas que se esconden en y tras él. Mas, por otra parte, ese fenómeno del mundo corpóreo se realiza en la percepción de las mónadas (es decir, de aquellas que realmente perciben, que son muy pocas, ya que la mayoría duermen constantemente) gracias a la armonía preestablecida que la mónada central despliega por sí sola y por su propia cuenta. Aquí caemos en una cierta oscuridad. En cualquier caso, la mediación entre los simples pensamientos de esas sustancias y lo extenso realmente y en sí mismo la efectúa una armonía preestablecida por la mónada central. — Aquí, podríamos decir, es todo resto. No obstante, para hacer justicia a Leibniz hay que recordar la forma de considerar la materia que entonces hicieron vigente Locke y 80 Newton, según la cual esta, en cuanto absolutamente muerta, es totalmente pasiva y carente de voluntad, dotada únicamente de fuerzas mecánicas y no sometida más que a las leyes matemáticas. Leibniz, en cambio, rechaza los átomos y la física puramente mecánica para sustituirla por una dinámica, siendo en todo ello el precursor de Kant (véase Opera, ed. Erdmann, p. 694). Ahí (Opera, p. 124) recordó ante todo las formas substantiales de los escolásticos y llegó a comprender que hasta las fuerzas meramente mecánicas de la materia, fuera de las cuales entonces apenas se conocían o admitían otras, tenían que basarse en algo espiritual. Pero eso no supo explicárselo más que con la muy torpe ficción de que la materia estaba formada por simples almas diminutas que al mismo tiempo eran átomos formales y en su mayor parte se hallaban en estado de letargo, si bien poseían algo análogo a la perceptio y el appetitus. En esto le condujo a error el hecho de que él, como todos los demás sin excepción, considerase que el fundamento y la conditio sine qua non de todo lo espiritual era el conocimiento en lugar de la voluntad, para la que yo he sido el primero en reivindicar el primado que le es debido; con ello se ha transformado todo en la filosofía. No obstante, merece ser reconocido el empeño de Leibniz por fundamentar el espíritu y la materia en uno y el mismo principio. Incluso se podría encontrar ahí un barrunto de la teoría kantiana y de la mía, pero quas velut trans nebulam vidit[133]. Pues su monadología se basa ya en la idea de que la materia no es cosa en sí sino mero fenómeno; de ahí que no haya que buscar la razón última de su acción, aun de la meramente mecánica, en lo puramente geométrico, es decir, en lo que pertenece solo al fenómeno, como la extensión, el movimiento y la figura; y por eso la impenetrabilidad no es una propiedad meramente negativa, sino la manifestación de una fuerza positiva. — La elogiada visión fundamental de Leibniz se expresa con su máxima claridad en algunos escritos menores franceses, como Système nouveau de la nature, entre otros, que han sido incluidos en la edición de Erdmann a partir del Journal des savans y de la edición de Dutens; también en las Cartas, etc. (Erdmann, Opera, pp. 681-695). Igualmente se encuentra una buena selección de los pasajes de Leibniz aquí pertinentes en las pp. 335-340 de sus Escritos filosóficos menores, traducidos por 81 Köhler y revisados por Huth, Jena, 1740.
Pero en general vemos que en todo ese encadenamiento de extrañas teorías dogmáticas siempre una ficción arrastra la otra en su apoyo, del mismo modo que en la vida práctica una mentira hace necesarias muchas otras. En el fondo se encuentra la escisión cartesiana de todo lo existente en Dios y mundo, y la del hombre en espíritu y materia, recayendo también en esta última todo lo demás. A eso se añade el error, común a esos y a todos los filósofos habidos, de poner nuestra esencia fundamental en el conocimiento en lugar de en la voluntad, es decir, hacer de esta lo secundario y de aquel lo primario. Esos fueron, pues, los errores originarios contra los que a cada paso elevó su protesta la naturaleza y realidad de las cosas, y para salvar los cuales hubo que inventar entonces los spiritus animales, la materialidad de los animales, la causa ocasional, la visión de todo en Dios, la armonía preestablecida, las mónadas, el optimismo y todas las demás pamplinas. En mi pensamiento, en cambio, donde las cosas se abordan en sus correctos términos, todo encaja por sí mismo, todo aparece a la luz adecuada, no se requieren ficciones y simplex sigillum veri[134].
A Kant no le afectó directamente el problema de la sustancia: está por encima de él. El concepto de la sustancia es para él una categoría, es decir, una simple forma a priori del pensamiento. Pero con ella, en su necesaria aplicación a la intuición sensible, no se conoce nada tal como es en sí mismo: de ahí que la esencia que fundamenta tanto los cuerpos como las almas pueda ser en sí una y la misma. Esa es su teoría. A mí me allanó el camino para comprender que el propio cuerpo de cada cual es simplemente la intuición de su voluntad surgida en su cerebro, relación esta que luego, al ser extendida a todos los cuerpos, da como resultado el análisis del mundo en voluntad y representación.
Sin embargo, aquel concepto de la sustancia del que Descartes, fiel a Aristóteles, había hecho el concepto fundamental de la filosofía, y conforme a cuya definición partió también Spinoza, aunque al modo de los eleatas, al ser examinado con más exactitud y honradez, resulta ser una abstracción superior, pero injustificada, del 82 concepto de materia; abstracción que, junto a esta, debía también incluir el hijo fingido sustancia inmaterial. Esto lo he expuesto detenidamente en mi Crítica de la filosofía kantiana, pp. 550 ss. de la segunda edición [3.a ed., pp. 581 ss.]. Pero, al margen de esto, el concepto de sustancia no es apto para convertirse en punto de partida de la filosofía, ya por el simple hecho de que es objetivo. En efecto, todo lo objetivo es para nosotros meramente mediato; solo lo subjetivo es inmediato: por eso no se lo puede pasar por alto sino que hay que partir sin más de ello. Esto lo hizo, ciertamente, Descartes, e incluso fue el primero en saberlo y hacerlo; precisamente por eso comienza con él una nueva época principal de la filosofía: pero lo hace de forma simplemente preliminar, en un primer ímpetu, tras el cual asume enseguida la absoluta y objetiva realidad del mundo a crédito de la veracidad de Dios, y en adelante sigue filosofando de forma totalmente objetiva. Además ahí comete aún un importante circulus vitiosus. En efecto, demuestra la realidad objetiva de los objetos de todas nuestras representaciones intuitivas a partir de la existencia de Dios como su creador cuya veracidad no permite que nos engañe: pero la existencia de Dios la demuestra a partir de la representación innata que supuestamente tendríamos de El como el ser de la máxima perfección. II commence par douder de tout, et finit par tout croire[135], dice de él uno de sus compatriotas.
Así pues, Berkeley ha sido el primero en tomarse verdaderamente en serio el punto de partida subjetivo y en demostrar irrefutablemente su ineludible necesidad. El es el padre del idealismo: mas este constituye el fundamento de toda verdadera filosofía y desde entonces, al menos como punto de partida, se ha mantenido sin excepción, si bien cada uno de los filósofos posteriores ha intentado otras modulaciones y desviaciones. Así, ya Locke partió de lo subjetivo, al reivindicar para la afección sensorial una gran parte de las cualidades de los cuerpos. Pero hay que observar que su reducción de todas las diferencias cualitativas, en cuanto cualidades secundarias, a las meramente cuantitativas —es decir, tamaño, figura, posición etc.—, como las únicas cualidades primarias, 83 objetivas, en el fondo sigue siendo la doctrina de Demócrito, que igualmente redujo todas las cualidades a la figura, composición y posición de los átomos; esto se puede apreciar con especial claridad a partir de la Metafísica de Aristóteles, libro I, capítulo 4, y el De sensu de Teofrasto, capítulos 61-65. — Locke sería en esa medida un renovador de la filosofía de Demócrito, como Spinoza de la eleata. También él ha abierto realmente el camino al materialismo francés posterior. Pero de forma inmediata, y a través de esa provisional distinción entre lo subjetivo y lo objetivo de la intuición, ha preparado el terreno a Kant que, siguiendo su dirección y huella en un sentido muy superior, llegó a separar limpiamente lo subjetivo de lo objetivo, proceso este en el que lo subjetivo resultó ser tanto que lo objetivo quedó como un punto oscuro, un algo no ulteriormente cognoscible — la cosa en sí. Yo he reducido esta a la esencia que descubrimos en nuestra autoconciencia como voluntad, así que he vuelto aquí de nuevo a la fuente subjetiva de conocimiento. No podía ser de otro modo; porque, como se dijo, todo lo objetivo es siempre meramente secundario, es una representación. Por eso no podemos en absoluto buscar el núcleo más íntimo de los seres, la cosa en sí, fuera de nosotros sino solamente en nosotros, es decir, en lo subjetivo, en cuanto lo único inmediato. A esto se añade que en lo objetivo nunca podemos encontrar un punto de descanso, algo último y originario, ya que nosotros mismos estamos en el dominio de las representaciones, pero estas tienen por forma universal y esencial el principio de razón en sus cuatro formas, por lo que todo objeto está inmediatamente incluido y supeditado a su exigencia: por ejemplo, a un supuesto Absoluto objetivo enseguida le acometen destructivamente las preguntas: ¿de dónde? ¿por qué?, ante las cuales ha de retroceder y sucumbir. Otro es el caso cuando nos sumergimos en la callada, aunque oscura, profundidad del sujeto. Aquí, desde luego, nos amenaza el peligro de caer en el misticismo. Así que solo debemos sacar de esa fuente lo que es fácticamente verdadero, accesible a todos y cada uno y, por consiguiente, absolutamente innegable.
La dianología, que, como resultado de las investigaciones realizadas a partir de Descartes, estuvo vigente hasta antes de Kant, se halla expuesta en résumé y con una ingenua claridad en Muratori, Della fantasia, capítulos 1-4 y 13. Locke es presentado ahí como un hereje. El conjunto es un nido de errores en el que se puede apreciar de qué forma tan diferente he concebido y expuesto yo el tema, tras haber tenido como precedentes a Kant y a Cabanis. Toda aquella dianología y psicología está edificada sobre el falso dualismo cartesiano: a él se ha de remitir todo per fas et nefas[136] en toda la obra, también muchos hechos acertados e interesantes que él alega. Todo el proceder es interesante como ejemplo.
Como lema de la Crítica de la razón pura sería muy apropiado un pasaje de Pope (Works vol. 6, p. 374, ed. de Basilea), que unos ochenta años antes había escrito: Since ‘tis reasonable to doubt most things, we should most of all doubt that reason of ours which would demonstrate all things[137].
El auténtico espíritu de la filosofía kantiana, su pensamiento fundamental y su verdadero sentido, se pueden concebir y presentar de muy diversas formas: pero, de acuerdo con la variedad de las inteligencias, esas distintas versiones y expresiones del asunto serán unas más apropiadas que otras para abrir a este o aquel la recta comprensión de aquella teoría sumamente profunda y, por ende, difícil. El siguiente es un nuevo intento de esa clase, que trata de arrojar mi claridad sobre la profundidad kantiana[138].
Las matemáticas se basan en intuiciones en las que se fundan sus demostraciones: pero puesto que esas intuiciones no son empíricas sino a priori, sus teorías son apodicticas. En cambio, los datos de los que parte la filosofía y que han de suministrar necesidad (carácter apodictico) a sus demostraciones son simples conceptos. Pues en la intuición meramente empírica no se puede apoyar directamente, ya que trata de explicar lo universal de las cosas, no lo particular, por lo que su propósito es ir más allá de lo dado empíricamente. Entonces no le quedan más que los conceptos universales, ya que estos no son lo intuitivo y puramente empírico. Así pues, tales conceptos han de proporcionarle el fundamento de sus teorías y demostraciones, de ellos se ha de partir como lo existente y dado. Por consiguiente, la filosofía es una ciencia a partir de meros conceptos, mientras que la matemática lo es a partir de la construcción (representación intuitiva) de sus conceptos. Sin embargo, en sentido estricto, es solo la demostración de la filosofía la que parte de meros conceptos. Esta, en efecto, no puede, como hace la demostración matemática, partir de una intuición, ya que tal intuición tendría que ser o pura a priori, o empírica: la última no proporciona ningún carácter apodictico; la primera no ofrece más que matemáticas. Por ello, si quiere fundamentar de alguna manera sus teorías con una demostración, esta tendrá que consistir en la correcta consecuencia lógica a partir de los conceptos tomados como base. — Con eso marcharon las cosas bien durante toda la prolongada escolástica e incluso aún en la nueva época inaugurada por Descartes; de modo que vemos a Spinoza y Leibniz seguir todavía ese método. Pero finalmente a Locke se le ocurrió investigar el origen de los conceptos, y el resultado fue que todos los conceptos universales, por muy ampliamente que se conciban, están tomados de la experiencia, es decir, del mundo existente, intuido en la sensibilidad y empíricamente real, o bien de la experiencia interna que le suministra a cada cual la autoobservación empírica; por consiguiente, todo su contenido lo reciben únicamente de esas dos fuentes, por lo que nunca pueden ofrecer más de lo que la experiencia externa o interna han puesto en ellos. Estrictamente, de ahí se debería haber concluido que nunca pueden ir más allá de la experiencia, es decir, lograr su fin: pero Locke, con los principios tomados de la experiencia, fue más allá de ella.
En continua oposición a los pensadores anteriores, y para rectificar la teoría de Locke, Kant mostró que hay algunos conceptos que constituyen una excepción de la regla anterior, es decir, que no proceden de la experiencia; pero a la vez, que justamente esos conceptos, por una parte, están tomados de la intuición pura, es decir, dada a priori, del espacio y el tiempo; y, por otra parte, constituyen las funciones peculiares de nuestro entendimiento, a efectos de la experiencia que en el uso de este se rige por ellas; que, por lo tanto, su validez se extiende únicamente a la experiencia posible y siempre mediada por los sentidos, ya que ellos mismos tienen como único destino generar en nosotros la experiencia con sus procesos regulares, a partir de la excitación producida por la afección sensorial; y, vacíos en sí mismos, esperan toda materia y contenido exclusivamente de la sensibilidad para producir entonces la experiencia, pero al margen de aquella no tienen contenido ni significado, ya que solo resultan válidos bajo el supuesto de la intuición basada en la afección sensorial y se refieren esencialmente a aquella. De ahí se sigue que no pueden ofrecer la guía para conducirnos más allá de la posibilidad de la experiencia; y de aquí, a su vez, que la metafísica, en cuanto ciencia de aquello que va más allá de la naturaleza, es decir, de la posibilidad de la experiencia, es imposible.
Así pues, dado que aquella parte integrante de la experiencia —la universal, formal y regular— es cognoscible a priori, pero precisamente por eso se basa en las funciones esenciales y regulares de nuestro propio intelecto, mientras que la otra parte —la especial, material y contingente— nace de la afección sensorial, ambas son de origen subjetivo. De ahí se infiere que la totalidad de la experiencia junto con el mundo que en él se presenta es un mero fenómeno, es decir, algo que ante todo e inmediatamente no existe más que para el sujeto cognoscente: sin embargo, ese fenómeno apunta a alguna cosa en sí misma que lo funda y que sin embargo, en cuanto tal, es absolutamente incognoscible. — Estos son los resultados negativos de la filosofía kantiana.
He de recordar aquí que Kant actúa como si nosotros fuéramos seres meramente cognoscentes y no poseyéramos dato alguno fuera de la representación, cuando de hecho tenemos otro, en la voluntad, diferente toto genere de aquella. Ciertamente, él también ha 87 tomado esta en consideración, pero no en la filosofía teorética sino solo en la práctica, que en él se halla totalmente separada de aquella; en concreto, la ha tenido en cuenta única y exclusivamente para constatar el hecho de la significación puramente moral de nuestro obrar y para, a partir de ahí, fundar una dogmática moral como contrapeso de la incertidumbre teórica y, por lo tanto, también de la imposibilidad de toda teología en la que, conforme a lo anterior, caemos. —
La filosofía kantiana, a diferencia y hasta en oposición a todas las demás, es caracterizada como filosofía transcendental o, más exactamente, como idealismo transcendental. La expresión «transcendente» no es de origen matemático sino filosófico, dado que era ya usual en los escolásticos. Leibniz fue el primero en introducirla en las matemáticas para designar quod algebrae vires transscendit[139], es decir, las operaciones para cuya ejecución no son suficientes la aritmética común y el álgebra: por ejemplo, encontrar el logaritmo de una cantidad o viceversa; o bien encontrar de forma puramente aritmética las funciones trigonométricas de un arco, o viceversa; y, en general, todos los problemas que solo se pueden resolver con un cálculo llevado al infinito. Pero los escolásticos designaron como transcendentes los conceptos supremos, en concreto, los que eran aún más universales que las diez categorías de Aristóteles: todavía Spinoza utiliza la palabra en ese sentido. Giordano Bruno (Della causa, etc., diál. 4) llama transcendentes a los predicados que son más universales que la diferencia entre la sustancia corpórea e incorpórea y que, por lo tanto, convienen a la sustancia en general: se refieren, según él, a aquella raíz común en la que lo corpóreo es idéntico a lo incorpóreo y que constituye la sustancia verdadera y originaria; e incluso él ve ahí una prueba de que tal sustancia ha de existir. Por último, Kant entiende por transcendental ante todo el reconocimiento de lo apriórico y, por tanto, meramente formal en nuestro conocimiento, en cuanto tal; es decir, la comprensión de que tal conocimiento es independiente de la experiencia e incluso prescribe a esta misma la regla invariable conforme a la que ha de resultar; ello, unido a la comprensión de por qué ese conocimiento es así y tiene esa capacidad: porque él constituye la forma de nuestro intelecto, es decir, como consecuencia de su origen subjetivo: por consiguiente, en realidad solo la Crítica de la razón pura es transcendental. En contraposición a ello, denomina transcendente el uso o, más bien, el abuso de aquella parte puramente formal de nuestro conocimiento, más allá de la posibilidad de la experiencia: a ese uso lo llama también hiperfísico. Según ello, y dicho brevemente, transcendental significa tanto como «previo a toda experiencia»; transcendente, en cambio, «más allá de toda experiencia». En consecuencia, Kant admite la metafísica únicamente como filosofía transcendental, es decir, como teoría de la parte formal contenida en nuestra conciencia cognoscente, en cuanto tal, y de la limitación que de ahí nace, según la cual el conocimiento de las cosas en sí nos resulta imposible ya que la experiencia no nos puede ofrecer más que meros fenómenos. No obstante, en él la palabra «metafísica» no es del todo un sinónimo de «transcendental»: en efecto, todo lo que es cierto a priori pero se refiere a la experiencia se llama en él metafísica; en cambio, solo la doctrina según la cual es cierto a priori únicamente por su carácter subjetivo y en cuanto puramente formal se llama transcendental. Transcendental es la filosofía que llega a la conciencia de que las leyes primeras y esenciales de este mundo que se nos presenta radican en nuestro cerebro y por esa razón son conocidas a priori. Se llama transcendental porque va más allá de toda la fantasmagoría dada, hasta su origen. Por eso, como se dijo, solo la Crítica de la razón pura y en general la filosofía crítica (es decir, kantiana) es transcendental[140]: metafísicas, en cambio, son los «Principios de la ciencia natural» y también los de la «Doctrina de la virtud», etcétera. —
Sin embargo, podemos concebir el concepto de una filosofía transcendental en un sentido aún más profundo, si intentamos concentrar el espíritu más íntimo de la filosofía kantiana más o menos de la siguiente manera: todo el mundo nos es dado de forma meramente secundaria, como representación, imagen en nuestra mente o fenómeno cerebral, mientras que la propia voluntad nos es dada inmediatamente en la autoconciencia; conforme a ello, se da una separación e incluso una oposición entre nuestra propia existencia y la del mundo: todo eso es una simple consecuencia de nuestra existencia individual y animal, por lo que desaparece al cesar esta. Pero hasta entonces nos resulta imposible suprimir en el pensamiento aquella forma fundamental y originaria de nuestra conciencia que es aquello que se designa como la división de sujeto y objeto; porque todo pensamiento y representación la suponen: por eso la mantenemos y hacemos valer como el elemento esencial y la índole fundamental del mundo, cuando de hecho no es más que la forma de nuestra conciencia animal y del fenómeno mediado por ella. Mas de aquí nacen todas aquellas preguntas por el comienzo, fin, límites y origen del mundo, por nuestra propia permanencia tras la muerte, etc. Todas ellas se deben, pues, a nuestra falsa suposición que atribuye lo que solo es la forma del fenómeno, es decir, de las representaciones mediadas por una conciencia animal o cerebral, a la cosa en sí, y en consecuencia la hace pasar por índole originaria y fundamental del mundo. Este es el sentido de la expresión kantiana: todas esas preguntas son transcendentes. De ahí que, no solo subjective sino en y por sí mismas, es decir, objective, no sean susceptibles de respuesta alguna. Pues son problemas que desaparecen por completo al suprimirse nuestra conciencia cerebral y la oposición basada en ella, y sin embargo se han planteado como si fueran independientes de ella. Quien, por ejemplo, pregunta si perdura tras su muerte, suprime in hypothesi su conciencia cerebral animal; y sin embargo pregunta por algo que solo existe bajo el supuesto de la misma, ya que se basa en su forma: sujeto, objeto, espacio y tiempo; pregunta, en efecto, por su existencia individual. Una filosofía que aporta una conciencia clara de todas esas condiciones y limitaciones en cuanto tales es transcendental y, en tanto en cuanto reivindica para el sujeto las universales determinaciones fundamentales del mundo objetivo, es idealismo transcendental. — Poco a poco se comprenderá que los problemas de la metafísica solo son irresolubles en la medida en que en las preguntas mismas está ya contenida una contradicción.
Sin embargo, el idealismo transcendental no discute la realidad empírica del mundo existente, sino que simplemente afirma que esta no es incondicional, ya que tiene como condición nuestras funciones cerebrales, de las cuales nacen las formas de la intuición: espacio, tiempo y causalidad; que, por lo tanto, esa realidad empírica misma no es más que la realidad de un fenómeno. Aunque en ella se nos presente una multiplicidad de seres de los cuales siempre uno perece y otro nace, nosotros sabemos que la pluralidad solo es posible mediante la forma de la intuición del espacio, y el nacer y perecer, mediante la del tiempo; así conocemos que tal proceso no tiene realidad absoluta, es decir, que no corresponde al ser que se presenta en aquel fenómeno en sí mismo; sino que más bien, si se pudieran quitar aquellas formas cognoscitivas como al caleidoscopio el cristal, ese ser se presentaría ante nosotros como único y permanente, como imperecedero, inmutable e idéntico en todos los cambios, quizás incluso hasta en las determinaciones particulares. En conformidad con esta visión se podrían establecer las tres tesis siguientes:
1) La única forma de la realidad es el presente: solo en él se puede encontrar inmediatamente lo real y únicamente en él está contenido siempre de forma plena y completa.
2) Lo verdaderamente real es independiente del tiempo, luego es en cada instante uno y lo mismo.
3) El tiempo es la forma de la intuición de nuestro intelecto y, por lo tanto, ajeno a la cosa en sí.
Estas tres tesis son en el fondo idénticas. El que comprenda tanto su identidad como su verdad habrá hecho un gran progreso en la filosofía, al haber captado el espíritu del idealismo transcendental.
En general, ¡qué rica en consecuencias es la doctrina kantiana de la idealidad del espacio y el tiempo, que ha expuesto de forma tan árida y sobria! Mientras que nada se saca en limpio de la ostentosa, pretenciosa e intencionadamente incomprensible verborrea de los tres conocidos sofistas, que ha atraído la atención de un público indigno de Kant desde él hacia sí mismos. Antes de Kant, se podría decir, estábamos en el tiempo; ahora el tiempo está en nosotros. En el primer caso el tiempo es real y nosotros, como todo lo que en él se halla, somos consumidos por él. En el segundo caso el tiempo es ideal: se encuentra en nosotros. Ahí queda abolida ante todo la pregunta sobre el futuro tras la muerte. Pues si no existo yo, tampoco existe ya ningún tiempo. Es solamente una apariencia engañosa la que me muestra un tiempo que continuaría sin mí tras mi muerte; las tres partes del tiempo: pasado, presente y futuro, son del mismo modo producto mío, me pertenecen; pero no preferentemente una u otra de ellas. — A su vez, otra consecuencia que se podría extraer de la tesis de que el tiempo no pertenece al ser en sí de las cosas sería esta: que, en cierto sentido, el pasado no ha pasado sino que en el fondo todo lo que alguna vez existió real y verdaderamente ha de existir aún[141]; porque el tiempo se asemeja a la cascada de un teatro, que parece caer a chorros cuando, al ser una simple rueda, no se mueve de su sitio; en analogía con esto yo hace ya tiempo, en mi obra principal, comparé el espacio con un cristal tallado en facetas, que nos hace ver en una innumerable multiplicidad lo que existe de forma simple. E incluso, si a riesgo de caer en la exaltación profundizamos más en el asunto, nos puede ocurrir como si al recordar con gran viveza nuestro pasado remoto alcanzáramos la inmediata convicción de que el tiempo no roza la verdadera esencia de las cosas sino que solamente se interpone entre esta y nosotros como un simple medio de la percepción tras cuya supresión todo volvería a existir; y asimismo, por otra parte, nuestra fiel y vivaz capacidad de recordar, en la que aquello que pasó hace tiempo mantiene una existencia imperecedera, atestigua que también en nosotros hay algo que no envejece y, por consiguiente, no se halla en el dominio del tiempo. —
La principal tendencia de la filosofía kantiana está en demostrar la total diversidad de lo real y lo ideal, una vez que Locke le hubiera allanado el camino para ello. — Someramente se puede decir: lo ideal es la figura intuitiva que se presenta en el espacio, con todas las cualidades perceptibles en ella; lo real, en cambio, es la cosa en sí, en y por sí misma, independiente de su ser representada 92 en la mente de otro o en la propia. Pero trazar los límites entre ambos es difícil y, sin embargo, es precisamente lo que importa. Locke había mostrado que todo lo que en aquella figura hay de color, sonido, tersura, aspereza, dureza, blandura, frío, calor, etc. es meramente ideal (cualidades secundarias), así que no corresponde a la cosa en sí misma; porque, en efecto, en eso no nos es dado el ser y la esencia sino solamente la acción de la cosa y, por cierto, una acción muy parcialmente determinada, a saber: la acción sobre la receptividad específicamente determinada de nuestros cinco sentidos, en virtud de la cual, por ejemplo, el sonido no actúa sobre el ojo ni la luz sobre el oído. Incluso la acción de los cuerpos sobre los sentidos consiste simplemente en que los pone en la actividad que les es propia; casi como cuando se tira del hilo que pone en marcha un reloj musical. En cambio, Locke admitió aún como lo real, como lo que conviene a la cosa en sí misma, la extensión, forma, impenetrabilidad, movimiento o reposo, y número, a los que por ello denominó cualidades primarias. Con un discernimiento infinitamente superior, Kant mostró después que tampoco esas propiedades corresponden a la esencia puramente objetiva de las cosas o a la cosa en sí misma, así que no pueden ser verdaderamente reales; porque están condicionadas por el espacio, el tiempo y la causalidad, pero estos, de acuerdo con toda su regularidad y naturaleza, nos son dados y exactamente conocidos antes de toda experiencia; por eso aquellas propiedades han de hallarse preformadas en nosotros, igual que la específica clase de receptividad y actividad de cada uno de nuestros sentidos. Conforme a ello, yo he afirmado directamente que aquellas formas constituyen la parte que toma el cerebro en la intuición, como las específicas afecciones sensibles son la parte de los respectivos órganos sensoriales[142]. Así pues, ya según Kant la esencia de las cosas puramente objetiva e independiente de nuestra representación y su aparato, que él llama la cosa en sí, es decir, lo verdaderamente real en contraposición a lo ideal, es algo absolutamente distinto de la figura que se nos presenta intuitivamente y a lo que incluso, puesto que ha de ser independiente del espacio y el tiempo, de hecho no se le puede atribuir extensión ni duración; si bien otorga la fuerza para existir a todo lo que posee extensión y duración. También Spinoza ha captado el tema en general, como puede apreciarse en Etb., P. II, prop. 16 con el 2.º corolario, y prop. 18, escolio.
En Locke lo real, en oposición a lo ideal, es en el fondo la materia, bien que despojada de todas las cualidades, que él elimina en cuanto secundarias, es decir, condicionadas por nuestros órganos sensoriales; pero sí es para él algo que existe en y por sí como extenso, etc., y cuyo mero reflejo o imagen es la representación en nosotros. Recuerdo aquí que yo (en Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, 2.a ed., p. 77, y con menos detalle en El mundo como voluntad y representación vol. I, p. 9 y vol II, p. 48 [3.a ed., vol. I, p. 10 y vol II, p. 52]) he demostrado que la esencia de la materia no consiste en nada más que su obrar, por lo que la materia es en todo causalidad; y que, puesto que en ella, al ser pensada en cuanto tal, se prescinde de toda cualidad especial, es decir, de toda forma específica de acción, ella es el obrar o la pura causalidad despojada de todas las determinaciones próximas, la causalidad in abstracto; lo cual pido que se repase en los pasajes citados para una comprensión más profunda. Pero ya Kant había enseñado —si bien yo he sido el primero en ofrecer la correcta demostración para ello— que toda causalidad es una simple forma de nuestro entendimiento, luego solo existe para el entendimiento y en él. Según ello, vemos ahora que lo supuestamente real en Locke, la materia, se retrotrae a lo ideal y con ello al sujeto, es decir, que solo existe en la representación y para ella. — Ya Kant, con su exposición, arrebató a lo real o la cosa en sí la materialidad: pero en él aquella quedó como una X totalmente desconocida. Yo, sin embargo, he demostrado que lo verdaderamente real o la cosa en sí, única que tiene una existencia real, independiente de la representación y sus formas, es la voluntad en nosotros; mientras que hasta entonces esta se había incluido sin vacilar en lo ideal. Se ve, según esto, que Locke, Kant y yo nos hallamos en una estrecha relación, ya que en el intervalo de casi dos siglos hemos expuesto el paulatino desarrollo de un curso de pensamiento conexo e incluso unitario. Como miembro de conexión de esa cadena se ha de considerar también a David Hume, si bien únicamente con respecto a la ley de la causalidad. En relación con él y su influencia he de completar aún la anterior exposición con lo siguiente.
Locke, al igual que Condillac, que siguió sus huellas, y los discípulos de este, muestran y afirman que a la sensación producida en un órgano sensorial le tiene que corresponder una causa fuera de nuestro cuerpo; luego, que a la diversidad de tal efecto (afección sensorial) le ha de corresponder también una diversidad de causas; y por último, cuáles pueden acaso ser estas; de ahí surge después la mencionada distinción entre cualidades primarias y secundarias. Con eso han concluido, y entonces se les plantea un mundo objetivo en el espacio, un mundo de cosas en sí que son incoloras, inodoras, insonoras, ni frías ni calientes, etc., pero extensas, con forma, impenetrables, móviles y contables. Pero el axioma mismo en virtud del cual se produce aquel tránsito de lo interior a lo exterior, y luego toda aquella deducción y establecimiento de las cosas en sí, es decir, la ley de la causalidad, ellos, como todos los filósofos anteriores, los han tomado por algo que se entiende por sí mismo y no han sometido su validez a ningún examen. Hacia ahí dirigió Hume su ataque escéptico, al poner en duda la validez de aquella ley; porque, en efecto, la experiencia, de la que conforme a su filosofía deben proceder todos nuestros conocimientos, nunca puede ofrecer la conexión causal misma sino solo la mera sucesión temporal de estados, es decir, nunca una consecuencia sino una secuencia que, justamente en cuanto tal, se muestra siempre contingente y nunca necesaria. Este argumento, que ya repugna al sano entendimiento pero que no es fácil de refutar, dio a Kant ocasión de investigar el verdadero origen del concepto de causalidad: ahí descubrió que este se encuentra en la forma esencial e innata de nuestro entendimiento, esto es, en el sujeto, y no en el objeto, ya que no nos puede venir de fuera. Con ello, todo aquel mundo objetivo de Locke y Condillac fue de nuevo introducido en el sujeto, dado que Kant había demostrado que el hilo que conducía a él era de origen subjetivo. Pues tan subjetiva como la afección sensorial es ahora la regla según la cual hay que concebirla como efecto de una causa, causa esta que es lo único que se intuye como mundo objetivo, ya que el sujeto no supone un objeto externo más que como resultado de la peculiaridad de su intelecto consistente en suponer una causa para cada cambio; así que en realidad solo lo proyecta desde sí mismo en un espacio dispuesto a tal fin, que es igualmente un producto de su naturaleza propia y originaria, al igual que la específica sensación en los órganos sensoriales, con ocasión de la cual tiene lugar todo el proceso. Por consiguiente, aquel mundo objetivo de cosas en sí lockeano fue transformado por Kant en un mundo de meros fenómenos en nuestro aparato cognoscitivo, y ello tanto más plenamente cuanto demostró que, al igual que el espacio en el que se presentan, también el tiempo en el que transcurren es de origen innegablemente subjetivo.
Pero con todo Kant siguió manteniendo igual que Locke la cosa en sí, es decir, algo que existiría independientemente de nuestras representaciones, las cuales ofrecen meros fenómenos, y que sería justamente el fundamento de esos fenómenos. Aunque Kant también aquí tenía razón en y por sí, la justificación no se podía deducir de los principios que él asentó. Por eso se encuentra aquí el talón de Aquiles de su filosofía, y esta, al demostrarse su inconsecuencia, tuvo que sacrificar el reconocimiento de validez y verdad incondicionales que ya había ganado: pero en el fondo se le hizo ahí injusticia. Pues, ciertamente, el supuesto de una cosa en sí tras los fenómenos, de un núcleo real bajo tantas capas, no es en modo alguno falso, ya que más bien sería absurdo negarlo, sino que solo era deficiente la forma en que Kant introdujo tal cosa en sí y la intentó conciliar con sus principios. En el fondo, pues, es únicamente su exposición (tomada esta palabra en el sentido más amplio) del asunto, no este mismo, lo que sucumbió a los adversarios, y en este sentido se podría afirmar que la argumentación que se ha hecho valer contra él es en realidad solo ad hominem, no ad rem. Sea como fuere, aquí encuentra aplicación el proverbio hindú: «No hay loto sin tallo». A Kant le dirigía la verdad sentida con seguridad de que tras cada fenómeno hay algo que existe en sí mismo y de lo que aquel recibe su existencia, es decir, que tras la representación se halla algo representado. Pero él se propuso deducir eso de la representación dada, consultando sus leyes conocidas por nosotros a priori y que sin embargo, precisamente porque son a priori, no pueden conducirnos a algo independiente y distinto del fenómeno o la representación; de ahí que para llegar a eso haya que tomar otro camino. Las inconsecuencias en las que Kant había incurrido a causa de la errónea vía que adoptó en ese respecto le fueron expuestas por G. E. Schulze que, en su estilo torpe y prolijo, analizó el tema, primero anónimamente en el Enesidemo (en especial pp. 374-381) y después en su Crítica de la filosofía teorética (vol. II, pp. 205 ss.); contra él ha elevado Reinhold la defensa de Kant, aunque sin especial éxito, de modo que en su caso se aplica el haec potuisse dici, et non potuisse refelli[143].
Quisiera resaltar aquí con claridad y a mi manera, independientemente de la concepción de Schulze, la verdadera esencia del asunto en la que se funda toda la controversia. Kant nunca ha ofrecido una estricta deducción de la cosa en sí; antes bien, la ha tomado de sus predecesores, en concreto de Locke, y la ha conservado como algo cuya existencia es indudable porque va de suyo; e incluso eso le estaba permitido en cierta medida. En efecto, según los descubrimientos kantianos, nuestro conocimiento empírico contiene un elemento demostrable de origen subjetivo y otro del que no es tal el caso: este último sigue siendo, pues, objetivo, ya que no 97 hay razón para considerarlo subjetivo[144]. En consecuencia, el idealismo transcendental kantiano niega el ser objetivo de las cosas, o su realidad independiente de nuestra captación, hasta donde se extiende la parte a priori de nuestro conocimiento; pero no más allá; porque precisamente la razón para negarlo no llega más allá: por eso deja que se mantenga lo que está más allá, es decir, todas esas cualidades de las cosas que no se pueden construir a priori. Pues en modo alguno podemos determinar a priori toda la esencia de los fenómenos dados, es decir, del mundo corpóreo, sino solo la forma general de su fenómeno, que se puede reducir a espacio, tiempo y causalidad junto con la completa legalidad de esas tres formas. Lo que, por el contrario, queda sin determinar por esas formas existentes a priori, es decir, lo contingente respecto a ellas, es justamente la manifestación de la cosa en sí misma. Entonces el contenido empírico de los fenómenos, esto es, cada determinación próxima de los mismos, cada cualidad física que aparece en ellos, no puede ser conocida solamente a posteriori: esas cualidades empíricas (o, más bien, la fuente común de las mismas) permanecen en la cosa en sí misma como manifestaciones de su ser propio a través del medio de todas aquellas formas a priori. Ese a posteriori que aparece en cada fenómeno como envuelto en lo a priori, pero que otorga a cada ser su carácter especial e individual, es por lo tanto la materia del mundo fenoménico por oposición a su forma. Pero esa materia no puede en absoluto ser deducida de las formas del fenómeno inherentes al sujeto que Kant investigó tan cuidadosamente y cuyo carácter a priori demostró, sino que permanece tras sustraer todo lo que se deriva de ellas, así que se encuentra como un segundo elemento completamente distinto del fenómeno empírico y un ingrediente ajeno a aquellas formas; pero, por otro lado, no nace en modo alguno del arbitrio del sujeto cognoscente sino que con frecuencia se opone a él. Por todo ello, Kant no tuvo reparo en atribuir esa materia del fenómeno a la cosa en sí misma y así considerarla del todo procedente de fuera; porque de algún sitio ha de venir o, como lo expresa Kant, alguna razón ha de tener. Pero puesto que no podemos aislar tales cualidades cognoscibles exclusivamente a posteriori ni concebirlas separadas y depuradas de las a priori, sino que siempre aparecen envueltas en estas, Kant enseña que conocemos la existencia de las cosas en sí, pero no más, así que solamente sabemos que existen, pero no qué son; por eso en él queda la esencia de las cosas en sí como una magnitud desconocida, una X. Pues la forma del fenómeno reviste y encubre siempre la esencia de la cosa en sí. A lo sumo se podría decir: puesto que aquellas formas a priori convienen sin distinción a todas las cosas en cuanto fenómenos, ya que proceden de nuestro intelecto, pero las cosas muestran diferencias muy significativas, aquello que determina esas diferencias, es decir, la específica diversidad de las cosas, es la cosa en sí misma.
Visto así el asunto, el que Kant admita y suponga la cosa en sí pese a la subjetividad de todas nuestras formas cognoscitivas parece plenamente legítimo y fundamentado. Sin embargo, se muestra totalmente insostenible cuando su único argumento, el del contenido empírico de todos los fenómenos, es examinado en detalle y se llega hasta su origen. En efecto, en el conocimiento empírico y su fuente, la representación intuitiva, existe una materia independiente de su forma conocida por nosotros a priori. La siguiente cuestión es si esa materia es de origen objetivo o subjetivo, ya que solo en el primer caso puede dar cuenta de la cosa en sí. Por eso, si nos remontamos hasta su origen encontramos que este no es sino la afección sensorial: pues es un cambio producido en la retina del ojo, o en el nervio auditivo, o en las yemas de los dedos, lo que da comienzo a la representación intuitiva, es decir, lo que pone todo el aparato de nuestras formas cognoscitivas ya existentes a priori en aquel funcionamiento cuyo resultado es la percepción de un objeto externo. A aquel cambio sentido en los órganos sensoriales se le aplica en primer lugar, a través de una necesaria e indefectible función del entendimiento, la ley de causalidad: esta, con su seguridad y certeza a priori, conduce a una causa de aquel cambio que, al no hallarse en el arbitrio del sujeto, se presenta como externa a 99 él, una cualidad que solo recibe su significado a través de la forma del espacio, si bien esta última también la añade el propio intelecto con ese fin; con ello, pues, aquella causa necesariamente supuesta se presenta enseguida intuitivamente como un objeto en el espacio, que lleva en sí como cualidades suyas los cambios que ha producido en nuestros órganos sensoriales. Todo ese proceso se halla expuesto en detalle y a fondo en la segunda edición de mi tratado Sobre el principio de razón, § 21. No obstante, la afección sensorial, que proporciona el punto de partida de ese proceso y sin duda toda la materia de la intuición empírica, es plenamente subjetiva; y puesto que, de acuerdo con la correcta demostración kantiana, todas las formas cognoscitivas a través de las cuales la representación intuitiva objetiva nace y es proyectada hacia fuera son también de origen subjetivo, está claro que tanto la materia como la forma de la representación intuitiva surgen del sujeto. Conforme a ello, todo nuestro conocimiento empírico se descompone en dos partes que tienen ambas su origen en nosotros mismos: la afección sensorial y las formas dadas a priori, es decir, ubicadas en las funciones de nuestro intelecto o cerebro: tiempo, espacio y causalidad; a estas añadió Kant otras once categorías del entendimiento que yo he demostrado que son superfluas e inadmisibles. En consecuencia, la representación intuitiva y nuestro conocimiento empírico basado en ella no ofrecen en verdad ningún dato para inferir una cosa en sí, y Kant no estaba autorizado, según sus propios principios, a suponerla. Al igual que las anteriores, también la filosofía de Locke había considerado la ley de causalidad algo absoluto, estando así justificada a inferir de la afección sensorial una cosa externa que existe realmente con independencia de nosotros. Sin embargo, ese tránsito del efecto a la causa es la única vía para acceder directamente desde lo interior y subjetivamente dado hasta lo exterior y objetivamente existente. Mas una vez que Kant hubo reivindicado la ley de la causalidad para la forma cognoscitiva del sujeto, ya no le estaba abierta esa vía: él mismo ha prevenido con frecuencia contra el uso transcendente, es decir, más allá de la experiencia y su posibilidad, de la categoría de la causalidad.
De hecho, la cosa en sí jamás se puede alcanzar por esa vía ni, en general, por la del conocimiento puramente objetivo, que siempre sigue siendo representación, aunque en cuanto tal radica en el sujeto y nunca puede ofrecer nada realmente distinto de la representación. Antes bien, solo podemos acceder a la cosa en sí trasladando el punto de vista, en concreto, partiendo, no como hasta ahora, de lo que representa, sino de lo que es representado. Pero eso le es posible a cada cual en una sola cosa que también le es accesible desde dentro y le es así dada de dos maneras: se trata de su propio cuerpo, que en el mundo objetivo existe como representación en el espacio, pero al mismo tiempo se da a conocer en la propia autoconciencia como voluntad. Él nos proporciona la clave, ante todo, para comprender todas sus acciones y movimientos provocados por causas externas (aquí motivos) que, sin esa comprensión interna e inmediata de su esencia, seguirían resultándonos tan incomprensibles e inexplicables como los cambios que se producen en los demás cuerpos en cuanto manifestaciones de las fuerzas de la naturaleza según las leyes de esta, cambios que solo nos son dados en la intuición objetiva; y luego nos proporciona también la clave para comprender el sustrato permanente de todas aquellas acciones, en el que arraigan las fuerzas para ellas, — es decir, el cuerpo mismo. Este conocimiento inmediato que cada cual tiene de su propio fenómeno, que se le da también en la mera intuición objetiva al igual que todos los demás, después tiene que ser transferido por analogía a todos los demás fenómenos, que solo le son dados de la última forma, convirtiéndose entonces en la clave para el conocimiento de la esencia interior de las cosas, es decir, de la cosa en sí misma. Así pues, a este no podemos acceder más que por una vía totalmente distinta de la del conocimiento puramente objetivo, que sigue siendo mera representación; tal vía consiste en recurrir a la autoconciencia del sujeto del conocimiento que se presenta como individuo animal, y convertirla en intérprete de la conciencia de las otras cosas, es decir, del intelecto intuitivo. Ese es el camino que yo he recorrido y el único correcto, la estrecha puerta hacia la verdad.
En vez de tomar ese camino, se confundió la exposición kantiana con la esencia del asunto, se creyó refutar esta rebatiendo aquella, se tomó lo que en el fondo no eran más que argumenta ad hominem por argumenta ad rem, y así, a resultas de aquellos ataques de Schulze, se consideró insostenible la filosofía kantiana. — Con ello quedó el campo libre a los sofistas y farsantes. Como el primero de esta clase se presentó Fichte que, al haber caído en descrédito la cosa en sí, inmediatamente elaboró un sistema sin cosas en sí, y con ello rechazó el supuesto de algo que no fuera en todo nuestra mera representación; así hizo que el sujeto fuera todo en todo o bien que lo produjera todo por sus propios medios. Con ese fin suprimió enseguida lo esencial y más meritorio de la doctrina kantiana, la distinción de lo a priori y lo a posteriori y, con ello, la del fenómeno y la cosa en sí, al considerarlo todo a priori, naturalmente, sin prueba alguna de tal afirmación monstruosa: en su lugar ofreció, por un lado, pseudo-demostraciones sofísticas y hasta disparatadas, cuyo carácter absurdo se ocultó bajo la máscara de la profundidad y del carácter incomprensible derivado de ella; y, por otro lado, apeló abierta y desvergonzadamente a la intuición intelectual, es decir, propiamente a la inspiración. Para un público carente de todo juicio e indigno de Kant, eso fue suficiente: tomó el exceso por superioridad y consideró así a Fichte un filósofo todavía mayor que Kant. Incluso aún hoy no faltan autores filosóficos que se esfuerzan en embaucar a la nueva generación con aquella falsa fama de Fichte que se ha hecho tradicional, y aseguran totalmente en serio que lo que Kant simplemente había intentado lo llevó a cabo Fichte: él sería quien realmente acertó. Esos señores, con su juicio de Midas de segunda instancia, manifiestan tan palpablemente su total incapacidad de comprender a Kant y, en general, su deplorable falta de entendimiento, que es de esperar que la generación por fin desengañada que surge se guarde de echar a perder tiempo y mente con sus abundantes historias de la filosofía y demás escritos. — Con ocasión de esto quisiera traer a la memoria un pequeño escrito en el que se puede apreciar qué efecto tuvieron la apariencia personal y la conducta de Fichte en sus contemporáneos imparciales: se llama Gabinete de caracteres berlineses y apareció en 1808 sin lugar de edición: debe de ser de Buchholz, si bien no tengo certeza al respecto. Compárese con él lo que dice el jurista Anselmo de Feuerbach sobre Fichte, en sus cartas de 1852, editadas por su hijo; e igualmente con la Correspondencia entre Schiller y Fichte, 1847; así se obtendrá una imagen más adecuada de ese pseudofilósofo.
Enseguida Schelling, digno de su predecesor, siguió las huellas de Fichte, las cuales no obstante abandonó para proclamar su invención: la absoluta identidad de lo subjetivo y lo objetivo, o de lo ideal y lo real, que se resume en que todo lo que espíritus infrecuentes como Locke y Kant habían separado con un increíble derroche de sagacidad y reflexión se vuelve a mezclar en la papilla de aquella absoluta identidad. Pues la doctrina de esos dos pensadores se puede caracterizar con total propiedad como la de la absoluta diversidad de lo ideal y lo real, o de lo subjetivo y lo objetivo. Pero entonces se fue de extravío en extravío. Una vez que Fichte hubo introducido el carácter ininteligible del discurso y sustituido el pensamiento por la apariencia de profundidad, estaba sembrada la semilla de la que debía brotar una corrupción tras otra y, finalmente, la total desmoralización de la filosofía surgida en nuestros días y, a través de ella, la de toda la literatura[145].
A Schelling siguió entonces una criatura ministerial filosófica: Hegel, que, con una intención política y que además servía a un error, fue marcado desde lo alto como un gran filósofo: un charlatán vulgar, trivial, asquerosamente nauseabundo e ignorante que con inaudita frescura, desvarío y disparate emborronó cuartillas que sus venales seguidores pregonaron como sabiduría inmortal y los tontos tomaron por tal, de donde surgió un coro de admiración tan completo como nunca se había oído antes[146]. La amplia eficacia espiritual que se consiguió por la fuerza para tal hombre ha tenido como consecuencia la perdición intelectual de toda una generación de eruditos. A los admiradores de aquella pseudofilosofía les espera la burla de la posteridad, preludiada ya ahora por el escarnio de los vecinos, agradable de oír; ¿o no debería sonar bien a mis oídos que la nación cuya casta erudita a lo largo de treinta años ha estimado mis logros en nada y menos que nada, como indignos de un vistazo, se gane entre sus vecinos la fama de haber venerado y hasta divinizado durante otros tantos como la más alta e inaudita filosofía lo totalmente malo, lo absurdo, lo sin sentido y lo que sirve a propósitos materiales? ¿Debo yo también, como buen patriota, deshacerme en loas a los alemanes y lo alemán, y alegrarme de pertenecer a esa nación y a ninguna otra? Pero la cosa es como dice el refrán español: cada uno cuenta la feria, como le va en ella[147]. Id a los aduladores de la plebe y dejad que os elogien. Charlatanes hábiles, burdos, esponjados por los ministros, emborronadores de banales sinsentidos, sin espíritu ni mérito: eso es lo que conviene a los alemanes, y no hombres como yo. Este es el testimonio que he de darles al despedirme. Wieland (Cartas a Merck, p. 239) considera una desgracia haber nacido alemán: Bürger, Mozart, Beethoven, etc., habrían estado de acuerdo con él: yo también. Se debe a que σοφόν είναι δει τον έπιγνωσόμενον τον σοφόν[148], o il n’y a que l’esprit qui sente l’esprit[149].
Entre las más brillantes y meritorias páginas de la filosofía kantiana se encuentra sin discusión la dialéctica transcendental, con la que ha sacado de fundamento la teología y la psicología especulativas, de tal suerte que desde entonces ni siquiera con la mejor 104 voluntad se ha podido volver a instaurarlas. ¡Qué beneficio para el espíritu humano! ¿O no vemos que, durante todo el periodo que va desde el resurgimiento de las ciencias hasta Kant, incluso los pensamientos de los más grandes hombres tomaron una dirección equivocada y a menudo llegaron a dislocarse totalmente a consecuencia de aquellas dos suposiciones absolutamente inviolables que paralizan todo el espíritu, primero sustraídas a toda investigación y luego indiferentes a ella? ¿No se nos confunden y falsean las primeras y más esenciales concepciones sobre nosotros mismos y todas las cosas cuando partimos de la hipótesis de que todo ha sido producido y organizado desde fuera por un ser personal, por lo tanto individual, según conceptos y propósitos pensados? ¿E igualmente, que la esencia fundamental del hombre es el pensamiento y que él está formado por dos partes totalmente heterogéneas que se unirían y soldarían sin saber cómo y que se las compondrían lo mejor que pudieran para pronto, nolentes volentes, volver a separarse para siempre? La poderosa influencia que ha tenido sobre todas las ciencias la crítica kantiana de esas representaciones y de sus fundamentos se aprecia en que desde entonces, al menos en la alta literatura alemana, aquellas hipótesis aparecen solamente en sentido figurado pero no son ya tomadas en serio, sino que se dejan a los escritos para el vulgo y a los profesores de filosofía, que con ellas se ganan el pan. En efecto, nuestras obras de ciencias naturales se mantienen libres de ellas, mientras que, por el contrario, las inglesas se desacreditan a nuestros ojos por las formas de hablar y las diatribas que apuntan a ellas, o por las apologías de las mismas[150]. Todavía poco antes de Kant las cosas eran totalmente distintas a 105 ese respecto: así vemos, por ejemplo, que hasta el eminente Lichtenberg, cuya formación juvenil era aún prekantiana, en su artículo sobre fisonomía se aferra con ahínco y convicción a aquella oposición de alma y cuerpo, echando así a perder su trabajo.
Quien examine ese alto valor de la dialéctica transcendental no encontrará superfluo que yo la aborde aquí de forma algo más especial. En primer lugar, presento a los conocedores y amantes de la crítica de la razón el siguiente intento de concebir y rebatir de forma totalmente distinta el argumento que, bajo el título «Paralogismo de la personalidad», refuta en las páginas 361 ss. de la «Crítica de la psicología racional», en la versión completa que aparece únicamente en la primera edición —mientras que en la siguiente aparece castrada—. Pues la exposición kantiana del mismo, desde luego profunda, no solo es absolutamente sutil y de difícil comprensión sino que también se le puede reprochar que, de repente y sin más autorización, tome el objeto de la autoconciencia o, en lenguaje kantiano, del sentido interno, como el objeto de una conciencia ajena o hasta de una intuición externa, para luego juzgarlo conforme a leyes y analogías del mundo corpóreo; e incluso que (p. 363) se permita suponer dos tiempos diferentes, uno en la conciencia del sujeto que es juzgado y otro en la del que juzga, que no concuerdan entre sí. — Yo daría, pues, otra versión totalmente distinta del citado argumento de la personalidad, presentándolo en las dos tesis siguientes:
1) En relación con todo movimiento en general, de la clase que sea, podemos establecer a priori que es perceptible ante todo por comparación con algo en reposo; de donde se sigue que tampoco el curso del tiempo, con todo lo contenido en él, podría ser percibido si no existiera algo que no tuviera parte en él y con cuyo reposo pudiéramos comparar su movimiento. Aquí juzgamos, por supuesto, en analogía con el movimiento en el espacio: pero espacio y tiempo han de servir siempre para explicarse mutuamente, y de ahí que tengamos que representarnos también el tiempo con la imagen de una línea recta para construirlo a priori al concebirlo 106 intuitivamente. En consecuencia, no podemos imaginarnos que, si todo en nuestra conciencia avanzara en el flujo del tiempo a la vez y conjuntamente, ese avance fuera perceptible, sino que para ello hemos de suponer algo fijo por lo que pasara el tiempo con su contenido. Para la intuición del sentido externo eso lo proporciona la materia en cuanto sustancia permanente bajo el cambio de los accidentes, tal y como lo expone también Kant en la demostración de la «Primera analogía de la experiencia», p. 183 de la primera edición. Sin embargo, es justamente en ese pasaje donde comete el intolerable fallo que ya censuré en otro lugar[151], incluso contradictorio con su propia teoría, de decir que no es el tiempo mismo el que fluye, sino solo los fenómenos en él. Que eso es radicalmente falso lo demuestra la firme certeza que todos tenemos de que, aun cuando todas las cosas en el cielo y en la tierra se quedaran quietas de repente, el tiempo, imperturbable, seguiría su curso; de modo que, una vez que la naturaleza se hubiera puesto de nuevo en marcha, la pregunta por la duración de la pausa producida sería en sí misma susceptible de una exacta contestación. Si fuera de otro modo, entonces el tiempo tendría que pararse con el reloj o, cuando este anduviera, andar con él. Mas justamente ese estado de cosas, junto con nuestra certeza a priori al respecto, demuestra irrefutablemente que el tiempo tiene su curso, y por lo tanto su ser, en nuestra mente y no fuera. — He dicho que en el ámbito de la intuición externa lo persistente es la materia: pero en nuestro argumento de la personalidad se trata únicamente de la percepción del sentido interno, en el cual se asume a su vez la del externo. Por eso he dicho que, si nuestra conciencia con todo su contenido avanzara uniformemente en la corriente del tiempo, no podríamos ser conscientes de ese movimiento. Así que para eso ha de existir algo inmóvil en la conciencia misma. Mas eso no puede ser sino el propio sujeto cognoscente, que contempla inconmovible y sin cambio el curso del tiempo y la alteración de su contenido. Ante su mirada pasa la vida como un espectáculo. Lo poco que participa él mismo en ese curso se nos hace incluso perceptible cuando, en la vejez, se nos presentan con vivacidad las escenas de la juventud y la niñez.
2) Interiormente, en la autoconciencia o, hablando en lenguaje kantiano, a través del sentido interno, me conozco a mí mismo exclusivamente en el tiempo. Pero, considerado objetivamente, en el mero tiempo no puede haber nada permanente, ya que tal cosa supone una duración, esta, una simultaneidad, y esta, a su vez, el espacio (la fundamentación de esta tesis se encuentra en mi tratado Sobre el principio de razón 2.a edición, § 18, y también en El mundo como voluntad y representación, 2.a edición, vol. I, § 4 pp. 10-11, y p. 531 [3.a ed., pp. 10-12 y p. 560]). Pese a ello, yo me encuentro a mí mismo como lo permanente, es decir, el sustrato de todas mis representaciones que se mantiene sin cesar en todo cambio de las mismas y que es a esas representaciones lo que la materia a sus cambiantes accidentes; por consiguiente, merece como ella el nombre de sustancia y, puesto que es inespacial y por lo tanto inextensa, el de sustancia simple. Pero dado que, como se dijo, en el mero tiempo por sí solo no puede encontrarse nada permanente, y sin embargo la sustancia de la que hablamos no puede ser percibida por el sentido externo, luego tampoco en el espacio, para representárnosla como algo permanente frente al correr del tiempo hemos de admitir que se halla fuera del tiempo, y así decir: todo objeto se encuentra en el tiempo; no así, en cambio, el verdadero sujeto cognoscente. Y puesto que fuera del tiempo tampoco se da un cese o término, en el sujeto cognoscente que hay en nosotros tendríamos una sustancia permanente pero no espacial ni temporal, luego indestructible.
Para demostrar que el argumento de la personalidad, así concebido, es un paralogismo, habría que decir que su segunda premisa recurre a un hecho empírico al que se puede oponer este: que el sujeto cognoscente está efectivamente ligado a la vida e incluso a la vigilia, así que su permanencia durante ambas no demuestra en modo alguno que pueda también existir fuera de ellas. Pues esa permanencia fáctica durante el tiempo que dura el estado consciente está muy lejos, e incluso es toto genere distinta, de la permanencia de la materia (ese origen y realización única de concepto de sustancia) que conocemos en la intuición y de la que no solo captamos a priori su duración fáctica sino también su necesaria indestructibilidad y la imposibilidad de su aniquilación. Pero es en analogía con los esa sustancia verdaderamente indestructible como pretendemos suponer una sustancia pensante en nosotros mismos, que después tendría asegurada una permanencia infinita. Prescindiendo de que esta última sería la analogía con un simple fenómeno (la materia), la falta que comete la razón dialéctica en la anterior demostración consiste en que la permanencia del sujeto en el cambio de todas sus representaciones en el tiempo es tratada como la permanencia de la materia que nos es dada en la intuición; por consiguiente, ambas son reunidas bajo el concepto de la sustancia a fin de atribuir a aquella supuesta sustancia inmaterial todo lo que —si bien bajo las condiciones de la intuición— se puede afirmar a priori de la materia, en concreto, la permanencia en todo tiempo; aunque la permanencia de esa sustancia inmaterial se basa más bien en que se supone que no existe en ningún tiempo, y mucho menos en todo él, con lo que las condiciones de la intuición a consecuencia de las cuales se afirma a priori la indestructibilidad de la materia son aquí eliminadas expresamente, y en particular la espacialidad. Mas precisamente en esta se basa (de acuerdo con los pasajes de mis escritos citados) su permanencia.
Con respecto a la demostración de la inmortalidad del alma a partir de su supuesta simplicidad, y la indisolubilidad que de ella se sigue y gracias a la cual se excluye la única forma posible de muerte —la disolución de las partes—, se puede decir en general que todas las leyes sobre el nacimiento, la muerte, el cambio, la permanencia, etc., que conocemos bien a priori o a posteriori, valen exclusivamente del mundo corpóreo que nos es dado objetivamente y además está condicionado por nuestro intelecto: por ello, tan pronto como abandonamos este y hablamos de seres inmateriales, no tenemos ya autorización alguna para aplicar aquellas leyes y reglas a fin de afirmar cómo es o no posible el nacer y perecer de tales seres, sino que ahí carecemos de toda pauta. De ese modo quedan truncadas todas las pruebas de la inmortalidad a partir de la simplicidad de la sustancia pensante. Pues la anfibología consiste en que se habla de una sustancia inmaterial y luego se introducen las leyes de la material para aplicárselas a aquella.
Entretanto, el paralogismo de la personalidad, tal y como yo lo he concebido, ofrece en su primer argumento la prueba a priori de que en nuestra conciencia tiene que haber algo permanente, y en el segundo argumento lo demuestra a posteriori. Tomado en su conjunto, parece tener aquí su raíz la verdad en la que, como por lo regular ocurre con todo error, se basa también aquí a la psicología racional. Esa verdad es que incluso en nuestra conciencia empírica se puede comprobar, en efecto, un punto eterno; pero solo un punto y solo comprobarse, sin que se pueda sacar de ahí materia para una demostración ulterior. Remito aquí a mi propia teoría, según la cual el sujeto cognoscente es aquello que todo lo conoce pero no es conocido: sin embargo, lo concebimos como el punto fijo ante el que pasa el tiempo con todas las representaciones, ya que su curso mismo no puede ser conocido más que en oposición a algo que permanece. Yo he llamado a eso el punto de contacto del objeto con el sujeto. En mi pensamiento el sujeto del conocer, al igual que el cuerpo en el que se presenta objetivamente como función cerebral, es fenómeno de la voluntad, la cual, en cuanto única cosa en sí, constituye aquí el sustrato del correlato de todos los fenómenos, es decir, del sujeto del conocimiento.
Si ahora nos dirigimos a la cosmología racional, en sus antinomias encontramos la exacta expresión de la perplejidad nacida del principio de razón, que desde siempre ha movido a filosofar. Resaltarla por un camino algo distinto, con mayor claridad y franqueza de la que aparece ahí, es el propósito de la presente exposición, que no opera, como la kantiana, de forma meramente dialéctica, con conceptos abstractos, sino que se dirige inmediatamente a la conciencia intuitiva.
El tiempo no puede tener comienzo, y ninguna causa puede ser la primera. Ambas cosas son ciertas a priori, luego indiscutibles: pues todo comienzo se da en el tiempo, así que lo supone; y toda causa ha de tener tras de sí otra anterior de la que es efecto. ¿Cómo podría, pues, producirse jamás un primer comienzo del mundo y de las cosas? (En consecuencia, el primer versículo del Pentateuco[152] aparece como una petitio principii y, por cierto, en el sentido más propio del término.) Pero, por otra parte, si no hubiera existido un primer comienzo, entonces el actual presente real no podría existir justo ahora sino que habría existido ya hace tiempo: pues entre él y el primer comienzo tenemos que suponer algún intervalo de tiempo, aunque definido y limitado, que, si negamos el comienzo, es decir, si lo hacemos remontarse al infinito, se remonta también él. Mas incluso aunque establezcamos un primer comienzo, en el fondo, de nada nos sirve: pues si hemos cortado a voluntad la cadena causal, el simple tiempo se nos mostrará enseguida complicado. En concreto, la pregunta siempre replanteada: «¿Por qué no se produjo ya antes aquel primer comienzo?» lo irá empujando progresivamente en el tiempo sin comienzo, con lo que la cadena de las causas que se encuentran entre él y nosotros se prolonga en tal grado que nunca puede ser lo bastante larga para alcanzar hasta el presente actual, por lo que entonces aún no habría llegado a él. Pero eso lo contradice el hecho de que existe ahora realmente e incluso constituye nuestro único dato para el cálculo. Mas la justificación de la anterior pregunta, tan incómoda, nace de que el primer comienzo, precisamente en cuanto tal, no supone ninguna causa que lo preceda, y justo por eso podría haberse producido trillones de años antes. Si no necesitara, en efecto, ninguna causa para producirse, tampoco tendría que aguardar ninguna y, en consecuencia, debería haberse producido ya infinitamente antes, porque no había nada que lo impidiese. Pues, así como al primer comienzo no le puede preceder nada como causa suya, tampoco como impedimento: no ha de esperar, pues, a nada y nunca llega lo bastante pronto. Por eso, cualquiera que sea el instante en que se lo coloque, nunca se puede entender por qué no debería haber existido mucho antes. Esto lo haría remontarse cada vez más: pero, dado que el tiempo mismo no puede en modo alguno tener un comienzo, hasta el momento presente ha transcurrido un tiempo infinito, una eternidad: de ahí que también el remontarse del comienzo del mundo sea infinito, de modo que toda cadena causal desde él hasta nosotros resulta demasiado corta y, como consecuencia de ello, nunca descendemos desde él hasta el presente. Eso se debe a que nos falta un punto de contacto (point d’attache) dado y fijo, y por ni eso suponemos uno arbitrariamente en alguna parte, pero siempre retrocede ante nuestras manos hacia la infinitud. — Eso ocurre, pues, cuando establecemos un primer comienzo y partimos de él: nunca descendemos desde él hasta el presente.
Si, en cambio, partimos en dirección inversa desde el presente realmente dado, entonces, como ya se anunció, no llegamos nunca al primer comienzo; porque toda causa a la que nos remontemos siempre tiene que haber sido efecto de una anterior, que a su vez se encuentra en el mismo caso, y esto no puede nunca encontrar un fin. El mundo se nos vuelve ahora carente de comienzo, como el tiempo infinito mismo; ahí nuestra imaginación se cansa y nuestro entendimiento no encuentra satisfacción.
Por consiguiente, estas dos opiniones contrapuestas son comparables a una vara, uno de cuyos extremos, el que se quiera, se puede captar cómodamente, mientras que el otro se prolonga al infinito. La esencia del asunto se puede resumir en la tesis de que el tiempo, en cuanto absolutamente infinito, siempre resulta demasiado grande para un mundo que se supone en él como finito. Pero en el fondo se confirma aquí de nuevo la verdad de la antítesis en la antinomia kantiana; porque si partimos de lo único cierto y realmente dado, el presente real, el resultado es la ausencia de comienzo; en cambio, el primer comienzo es una simple suposición arbitraria que en cuanto tal es inconciliable con lo mencionado como única cosa cierta y real: el presente. — Por lo demás, tenemos que tomar esas consideraciones como reveladoras de las incongruencias que resultan de suponer la realidad absoluta del tiempo y, por consiguiente, como confirmaciones de la doctrina fundamental de Kant.
La cuestión de si el mundo está limitado en el espacio o si carece de límites no es propiamente transcendente; antes bien, es en sí misma empírica, ya que sigue estando en el ámbito de la experiencia posible, la cual no somos dueños de hacer real simplemente debido a nuestra propia condición física. No existe aquí a priori ningún argumento demostrablemente seguro a favor de una u otra alternativa, de modo que el asunto parece realmente muy semejante a una antinomia, por cuanto en uno como en el otro supuesto se imponen inconvenientes de importancia. En efecto, un mundo 112 limitado en el espacio infinito disminuye, por muy grande que sea, hasta una magnitud infinitamente pequeña; y entonces se plantea la pregunta de para qué existe el resto del espacio. Por otro lado, no podemos concebir que ninguna estrella fija hubiera de ser la más exterior en el espacio. Dicho sea de paso, los planetas de tal estrella solo tendrían de noche un cielo estrellado durante la mitad de su año, mientras que la otra mitad lo tendrían sin estrellas, lo que habría de causar una inquietante impresión a sus habitantes. Por consiguiente, aquella cuestión se puede expresar también así: ¿hay una estrella fija cuyos planetas se encuentran en ese predicamento, o no? Aquí se muestra como claramente empírica.
En mi Crítica de la filosofía kantiana he demostrado que todo el supuesto de las antinomias es falso e ilusorio. También cada cual, con la debida reflexión, reconocerá de antemano como imposible que conceptos que han sido correctamente extraídos de los fenómenos y las leyes de estos ciertos a priori, y que luego se han combinado conforme a las leyes de la lógica para formar juicios y silogismos, hayan de conducir a contradicciones. Pues entonces tendrían que existir contradicciones en el propio fenómeno intuitivamente dado o bien en la conexión regular de sus miembros, lo cual es una suposición imposible. Porque lo intuitivo en cuanto tal no conoce contradicción: esta no tiene, con respecto a ello, sentido ni significado. La contradicción solo existe en el conocimiento abstracto de la reflexión: podemos muy bien, de forma abierta o solapada, asentar algo y no asentarlo al mismo tiempo, es decir, contradecirnos: pero algo real no puede ser y no ser a la vez. Ciertamente, Zenón de Elea con sus conocidos sofismas, y también Kant con sus antinomias, pretendieron demostrar lo contrario. Por eso remito a mi crítica de este último.
El mérito de Kant con respecto a la teología especulativa ha sido mencionado ya antes en general. A fin de resaltarlo más, quiero ahora intentar brevemente esclarecer a mi manera lo esencial del tema.
En la religión cristiana la existencia de Dios es cosa decidida y por encima de toda investigación. Y así debe ser: pues pertenece a 113 ella y se funda en la revelación. Por eso considero un desacierto de los racionalistas que en sus dogmáticas hayan intentado demostrar la existencia de Dios de otra forma que por las Escrituras: no saben, en su inocencia, cuán peligroso es ese juego. La filosofía, en cambio, es una ciencia y en cuanto tal carece de artículos de fe: en consecuencia, nada puede admitirse en ella como existente más que lo dado directamente por experiencia o lo demostrado con razonamientos indubitables. Por supuesto, durante largo tiempo se creyó poseer esos razonamientos, hasta que Kant desengañó al mundo al respecto e incluso demostró la imposibilidad de tales pruebas con tal seguridad, que desde entonces ningún filósofo en Alemania ha vuelto a intentar plantearlas. Pero él estaba plenamente autorizado a hacerlo, y hasta realizó algo sumamente meritorio: pues un dogma teórico que se permite tachar de infame a todo el que no lo admita bien merecía que de una vez se le diera un toque en serio.
Con aquellas supuestas pruebas ocurre lo siguiente: dado que la realidad de la existencia de Dios no puede ser demostrada mediante una prueba empírica, el siguiente paso habría sido decidir su posibilidad, y ahí se habrían encontrado suficientes dificultades. Pero, en vez de eso, se intentó demostrar incluso su necesidad, es decir, demostrar a Dios como ser necesario. Pero, como con frecuencia he puesto de manifiesto, la necesidad no es más que la dependencia de una consecuencia respecto de su razón, es decir, la aparición o el establecimiento de la consecuencia porque la razón está dada. Aquí había que elegir entre las cuatro formas del principio de razón que yo he demostrado, y se encontró que solo las dos primeras eran útiles. En consecuencia, nacieron dos pruebas teológicas: la cosmológica y la ontológica; la una, según el principio de razón del devenir (causa) y la otra, según el de la razón del conocer. La primera pretende, de acuerdo con la ley de la causalidad, presentar toda necesidad como física, concibiendo el mundo como un efecto que ha de tener una causa. A esta prueba cosmológica se añade luego la físico-teológica como ayuda y apoyo. El argumento cosmológico tiene su forma más enérgica en la versión de Wolff, donde se expresa así: «Si algo existe, existe también un ser absolutamente necesario», entendiéndose, o bien lo dado mismo, o bien la primera de las causas por las que llega a la existencia. Entonces se admite esta última. Esta prueba presenta ante todo el punto flaco de ser una inferencia de la consecuencia a la razón, forma esta de razonamiento a la que ya la lógica negó toda pretensión de certeza. Luego ignora que, como con frecuencia he mostrado, solo podemos pensar algo como necesario en cuanto es consecuencia, no en cuanto es razón de otra cosa dada. Además, la ley de la causalidad, aplicada de esta forma, demuestra demasiado: pues si nos ha tenido que conducir del mundo a su causa, no nos permite quedarnos en ella sino que nos lleva a su vez a la causa de esta, y así sucesivamente, de forma implacable, in infinitum. Eso lo lleva consigo su esencia. Aquí nos va como al aprendiz de brujo de Goethe, cuya criatura comienza a actuar a su orden pero no vuelve a parar. A esto se añade que la fuerza y validez de la ley de causalidad se extiende solo a la forma de las cosas, no a su materia. Es el hilo conductor del cambio de las formas, y nada más: la materia permanece impasible a todo nacer y perecer de aquellas, cosa que comprendemos antes de toda experiencia y, por lo tanto, sabemos con certeza. Por último, la prueba cosmológica sucumbe ante el argumento transcendental de que la ley de causalidad es demostrablemente de origen subjetivo y, por lo tanto, aplicable solamente a fenómenos para nuestro intelecto, no al ser de las cosas en sí mismas[153]. Subsidiariamente, como se dijo, a la prueba cosmológica se añade la físico-teológica, que al supuesto introducido por aquella pretende comunicarle al mismo tiempo acreditación, comprobación, carácter plausible, color y forma. Pero solo puede presentarse bajo el supuesto de aquella primera prueba, de la que es una explicación y ampliación. Su proceder consiste en elevar aquella supuesta causa primera del mundo hasta convertirla en un ser cognoscente y volente, intentando verificarlo por inducción a partir de las muchas consecuencias que se podrían explicar por una razón tal. Mas la inducción puede proporcionar a lo sumo una gran probabilidad, nunca certeza: además, como se dijo, toda la prueba está condicionada por la primera. Pero si nos adentramos más a fondo y seriamente en esa físico-teología tan estimada y la examinamos a la luz de mi filosofía, resultará el desarrollo de una falsa visión de la naturaleza que reduce el fenómeno inmediato u objetivación de la voluntad a meramente mediato; es decir, en lugar de reconocer en los seres naturales la acción originaria, primitiva, carente de conocimiento y por ello indefectiblemente segura de la voluntad, la interpreta como algo meramente secundario, que solo se produce a la luz del conocimiento y al hilo de los motivos; y según ello, concibe lo que es impulsado desde dentro como labrado, modelado y recortado desde fuera. Pues cuando la voluntad, en cuanto cosa en sí que no es en absoluto representación, en el acto de su objetivación entra en la representación desde su estado originario, y suponemos que lo que en esta aparece ha sido producido en el mundo de la representación mismo, es decir, como consecuencia del conocimiento, entonces, desde luego, eso se presenta como algo que solo es posible mediante un conocimiento exageradamente perfecto que abarca todos los objetos y sus lié encadenamientos de una sola vez; es decir, como una obra de la suprema sabiduría. En relación con esto remito a mi tratado Sobre la voluntad en la naturaleza, en especial páginas 43-62 [pp. 35-54 de la 2.a edición], bajo la rúbrica «Anatomía comparada», y a mi obra principal, volumen II, capítulo 26, al comienzo.
Como se dijo, la segunda prueba teológica, la ontológica, no toma por guía la ley de causalidad sino el principio de razón del conocer, con lo que la necesidad de la existencia de Dios es aquí lógica. En efecto, a través de juicios meramente analíticos, a partir del concepto Dios, ha de resultar aquí su existencia, de modo que no se puede hacer de ese concepto el sujeto de una proposición en la que se le niegue la existencia, porque eso estaría en contradicción con el sujeto de la proposición. Esto es lógicamente correcto, pero es también muy natural, y un juego de prestidigitación fácil de descubrir. En efecto, tras haber introducido en el sujeto el predicado de la existencia con el pretexto del concepto «perfección» o también «realidad», que se toma como terminus medius, es inevitable volver a encontrarlo después y exponerlo mediante un juicio analítico. Pero con ello no se ha demostrado en modo alguno la justificación para establecer todo el concepto: antes bien, o fue ideado de forma totalmente arbitraria, o introducido con la prueba cosmológica, en la que todo se retrotrae a necesidad física. Chr. Wolff parece haberlo entendido bien, ya que en su metafísica solo hace uso del argumento cosmológico y lo hace notar expresamente. La prueba ontológica se encuentra analizada y evaluada con exactitud en la segunda edición de mi tratado Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, § 7; a él, pues, remito.
Aunque ambas pruebas teológicas se apoyan mutuamente, no por ello pueden sostenerse. La cosmológica tiene la ventaja de dar cuenta de cómo ha llegado al concepto de un Dios, y entonces a través de su adjunta, la prueba físico-teológica, lo hace plausible. La ontológica, en cambio, no puede demostrar cómo ha llegado a su concepto del más real de todos los seres, así que o bien alega que es innato, o bien lo toma prestado de la prueba cosmológica y luego intenta mantenerlo con frases de tono sublime acerca del ser que no puede pensarse más que como existente, cuya existencia se encuentra ya en su concepto, etc. Sin embargo, no negaremos a la invención de la prueba ontológica la fama de aguda y sutil si consideramos lo siguiente. Para explicar una existencia dada, demostramos su causa, respecto de la cual se presenta entonces como necesaria; eso vale como explicación. Mas ese camino conduce, como se ha mostrado suficientemente, a un regressus in infinitum, por lo que no puede llegar hasta algo último que ofrezca una razón explicativa fundamental. Otro sería el caso si realmente la existencia de algún ser pudiera seguirse de su esencia, es decir, de su simple concepto o su definición. Entonces, en efecto, sería conocido como necesario (lo que aquí, como en todo, solo significa «algo que se sigue de su razón») sin estar vinculado a algo distinto de su propio concepto y, por lo tanto, sin que su necesidad fuera simplemente transitoria y momentánea; en concreto, sin que estuviera a su vez condicionada y condujera a series infinitas, como ocurre siempre con la necesidad causal. Antes bien, la mera razón cognoscitiva se habría convertido entonces en una razón real, es decir, en una causa, y sería sumamente adecuada para ofrecer el definitivo y sólido punto de partida de todas las series causales: entonces se tendría lo que se busca. Pero ya hemos visto antes que todo eso es ilusorio; y parece realmente como si Aristóteles hubiera querido prevenir tal sofisma cuando dijo: το δέ είναι ούκ ουσία ούδενι[154], ad nullius rei essentiam pertinet existent la (Analyt. post. II, 7). Ajeno a esto, y después de que Anselmo de Canterbury hubiera abierto el camino a un curso de pensamiento de esa clase, Descartes formuló el concepto de Dios como aquel que cumplía lo exigido; Spinoza, el del mundo como la única sustancia existente que, por consiguiente, sería causa sui, es decir, quae per se est et per se concipitur, quamobrem nulla alia re eget ad existendum[155]: a ese mundo así establecido le otorga después, honoris causa, el título Deus — para dejar contentos a todos. Pero sigue siendo el mismo tour de passent passe[156], que pretende colarnos lo lógicamente necesario como realmente necesario y que, junto con otros engaños semejantes, dio finalmente ocasión a la magnífica investigación que hizo Locke del origen de los conceptos, con la cual puso la base de la filosofía crítica. Una exposición más especial del método de aquellos dos dogmáticos se halla contenida en mi tratado Sobre el principio de razón en la segunda edición, §§ 7 y 8.
Después de que Kant, con su crítica de la teología especulativa, hubo dado a esta el golpe de muerte, tuvo que hacer el intento de mitigar la impresión producida aplicando un remedio paliativo en forma de anodino, de manera análoga al procedimiento de Hume que, en el último de sus Dialogues on natural religion, tan merecedores de ser leídos como implacables, nos revela que todo había sido una simple broma, un exercitium logicum. En correspondencia con eso, Kant ofreció como sucedáneo de la prueba de la existencia de Dios su postulado de la razón práctica y la teología moral derivada de él, que, sin pretensión alguna de validez objetiva para el saber o la razón teórica, debían tener plena validez respecto del obrar o para la razón práctica, con lo que se fundó una fe sin saber, — para que la gente al menos recibiera algo. Su exposición, bien entendida, no dice sino que el supuesto de un Dios justo que recompensa tras la muerte constituye un esquema regulativo útil y suficiente a efectos de interpretar la seria significación ética que sentimos en nuestro obrar, como también de dirigirlo; es, pues, en cierta medida, una alegoría de la verdad, de modo que a ese respecto, el único que en definitiva importa, aquel supuesto puede ocupar el lugar de la verdad aun cuando no sea teórica u objetivamente justificable. — Un esquema análogo, de igual tendencia pero mucho más verdadero, de carácter más plausible y en consecuencia de valor más inmediato, es el dogma de la metempsicosis retributiva en el brahmanismo, según el cual un día tendremos que renacer en la forma de cada uno de los seres que hemos dañado, para sufrir el mismo daño. — Así pues, hemos de tomar la teología moral kantiana en el sentido indicado, teniendo en cuenta que él mismo no podía expresarse acerca del verdadero estado de cosas de forma tan explícita como hacemos aquí sino que, al establecer el monstruo de una doctrina teórica de validez meramente práctica, ha contado con el granum salis[157] de los más inteligentes. De ahí que los autores teológicos y filosóficos de esta última época distanciada de la filosofía kantiana hayan intentado en su mayoría dar al asunto la apariencia de que la teología moral de Kant es un verdadero teísmo dogmático, una nueva prueba de la existencia de Dios. Pero eso no es así de ningún modo, sino que solamente tiene validez dentro de la moral, solo a efectos de la moral, y ni una brizna más.
Tampoco los profesores de filosofía se contentaron mucho tiempo con eso, si bien la crítica kantiana de la teología especulativa los había puesto en un gran apuro. Pues desde antiguo habían reconocido como su especial vocación el demostrar la existencia y cualidades de Dios, y convertirlo en el objeto principal de su filosofar; por eso, cuando la Escritura enseña que Dios alimenta a los cuervos en el campo, yo he de apostillar: y a los profesores de filosofía en sus cátedras. Incluso aún hoy aseguran con toda osadía que el Absoluto (como es sabido, el título en boga para Dios) y su relación con el mundo es el verdadero tema de la filosofía, y ahora como antes se ocupan de definirlo con mayor exactitud, adornarlo y fantasear acerca de él. Pues, desde luego, los gobiernos, que dan dinero por semejante filosofar, quieren ver salir de los auditorios filosóficos buenos cristianos y aplicados devotos. ¿Cómo tendría que sentar a los señores de la filosofía lucrativa que, al demostrar que todas las pruebas de la teología especulativa son insostenibles y que todos los conocimientos relativos al tema por ellos elegido son absolutamente inaccesibles a nuestro intelecto, Kant les hubiera confundido de tal manera? Al principio intentaron recurrir a su conocido medio casero, el no darse por enterados, y luego a la disputa: pero a la larga no resultó convincente. Entonces se lanzaron a afirmar que la existencia de Dios no es susceptible de demostración, pero tampoco la necesita, ya que se entendería por sí misma, sería el asunto más decidido del mundo, no podríamos dudar de ella, tendríamos una «conciencia de Dios[158]», nuestra razón sería el órgano para el conocimiento inmediato de las cosas supramundanas, la enseñanza acerca de estas sería oída [vernommen] por ella, ¡y precisamente por eso se llamaría razón {Vernunft]! (Pido amablemente que se repase aquí mi tratado Sobre el principio de razón en la segunda edición, § 3 4, y también mis Problemas fundamentales de la ética, pp. 148-154 [2.a ed., pp. 146-151] y, finalmente, mi Crítica de la filosofía kantiana, pp. 574-575 [3.a ed., pp. 618-619]). Según otros, proporcionaba meros atisbos; ¡en cambio, otros, a su vez, poseían intuiciones intelectuales! Todavía más: otros inventaron el pensamiento absoluto, es decir, aquel en el que el hombre no necesita volverse hacia las cosas sino que, en su omnisciencia divina, determina cómo son de una vez por todas. Ese es, sin discusión, el más cómodo de todos aquellos inventos. Pero todos hicieron uso de la palabra «Absoluto», que no es más que justamente la prueba cosmológica in nuce o, mejor dicho, en una concentración tan alta que, al hacerse microscópica, escapa a la vista y así se desliza inadvertida y se la hace pasar por algo que se entiende por sí mismo: pues desde el examen rigurosum kantiano ya no se puede dejar ver en su verdadera forma, según he explicado con más detalle en la segunda edición de mi tratado Sobre el principio de razón, pp. 36 ss., y también en mi Crítica de la filosofía kantiana, 2.a edición, p. 544 [3.a ed., p. 574]. No sé indicar quién ha sido el primero en utilizar, hace unos cincuenta años, el ardid de introducir incognito, bajo esa exclusiva palabra Absoluto, la reventada y proscrita prueba cosmológica: pero el ardid fue adecuado a las capacidades del público: pues hasta el día de hoy el Absoluto circula como moneda legal. En resumen, a los profesores de filosofía, 121 pese a la crítica de la razón y sus demostraciones, no les han faltado nunca noticias auténticas de la existencia de Dios y su relación con el mundo, en cuya comunicación detallada debe consistir, según ellos, el filosofar. Pero, como se suele decir, «moneda de cobre, mercancía de cobre», y así es también en ellos ese Dios que se entiende por sí mismo: no tiene pies ni cabeza. Por eso resisten con él tras los montes o, más bien, tras un sonoro edificio de palabras, de modo que apenas se divisa un extremo de él. Si se les pudiera obligar a explicar claramente qué se ha de pensar en realidad con la palabra «Dios», veríamos si se entiende por sí mismo. Ni siquiera una natura naturans (en la que su Dios amenaza frecuentemente con transformarse) se entiende por sí misma; porque vemos que Leucipo, Democrito, Epicuro y Lucrecio construyen el mundo sin ella: pero esos hombres, con todos sus errores, siguen teniendo más valor que una legión de veletas cuya filosofía de lucro gira con el viento. Mas una natura naturans seguiría estando lejos de ser un Dios. Antes bien, en su concepto se contiene simplemente la comprensión de que tras los fenómenos de la natura naturata, tan efímeros y continuamente cambiantes, ha de esconderse una fuerza imperecedera e infatigable gracias a la cual aquellos se renovarían constantemente, ya que ella misma no estaría afectada por su desaparición. Así como la natura naturata es el objeto de la física, la natura naturans lo es de la metafísica. Esta nos lleva a comprender que también nosotros pertenecemos a la naturaleza y, por consiguiente, poseemos en nosotros mismos no solo el espécimen más próximo y claro de la natura naturata y de la natura naturans, sino incluso el único que nos es accesible también desde dentro. Puesto que la seria y exacta reflexión sobre nosotros mismos nos permite conocer la voluntad como el núcleo de nuestro ser, tenemos ahí una revelación inmediata de la natura naturans, que estamos autorizados a extender luego a todos los demás seres que conocemos de forma meramente parcial. Así llegamos a la gran verdad de que la natura naturans o la cosa en sí es la voluntad en nuestro corazón; mientras que la natura naturata o el fenómeno es la representación en nuestra cabeza. Pero incluso prescindiendo de este resultado, está claro que la simple distinción de una natura naturans y una natura naturata está lejos de ser un teísmo o incluso un panteísmo; porque para este (si no ha de ser una simple manera de hablar) se requeriría la adición de ciertas cualidades morales que evidentemente no convienen al mundo: por ejemplo, bondad, sabiduría, bienaventuranza, etc. Además, el panteísmo es un concepto que se suprime a sí mismo, ya que el concepto de un Dios presupone un mundo distinto de él como su esencial correlato. Si, por el contrario, el mundo mismo ha de asumir su papel, entonces queda un mundo absoluto, sin Dios; por eso el panteísmo es un simple eufemismo para el ateísmo. Mas esta última expresión contiene por su parte un elemento subrepticio, ya que supone de antemano que el teísmo se entiende por sí mismo, con lo que elude astutamente el affirmanti incumbit probatio[159][160], cuando, antes bien, el llamado ateísmo tiene el jus primi occupantis95 y primero ha de ser vencido por el teísmo. Me permito aquí observar que los hombres vienen al mundo incircuncisos, por lo tanto, no como judíos. — Pero ni siquiera la suposición de una causa del mundo distinta de él es aún teísmo. Este no solo requiere una causa distinta del mundo, sino también inteligente, es decir, cognoscente y volente, luego personal, y por lo tanto también individual: solamente una causa tal es lo que designa la palabra «Dios». Un Dios impersonal no es un Dios sino simplemente una palabra impropia, un concepto impensable, una contradictio in adjecto, una contraseña para los profesores de filosofía que, tras haber tenido que renunciar a la cuestión, se han empeñado en colarse con la palabra. Pero, por otra parte, la personalidad, es decir, la individualidad autoconsciente que primero conoce y luego quiere conforme a lo conocido, es un fenómeno que conocemos exclusivamente por la naturaleza animal existente en nuestro pequeño planeta, y está tan íntimamente ligado a ella que no solo no estamos autorizados a pensarlo de forma separada e independiente de ella sino que tampoco somos capaces de hacerlo. Mas suponer un ser de esa clase como origen de la naturaleza misma y hasta de toda existencia en general es un pensamiento colosal y sumamente arriesgado que nos asombraría si lo oyéramos por 123 primera vez y si la inculcación temprana y la continua repetición no lo hubieran convertido en algo usual, incluso en una segunda naturaleza o, casi diría yo, en una idea fija. Por eso —dicho sea de paso— nada me ha acreditado tanto la autenticidad de Kaspar Hauser[161] como el informe de que la llamada «teología natural» que se le explicó no le convenció tanto como se había esperado; y a ello se añade además que (según la «Carta del conde Stanhope al maestro Meyer») dio muestras de una peculiar veneración al Sol. — Pero enseñar en la filosofía que aquel pensamiento teológico fundamental se entiende por sí mismo y que la razón no es más que la capacidad de captarlo inmediatamente y conocerlo como verdadero es una vergonzosa alegación. Un pensamiento semejante no solo no puede ser admitido en la filosofía sin la más irrecusable prueba, sino que ni siquiera es esencial en la religión: eso lo demuestra la religión con más adeptos en la Tierra, el antiquísimo budismo, que cuenta ahora con trescientos setenta millones de adeptos, de carácter altamente moral y hasta ascético, y que sustenta el más numeroso clero; porque él no admite en absoluto tal pensamiento sino que lo repudia expresamente y es ex professo, según nuestra expresión, ateo[162].
Conforme a lo dicho, el antropomorfismo es una cualidad esencial al teísmo, y no consiste simplemente en la forma humana,o solo en los afectos y pasiones humanos, sino en el fenómeno fundamental mismo: el de una voluntad equipada de un intelecto para regirse, fenómeno que, como se dijo, solo nos es conocido por la naturaleza animal y, en su mayor perfección, por el hombre, y que es el único que se puede concebir como individualidad, la cual, cuando es racional, se denomina personalidad. Eso lo confirma también la expresión «¡Vive Dios!»: El es justamente un ser viviente, es decir, un volente con conocimiento. E incluso por eso, a un Dios le corresponde también un cielo en el que reine y gobierne. Mucho más por eso que por la forma en que se habla en el Libro de Josué, es por lo que el sistema del mundo de Copérnico fue recibido por la Iglesia con rabia, y por lo que, conforme a ello, cien años después vemos a Giordano Bruno defendiendo aquel sistema y el panteísmo al mismo tiempo. Los intentos de depurar el teísmo de antropomorfismo atacan directamente su esencia más íntima, aun cuando creen trabajar únicamente en la corteza: con su empeño por concebir en abstracto su objeto, lo subliman hasta convertirlo en una vaga nebulosa cuyo contorno se desvanece poco a poco en el afán por evitar la figura humana; con lo que el pueril pensamiento fundamental termina por evaporarse en la nada. Pero a los teólogos racionalistas, de los que son característicos tales intentos, se les puede reprochar además que entran directamente en contradicción con la Sagrada Escritura, que dice: «Dios creó al hombre a su imagen: a imagen de Dios lo creó[163]». ¡Así pues, fuera con la jerga de los profesores de filosofía! No hay otro Dios más que Dios, y el Antiguo Testamento es su revelación: en especial, en el Libro de Josué[164].
En un cierto sentido, se podría llamar al teísmo, con Kant, un postulado práctico, pero en un sentido totalmente distinto del que él le ha dado. En efecto, el teísmo no es de hecho un producto del conocimiento sino de la voluntad. Si fuera originariamente teórico, ¿cómo podrían entonces ser tan insostenibles todas sus pruebas? Pero surge de la voluntad en la siguiente medida: la continua necesidad que unas veces inquieta profundamente el corazón (voluntad) del hombre y otras lo conmueve violentamente y lo mantiene sin cesar en estado de temor y esperanza, en tanto que las cosas de las que espera y teme no están en su poder e incluso la conexión de las cadenas causales en la que se originan solo pueden ser alcanzadas por su conocimiento durante un breve intervalo, esa necesidad, digo, ese constante temer y esperar, le lleva a realizar hipóstasis de seres personales de los que todo depende. De ellos se puede suponer que, al igual que otras personas, serán receptivos a la súplica y la adulación, el servicio y las ofrendas; es decir, que serán más tratables que la rígida necesidad, las inexorables e impasibles fuerzas de la naturaleza y los oscuros poderes del curso del mundo. Si al principio, como es natural y como adecuadamente hicieron los antiguos, esos dioses eran muchos, de acuerdo con la diversidad de los asuntos, más tarde, debido a la necesidad de llevar al conocimiento consecuencia, orden y unidad, fueron sometidos o incluso reducidos a uno — que como una vez me hizo notar Goethe, es muy poco dramático, porque con una persona no se puede hacer nada. Mas lo esencial es el afán del hombre angustiado de postrarse e implorar ayuda en su necesidad frecuente, lamentable y grande, y también en relación con su bienaventuranza eterna. El hombre prefiere confiar en la misericordia ajena que en el propio mérito: ese es un apoyo fundamental del teísmo. Así pues, para que su corazón (voluntad) tenga el alivio de la plegaria y el consuelo de la esperanza, su intelecto tiene que crearle un Dios; mas no, a la inversa, reza porque su intelecto haya inferido de forma lógicamente correcta un Dios. Si pudiera existir sin necesidad, deseos ni carencias, siendo acaso un ser meramente intelectual y sin voluntad, no necesitaría un Dios ni crearía ninguno. El corazón, es decir, la voluntad, cuando se halla intensamente afligida, tiene la necesidad de invocar una ayuda omnipotente y, por consiguiente, sobrenatural: así pues, porque se debe suplicar se hipostasia un Dios, no a la inversa. Por eso la parte teórica de las teologías de todos los pueblos es muy diferente en el número e índole de los dioses: pero todas tienen en común que pueden socorrer y lo hacen cuando se les sirve y adora; porque eso es lo que importa. Pero al mismo tiempo, esta es la marca de nacimiento en la que se conoce el origen de toda teología: que ha surgido de la voluntad, del corazón, y no de la cabeza o del conocimiento, como se aduce. Con eso concuerda que la verdadera razón por la que Constantino el Grande y también Clodoveo, el rey de los francos, cambiaron de religión fuera esta: que esperaban del nuevo Dios una mejor protección en la guerra. Hay unos pocos pueblos que, como prefiriendo el modo menor al mayor, en vez de los dioses tienen meros espíritus malvados de los que con sacrificios y oraciones se consigue que no dañen. No hay, en lo principal, gran diferencia en el resultado. Pueblos de esta clase parecen haber sido también los habitantes originarios de las penínsulas indias y Ceilán antes de introducirse el brahmanismo y el budismo; y sus descendientes deben de haber tenido aún en parte una religión cacodemonológica[165] así, al igual que algunos pueblos salvajes. De ahí procede también el kapuismo[166] mezclado con el budismo cingalés. — Igualmente se incluyen aquí los adoradores del diablo de Mesopotamia, visitados por Layará.
Estrechamente afín al verdadero origen de todo teísmo que aquí se ha expuesto, e igualmente procedente de la naturaleza del hombre, es el afán de ofrecer sacrificios a sus dioses para comprar su favor o, si ya han dado pruebas de él, para asegurarse su continuidad, o bien como rescate de los males (véase Sanchoniathonis fragmenta, ed. Orelli, Leipzig, 1826, p. 42). Ese es el sentido de todo sacrificio, y así también el origen y el sostén de la existencia de todos los dioses, de modo que se puede decir con verdad que los dioses vivían del sacrificio. Pues el hombre se crea dioses justamente porque el afán de invocar y comprar la protección de seres sobrenaturales, aunque hijo de la necesidad y de la limitación intelectual, es natural a él, y su satisfacción constituye una necesidad. De ahí la universalidad del sacrificio en todas las épocas y en los más diversos pueblos, y la identidad del asunto dentro de las mayores diferencias de relaciones y niveles culturales. Así, por ejemplo, Heródoto ([Historiae] IV, 152) narra que un barco de Samos había obtenido una exorbitante ganancia gracias a la venta sumamente ventajosa de su cargamento en Tartesos, y esos samios emplearon la décima parte, que ascendía a seis talentos, en una gran vasija de bronce artísticamente trabajada, que ofrecieron a Hera en su templo. Como equivalente de esos griegos vemos en nuestros días al miserable lapón, nómada, encogido como un enano, guardando el dinero que le sobra en diferentes escondrijos de las rocas y los desfiladeros, que a nadie revela más que, a la hora de la muerte, a su heredero —salvo uno, que también se lo oculta a este, porque lo depositado allí se lo ha ofrecido al genio loci, el dios protector de su zona (véase Albrecht Pancritius, Agringar, viaje por Suecia, Laponia, Noruega y Dinamarca en el año 1850, Könignsberg, 1852, p. 162)—. Así arraiga la creencia en Dios en el egoísmo. Solo en el cristianismo ha desaparecido el sacrificio propiamente dicho, si bien sigue existiendo en la forma de misas por las almas y en la construcción de conventos, iglesias y capillas. Pero en el resto, sobre todo entre los protestantes, han de servir como sucedáneos del sacrificio la alabanza, la loa y el agradecimiento, que por esa razón se llevan hasta los más enormes superlativos, incluso en ocasiones que parecen poco apropiadas para ello a quien es imparcial: por lo demás, eso es análogo al caso del Estado, que no siempre recompensa el mérito con obsequios sino también con simples saludos militares, y así asegura su continuada influencia. A este respecto, vale la pena traer a la memoria lo que dice el gran David Hume sobre el tema: Whether this god, therefore, be considered as their peculiar patron or as the general sovereign of heaven, his votaries will endeavour, by every art, to insinuate themselves into his favour; and supposing him to be pleased, like themselves, with praise and flattery, there is no eulogy or exaggeration, which will be spared in their addresses to him. In proportion as men’s fears or distresses become more urgent, they still invent new strains of adulation; and even he who outdoes his predecessors in swelling up the titles of his divinity, is sure to be outdone by his successors in newer and more pompous epithets of praise. Thus they proceed; till at last they arrive at infinity itself, beyond which there is no farther progress[167] (Essays and Treatises on several subjects , London, 1777, vol. II, p. 429). Más adelante: It appears certain, that, though the original notions of the vulgar represent the Divinity as a limited being, and consider him only as the particular cause of health or sickness; plenty or want; prosperity or adversity; yet when more magnificent ideas are urged upon them, they esteem it dangerous to refuse their assent. Will you say, that your deity is finite and bounded in his perfections; may be overcome by a greater force; is subject to human passions, pains and infirmities; has a beginning and may have an end? This they dare not affirm but thinking it safest to comply with the higher encomiums, they endeavour, by an affected ravishment and devotion to ingratiate themselves with him. As a confirmation of this, we may observe, that the assent of the vulgar is, in this case, merely verbal, and that they are incapable of conceiving those sublime qualities which they seemingly attribute to the Deity. Their real idea of him, notwithstanding their pompous language, is still as poor and frivolous as ever[168] (ibidem , p. 432).
A fin de mitigar lo escandaloso de su crítica de toda teología especulativa, Kant no solo le añadió la teología moral sino también la aseveración de que, aunque la existencia de Dios tuviera que quedar indemostrada, exactamente igual de imposible era demostrar su opuesto; con lo que muchos se han tranquilizado, al no 129 darse cuenta de que él, con una simulada ingenuidad, ignoró el affirmanti incumbit probatio[169], como también que el número de cosas cuya inexistencia no se puede demostrar es infinita. Como es natural, más aún se guardó de demostrar los argumentos de los que uno se podría servir realmente para un contra-argumento ad absurdum[170], si acaso no quisiera seguir actuando de modo meramente defensivo sino proceder de una vez agresivamente. De esta clase serían más o menos los siguientes:
1) En primer lugar, la triste condición de un mundo cuyos seres vivos se mantienen a base de devorarse unos a otros; la necesidad y el miedo que ello origina en todo ser viviente; la cuantía y colosal magnitud de los males; la multiplicidad e inexorabilidad de los sufrimientos que a menudo crecen hasta el horror; la carga de la vida misma y su precipitarse a una amarga muerte: eso no se puede conciliar honradamente con la idea de que ese mundo es la obra de la infinita bondad, la omnisapiencia y la omnipotencia reunidas. En cambio, elevar un grito es tan fácil como difícil es enfrentarse al tema con razones concluyentes.
2) Dos son los puntos que no solo ocupan a todo hombre que piensa, sino que se hallan principalmente en el corazón de los adeptos de cualquier religión, y por eso la fuerza y permanencia de las religiones se basan en ellos: primero, la transcendente significación moral de nuestro obrar y, segundo, nuestra permanencia tras la muerte. Si una religión ha atendido bien esos dos puntos, todo lo demás es accesorio. Por ello, examinaré aquí el teísmo con relación al primer punto y, en el siguiente número, con relación al segundo.
El teísmo tiene, pues, una doble conexión con la moralidad de nuestro obrar: una a parte ante y otra a parte post, es decir, con respecto a las razones y con respecto a las consecuencias de nuestro actuar. Tomando en primer lugar el último punto, el teísmo proporciona un apoyo a la moral, pero de la clase más ruda e incluso con el que la verdadera y pura moralidad del obrar queda en el fondo suprimida, ya que toda acción desinteresada se convierte enseguida en interesada por mediación de una letra de cambio a muy largo plazo, pero segura, que se recibe como pago por ella. En efecto, el Dios que al principio era el creador aparece al final como vengador y remunerador. El respeto a él puede suscitar, desde luego, acciones virtuosas: pero estas no serán puramente morales cuando el miedo al castigo o la esperanza de recompensa sean su motivo; antes bien, el fondo de tal virtud se reduce a un egoísmo prudente y bien calculado. En última instancia, se trata exclusivamente de la firmeza de la fe en cosas indemostrables: si esta existe, no se tendrá reparo en asumir un breve periodo de sufrimiento a cambio de una eternidad de gozo, y el verdadero principio rector de la moral será: «poder esperar». Pero todo el que busca una recompensa de sus actos, sea en este mundo o en uno futuro, es un egoísta: si se le priva de la recompensa esperada, da igual si se debe al destino que rige este mundo o a la vacuidad de la ilusión que le construyó un mundo futuro. Por eso la teología moral de Kant en realidad socava también la moral.
A su vez, a parte ante el teísmo está también en contradicción con la moral, ya que suprime la libertad y la imputabilidad. Pues no se puede pensar la culpa ni el mérito de un ser que en su existentia y essentia es obra de otro. Ya Vauvenargues dijo con gran acierto: Un être qui a tont reçu ne peut agir que par ce qui lui a été donné; et toute la puissance divine, qui est infinie, ne saurait le rendre indépendant[171] (Discours sur la liberté. Véase Oeuvres complètes, Paris, 1823, tomo II, p. 331). Pero, al igual que cualquier otro ser imaginable, no puede actuar más que según su naturaleza y ponerla así de manifiesto: tal y como está constituido [beschaffen], así ha sido creado [geschaffen]. Si obra mal, se debe a que es malo, y entonces la culpa no es suya sino de aquel que lo ha hecho. El autor de su existencia y naturaleza, y también de las circunstancias en que fue colocado, es también inevitablemente el autor de su actuar y sus hechos, que están determinados por todo eso con tanta seguridad como el triángulo por dos ángulos y una línea. Lo correcto de esta argumentación lo han entendido muy bien y admitido san Agustín, Hume y Kant, mientras que los demás la ignoraron de forma picara y cobarde; sobre esto doy detallada cuenta en mi escrito de 131 concurso Sobre la libertad de la voluntad, pp. 67 ss. [2.a ed., pp. 66 ss.]. Precisamente para eludir esa dificultad terrible y exterminadora se ideó la libertad de la voluntad, el liberum arbitrium indifferentiae, que contiene una monstruosa ficción y por eso ha sido siempre discutida y ya desde hace tiempo rechazada por todas las cabezas pensantes, aunque quizás en ninguna parte haya sido tan sistemática y profundamente refutada como en el escrito que acabo de mencionar. Que el vulgo siga cargando con la libertad de la voluntad; también el literario, también el vulgo que filosofa: ¿qué nos importa a nosotros? La afirmación de que un ser dado es libre, esto es, en circunstancias dadas puede actuar así y también de otro modo, significa que tiene una existentia sin essentia, es decir, que simplemente es sin ser algo; por lo tanto, que no es nada pero es; así que a la vez es y no es. Eso es, pues, el colmo del absurdo, pero no deja de ser bueno para gente que no busca la verdad sino su alimento y, por lo tanto, nunca dará por válido lo que no se ajuste a su conveniencia, a la fable convenue[172] de la que viven: en vez de refutar, lo que sirve a su impotencia es el ignorar. ¿Y a las opiniones de tales βοσκήματα, in terram prona et ventri obedientia[173], se les ha de atribuir importancia? — Todo lo que es, es también algo, tiene una esencia, una naturaleza, un carácter: conforme a este tiene que actuar, así ha de obrar (lo cual significa actuar por motivos) cuando se presentan las circunstancias externas que suscitan las manifestaciones individuales de aquel. De donde ha sacado la existencia, la existentia, de ahí ha sacado también el qué, la naturaleza, la essentia; porque ambas son distintas en el concepto pero inseparables en la realidad. Mas lo que posee una essentia, es decir, una naturaleza, un carácter, una índole, solo puede actuar conforme a ella y nunca de otro modo: únicamente el momento junto con la forma y naturaleza próximas de las acciones individuales son determinados en cada caso por los motivos que se presentan. Que el creador haya creado al hombre libre significa algo imposible: que le ha otorgado una existentia sin essentia, esto es, que le ha dado la existencia solo in abstracto, dejándole a él lo que quisiera ser. A este respecto, pido que se repase el § 20 de mi tratado Sobre el fundamento de la moral. — La libertad moral y la responsabilidad o la imputabilidad suponen sin duda la aseidad. Las acciones siempre resultarán necesariamente del carácter, es decir, de la peculiar y por lo tanto inmutable naturaleza de un ser, bajo el influjo y conformidad con los motivos: así pues, si ha de ser responsable tiene que existir originariamente y por su propio impulso: él mismo ha de ser, según su existentia y essentia, su propia obra y el autor de sí mismo, si es que ha de ser el verdadero autor de sus actos. O, como lo he expresado en mis dos escritos de concurso, la libertad no puede hallarse en el operari, luego ha de estar en el esse: pues, desde luego, existe.
Dado que todo eso no solo es demostrable a priori sino que incluso la experiencia cotidiana nos enseña claramente que cada uno trae al mundo su carácter moral ya dispuesto y le es inalterablemente fiel hasta el fin, y puesto que además esa verdad se presupone tácitamente pero con seguridad en la vida real y práctica, por cuanto que cada uno determina para siempre su confianza o desconfianza en otro conforme a los rasgos de carácter que una vez puso de manifiesto, podríamos asombrarnos de que, desde hace unos mil seiscientos años, se haya afirmado y enseñado teóricamente lo contrario: que en su origen todos los hombres son exactamente iguales en sentido moral y que la gran diversidad de su obrar no nace de una diversidad originaria e innata de las disposiciones y el carácter, pero tampoco de las circunstancias y ocasiones que surgen, sino propiamente de nada, nada que luego recibe el nombre de «voluntad libre». — Pero esa absurda doctrina se hace necesaria por otra suposición, también puramente teórica, con la que está en íntima relación: que el nacimiento del hombre es el comienzo absoluto de su existencia, ya que es creado (un terminus ad hoc) de la nada. Si, bajo ese supuesto, la vida ha de mantener aún un significado y tendencia morales, estos tienen que encontrar su origen únicamente en el curso de la misma y, por cierto, de la nada, como de la nada existe ese hombre así concebido: pues toda referencia a una condición precedente, a una existencia anterior o a una acción extratemporal, a las que sin embargo remite claramente la inmensa, originaria e innata diversidad de los caracteres morales, queda aquí descartada de una vez por todas. De ahí, pues, la absurda ficción de una libertad libre. — Es sabido que todas las verdades están conectadas; pero también los errores se necesitan unos a otros, — al igual que una mentira exige una segunda, o como dos naipes apoyados uno contra otro se sostienen mutuamente, — mientras nada derriba ambos.
3) No mucho mejor que con la libertad de la voluntad van las cosas, bajo el supuesto del teísmo, con nuestra permanencia tras la muerte. Lo que ha sido creado por otro ha tenido un comienzo de su existencia. Que esta, tras no haber existido durante un tiempo infinito, deba a partir de ahora permanecer para toda la eternidad es una suposición desmesuradamente audaz. Si yo con mi nacimiento he surgido y he sido creado de la nada por primera vez, entonces existe la más alta probabilidad de que en la muerte me vuelva a convertir en nada. La duración infinita a parte post y la nada a parte ante no concuerdan. Solo lo que es originario, eterno, increado, puede ser indestructible (véase Aristóteles, De coelo I, c. 12, pp. 281-283 y Priestley, On matter and spirit, Birmingham, 1782, vol. I, p. 234). En todo caso, pueden desesperar ante la muerte los que creen que hace treinta o sesenta años han sido una pura nada y después han surgido de ella como obra de otro; porque ahora tienen la ardua tarea de suponer que una existencia así nacida, a pesar de su tardío comienzo, producido tras el transcurso de un tiempo infinito, tendrá una duración infinita. En cambio, ¿cómo habría de temer la muerte aquel que se conoce a sí mismo como el ser originario y eterno, la fuente de toda existencia, y sabe que fuera de él no existe en verdad nada? ¿El que termina su existencia individual con la sentencia de la santa Upanishad: hae omnes creaturae in totum ego sum, et praeter me aliud ens non est[174], en la boca o en el corazón? Así pues, solo él puede, pensando con consecuencia, morir tranquilo. Pues, como se dijo, la aseidad es la condición de la inmortalidad como de la imputabilidad. Conforme a ello, en la India el desprecio de la muerte así como la completa impasibilidad y hasta alegría ante ella son totalmente comunes. En cambio, el judaísmo, originariamente la única religión monoteísta, que enseña la existencia de un verdadero Dios creador de cielo y tierra, no tiene, de forma plenamente consecuente, una doctrina de la inmortalidad ni tampoco de una retribución tras la muerte, sino solamente castigos y recompensas temporales; con ello se distingue de todas las demás religiones, aunque no para ventaja suya. Las dos religiones nacidas del judaismo fueron en esto inconsecuentes, ya que añadieron la inmortalidad a partir de otras doctrinas mejores que llegaron a conocer por otra vía, pero mantuvieron el Dios creador[175].
El hecho de que, como se dijo, el judaismo sea la única religión puramente monoteísta, es decir, que enseña la existencia de un Dios creador como origen de todas las cosas, es un mérito que inexplicablemente se ha intentado ocultar, afirmando y enseñando siempre que todos los pueblos adoraban al verdadero Dios aunque con otros nombres. Pero en eso no solo se yerra mucho sino del todo. Que el budismo, es decir, la religión más distinguida de la Tierra por el número mayoritario de sus adeptos, es absoluta y expresamente atea queda fuera de duda por la coincidencia de todos los testimonios auténticos y escritos originales. Tampoco los Vedas enseñan un Dios creador sino un alma del mundo denominada lo Brahm (en neutro), de la que el Brahma nacido del ombligo de Visnu con los cuatro rostros que forma parte de la Trimurti es una mera personificación popular en la sumamente diáfana mitología hindú. Él representa claramente la procreación, el nacimiento de los seres, del mismo modo que Visnu representa su acmé y Siva, su destrucción. También su producción del mundo es un acto pecaminoso, exactamente igual que la encarnación mundana de lo Brahm. Luego, como sabemos, Ahrimán es de la misma condición que Ormuz en el Zend-Avesta, y ambos han nacido del tiempo inconmensurable, Zervane Akerene (si es conforme con ello). Igualmente, en la Cosmología de los fenicios escrita por Sankun-yathon y conservada por Filón de Biblos, muy hermosa y merecedora de ser leída, y que es quizás el prototipo de la mosaica, no encontramos indicio alguno de teísmo o de creación del mundo por un ser personal. En efecto, también vemos aquí, como en el Génesis mosaico, el caos originario sumido en la noche; pero no aparece ningún Dios ordenando que se haga la luz, y que se haga esto y lo otro: ¡Oh, no! Sino que ῂρἀσθη τό πνεύμα των ίδιων αρχών[176]: el espíritu que fermenta en la masa se enamora de su propio ser, con lo que surge una mezcla de aquellos componentes originarios de mundo; a partir de ella —y, por cierto, de forma muy acertada y significativa, como consecuencia del deseo, πόθος, que, como observa atinadamente el comentarista, es el eros de los griegos—, se desarrolla el lodo originario y de este, las plantas y finalmente también los seres cognoscentes, es decir, los animales. Pues hasta entonces, como se observa expresamente, todo se produce sin conocimiento: αυτό δέ ούκ έγίνωσκε την εαυτοῠ κτισιν[177]. (Así consta, añade Sankun-yaton, en la cosmogonía escrita por Taant el egipcio.) A su cosmogonía sigue después la más detallada zoogonía. Se describen ciertos procesos atmosféricos y terrestres que recuerdan realmente las consecuentes hipótesis de nuestra geología actual: al final, intensos aguaceros son seguidos por truenos y relámpagos cuyo estruendo hace despertar a la existencia espantados a los seres cognoscentes, «y en adelante se mueve sobre la tierra y en el mar lo masculino y femenino». Eusebio, a quien debemos esos fragmentos de Filón de Biblos (véase Praeparat, evangel. L. II, c. 10), acusa de ateísmo con toda razón a esa cosmogonía: lo es sin discusión, como todas y cada una de las doctrinas del nacimiento del mundo, con la sola excepción de la judía. En la mitología de los griegos y romanos encontramos dioses como padres de dioses y ocasionalmente de hombres (si bien estos son originariamente el trabajo de alfarería de Prometeo), pero ningún Dios creador. Pues el que más tarde algunos filósofos que llegaron a conocer el judaismo quisieran interpretar al padre Zeus en ese sentido no le afecta; no más que el que Dante, sin haberle pedido permiso, en su infierno pretenda identificarle sin cumplidos con Domeneddio, cuyo afán de venganza y crueldad inauditos celebra y describe ahí mismo; por ejemplo, c. 14, 70; c. 31, 92. Finalmente (pues se ha recurrido a todo), la noticia innumerables veces repetida de que los salvajes norteamericanos adoraban bajo el nombre de Gran espíritu a Dios, el creador de cielo y tierra, con lo que serían plenamente teístas, es totalmente incorrecta. Ese error ha sido de nuevo refutado por un tratado sobre los salvajes norteamericanos que John Scouler presentó en una asamblea de la Sociedad Etnográfica de Londres en 1846, y del que ofrece un extracto L’institut, journal 138 des sociétés savantes, sec. 2, julio de 1847. Dice: «Cuando en los informes sobre las supersticiones de los indios se habla del Gran espíritu, nos inclinamos a suponer que esa expresión designa una idea acorde con aquella a la que la vinculamos, y que su creencia es un teísmo simple, natural. Pero esa interpretación dista mucho de ser correcta. La religión de esos indios es más bien un fetichismo consistente en hechizos y encantamientos. En el informe de Lanner, que vivió entre ellos desde niño, los detalles son fieles y curiosos, pero muy distintos de las invenciones de ciertos escritores: en él se aprecia que la religión de esos indios no es en realidad más que un fetichismo semejante al que en tiempos se encontraba entre los fineses y, aún hoy, en los pueblos de Siberia. En el caso de los indios que habitan al este de las montañas, el fetiche consiste en un objeto al que se le atribuyen propiedades misteriosas», etc.
Como consecuencia de todo esto, la opinión de la que aquí hablamos ha de dejar lugar más bien a su opuesta: que solo un pueblo diminuto, insignificante, despreciado por todos sus pueblos contemporáneos y el único de todos que vive sin creer en la permanencia tras la muerte, pero que una vez fue elegido para ello, tiene un monoteísmo puro o el conocimiento del Dios verdadero; y además, no por la filosofía sino solo por revelación, como es propio de ella: ¿pues qué valor tendría una revelación que solo enseñara lo que se sabría también sin ella? — El que ningún otro pueblo haya concebido nunca esa idea tiene así que contribuir a estimar la revelación.
Apenas existe un sistema filosófico tan sencillo y compuesto de tan pocos elementos como el mío; por eso se puede fácilmente abarcar y compendiar de un vistazo. Esto se debe en último término a la completa unidad y coherencia de sus pensamientos fundamentales, y es en general un signo favorable de su verdad, que de hecho está 139 relacionada con la simplicidad: απλούς ό της αλήθειας λόγος εφυ[178] simplex sigillum veri[179]. Se podría caracterizar mi sistema como un dogmatismo inmanente: pues sus tesis son dogmáticas pero no transcienden el mundo dado en la experiencia sino que simplemente explican lo que este es, descomponiéndolo en sus elementos últimos. En efecto, el antiguo dogmatismo demolido por Kant (y no menos las patrañas de los tres modernos sofistas universitarios) es transcendente, ya que va más allá del mundo para explicárnoslo a partir de algo diferente: lo convierte en consecuencia de una razón que infiere del mundo mismo. Mi filosofía, en cambio, arrancó del principio de que solo en el mundo y presuponiéndolo a él existen razones y consecuencias; pues el principio de razón en sus cuatro formas es simplemente la forma más general del intelecto, pero solo en este, en cuanto verdadero locus mundi, existe el mundo objetivo. —
En otros sistemas la consecuencia se logra infiriendo una proposición de otra. Pero para eso, el verdadero contenido del sistema ha de estar necesariamente presente ya en los principios supremos; con lo que entonces lo demás, en cuanto deducido de ellos, difícilmente dejará de resultar monótono, pobre, vacío y aburrido, ya que solamente desarrolla y repite lo que estaba dicho ya en los principios fundamentales. Este triste resultado de la deducción demostrativa se hace máximamente perceptible en el caso de Christian Wolff: pero ni siquiera Spinoza, que siguió rigurosamente aquel método, pudo eludir del todo ese inconveniente, aunque gracias a su ingenio supo compensar por ello. — La mayoría de mis proposiciones, sin embargo, no se basan en cadenas de razonamientos sino inmediatamente en el mundo intuitivo, y la estricta consecuencia que tiene mi sistema, tanta como cualquier otro, no se ha logrado por lo regular por una vía meramente lógica; antes bien, consiste en ese acuerdo natural de las proposiciones que se produce inevitablemente porque todas ellas se fundan en el mismo conocimiento intuitivo, a saber: la captación intuitiva del mismo objeto considerado sucesivamente desde distintos aspectos, es decir, del mundo real en todos sus fenómenos, atendiendo a la conciencia en la que se presenta. Por eso me he podido despreocupar siempre de la concordancia de mis proposiciones, incluso cuando algunas de ellas me parecieron incompatibles, como alguna vez ocurrió hace tiempo: pues la concordancia acudió después por sí misma a medida que las proposiciones se unían; porque en mi pensamiento la coherencia no es nada más que la coherencia de la realidad consigo misma, que nunca puede faltar. Esto es análogo a cuando a veces, al ver un edificio por primera vez y solo desde un lado, no entendemos la conexión de sus partes, aunque estemos seguros de que existe y se mostrará en cuanto lo rodeemos. Esa clase de concordancia, debido a su carácter originario y a que se halla bajo el continuo control de la experiencia, es totalmente segura: en cambio, la deducida, la que se logra solamente con el silogismo, puede resultar alguna vez falsa; en concreto, tan pronto como un miembro de la larga cadena sea espurio, se haya colocado flojo o esté defectuosamente dispuesto de alguna otra manera. Conforme a esto, mi filosofía tiene un amplio suelo en el que todo se mantiene de forma inmediata y, por tanto, segura; mientras que los demás sistemas se asemejan a torres muy altas: si se rompe un soporte, se derrumba todo. — Todo lo dicho aquí se puede resumir diciendo que mi filosofía ha nacido y se ha expuesto por vía analítica, no sintética.
Como carácter peculiar de mi filosofar puedo citar que yo intento sobre todo llegar hasta el fondo de las cosas, ya que no dejo de perseguirlas hasta lo último y realmente dado. Ello es debido a una tendencia natural que me hace casi imposible contentarme con un conocimiento más general y abstracto (por lo tanto, más indefinido), con meros conceptos, por no hablar de palabras; sino que me impulsa más adelante, hasta que tengo desnudo ante mí el fundamento último de todos los conceptos y proposiciones, que siempre es intuitivo; entonces, o bien tengo que dejarlo estar como fenómeno originario o, cuando es posible, lo sigo analizando en sus elementos, siempre persiguiendo hasta el extremo la esencia del asunto. Por tal razón, alguna vez (no, naturalmente, mientras viva) se sabrá que el tratamiento del mismo objeto por parte de algún filósofo anterior se muestra, comparado con el mío, superficial. Por eso la humanidad ha aprendido de mí algunas cosas que no olvidará, y mis escritos nunca se perderán. —
De una voluntad hace también el teísmo surgir el mundo, por una voluntad son guiados los planetas en sus órbitas y producida una naturaleza en sus superficies; solo que él, de forma pueril, traslada esa voluntad hacia fuera y solo le permite actuar sobre las cosas indirectamente, con la intervención del conocimiento y de la materia, al modo humano; mientras que en mí la voluntad no actúa tanto sobre las cosas como en ellas; de hecho, ellas mismas no son nada más que su visibilidad. No obstante, en esa armonía se ve que nosotros no somos capaces de pensar lo originario más que como una voluntad. El panteísmo llama Dios a la voluntad que actúa en las cosas; lo absurdo de esto lo he censurado con frecuencia y con suficiente contundencia: yo le llamo voluntad de vivir; porque esto expresa lo último cognoscible en ella. — Esa misma relación de la mediatez y la inmediatez aparece de nuevo en la moral. Los teístas pretenden compensar lo que uno hace con lo que padece: yo también. Pero ellos lo suponen con la mediación del tiempo y de un juez y remunerador; yo, en cambio, inmediatamente, demostrando que quien hace y quien padece son un mismo ser. En mi sistema se encuentran los resultados morales del cristianismo, llegando hasta la más alta ascética, fundamentados racionalmente y en la conexión de las cosas, mientras que en el cristianismo lo son mediante meras fábulas. La creencia en él desaparece por días; por eso habrá que volverse hacia mi filosofía. Los panteístas no pueden tener una moral pensada con seriedad; — porque en ellos todo es divino y excelente.
He recibido muchas críticas porque al filosofar, por lo tanto teóricamente, he presentado la vida como lamentable y en modo alguno deseable: pero quien en la práctica manifiesta el más decidido desdén hacia ella es elogiado y hasta admirado; y el que se esfuerza con esmero por mantenerla es despreciado.
I Apenas habían suscitado mis escritos la atención de algunos, ya se hizo oír la reclamación de prioridad respecto de mi pensamiento fundamental, y se adujo que Schelling había dicho una vez «querer es ser originariamente», y todo lo demás de esa clase que se quisiera alegar. — Sobre esto hay que decir, con respecto al asunto mismo, que la raíz de mi filosofía se encuentra en la de Kant, en especial en la doctrina del carácter empírico e inteligible, pero en general en que, cuando Kant se acerca algo a la luz con la cosa en sí, esta siempre se asoma a través de su velo como voluntad; sobre esto he llamado expresamente la atención en mi crítica de la filosofía kantiana y he afirmado, en consecuencia, que mi filosofía solo es un pensar la suya hasta el final. Por eso no hay que asombrarse de que en los filosofemas de Fichte y Schelling, que parten también de Kant, puedan encontrarse huellas del mismo pensamiento fundamental; si bien allí aparecen sin sucesión, coherencia ni organización, por lo que hay que considerarlas como un simple espectro preliminar de mi teoría. Pero en general, sobre ese punto hay que decir que de cada gran verdad, antes de que sea descubierta, se manifiesta un presentimiento, una corazonada, una difusa imagen, como entre la niebla, y un vano intento de aprehenderla; porque precisamente los progresos de la época la han preparado. En consecuencia, la preludian afirmaciones aisladas. Pero solo el que ha conocido una verdad por sus razones y la ha meditado en sus consecuencias, quien ha desarrollado todo su contenido y abarcado el alcance de su ámbito, y después, con plena conciencia de su valor e importancia, la ha expuesto con claridad y coherencia, solo ese es su autor. En cambio, el hecho de que en la época antigua o moderna haya sido alguna vez expresada de forma semiinconsciente y casi como hablando en sueños, y por consiguiente se la pueda encontrar si se la busca después, aunque esté totidem verbis no significa mucho más que si estuviera totidem litteris[180]; del mismo modo, el descubridor de una cosa es solo aquel que, conociendo su valor, la conservó y custodió, no el que una vez la tomó por casualidad en la mano y luego la dejó caer de nuevo; igual que el descubridor de América es Colón y no el primer náufrago al que las olas lanzaron 143 una vez allí. Este es precisamente el sentido del pereant qui ante nos nostra dixerunt[181] de Donato. Sin embargo, si se quisiera hacer valer contra mí tales expresiones casuales como prioridades, se habría podido empezar mucho más atrás y, por ejemplo, alegar que Clemente de Alejandría (Strom.[ata] II, c. 17) dice: προηγείται τοι'νυν πάντων τό βοΰλεσθαι, αί γάρ λογικαί δυνάμεις του βσύλεσθαι διάκονοι πεφΰκασι[182] (Velle ergo omnia antecedit: rationales enim facultates sunt voluntatis ministrae). S. Sanctorum Patrum Opera polémica, vol. V, Wirceburgi 1779: Clemens Alex. Opera Tom. II, p. 304); como también, que Spinoza afirma: Cupiditas est ipsa unius cujusque natura seu essentia[183] (Eth.[ica:] P. III, prop. 57, demonstr.); y antes: Hic conatus, cum ad mentem solam refertur, Voluntas appellatu; sed cum ad mentem et corpus simul refertur, vocatur Appetitus, qui proinde nihil aliud est quam ipsa hominis essentia[184] (P III prop. 9, schob y, finalmente, P. III defin. 1. explic.). Con la mayor razón dice Helvecio: Il n’est point de moyens que l’envieux, sous l’apparence de la justice, n’emploie pour dégrader le mérite… C’est l’envie seule qui nous fait trouver dans les anciens toutes les découvertes modernes. Une phrase vide de sens, ou du moins inintelligible avant ces découvertes, suffit pour faire crier au plagiat[185] (De l’esprit ΙV, 7). Y séame permitido recordar aún un pasaje de Helvecio sobre ese punto, rogando que no se interprete el hecho de citarlo como vanidad y arrogancia sino que solo se tenga a la vista la corrección del pensamiento que ahí se expresa y se prescinda de si algo en él se me podría aplicar a mí o no: Quiconque se plaît à considérer l’esprit humain voit, dans chaque siècle, cinq ou six hommes d’esprit tourner autour de la découverte que fait l’homme de génie. Si l’honneur en reste à ce dernier, c’est que cette découverte est, entre ses mains, plus féconde que dans les mains de tout autre; c’est qu’il rend ses idées avec plus de force et de netteté: et qu’enfin on voit toujours à la manière différente, dont les hommes tirent parti d’un principe ou d’une découverte, à qui ce principe ou cette découverte appartient [186] (De l’esprit IV, 1). — Como resultado de la antigua guerra irreconciliable que en todas partes y sin cesar sostienen la incapacidad y la estupidez contra el espíritu y el entendimiento —ellas, representadas por legiones; ellos, por individuos aislados—, todo el que ofrece algo valioso y auténtico ha de librar una dura batalla contra la irreflexión, la torpeza, el gusto deteriorado, los intereses privados y la envidia, todo en digna alianza; concretamente, aquella de la que Chamfort dice: en examinant la ligue des sots contre les gens d’esprit, on croirait voir une conjuration de valets pour écarter les maîtres [187]. Pero a mí se me ha de agregar además un enemigo inusual: una gran parte de aquellos que en mi disciplina tenían el oficio y la ocasión de dirigir el juicio del público estaba contratado y pagado para difundir, elogiar y hasta elevar a los cielos lo peor de lo peor, el hegelianismo. Mas eso no se puede conseguir si al mismo tiempo se quiere admitir lo bueno, aunque solo sea en cierta medida. Así se explicará el lector futuro el hecho, en otro caso enigmático para él, de que yo resulte tan ajeno a mis propios contemporáneos como el hombre de la luna. No obstante, un sistema de pensamiento que, incluso a falta de todo interés por parte de los demás, ha sido capaz de ocupar a su autor incesante y vivamente durante una larga vida e incitarle a un trabajo sostenido y no remunerado, tiene justamente en ello una certificación de su valor y su verdad. Solamente el amor por mi empresa, sin ningún estímulo exterior, ha sostenido mi afán durante muchos días y me ha permitido no desmayar: con desprecio miraba entretanto la ruidosa gloria de lo malo. Pues al venir yo al mundo mi genio me dio a escoger entre conocer la verdad pero no gustar a nadie con ella, o enseñar junto con otros lo falso entre partidarios y aplausos: no me resultó difícil. En consecuencia, el destino de mi filosofía resultó opuesto al que tuvo el hegelianismo, tan enteramente que se nos puede considerar a ambos las dos caras de una misma hoja según la índole de ambas filosofías. El hegelianismo, presentándose sin verdad, sin claridad, sin espíritu y hasta sin sentido común, y además revestido del más repulsivo galimatías que jamás se oyó, se convirtió en una filosofía de cátedra impuesta y privilegiada, por lo tanto, un sinsentido que alimentó a su hombre. Mi filosofía, surgida al mismo tiempo que ella, tenía todas las cualidades que le faltaban a aquella: pero no estaba concebida de acuerdo con fines superiores, no era apropiada para la cátedra en los tiempos que corrían y así, como se suele decir, no había nada que hacer. Entonces se siguió, como el día a la noche, que el hegelianismo se convirtió en la bandera a la que todo afluía, mientras que mi filosofía no encontró aplauso ni partidarios, antes bien, con acordada intención fue totalmente ignorada, encubierta y, cuando fue posible, asfixiada; porque con su presencia se habría perturbado aquel juego tan considerable, como las sombras chinescas en la pared son perturbadas por la luz del día que se adentra. Por consiguiente, me convertí en la máscara de hierro o, como dice el noble Dorguth, en el Kaspar Hauser de los profesores de filosofía: sin aire ni luz, para que nadie me viera y no pudiera hacer valer mis pretensiones innatas. Pero ahora el hombre que los profesores de filosofía han hecho callar como un muerto ha resucitado, para gran desconcierto de los profesores de filosofía, que no saben qué cara poner ahora.
'H ατιμία φιλοσοφία διά ταϋτα προσπέπτωκεν,
οτι ου κατ αςιαν αυτής απτονται
ου γάρ νοθους εδει απτεσθαι, άλλα γνήσιους.
Plato, De rep., VII
[«El descrédito de la filosofía se debe a esto: a que
no se la cultiva con dignidad; pues no deben dedicarse
a ella los bastardos, sino los hombres rectos.»
Platón, República, VII, 535c.]
Que la filosofía se enseñe en las universidades es, sin duda, provechoso para ella de diversos modos. Con ello consigue una existencia pública y su estandarte se enarbola ante los ojos de los hombres, con lo que su existencia es siempre recordada y perceptible. Pero la ganancia principal será que algunas mentes jóvenes y capaces se familiaricen con ella y despierten a su estudio. Entretanto, hay que admitir que quien está capacitado para ella y, precisamente por eso, la necesita podría también encontrarla y llegar a conocerla por otras vías. Pues los que se aman y han nacido el uno para el otro se encuentran fácilmente: las almas afines se saludan ya de lejos. En efecto, a un individuo tal le estimulará más poderosa y eficazmente cualquier libro de un filósofo auténtico que caiga en sus manos de lo que pueda hacerlo la exposición de un filósofo de cátedra como los que la época le ofrece. También en los institutos se debería leer aplicadamente a Platón, que es el más eficaz medio de estimular el espíritu filosófico. Mas, en general, he llegado poco a poco a la opinión de que la mencionada ventaja de la filosofía de cátedra es superada por el perjuicio que ocasiona la filosofía como profesión a la filosofía como libre investigación de la verdad, o la filosofía por encargo del gobierno a la filosofía por encargo de la naturaleza y la humanidad.
Ante todo, un gobierno no pagará un sueldo a una gente para contradecir directa o indirectamente lo que, a través de miles de sacerdotes o profesores de religión contratados por él, hace proclamar desde todos los pulpitos; porque tal gente, en la medida en que ejerciera efecto, tendría que hacer ineficaz aquella primera disposición. Pues es sabido que los juicios no solo se suprimen entre sí mediante la oposición contradictoria, sino también con la simple contraria: por ejemplo, al juicio «la rosa es roja» no solo se opone «no es roja» sino también «es amarilla», que aquí dice tanto o incluso más. De ahí el principio improbant secus docentes[188]. Pero debido a esa circunstancia los filósofos universitarios caen en una situación totalmente peculiar, cuyo público secreto puede encontrar aquí expresión. En efecto, en todas las demás ciencias sus profesores tienen simplemente la obligación, según sus capacidades y posibilidad, de enseñar lo que es verdadero y correcto. Solo en el caso de los profesores de filosofía se ha de entender el tema cum grano salis[189]. Aquí se trata de un caso particular, debido a que el problema de su ciencia es el mismo del que también la religión, a su manera, da explicación; por eso he caracterizado a esta como la metafísica popular[190]. En consecuencia, los profesores de filosofía deben enseñar también, por supuesto, lo que es verdadero y correcto: pero precisamente eso tiene que ser en el fondo y en esencia lo mismo que enseña también la religión nacional, la cual es igualmente verdadera y correcta. De ahí nació la ingenua frase, ya citada en mi Crítica de la filosofía kantiana, que pronunció un reputado profesor de filosofía en 1840: «Si una filosofía niega las ideas fundamentales del cristianismo, o es falsa o, aunque sea verdadera, es inservible[191]». Aquí se ve que en la filosofía de la universidad la verdad solo ocupa un puesto secundario y, si es necesario, tiene que levantarse para dejar su sitio a otra cualidad. — Así pues, esto es lo que en las universidades diferencia la filosofía de todas las demás ciencias que sientan cátedra.
Como consecuencia de esto, mientras se mantenga la Iglesia solo se podrá enseñar en las universidades una filosofía de esa clase que, concebida con continua atención a la religión nacional, en lo esencial corra paralela a esta; y por lo tanto —en todo caso con figura enrevesada, extrañamente adornada y así difícil de comprender— en el fondo y en lo principal no sea más que una paráfrasis y apología de la religión nacional. A los que enseñan con esas limitaciones no les queda entonces más que buscar nuevas versiones y formas, con las cuales presentan el contenido de la religión nacional revestido de expresiones abstractas y convertido en trivial, llamándolo entonces filosofía. Mas si el uno o el otro pretenden hacer algo más, o bien divagarán en materias próximas o bien recurrirá a toda clase de bufonadas, como acaso realizar complicados cálculos analíticos sobre el equilibrio de las representaciones en la mente humana y bromitas semejantes. Entretanto, los filósofos universitarios, limitados en tal medida, se hallan plenamente a gusto con el asunto; porque su verdadero celo se encuentra en conseguir con honor unos honrados ingresos para ellos junto con sus mujeres e hijos, y también gozar de un cierto prestigio ante la gente; en cambio, el ánimo que se agita en lo profundo del verdadero filósofo, cuyo total y enorme celo se halla en buscar una explicación de nuestra existencia, tan enigmática como penosa, es contado por ellos entre los seres mitológicos; a no ser que el afectado por él, si alguna vez tuviera que presentarse ante ellos, les parezca poseído por una monomanía. Pues por lo regular, que sea posible un ahínco tan verdadero y puro en la filosofía ningún hombre puede soñarlo menos que un docente de la misma; al igual que el Papa suele ser el cristiano más incrédulo. Por eso es sumamente infrecuente que un auténtico filósofo haya sido a la vez un docente de la filosofía[192]. Que precisamente Kant representa este caso excepcional lo he discutido ya, junto con sus razones y consecuencias, en el segundo volumen de mi obra principal, c. 17, p. 162 [3.a ed., p. 179]. Por lo demás, una confirmación de la existencia condicionada de toda filosofía universitaria que he desvelado la ofrece el conocido destino de Fichte, si bien en el fondo fue un simple sofista y no un verdadero filósofo. Él, en efecto, se había atrevido a prescindir de las doctrinas de la religión nacional en su filosofar; la consecuencia de ello fue su casación y además que la plebe le insultara. El castigo también surtió efecto en él por cuanto, tras su posterior nombramiento en Berlín, el Yo absoluto se había convertido obedientemente en el amado Dios y toda su teoría en general cobró una apariencia sumamente cristiana, cosa que evidencia en especial la Instrucción para la vida bienaventurada. En su caso es digna de observar la circunstancia de que se le imputara como principal delito la tesis de que Dios no es más que el orden moral del mundo, cuando esta difiere en poco de la sentencia de Juan Evangelista «Dios es amor». El mismo destino tuvo en 1853 en Heidelberg el profesor interino Fischer, a quien se le quitó el jus legendi porque enseñaba el panteísmo. Así pues, el lema es: «¡Cómete tu flan, esclavo, y haz pasar la mitología judía por filosofía!». — Pero lo divertido del tema es que esas gentes se denominan filósofos, juzgan en cuanto tales sobre mí (y, por cierto, con aires de superioridad) y hasta se las dan de distinguidos frente a mí y durante cuarenta años no se han dignado bajar la vista hacia mi persona, al no considerarme digno de atención alguna. — Mas el Estado ha de proteger a los suyos y debería promulgar una ley que prohibiera burlarse de los profesores de filosofía.
Por consiguiente, es fácil ver que, en tales circunstancias, la filosofía de cátedra no puede por menos que hacer
Como una de esas cigarras zanquilargas
Que siempre vuela y volando salta
Y enseguida canta en la hierba su vieja cantinela[193].
Lo arriesgado del asunto es simplemente que se conceda la posibilidad de que la penetración última que el hombre puede alcanzar en la naturaleza de las cosas, en su propia esencia y la del mundo, no coincida exactamente con las doctrinas que en parte fueron reveladas al antiguo pueblecito de los judíos y en parte aparecieron en Jerusalén hace mil ochocientos años. Para anular ese riesgo de una vez por todas, el profesor de universidad Hegel inventó la expresión «religión absoluta», con la cual alcanzaba también su propio fin, dado que él conocía a su público: también ella es para la filosofía de cátedra real y verdaderamente absoluta, es decir, debe y tiene que ser absoluta y decididamente verdadera, ¡si no…! A su vez, otros de esos investigadores de la verdad funden la filosofía y la religión en un centauro al que llaman filosofía de la religión; también suelen enseñar que religión y filosofía son en realidad lo mismo, tesis esta que solo parece ser verdad en el sentido en que debió decir muy conciliadoramente Francisco con relación a Carlos V: «Lo que quiere mi hermano Carlos, eso quiero yo», en concreto, Milán. Otros, por su parte, no se molestan tanto, sino que hablan directamente de una filosofía cristiana, lo cual viene a ser más o menos como si se quisiera hablar de una aritmética cristiana que hiciera la vista gorda. Tales epítetos tomados de los dogmas de fe son además claramente chocantes en filosofía, ya que esta se presenta como el intento de la razón de resolver el problema de la existencia por sus propios medios e independientemente de toda autoridad. En cuanto ciencia no tiene nada que ver con lo que se puede, se debe o se tiene que creer, sino solo con lo que se puede saber. Si esto debiera resultar diferente de lo que se tiene que creer, ello no supondría menoscabo para la fe: pues es fe porque contiene lo que no se puede saber. Si también se pudiera saber, entonces la fe sería totalmente inútil y hasta ridicula; más o menos como si sobre los objetos de las matemáticas se quisiera asentar además un dogma de fe. Mas si uno está acaso convencido de que la verdad total y plena se halla contenida en la religión nacional, entonces que se quede en ella y renuncie a todo filosofar. Pero no se pretenda aparentar lo que no se es. Fingir una investigación imparcial de la verdad con la determinación de convertir la religión nacional en su resultado y hasta en su medida y control es intolerable, y semejante filosofía, sujeta a la religión nacional como el mastín al muro, no es más que la desagradable caricatura de la más alta y noble aspiración de la humanidad. Entretanto, uno de los principales artículos de venta de los filósofos universitarios es justamente aquella filosofía de la religión antes calificada de centauro, que en realidad conduce a una especie de gnosis y también a un filosofar bajo ciertos supuestos en boga que en absoluto pueden ser justificados. También títulos de programas como De verae philosopiae erga religionem pietate[194], una inscripción apropiada para semejante redil filosófico, designan claramente la tendencia y los motivos de la filosofía de cátedra. Es cierto que esos filósofos domesticados toman a veces un curso que parece peligroso: pero uno puede aguardar tranquilo, convencido de que aun así llegarán al objetivo que se fijaron de una vez por todas. Incluso a veces se siente uno tentado a creer que sus investigaciones filosóficas, presuntamente serias, las habían realizado ya antes de los doce años, y ya entonces habían establecido para siempre su visión de la esencia del mundo y lo que de ella depende; porque, después de todas las discusiones filosóficas y extravíos arriesgados con guías temerarios, siempre llegaban otra vez a lo que a aquella edad se nos solía hacer plausible, y parecen incluso tomarlo como criterio de la verdad. Todas las doctrinas filosóficas heterodoxas de las que entretanto se han tenido que ocupar en el curso de su vida les parece que solo existen para ser refutadas y así establecer aquella primera con más solidez. Hasta hay que asombrarse de cómo, empleando su vida en tan graves herejías, sin embargo han sabido conservar tan pura su interior inocencia filosófica.
A quien después de todo esto le quede aún alguna duda acerca del espíritu y finalidad de la filosofía universitaria, que contemple el destino de la pseudofilosofía hegeliana. ¿Acaso le ha perjudicado que su pensamiento fundamental fuera la ocurrencia más absurda, un mundo establecido en la cabeza, una bufonada filosófica[195], que su contenido fuera la más estéril y vacía palabrería que jamás haya satisfecho a las cabezas huecas, y que su exposición en las obras del propio autor sea el galimatías más enojoso y disparatado, y hasta recuerde los delirios de los manicomios? ¡Oh, no, ni en lo mínimo! Antes bien, durante veinte años ha prosperado y se ha hecho lucrativa como la más brillante filosofía de cátedra que alguna vez devengó sueldos y honorarios, y de hecho se ha proclamado en toda Alemania, a través de cientos de libros, como la cumbre de la sabiduría humana finalmente alcanzada y la filosofía de las filosofías, siendo incluso elevada hasta el cielo: de ella se examinó a los estudiantes y para ella se contrató a los profesores; quien no estaba de acuerdo era considerado un «loco por su propia cuenta»[196] por los insolentes repetidores de su autor, tan dócil como trivial; e incluso los pocos que se atrevieron a presentar una débil oposición a esa payasada la plantearon de forma meramente apocada, bajo el reconocimiento del «gran espíritu y exagerado genio» de aquel filosofastro banal. La prueba de lo dicho aquí la ofrece toda la literatura de la esmerada maquinación que, como un acta ahora cerrada, se dirige a través del patio del vecino, que ríe burlonamente, hasta aquel tribunal donde nos volveremos a ver: el tribunal de la posteridad, que, entre otros complementos, está también provisto de una campana de oprobio que puede sonar incluso más allá de toda la época. — ¿Pero qué ha sido finalmente lo que ha dado tan repentino término a aquella gloria, ha arrastrado la caída de la bestia trionfante[197] y ha destruido todo el ejército de mercenarios y mentecatos, salvo algunos restos de rezagados y merodeadores que, apiñados bajo la bandera de los Halle’sehen Jahrbücher, pudieron durante un rato hacer de las suyas para escándalo público, así como algunos miserables tontos que todavía hoy creen aquello con lo que se les embaucó en sus años jóvenes y van comerciando con ello? — Nada más sino que uno ha tenido la maliciosa ocurrencia de demostrar que eso es una filosofía universitaria que solo coincide con la religión nacional en apariencia y en las palabras, pero no realmente y en sentido propio. El reproche era justo en y por sí mismo; pues eso ha demostrado después el neo-catolicismo. El germano-neo-catolicismo no es, en efecto, más que el hegelianismo popularizado. Como este, deja el mundo sin explicar, esta ahí, sin otra información. Simplemente recibe el nombre Dios, y la humanidad, el nombre Cristo. Ambos son «fin en sí mismos», es decir, existen justamente para procurarse el bienestar mientras dura la corta vida. Gaudeamus igitur! Y la apoteosis hegeliana del Estado es llevada hasta el comunismo. Una exposición muy fundada del neo-catolicismo en ese sentido la ofrece F. Kampe, Historia del movimiento religioso en la época moderna, vol. 3, 1856.
Pero el que tal reproche pudiera ser el talón de Aquiles de un sistema filosófico dominante nos muestra
Qué cualidad
Decide, eleva al hombre[198],
o lo que constituye el auténtico criterio de la verdad y validez de una filosofía en las universidades alemanas, y de qué depende; además, un ataque de esa clase, aun prescindiendo de la bajeza de toda calumnia, habría tenido que ser despachado brevemente con ούδέν προς Διόνυσον[199].
Quien precise pruebas ulteriores de esa misma visión considere el epílogo a la gran farsa de Hegel, en concreto, la subsiguiente y sumamente oportuna conversión del señor Schelling del spinozismo a la mojigatería y el consiguiente traslado de Munich a Berlín entre los toques de trompeta de todos los periódicos, con cuyas alusiones se habría podido creer que llevaba allí a Dios en persona, por el que tan gran anhelo había, metido en la maleta. La afluencia de estudiantes allí se hizo tan grande que incluso trepaban por las ventanas hasta el auditorio; luego, al final del curso, el diploma de gran hombre que un número de profesores de universidad que habían sido sus oyentes le entregaron con la mayor humildad, y en general todo su papel en Berlín, sumamente brillante y no menos lucrativo, que desempeñó sin rubor; y ello en la edad avanzada, cuando la preocupación por el recuerdo que se deja atrás supera en las naturalezas nobles cualquier otra cosa. Por lo regular, uno podría afligirse con algo así, y hasta casi podría pensar que los profesores de filosofía tendrían que sonrojarse por ello: mas eso es una ilusión. Pero a quien después de contemplar una consumación tal no se le abran los ojos sobre la filosofía de cátedra y sus héroes, a ese no se le puede ayudar.
Entretanto, la equidad exige que se juzgue la filosofía de la universidad no solo, como ocurre aquí, desde el punto de vista de su fin presunto, sino también del verdadero y auténtico. Este, en efecto, viene a ser que los futuros referendarios[200], abogados, médicos, opositores y pedagogos, hasta en lo más íntimo de sus convicciones reciban aquella orientación que sea acorde con los propósitos que el Estado y su gobierno tienen para ellos. Contra eso nada tengo que objetar, así que me conformo en ese respecto. Pues no me considero competente para juzgar sobre el carácter necesario o superfluo de tal medio del Estado, sino que eso recae en aquellos que tienen la dura tarea de gobernar a los hombres, es decir, mantener la ley, el orden, la tranquilidad y la paz entre los muchos millones de individuos de un género en su gran mayoría ilimitadamente egoísta, injusto, inicuo, desleal, envidioso, malvado, además de muy limitado y obstinado, y proteger a los pocos a los que les ha tocado en suerte alguna posesión frente al sinnúmero de aquellos que no poseen más que sus fuerzas corporales. La tarea es tan difícil que yo verdaderamente no me atrevo a discutir con ellos acerca de los medios que hay que aplicar. Pues mi lema ha sido siempre: «Cada mañana doy gracias a Dios por no tener que preocuparme del Imperio Romano[201]». Pero esos fines estatales de la filosofía universitaria fueron los que procuraron al hegelianismo tan inusual favor ministerial. Pues él consideraba el Estado «el organismo ético absolutamente perfecto», y hacía absorberse en el Estado todo el fin de la existencia humana. ¿Podía haber una mejor disposición para los futuros referendarios y, en breve, funcionarios estatales, que esa, conforme a la cual toda su esencia y su existencia, en cuerpo y alma, recaían plenamente en el Estado como las de la abeja en la colmena, y ellos no tenían que aspirar ni en este ni en otro mundo a nada más que a convertirse en los engranajes idóneos para contribuir a que la gran máquina estatal, ese ultimus finis bonorum[202], se mantuviera en marcha? El referendario y el hombre eran, según ello, una y la misma cosa. Era una verdadera apoteosis del filisteísmo.
Sin embargo, una cosa sigue siendo la relación de tal filosofía universitaria con el Estado y otra, su relación con la filosofía en sí misma, que en este respecto podría distinguirse, en cuanto filosofía pura, de aquella, en cuanto aplicada. Esta, en efecto, no conoce más fin que la verdad, y entonces puede resultar que cualquier otra cosa a la que se aspire por medio de ella sea perniciosa para ese fin. Su finalidad suprema es la satisfacción de aquella noble necesidad que yo denomino metafísica, que en todas las épocas se hace íntima y vivazmente perceptible a la humanidad, pero con su mayor intensidad cuando, como justo ahora, se desmorona cada vez más el crédito del dogma. Este, en efecto, al estar calculado para la gran masa del género humano y adaptado a ella, solo puede contener verdad alegórica, aunque él tiene que hacerla valer como verdad sensu proprio. Pero de ese modo, al ampliarse cada vez más los conocimientos históricos, físicos y hasta filosóficos de todas clases, va creciendo el número de hombres a los que el dogma ya no les puede satisfacer, y estos exigirán cada vez en mayor medida una verdad sensu proprio. ¿Pero qué puede entonces ofrecer tal marioneta de cátedra nervis alienis mobile[203]; frente a esa exigencia? ¿Hasta dónde se llegará aún con la filosofía de rueca impuesta o con huecos edificios de palabras, con retóricas que nada dicen o que con su verborrea oscurecen hasta las verdades más comunes y comprensibles, o con el absoluto sinsentido hegeliano? —Y, por otro lado, aun cuando el honrado Juan hubiera vuelto realmente del desierto vestido de pieles y alimentado de saltamontes, e, impasible a toda la confusión, se hubiera dedicado con puro corazón y con todo fervor a la investigación de la verdad y presentara ahora sus frutos, ¿qué recibimiento tendría que esperar de aquellos comerciantes de cátedras contratados para fines estatales, que han de vivir de la filosofía junto con sus mujeres e hijos, cuyo lema es, por tanto, primum vivere, deinde philosophari[204]; que en consecuencia se han apoderado del mercado y ya han tenido cuidado de que aquí no valga más que lo que ellos permiten que valga, por lo que solo 159 existen méritos en la medida en que ellos y su mediocridad gustan reconocerlos? En efecto, ellos llevan las riendas de la atención del público que se ocupa de la filosofía, aun así, pequeño; porque este no dedicará su tiempo, esfuerzo y fatiga a cosas que no prometen entretenimiento como las producciones poéticas, sino instrucción —y, por cierto, instrucción pecuniariamente infructuosa— sin antes tener la plena seguridad de que serán ampliamente recompensados. De acuerdo con su creencia heredada de que quien vive de un asunto es también el que entiende de él, el público espera ver esa seguridad en los especialistas, que en las cátedras y en los compendios, periódicos y revistas literarias se comportan con confianza como los verdaderos maestros del asunto: por consiguiente, en ellos se puede degustar y seleccionar lo que es digno de atención y su contrario. — ¡Oh, qué será de ti, mi pobre Juan del desierto, cuando, como es de esperar, lo que tú ofreces no esté concebido conforme a la tácita convención de los señores de la filosofía lucrativa! Te verán como a uno que no ha comprendido el espíritu del juego y amenaza así con estropeárselo a todos; por lo tanto, como su enemigo y adversario común. Aunque lo que tú trajeras fuera la mayor obra maestra del espíritu humano, nunca podría caer en gracia a sus ojos. Pues no estaría concebido ad normam conventionis[205] y por lo tanto no sería de tal clase que pudieran convertirlo en objeto de su exposición de cátedra para también vivir de ello. A un profesor de filosofía no se le ocurre en absoluto examinar si un nuevo sistema que aparece es verdadero, sino que enseguida analiza únicamente si se puede armonizar con las doctrinas de la religión nacional, las intenciones del gobierno y las opiniones dominantes. Luego decide sobre su destino. Pero si, no obstante, se abriera camino, si siendo instructivo y conteniendo explicaciones suscitara la atención del público y este lo encontrara digno de estudio, entonces en esa misma medida tendría que privar a la filosofía susceptible de cátedra de aquella misma atención, incluso de su crédito y, lo que es peor, de sus ventas. Di meliora[206]! Por eso tal cosa no puede tolerarse y todos han de ponerse en su contra como un solo hombre. El método y la táctica para ello los ofrece un feliz instinto como el que se ha otorgado a todos los seres para su autoconservación. En efecto, la disputa y refutación de una filosofía que contraviene la norma conventionis es a menudo, sobre todo cuando se barruntan méritos y ciertas cualidades que el diploma de profesor no puede conferir, un tema delicado al que en último caso uno no se puede arriesgar, ya que las obras cuya supresión se aconseja recibirían notoriedad y atraerían a los curiosos; mas entonces podrían plantearse comparaciones sumamente desagradables y el desenlace podría ser adverso. Por el contrario, unánimemente, como hermanos de iguales intereses y capacidades, consideran esa importuna obra como non avenue[207]. Con gesto de máxima imparcialidad toman lo más relevante como insignificante, lo pensado en profundidad y existente por los siglos, como indigno de ser hablado, a fin de sofocarlo; maliciosamente aprietan los labios y callan, callan con aquel silentium, quod livor indixerit[208] ya denunciado por el antiguo Séneca (Ep. 79); y entretanto, cacarean tanto más ruidosamente sobre los abortos espirituales y los engendros de la congregación, en la tranquila conciencia de que lo que nadie sabe es como si no existiera y que las cosas del mundo valen por lo que aparentan y por cómo se llaman, no por lo que son; — este es el método más seguro y carente de riesgo contra los méritos y que yo, por ende, quisiera recomendar encarecidamente, aunque sin responder de sus ulteriores consecuencias, a todos los memos que buscan su sustento en cosas para las que se requieren unas dotes superiores.
No obstante, en modo alguno deben ser invocados aquí los dioses como por un inauditum nefas[209]: todo eso no es más que una escena de la comedia que tenemos ante nuestros ojos en todas las épocas, en todas las artes y ciencias: la antigua lucha de los que viven para un asunto con los que viven de él, o de los que son con los que representan. Para unos es el fin del que su vida es un simple medio; para los otros, el medio y hasta la molesta condición de la vida, el bienestar, el placer y la felicidad familiar, únicas cosas en las que se halla su verdadero celo; porque aquí los límites de su esfera de acción están trazados por la naturaleza. Quien quiera ver esto ejemplificado y conocerlo más de cerca, que estudie la historia de la literatura y lea las biografías de los grandes maestros de todos los géneros y artes. Ahí verá que en todas las épocas ha sido así y comprenderá que así seguirá siendo. En el pasado lo conocen todos; en el presente, casi nadie. Las páginas brillantes de la historia de la literatura son casi sin excepción las trágicas. En todas las materias nos ponen a la vista cómo, por lo regular, el mérito ha tenido que esperar hasta que los bufones hubieran terminado con sus bufonadas, el banquete hubiera concluido y todos se hubieran ido a la cama: entonces se elevaba, como un fantasma en la noche profunda, para ocupar por fin, en forma de sombras, el puesto de honor que se le había negado.
Sin embargo, aquí solo nos las vemos con la filosofía y sus representantes. En ella encontramos, en primer lugar, que desde siempre muy pocos filósofos han sido profesores de filosofía y, proporcionalmente, aún menos profesores de filosofía han sido filósofos; por eso se podría decir que, así como los cuerpos idioeléctricos[210] no son conductores de la electricidad, tampoco los filósofos son profesores de filosofía. De hecho, al que piensa por sí mismo esa función le contraría más que a ningún otro. Pues la cátedra filosófica es en cierta medida un confesionario público donde uno hace coram populo[211] su profesión de fe. Casi nada obstaculiza más el logro real de conocimientos fundados o profundos, es decir, llegar a ser verdaderamente sabio, que la continua necesidad de parecerlo, el alarde de aparentes conocimientos ante los discípulos ávidos de aprender y el hecho de tener siempre una respuesta preparada para todas las preguntas imaginables. Pero lo peor es que a un hombre en esa situación, con cada pensamiento que le pueda sobrevenir, le invade la preocupación de como se adecuaría a los propósitos de los altos jefes: esto paraliza tanto su pensar que las ideas mismas no se atreven ya a ocurrírsele. La atmósfera de libertad es imprescindible para la verdad. Sobre la exceptio, quae firmat regulam[212] de que Kant hubiera sido profesor he mencionado ya lo necesario, y solamente añado que también la filosofía de Kant habría sido más grandiosa, resuelta, pura y hermosa si no hubiera estado revestida de aquel carácter profesoral; si bien él, muy sabiamente, mantuvo separados en lo posible el filósofo y el profesor, al no exponer en su cátedra su propia teoría. (Véase Rosenkranz, Historia de la filosofía kantiana, p. 148.)
Si ahora vuelvo la vista hacia los presuntos filósofos que han aparecido en el medio siglo que ha transcurrido desde la actividad de Kant, no veo desgraciadamente a ninguno en cuyo honor pudiera decir que su celo verdadero y total haya sido la búsqueda de la verdad: antes bien, encuentro que todos, aunque no siempre con clara conciencia, han pensado en la mera apariencia del asunto, en la notoriedad, en imponer y hasta mistificar, y se han esforzado con ahínco en conseguir la aprobación de los superiores y luego de los estudiantes; con lo que el fin último sigue siendo rebañar placenteramente el rendimiento del asunto junto con su mujer e hijos. Mas así es realmente conforme a la naturaleza humana, que, como toda naturaleza animal, no conoce más fin inmediato que comer, beber y cuidar de la prole, pero además, como su renta especial, ha recibido también el afán de brillar y aparentar. En cambio, la primera condición de los logros reales y auténticos en la filosofía, como en la poesía y las bellas artes, es una tendencia anómala que, contra la regla de la naturaleza humana, en lugar del afán subjetivo por el bienestar de la propia persona establece uno totalmente objetivo dirigido a una producción ajena a la persona y que, precisamente por eso, con gran acierto es denominado excéntrico y de vez en cuando es también caricaturizado como quijotesco. Pero ya Aristóteles dijo: ού χρή δέ, κατά τους παραινουντας, ανθρώπινα φρονειν άνθρωπον οντα, ουδέ θνητά τον θνητόν, αλλ, εφ όσον ενδέχεται, άθανατιζειν, και πάντα ποιεΐν πρός τό ζην κατά τό κράτιστον των εν αύτω[213] (Neque vero nos oportet humana sapere a. C. sentire, ut quidam monent, quum simus homines; neque mortalia, quum mortales; sed nos ipsos, quoad ejus fieri potest, a mortalitate vindicare, atque omnia facere, ut el nostri parti, quae in nobis est optima, convenienter vivamus; Eth. Nie. X. 7). Tal orientación espiritual es, desde luego, una anomalía sumamente infrecuente pero, precisamente por eso, sus frutos redundan en beneficio de la humanidad en el curso del tiempo; porque, afortunadamente, son de una especie que se puede conservar. Más en concreto: los pensadores se pueden dividir entre los que piensan para sí mismos y los que piensan para otros: estos son la regla; aquellos, la excepción. Los primeros son, por lo tanto, pensadores autónomos por partida doble y egoístas en el más noble sentido de la palabra: solo de ellos recibe enseñanza el mundo. Pues solo la luz que uno mismo se ha encendido ilumina después a los demás; de modo que lo que dice Séneca en sentido moral: alteri vivas oportet si vis tibi vivere[214] (Ep. 48) vale de él a la inversa en sentido intelectual: tibí cogites oportet, si omnibus cogitasse volueris[215]. Mas esa es precisamente la extraña anomalía que ninguna intención ni buena voluntad pueden forzar, pero sin la cual no es posible un progreso real en la filosofía. Pues para fines distintos, o en general mediatos, una mente no se pone nunca en la suprema tensión que eso requiere y que justamente exige el olvido de sí mismo y de todos los fines, sino que se queda en una mera apariencia y simulación del asunto. Entonces se combinan de formas diversas algunos conceptos descubiertos y se hace con ellos una especie de castillo de naipes: pero con ello no nace nada nuevo y auténtico. Añádase además que la gente para la que el verdadero fin es el propio bienestar y el pensar solo es un medio de este, siempre ha de tener en cuenta las necesidades y tendencias temporales de los contemporáneos, las intenciones de los que mandan, etc. Así no se puede ni aspirar a la verdad que, aun cuando se dirija honradamente la mirada hacia ella, es infinitamente difícil de encontrar.
Pero, en general, ¿cómo podría el que busca un honrado sustento para sí, su mujer e hijos, consagrarse al mismo tiempo a la verdad? Una verdad que en todas las épocas ha sido una peligrosa compañera, un huésped mal recibido en todas partes, — y que, probablemente, por eso se la representa desnuda, porque no lleva nada consigo, no tiene nada que repartir sino que quiere ser buscada solo por sí misma. A dos señores tan distintos como el mundo \Welt] y la verdad [Wahrheit], que no tienen nada en común más que las iniciales, no se les puede servir al mismo tiempo: el intento conduce a la hipocresía, al disimulo, a la doblez. Entonces puede ocurrir que de un sacerdote de la verdad salga un defensor del engaño que enseñe con celo lo que él mismo no cree, con lo que echa a perder el tiempo y la mente de la confiada juventud, y puede también que, negando todo escrúpulo literario, se preste a preconizar al muy influyente chapucero, es decir, al beato cabeza hueca; o, también que, puesto que está pagado por el Estado para fines estatales, se cuide de realizar la apoteosis del Estado, hacer de él el punto culminante de toda aspiración humana y de todas las cosas, y así no solo convierta el auditorio filosófico en una escuela del más trivial filisteísmo sino que al final, como, por ejemplo, Hegel, llegue a la indignante teoría de que el destino del hombre es absorbido en el Estado, — acaso como el de la abeja en la colmena; con lo que se aparta totalmente de la vista el elevado fin de nuestra existencia.
Que la filosofía no es apropiada para ganarse la vida lo demostró ya Platón en sus descripciones de los sofistas, a quienes él contrapuso Sócrates; pero la más divertida es la descripción de la actividad y el éxito de aquella gente que, con una comicidad insuperable, hace en la introducción del Protagoras. Ganar dinero con la filosofía fue y siguió siendo entre los antiguos la señal que distinguía a los sofistas de los filósofos. La relación entre sofistas y filósofos era, por consiguiente, en todo semejante a la que hay entre la muchacha que se ha entregado por amor y la prostituta pagada. Ya en mi obra principal (vol. II, c. 17, p. 162 [3.a ed., p. 179]) he demostrado que por esa razón relegó Sócrates a Aristipo entre los sofistas y también Aristóteles le cuenta entre ellos. Que los estoicos lo vieron igualmente así lo afirma Stobeo (Ecl. eth. L II, c. 7): των μέν αυτό τούτο λεγόντων σοφιστεΰειν, τό επί μισϋφ μεταδιδόναι των τής φιλοσοφίας δογμάτων των δ’ ύποτοπησάντων εν τω σοφιστεΰειν περιέχεσθαι τι φαΰλον, οίονεί λόγους καπηλεΰειν, ου φαμένων δεΐν άπό παιδείας παρά των έπιτυχόντων χρηματίζεσθαι, καταδεέστερον γάρ είναι τόν τρόπον τούτον του χρηματισμοΰ του τής φιλοσοφίας αξιώματος[216] (véase Stob. Ecl. phy s. et eth., ed. Heeren, part. sec. tom. pr. p. 226). También el pasaje de Jenofonte que cita Stobeo en Florilegium vol. I, p. 57 reza según el original (Memorabilia I, 6, 17): τους μέν τήν σοφίαν αργυρίου τφ βουλομένω πώλουντας, σοφιστάς άποκαλοΰσιν[217]. También Ulpiano lanza la pregunta: an et philosophi professorum numero sint? Et non putem, non quia non religiosa res est, sed quia hoc primum profiteri eos oportet, mercenariam operam spernere[218] (Lex I, § 4, Dig. de extraord. cognit., L. 13). La opinion en ese punto fue tan inquebrantable que la encontramos en plena vigencia todavía bajo los emperadores posteriores; pues incluso en Filóstrato (Lib. I, c. 13) Apolonio de Tiana lanza como principal reproche a su adversario Eufrates el τήν σοφίαν καπηλεΰειν[219] (sapientiam cauponari), y también en su epístola 51 escribe precisamente para este: έπιτιμώσι σοι τινες, ως είληφότι χρήματα παρα του ρασιλεως οπερ ουκ ατοπον, ει μη φαινοιο φιλοσοφίας είληφέναι μισθόν, καί τοσαυτάκις, καί επί τοσοΰτον, καί παρά του πεπιστευκότος είναι σε φιλόσοφον[220] (Reprehendunt te quidam, quod pecuniam ab imperatore acceperis: quod absonum non esset, nisi videreris philosophiae mercedem accepisse, et toties, et tam magnam, et ab illo, qui te philosophum esse putabat). En consonanda con esto dice de sí mismo en la epístola 42 que, de ser preciso, aceptaría una limosna pero nunca, ni en caso de necesidad, un pago por su filosofía: ’Εάν τις ’Απόλλων ιω χρήματα δίδω, και δ διδοΰς άξιος νομΐζηται, ληψεται δεόμενος φιλοσοφίας δε μισθόν ού ληψεται, καν δεηται[221] (Si quis Apollonio pecunias dederit et qui dat dignus judicatus fuerit ab eo; si opus habuerit, accipit. Philosophiae vero mercedem, ne si indigeat quidem accipit). Esa antigua opinion tiene su buena razón y se basa en que la filosofía tiene muchos puntos de contacto con la vida humana, tanto con la pública como con la privada; por eso, si con ella se estimula el lucro, entonces la intención adquiere preponderancia sobre el conocimiento y de los supuestos filósofos resultan meros parásitos de la filosofía: pero estos se opondrán de forma represiva y hostil a la acción de los filósofos auténticos y hasta se conjurarán contra ellos para hacer valer únicamente lo que exigen sus intereses. Pues tan pronto como está en juego el lucro puede ocurrir fácilmente que, allá donde el beneficio lo requiera, se apliquen toda clase de medios viles, acuerdos, coaliciones, etc., para dar acceso y validez a lo falso y lo malo con fines materiales; para ello se hará necesario suprimir lo verdadero, auténtico y valioso que se le opone. Ningún hombre es más incapaz en esas artes que el verdadero filósofo que acaso hubiera caído con su asunto en medio de la actividad de esos negociantes. — A las bellas artes, e incluso a la poesía, les perjudica poco servir también al lucro: pues cada una de sus obras tiene una existencia por sí misma, y lo malo no puede suprimir lo bueno, como tampoco oscurecerlo. Pero la filosofía es una totalidad, es decir, una unidad, y no está dirigida a la belleza sino a la verdad: hay muchas clases de belleza pero solo una verdad, al igual que hay muchas Musas pero solo una Minerva. Precisamente por eso el poeta puede tranquilamente negarse a censurar lo malo; pero el filósofo puede verse en el caso de tener que hacerlo. Pues lo malo que alcanza vigencia se opone aquí directa y hostilmente a lo bueno, y la mala hierba que proliféra desplaza a las plantas útiles. La filosofía es, por su naturaleza, exclusiva: fundamenta la forma de pensar de la época: por eso el sistema dominante no soporta otro junto a sí, igual que las hijas de los sultanes. A eso se añade que aquí el juicio es sumamente difícil y ya la consecución de los datos para formularlo resulta fatigosa. Aquí lo malo es puesto en circulación a través de artimañas y proclamado por todas partes como lo verdadero y auténtico por voces estentóreas a sueldo; así es envenenado el espíritu de la época, la corrupción se apodera de todas las ramas de la literatura, se paraliza todo superior impulso espiritual y a lo realmente bueno y auténtico de cualquier clase se opone un bastión que dura largo tiempo. Esos son los frutos de la φιλοσοφία μισθοφόρος[222]. Véanse, a modo de ilustración, las payasadas que se han hecho con la filosofía desde Kant y lo que de ellas ha resultado. Pero solo la verdadera historia de la charlatanería hegeliana y de sus vías de difusión ofrecerá un día una justa ilustración de lo dicho.
Como consecuencia de todo esto, quien no aspire a una filosofía de Estado y una filosofía de broma sino al conocimiento y, por tanto, a la búsqueda de la verdad tomada en serio y sin consideraciones, tendrá que buscarla en cualquier parte antes que en las universidades, donde su hermana, la filosofía ad normam conventionis, ejerce el mando y escribe el menú. Hasta me inclino cada vez más a opinar que sería más provechoso para la filosofía que dejara de ser un oficio y no volviera a aparecer en la vida civil representada por profesores. Es una planta que, como la rosa de los Alpes y las flores de los despeñaderos, solo crece al aire libre de la montaña y, por el contrario, degenera con los cuidados artificiales. Aquellos representantes de la filosofía en la vida civil la encarnan en su mayor parte solo como el actor al rey. ¿Acaso los sofistas, con quienes Sócrates se querelló incansablemente y a los que Platón convirtió en tema de escarnio, fueron otra cosa que profesores de filosofía y retórica? De hecho, ¿no es realmente esa antigua querella la que, desde entonces nunca extinguida del todo, todavía hoy prosigo yo? Las más altas aspiraciones del espíritu humano nunca son compatibles con el lucro: su noble naturaleza no se puede amalgamar con él. — A lo sumo la filosofía universitaria podría pasar si los profesores contratados para ella pensaran cumplir con su oficio, al modo de los demás profesores, transmitiendo a la generación futura el saber existente que por el momento se da como verdadero en su materia; es decir, exponiendo a sus oyentes en forma fiel y exacta el sistema del último filósofo verdadero que ha existido, y masticándoles diminutas las cosas: — esto valdría, digo, a lo sumo si aportaran simplemente tanto juicio, o al menos tacto, como para no considerar filósofos a meros sofistas como, por ejemplo, a Fichte, Schelling, por no hablar de Hegel. Pero no solo les falta de ordinario la mencionada cualidad, sino que han caído en la desafortunada ilusión de que corresponde a su cargo jugar también ellos mismos a filósofos y obsequiar al mundo con los frutos de su meditación. De esa ilusión nacen aquellas producciones, tan lamentables como numerosas, en las que las mentes vulgares, e incluso 168 entre ellas algunas que ni siquiera son mentes vulgares, tratan los problemas a cuya solución se han dirigido desde hace milenios los más patentes esfuerzos de las mentes más excepcionales, dotadas de extraordinarias capacidades, que olvidaron su propia persona por amor a la verdad y a las que a veces la pasión de su aspiración a la luz les llevó a la cárcel o incluso al cadalso; mentes cuya infrecuencia es tan grande que la historia de la filosofía, que desde hace dos mil quinientos años marcha junto a la historia de los Estados como su bajo continuo, apenas puede mostrar una cantidad de filósofos notables equivalente a la centésima parte de los monarcas notables de la historia de los Estados: pues aquellos no son sino mentes totalmente aisladas en las que la naturaleza llegó a una conciencia de sí misma más clara que en las demás. Mas precisamente estas están tan alejadas de la vulgaridad y de la masa, que la mayoría no han obtenido un justo reconocimiento hasta después de su muerte o, a lo sumo, en edad avanzada. Por ejemplo, incluso la enorme fama de Aristóteles, que después se extendió más que ninguna otra, no comenzó según todos los indicios hasta doscientos años después de su muerte. Epicuro, cuyo nombre es conocido aún hoy en día incluso para la gran masa, vivió en Atenas totalmente desconocido hasta su muerte (Sen. Ep. 79). Bruno y Spinoza no alcanzaron vigencia y honor hasta el segundo siglo después de su muerte. El mismo David Eíume, escritor tan claro y popular, tenía cincuenta años cuando se le empezó a prestar atención, pese a que había producido sus obras mucho antes. Kant no fue famoso hasta después de los sesenta años. Con los filósofos de cátedra de nuestros días las cosas van, desde luego, mucho más rápidas; porque no tienen tiempo que perder: en efecto, un profesor proclama la teoría de su colega, en boga en la universidad vecina, como la cumbre finalmente alcanzada de la sabiduría humana; y enseguida este es un gran filósofo que sin demora ocupa su puesto en la historia de la filosofía, a saber, en la que está elaborando para la próxima feria un tercer colega, el cual agrega con toda naturalidad a los inmortales nombres de los mártires de la verdad de todos los siglos los valiosos nombres de sus bien colocados colegas hoy en boga, en cuanto otros tantos filósofos que también pueden aparecer en la serie, ya que han llenado mucho papel y encontrado una general atención colegial. Entonces se dice, por ejemplo, «Aristóteles y Herbart» o «Spinoza y Hegel» o «Platón y Schleiermacher»; y el asombrado mundo ha de ver que los filósofos que la tacaña naturaleza en otros tiempos solo fue capaz de producir ocasionalmente en el curso de los siglos, durante estos últimos decenios han brotado por todas partes como hongos entre los alemanes, tan altamente dotados, como es sabido. Naturalmente, esa gloria de la época es ayudada de todas las maneras; por eso, bien sea en las revistas eruditas o en sus propias obras, un profesor de filosofía no dejará de tomar en exacta consideración, con gesto grave y seriedad oficial, las erróneas ocurrencias del otro; de modo que parece totalmente como si aquí se tratara de un progreso real del conocimiento humano. A cambio, su aborto recibirá en breve los mismos honores, y de hecho sabemos que nihil officiosius, quam cum mutuum muli scabunt[223]. Pero tantas mentes vulgares que se creen obligadas por cargo y oficio a representar lo que menos se había propuesto la naturaleza con ellas, y asumir cargas que requieren hombros de gigantes espirituales, ofrecen en verdad un espectáculo lamentable. Pues oír cantar a los roncos o ver bailar a los paralíticos es penoso; pero oír a una mente limitada filosofando es insoportable. Para ocultar la carencia de pensamientos reales algunos se montan un imponente aparato de largas palabras compuestas, intrincadas retóricas, periodos interminables, expresiones nuevas e inauditas, todo lo cual junto presenta una jerga todo lo difícil que sea posible y que suene erudita. Sin embargo, con todo eso no dicen nada: uno no recibe ningún pensamiento, no siente incrementado su conocimiento sino que ha de suspirar: «el traqueteo del molino lo oigo, pero no veo la harina[224]»; o también se ve con demasiada claridad qué pobres, vulgares, triviales y burdas opiniones se esconden tras la grandilocuente ampulosidad. ¡Oh, si se pudiera enseñar a tales filósofos de broma una idea de la verdadera y fructífera seriedad con la que el problema de la existencia conmueve al pensador y sacude su interior! Entonces no podrían ya ser filósofos de broma, nunca más inventarían tranquilamente inútiles patrañas sobre el pensamiento absoluto o la contradicción que debe esconderse en todos los conceptos fundamentales, ni tampoco se recrearían con envidiable suficiencia en nueces huecas como «el mundo es la existencia de lo infinito en lo finito» y «el espíritu es el reflejo de lo infinito en lo finito», etc. Sería malo para ellos: pues quieren ser filósofos y pensadores totalmente originales. Pero que una mente ordinaria tenga pensamientos extraordinarios es exactamente tan probable como que una encina produzca albaricoques. Los pensamientos ordinarios, en cambio, los posee ya cada cual y no necesita leerlos: por consiguiente, y dado que en la filosofía se trata solo de pensamientos y no de experiencias y hechos, con mentes ordinarias no se puede nunca hacer nada. Algunos, conscientes del inconveniente, han hecho acopio de pensamientos ajenos, en su mayoría incompletos y siempre superficialmente concebidos, que en su mente corren siempre el peligro de evaporarse en meras frases y palabras. Con ellos se columpian de acá para allá e intentan a lo sumo ajustar unos a otros como piezas de dominó: así, comparan lo que han dicho este y aquel, y también otro y todavía otro más, e intentan entenderlo. En vano buscaríamos entre tales gentes una sólida visión fundamental de las cosas y el mundo que descansara sobre una base intuitiva y fuera, por lo tanto, plenamente coherente: precisamente por eso no tienen una clara opinión o un juicio definido, firme, acerca de nada, sino que andan a tientas con sus pensamientos, opiniones y excepciones aprendidos, como entre la niebla. En realidad solo han aspirado al saber y la erudición para enseñarlo a su vez. Eso se podría aceptar: pero entonces no deberían jugar a filósofos sino, por el contrario, saber distinguir la paja del grano.
Los verdaderos pensadores han aspirado al conocimiento, y por sí mismo; porque anhelaban fervientemente hacerse inteligible de cualquier modo el mundo en el que se encontraban, mas no para enseñar y parlotear. Por eso crece en ellos lenta y paulatinamente, como resultado de una meditación sostenida, una visión fundamental firme y coherente que tiene siempre como base la captación intuitiva del mundo y de la que se abren caminos para todas las verdades especiales que a su vez arrojan luz sobre aquella visión fundamental. De ahí resulta que sobre cada problema de la vida y del mundo tienen al menos una opinión decidida, bien entendida y coherente con el conjunto, y por eso no necesitan satisfacer a nadie con frases vacías como hacen, en cambio, aquellos primeros, a los que encontramos siempre ocupados con la comparación y ponderación de opiniones ajenas en vez de con las cosas mismas; por lo que se podría creer que hablan de países lejanos sobre los que hubiera que comparar críticamente los informes de los pocos viajeros que llegaron allá, y no del mundo real que se extiende y yace claramente también ante ellos. Sin embargo, en su caso se dice:
Pour nous, Messieurs, nous avons l’habitude
De rédiger au long, de point en point,
Ce qu’on pensa, mais nous ne pensons point[225].
Voltaire
Pero lo peor de toda la actividad, que en otro caso podría tener su continuidad para el curioso aficionado, es esto: en su interés se incluye que lo superficial y trivial sea tenido por algo. Pero eso no puede ocurrir si a lo auténtico, grande y profundamente pensado que eventualmente se presente se le hace justicia de inmediato. De ahí que, para sofocarlo y poner lo malo en libre circulación, se agolpen al modo en que lo hacen todos los débiles, formen facciones y partidos, y se apoderen de las revistas literarias en las que, al igual que en sus propios libros, con profunda reverencia y aire de importancia hablan de sus respectivas obras maestras y de ese modo toman el pelo al público corto de vista. Su relación con los filósofos reales es más o menos la de los antiguos maestros cantores con los poetas. Como ilustración de lo dicho, véanse los escritos de los filósofos de cátedra que aparecen en cada feria junto con las revistas literarias que les dan el acompañamiento: el que entienda algo, que considere la picardía con la que estos últimos, llegado el caso, se esfuerzan por disimular lo relevante como irrelevante, y las tretas que utilizan para privarlo de la atención del público, recordando la sentencia de Publilio Siro: Jacet omnis virtus, fama nisi late patet[226] (véase P. Syri et aliorum sententiae. Ex rec. J. Gruteri. Misenae 1790, v. 280). Pero sígase retrocediendo por esa vía y con esas consideraciones hasta el comienzo de este siglo y véase en lo que antes pecaron irreflexivamente los schellingianos pero luego, con malicia mucho mayor, los hegelianos: ¡sobrepongámonos, hojeemos la nauseabunda inmundicia! Pues no se puede exigir a ningún hombre que la lea. Después, reflexiónese y calcúlese el inestimable tiempo, además de papel y dinero, que el público ha tenido que perder durante medio siglo con esas chapuzas. Desde luego, también es incomprensible la paciencia del público, que año tras año lee los continuos chismorreos de triviales filosofastros a pesar del torturador aburrimiento que en ello incuba como una densa niebla, precisamente porque uno lee y lee sin llegar a obtener un solo pensamiento, ya que el escritor, que no piensa él mismo nada claro ni definido, acumula palabras sobre palabras, frases sobre frases; y sin embargo no dice nada porque no tiene nada que decir, nada sabe, nada piensa, pero quiere hablar; y por eso elige sus palabras, no según expresen acertadamente sus pensamientos y conocimientos, sino según oculten más hábilmente su carencia de ellos. Sin embargo, escritos de esa clase son impresos, comprados y leídos: y así está ocurriendo ya durante medio siglo sin que los lectores se percaten de que, como se dice en español, «papan viento[227]», es decir simplemente tragan aire. No obstante, para ser justo he de mencionar que, a fin de mantener en marcha ese molino, con frecuencia se aplica además un recurso totalmente peculiar cuya invención ha de atribuirse a los señores Fichte y Schelling. Me refiero a la picara argucia de escribir oscura, es decir, incomprensiblemente; con lo que la verdadera artimaña está en disponer su galimatías de tal modo que el lector tenga que creer que si no lo entiende es debido a él, mientras que el escritor sabe muy bien que se debe a él mismo, ya que no tiene nada verdaderamente comprensible, es decir, claramente pensado, que comunicar. Sin esa argucia los señores Fichte y Schelling no habrían podido poner en pie su pseudofama. Mas es sabido que nadie ha practicado la misma argucia tan descaradamente y en tan alto grado como Hegel. Si este, nada más comenzar, hubiera expuesto el absurdo pensamiento fundamental de su pseudofilosofía, a saber: el poner de cabeza el curso verdadero y natural de las cosas y así hacer de los conceptos universales —los cuales abstraemos de la intuición empírica y por tanto nacen de la supresión de determinaciones, luego son más vacíos cuanto más universales— lo primero, lo originario, lo verdaderamente real (la cosa en sí, en lenguaje kantiano), solo a resultas de lo cual tiene su existencia el mundo empírico real; si, como digo, ya desde el comienzo hubiera expuesto nítidamente, con palabras claras y comprensibles, ese monstruoso ύστερον πρότερον[228], esa desatinada ocurrencia, junto con la apostilla de que tales conceptos se piensan y se mueven a sí mismos sin nuestra intervención, entonces todos se habrían reído en su cara o se habrían encogido de hombros, y la bufonada no habría merecido ninguna atención. Pero entonces en vano habrían podido la venalidad y la bajeza tocar las trompetas para mentir al mundo proclamando lo más absurdo jamás acaecido como la suprema sabiduría, y comprometer para siempre al mundo erudito alemán con su Juicio. En cambio, bajo la envoltura del incomprensible galimatías la cosa iba bien, el disparate hacía fortuna:
Omnia enim stolidi magis admirantur amantque,
Inversis quae sub verbis latitantia cernunt[229].
Lucr. I, 642.
Animados por tales ejemplos, casi todos los miserables chupatintas intentaron desde entonces escribir algo con afectada oscuridad, para que pareciera que ninguna palabra era capaz de expresar sus elevados o profundos pensamientos. En vez de esforzarse de todas las maneras por resultar claros a su lector, con frecuencia parecen gritarle bromeando: «¡Eh, no puedes adivinar lo que estoy pensando!». Si aquel, en lugar de responder «¡Por eso me voy a ir al diablo!» y tirar el libro se afana en vano con él, al final piensa que tiene que tratarse de algo sumamente atinado que incluso supera su comprensión, y arqueando las cejas llamará a su autor un profundo pensador. Una consecuencia de todo ese esmerado método es, entre otras, que cuando en Inglaterra se quiere calificar algo como muy oscuro e incluso del todo incomprensible, se dice it is like German metaphysics[230]; más o menos como se dice en francés c’est clair comme la bouteille à l’encre[231].
Resulta totalmente superfluo mencionar aquí, aunque puede que no se haya dicho con demasiada frecuencia, que, por el contrario, los buenos escritores siempre se empeñan celosamente en obligar a sus lectores a pensar exactamente lo que ellos mismos han pensado: pues quien tiene algo adecuado que comunicar cuidará de que no se pierda. Por eso el buen estilo se basa principalmente en que se tenga realmente algo que decir: esa simple insignificancia es lo que le falta a la mayoría de los escritores de nuestros días y se convierte en la culpable de sus deplorables exposiciones. Pero en especial el carácter genérico de los escritos filosóficos de este siglo reside en escribir sin tener en verdad nada que decir: es algo común a todos ellos y puede por tanto ser estudiado de igual modo en Salat, en Hegel, en Herbart o en Schleiermacher. Ahí, conforme al método homeopático, el débil mínimo de un pensamiento se diluye en cincuenta páginas de verborrea y, con una ilimitada confianza en la paciencia verdaderamente alemana del lector, se sigue chismorreando página tras página con toda tranquilidad. En vano la mente condenada a esa lectura espera pensamientos verdaderos, sólidos y sustanciales: se desvive, se desvive por algún pensamiento, como el viajero en el desierto de Arabia por el agua, — y tiene que desfallecer. Si, por el contrario, tomamos algún filósofo real de cualquier época o país, bien sea Platón o Aristóteles, Descartes o Hume, Malebranche o Locke, Spinoza o Kant, siempre encontramos un espíritu hermoso y fecundo, que posee conocimiento y lo produce, pero que en especial siempre se esfuerza honradamente por comunicarse; por eso en cada línea recompensa inmediatamente al lector receptivo el esfuerzo de la lectura. Lo que hace que los escritos de nuestros filosofastros sean tan sumamente pobres y por ello tan torturadoramente aburridos es en último término la pobreza de su espíritu pero, en primer lugar, esto: que su exposición se mueve continuamente en conceptos sumamente abstractos, universales y amplios, por lo que también la mayoría de las veces avanza entre expresiones indefinidas, oscilantes y lánguidas. Pero están obligados a marchar por el aire; porque tienen que guardarse de tocar la tierra, donde, al topar con lo real, definido, individual y claro, encontrarían peligrosos escollos en los que podría encallar su buque de palabras. Pues en vez de dirigir los sentidos y el entendimiento de manera fija y constante al mundo intuitivamente presente, que es lo propia y verdaderamente dado, lo que no está falseado ni expuesto en sí mismo al error, y a través de lo cual hemos penetrado en la esencia de las cosas, ellos no conocen sino las más elevadas abstracciones, tales como existencia, esencia, devenir, absoluto, infinito, etc.; de ellas parten y construyen sistemas cuyo contenido termina en meras palabras y que no son, pues, más que pompas de jabón con las que jugar un rato, pero que no pueden tocar el suelo de la realidad sin reventar.
Si, con todo ello, la única desventaja que acarrean a las ciencias los intrusos e incapaces fuera que no les aportan nada, lo cual en las bellas artes es ya bastante, nos podríamos consolar y pasarlo por alto. Pero aquí producen daños positivos; en primer lugar, porque para mantener el prestigio de lo malo todos se alian en una liga natural contra lo bueno y se afanan con todas sus fuerzas en no tolerarlo. Pues no nos engañemos: en todas las épocas, en todo el orbe terrestre y en todas las circunstancias, existe una conjura, urdida por la naturaleza misma, de todas las cabezas mediocres, malas y estúpidas contra el espíritu y el entendimiento. Contra estos, todas ellas son aliadas fieles y numerosas. ¿O acaso somos tan ingenuos como para creer que solo aguardan la superioridad para reconocerla, honrarla y publicarla, y después verse ellos mismos reducidos a nada? — ¡Obediente criado! Antes bien, tantum quisque laudat, quantum se posse sperat imitari[232]. «¡Ignorantes y nada más que ignorantes debe haber en el mundo, a fin de que también nosotros seamos algo!» Ese es su verdadero lema; y el no tolerar a los capaces, un instinto tan natural en ellos como en el gato atrapar ratones. Recordemos aquí también el bello pasaje de Chamfort citado al final del tratado anterior[233]. Pero sea manifestado de una vez el secreto público; sea traído a la luz el engendro, por extraño aspecto que tenga en ella: siempre y en todas partes, en toda situación y circunstancia, nada han odiado la limitación y la estupidez tan íntima y ferozmente como el entendimiento, el espíritu, el talento. Que en eso se mantienen siempre fieles lo muestran en todas las esferas, asuntos y relaciones, al empeñarse siempre en reprimirlos y hasta en erradicarlos y aniquilarlos con el fin de existir solo ellas. Ninguna bondad, ninguna indulgencia puede reconciliarlas con la superioridad de la fuerza de espíritu. Así es la cosa, no tiene remedio y así seguirá. ¡Y qué terrible mayoría tiene de su lado! Es un obstáculo principal para el progreso de la humanidad en todos los aspectos. ¿Mas cómo pueden, en tales circunstancias, ir las cosas en aquel ámbito donde ni siquiera basta, como en las demás ciencias, una buena cabeza unida a la aplicación y la constancia sino que se requieren unas disposiciones totalmente peculiares que incluso solo se dan a costa de la felicidad personal? Pues, verdaderamente, la más desinteresada rectitud de intención, el afán irresistible por descifrar la existencia, la seriedad de la meditación que se esfuerza por penetrar en lo más íntimo de los seres, y el auténtico entusiasmo por la verdad: esas son las condiciones primeras e indispensables para la aventurada empresa de acercarse de nuevo ante la antigua esfinge en un reiterado intento de resolver su eterno enigma, a riesgo de precipitarse, junto con tantos predecesores, en el tenebroso abismo del olvido.
Otra desventaja que conlleva en todas las ciencias la actividad de los intrusos es que edifica el templo del error, en cuya posterior demolición tienen que trabajar a veces durante toda su vida buenas cabezas y ánimos honrados. ¡Y ello incluso en la filosofía, en el saber más general, importante y difícil! Si queremos pruebas especiales de esto, traigamos ante nuestros ojos el monstruoso ejemplo del hegelianismo, aquella petulante pseudosabiduría que, en lugar del pensamiento y la investigación propios, reflexivos y honrados, ha establecido como método filosófico el automovimiento dialéctico de los conceptos, es decir, un autómata de pensamientos objetivo que da sus brincos por su cuenta libremente en el aire, o en el empíreo, y cuyas huellas, rastros o marcas fósiles serían los escritos de Hegel y los hegelianos; aunque estos no son más bien sino algo ideado bajo frentes muy planas y cascarudas, y que, lejos de ser absolutamente objetivo, es sumamente subjetivo y además inventado por sujetos muy mediocres. Según ello, considérese la altura y duración de esa torre de Babel y evalúense los incalculables daños que tal filosofía del absoluto sinsentido, impuesta a la juventud estudiosa con medios externos y extraños, ha tenido que acarrear a la generación que creció con ella y así a toda la época. ¿No se han trastornado y echado a perder radicalmente innumerables mentes de la presente generación de eruditos por esa causa? ¿No introducen opiniones corruptas y allá donde se esperan pensamientos dejan oír frases huecas, palabrerías que nada dicen, repugnante jerga hegeliana? ¿No se les ha trastornado toda la visión de la vida, y el modo de pensar más trivial, filisteo y hasta vil ha sustituido en ellos los nobles y elevados pensamientos que todavía animaban a sus antepasados inmediatos? En una palabra: ¿los jóvenes que han madurado en la incubadora del hegelianismo no quedan, al ser hombres castrados en el espíritu, incapacitados para pensar y llenos de la más ridicula presunción? En efecto: conformados en el espíritu como lo fueron en el cuerpo ciertos herederos del trono, a los que antiguamente se intentaba con vicios o fármacos incapacitar para el gobierno o la continuación de su linaje; debilitados espiritualmente, privados del uso correcto de la razón; un objeto de compasión, un tema permanente de las lágrimas paternas. — Pero óigase desde el otro lado qué escandalosos juicios sobre la filosofía misma y, en general, qué reproches infundados se divulgan contra ella. Investigando más de cerca se descubre entonces que esos timadores no entienden por filosofía más que la trivial y plenamente intencionada excrecencia de aquel miserable charlatán y su eco en las huecas cabezas de sus insulsos admiradores: ¡eso piensan realmente ellos 178 que es filosofía! No conocen ninguna otra. Ciertamente, casi todos los jóvenes contemporáneos están tan infectados de hegelianismo como de sífilis; y así como este mal envenena todos los humores, aquel ha echado a perder todas sus capacidades espirituales; de ahí que hoy en día los eruditos más jóvenes sean en su mayoría incapaces de ningún pensamiento sano ni de ninguna expresión natural. En sus cabezas no existe un solo concepto de nada, no ya correcto, sino ni siquiera claro y definido: la confusa y vacía verborrea ha disuelto y confundido su capacidad de pensar. A eso se añade que el mal del hegelianismo no es menos difícil de expulsar que la enfermedad con que lo acabo de comparar, una vez que ha penetrado in succum et sanguinem[234]. En cambio, asentarlo y difundirlo en el mundo fue bastante fácil, ya que la comprensión es vencida con bastante prontitud cuando contra ella se hace marchar la intención, es decir, cuando se emplean medios y vías materiales para difundir opiniones y constatar juicios. La ingenua juventud llega a la universidad llena de pueril confianza y mira con veneración a los supuestos poseedores de todo el saber y al presunto indagador de nuestra existencia, al hombre cuya fama oye pregonar con entusiasmo a miles de bocas y cuyas clases ve escuchar a hombres de Estado de edad avanzada. Así pues, se dirige allí dispuesta a aprender, a creer y a venerar. Entonces, cuando bajo el nombre de filosofía se le presenta una mezcolanza de pensamientos totalmente invertidos, una doctrina de la identidad del ser y la nada, una combinación de palabras con las que a una mente sana se le acaba todo pensar, una palabrería que recuerda al manicomio, y además ataviada con rasgos de crasa ignorancia y una falta de entendimiento colosal como la de Hegel en su compendio para los estudiantes, según he demostrado de forma irrefutable e irrefutada en el prólogo de mi ética, a fin de restregarle en la nariz a la Academia Danesa, esa felizmente inoculada panegirista de los chapuceros y patrona de los charlatanes filosóficos, su summus philosophus[235]: — entonces los jóvenes, carentes de malicia y de juicio, venerarán también tales 179 pamplinas, pensarán que la filosofía ha de consistir precisamente en ese abracadabra y se marcharán con una mente paralizada para la que en adelante simples palabras valdrán por pensamientos; así que quedarán incapaces para siempre de producir pensamientos reales, es decir, castrados en el espíritu. De ahí resulta, pues, una generación de mentes impotentes, confusas, pero sumamente pretenciosas, rebosantes de intención, pobres en comprensión, como la que ahora tenemos ante nosotros. Esa es la historia espiritual de miles de hombres cuya juventud y más hermosa fuerza ha sido infestada por aquella pseudosabiduría, cuando también ellos deberían haber participado del beneficio que la naturaleza preparó para muchas generaciones cuando logró una mente como Kant. Con la filosofía real, ejercida solamente por sí misma y sin ningún apoyo más que el de sus argumentos, semejante abuso nunca podría haberse practicado, sino solo con la filosofía de la universidad, que es ya de suyo un medio del Estado; por eso vemos también que en todas las épocas el Estado se ha inmiscuido y ha tomado partido en las disputas filosóficas de las universidades, bien se trate de realistas y nominalistas, de aristotélicos y ramistas, de cartesianos y aristotélicos, de Christian Wolff, Kant, Fichte, Hegel, o cualesquiera otros.
Entre los perjuicios que ha acarreado la filosofía de la universidad a la real y tomada en serio se encuentra de manera especial la supresión de la filosofía kantiana por causa de las fanfarronadas de los tres pregonados sofistas. En efecto, primero Fichte y luego Schelling —aunque ninguno de los dos carecía de talento—, pero finalmente el burdo y repulsivo charlatán Hegel, ese hombre pernicioso que ha desorganizado y echado a perder completamente la mente de toda una generación, fueron proclamados como los hombres que habían desarrollado la filosofía de Kant, la habían transcendido y así, colocándose sobre sus hombros, habían alcanzado un grado incomparablemente superior de conocimiento y comprensión desde el cual miraban casi con compasión la fatigosa preparación kantiana de su magnificencia: solo ellos eran, pues, los verdaderos grandes filósofos. ¿Es de asombrar que los jóvenes —sin juicio propio y sin aquella desconfianza hacia los profesores, con frecuencia tan provechosa, que solo la mente excepcional, es decir, dotada de juicio y por lo tanto también sensible a él, lleva ya consigo a la universidad— creyeran justamente lo que oían y, por consiguiente, opinaran que no se podía perder mucho tiempo con los pesados preparativos de la nueva alta sabiduría, es decir, con el viejo y espeso Kant, sino que a grandes pasos corrieran hacia el nuevo templo de la sabiduría en el que conforme a ello, entre el canto de alabanza de adeptos idiotizados, aquellos tres fanfarrones se sientan ahora sucesivamente en el altar? Pero, por desgracia, nada se puede aprender de aquellos tres ídolos de la filosofía universitaria: sus escritos son una pérdida de tiempo y hasta una pérdida de inteligencia, sobre todo, por supuesto, los hegelianos. La consecuencia de esa marcha de las cosas ha sido que poco a poco han ido muriendo los verdaderos conocedores de la filosofía kantiana; así que, para vergüenza de la época, esa, la más importante de todas las teorías filosóficas jamás formuladas, no ha podido continuar su existencia como algo vivo y conservado en las mentes, sino que solo está presente en la letra muerta, en las obras de su autor, a la espera de una generación más sabia o, más bien, no fascinada y mistificada. Por consiguiente, es en apenas unos pocos eruditos de mayor edad donde se encontrará aún una comprensión profunda de la filosofía kantiana. En cambio, los autores filosóficos de nuestros días han puesto en evidencia el más escandaloso desconocimiento de la misma, que en su forma más chocante aparece en sus exposiciones de esa teoría, pero también destaca claramente en otras ocasiones, tan pronto como se ponen a hablar de la filosofía kantiana y afectan saber algo de ella: entonces uno se indigna al ver que gente que vive de la filosofía no conoce verdadera y realmente la más importante teoría que se ha formulado desde hace dos mil años y que es casi contemporánea de ellos. La cosa llega hasta tal punto que citan erróneamente los títulos de los escritos kantianos y en ocasiones ponen en boca de Kant exactamente lo contrario de lo que él ha dicho, mutilan sus termini technici hasta el sinsentido y los emplean sin idea alguna de lo que él designa con ellos. Pues, desde luego, con una hojeada superficial de las obras kantianas como solo corresponde a tales chupatintas y negociantes filosóficos, que además suponen tenerlo todo «tras de sí» hace tiempo, es imposible llegar a conocer la teoría de aquel profundo espíritu, y se trata además de una ridicula osadía; ya dijo Reinhold, el primer apóstol kantiano, que solo después de estudiar intensamente cinco veces la Crítica de la razón pura llegó a penetrar en su verdadero sentido. ¡Y con las exposiciones que esa gente ofrece cree a su vez un público cómodo y burlado poder apropiarse en el más breve tiempo y sin esfuerzo de la filosofía kantiana! Mas eso es absolutamente imposible. Sin un estudio propio, diligente y frecuentemente repetido de las principales obras kantianas, nunca se obtendrá un solo concepto de ese, el más importante fenómeno filosófico que jamás existió. Pues Kant es quizás la mente más original que produjo nunca la naturaleza. Pensar con él y a su manera es algo que no puede compararse con ninguna otra cosa: porque él poseyó un grado de claro discernimiento totalmente peculiar, como nunca le ha caído en suerte a ningún otro mortal. Se consigue disfrutar con él cuando, iniciado con un estudio aplicado y serio, se llega al punto en que, al leer los profundos capítulos de la Crítica de la razón pura y entregarse totalmente al tema, se piensa realmente con la mente de Kant, con lo que uno queda elevado por encima de sí mismo. Así, por ejemplo, cuando se vuelven a repasar los «Principios del entendimiento puro», sobre todo cuando se examinan las «Analogías de la experiencia» y se penetra en los profundos pensamientos de la unidad sintética de la apercepción. Entonces, de una manera asombrosa, uno se siente arrebatado y extrañado de toda la onírica existencia en la que estamos sumidos, al tener en sus manos los primitivos elementos de ésta, cada uno por sí mismo; y ve cómo el tiempo, el espacio y la causalidad, vinculados por la unidad sintética de apercepción de todos los fenómenos, hace posible ese complejo empírico de la totalidad y su desarrollo, en el cual consiste nuestro mundo, condicionado en tan gran medida por el intelecto y, precisamente por ello, mero fenómeno. La unidad sintética de la apercepción es, en efecto, aquella conexión del mundo como totalidad, que se basa en las leyes de nuestro intelecto y es por ello inviolable. En la exposición de la misma Kant demuestra las originarias leyes fundamentales del mundo allá donde confluyen con las de nuestro intelecto, y nos las presenta ensartadas en un solo hilo. Esta forma de consideración que es exclusiva de Kant puede ser descrita como la mirada más distante que jamás se ha lanzado sobre el mundo y como el grado máximo de objetividad. Seguirla nos brinda un placer espiritual quizás no igualado por ningún otro. Pues es de clase superior a la que ofrecen los poetas, que, ciertamente, son asequibles a todos, mientras que el placer aquí descrito ha de estar precedido de fatiga y esfuerzo. ¿Mas qué saben de él nuestros actuales filósofos profesionales? Verdaderamente nada. Hace poco leí una diatriba psicológica de uno de ellos[236] en la que se hablaba mucho de la «apercepción sintética» (sic) kantiana: pues a ellos les gusta demasiado emplear las expresiones técnicas kantianas, aun cuando, como aquí, estén cogidas a medias y resulten de este modo carentes de sentido. ¡Y este pensaba que con esa expresión había que entender la atención aguzada! Esta y otras baratijas constituyen el tema favorito de su filosofía de parvulario. De hecho, los señores no tienen tiempo, ni ganas, ni inclinación a estudiar a Kant: — les resulta tan indiferente como yo. A su gusto refinado le es más apropiada otra gente distinta. En concreto, lo que han dicho el sagaz Herbart y el gran Schleiermacher, o «Hegel mismo», eso es materia para su meditación y les resulta adecuado. Además, con mucho gusto ven caído en el olvido al «omnidestructor Kant» y se apresuran a convertirlo en un fenómeno histórico muerto, en un cadáver, en una momia a la que luego pueden mirar sin miedo a la cara. Pues él, con el máximo celo, ha dado fin al teísmo judío en la filosofía; — lo cual ellos gustan de encubrir, disimular e ignorar; porque sin este no pueden vivir —quiero decir, comer y beber—.
Tras semejante retroceso respecto del mayor progreso que nunca hiciera la filosofía, no puede sorprendernos que el supuesto filosofar de esta época haya caído en un procedimiento totalmente acrítico, una increíble rudeza oculta bajo frases grandilocuentes y un andar a tientas naturalista mucho peor que el que existió nunca antes de Kant. Así, por ejemplo, con la desvergüenza que proporciona la ruda ignorancia, se habla por todas partes y sin cumplidos de la libertad moral como cosa hecha y hasta inmediatamente cierta, así como de la existencia y esencia de Dios como cosas que van de suyo y del «alma» como de una persona de todos conocida; y hasta la expresión «ideas innatas», que desde tiempos de Locke se había tenido que esconder, se atreve a salir de nuevo. De esto forma parte también la burda desvergüenza con la que los hegelianos, en todos sus escritos, sin cumplidos ni introducción hablan largo y tendido del denominado «Espíritu», confiando en que su galimatías desconcierte demasiado como para que alguno, según sería justo, arremetiera contra el señor profesor con la pregunta: «¿Espíritu? ¿Quién es ese mozo? ¿Y de qué lo conocéis? ¿No es acaso una hipótesis arbitraria y cómoda que no definís una sola vez, por no hablar de deducirla o demostrarla? ¿Creéis que tenéis ante vosotros un público de viejas?». — Ese sería el lenguaje apropiado frente a tales filosofastros.
Como carácter divertido del filosofar de esos negociantes he señalado ya antes, con ocasión de la «apercepción sintética», que aunque ellos no utilizan la filosofía kantiana por resultarles muy incómoda y demasiado seria, y además tampoco son capaces de entenderla bien, sin embargo les gusta alardear con expresiones de aquella para dar a su parloteo un aire científico, al igual que los niños juegan con el sombrero, el bastón y la espada de papá. Así hacen, por ejemplo, los hegelianos con la palabra «categorías», con la que designan toda clase de amplios conceptos generales, sin preocuparse de Aristóteles ni de Kant, con una feliz inocencia. Además, en la filosofía kantiana se habla insistentemente del uso y validez inmanente y transcendente de nuestros conocimientos: meterse en tales distinciones peligrosas no sería, desde luego, conveniente para nuestros filósofos de broma. Pero las expresiones sí que les habían gustado, ya que sonaban muy doctas. Y entonces las emplean de modo que, puesto que su filosofía siempre tiene por objeto principal al buen Dios, que por ello aparece siempre como un antiguo conocido que no necesita presentación, disputan acerca de si se oculta en el mundo o queda fuera de él, es decir, si se mantiene en un espacio donde no hay ningún mundo: en el primer caso le ponen el título de inmanente, en el otro, de transcendente; actúan, naturalmente, de forma sumamente seria y docta, además hablan la jerga de Hegel, y resulta una broma de lo más graciosa; — broma que a nosotros, los más viejos, nos recuerda al grabado en el almanaque satírico de Falk, que representa a Kant conduciendo un globo aerostático hacia el cielo y arrojando toda su ropa, junto con el sombrero y la peluca, a la tierra, donde unos monos la recogen y se adornan con ellas.
Es indudable que la supresión de la seria, profunda y honrada filosofía de Kant por medio de las fanfarronadas de simples sofistas guiados por fines personales ha tenido el más perjudicial influjo en la formación de la época. En especial, el elogio de una mente tan falta de valor y hasta perniciosa como la de Hegel como el primer filósofo de este y de todos los tiempos es con seguridad la causa de toda la degradación de la filosofía y, como consecuencia, de la decadencia de la alta literatura en general que se ha producido durante los últimos treinta años. ¡Ay de la época en la que la arrogancia y el sinsentido han expulsado a la comprensión y el entendimiento de la filosofía! Pues los frutos toman el sabor del terreno en que han crecido. Lo que se elogia en voz alta, públicamente y por todas partes, eso se lee y constituye así el alimento espiritual de la generación que se está formando: mas esa alimentación tiene el más decisivo influjo en sus jugos y después en sus frutos. De ahí que la filosofía dominante en una época determine su espíritu. Así pues, si ahora predomina la filosofía del absoluto sinsentido, si los absurdos tomados del aire y formulados en un parloteo de manicomio pasan por grandes pensamientos; — ahora, tras esa siembra, nace la limpia generación sin espíritu, sin amor a la verdad, sin honradez, sin gusto, sin impulso hacia algo noble, hacia algo que transcienda los intereses materiales, entre los que se cuentan también los políticos; — una generación como la que vemos ante nosotros. Así se puede explicar cómo a la época en que Kant filosofaba, Goethe hacía poesía y Mozart componía, ha podido seguir la actual, la de los poetas políticos, los filósofos aún más políticos, los literatos hambrientos que se ganan la vida con el fraude y la mentira de la literatura, y los emborronadores de todas clases que echan a perder intencionadamente el lenguaje. — Se denomina, con una de las palabras acuñadas por ella misma, tan característica como eufónica, «actualidad»: y bien que actualidad, es decir, que solo se piensa en el ahora y nadie se atreve a lanzar una mirada hacia el tiempo que vendrá y juzgará. Desearía poder mostrar esa «actualidad» en un espejo mágico tal y como aparecerá a los ojos de la posteridad. Entretanto, ella llama a aquella generación que acabo de elogiar «la época de las pelucas». Pero bajo aquellas pelucas había cabezas; ahora, en cambio, con el tallo parece haber desaparecido también el fruto.
Por consiguiente, los partidarios de Hegel tienen toda la razón cuando afirman que la influencia de su maestro sobre sus contemporáneos ha sido inmensa. Haber paralizado completamente en el espíritu a toda una generación de eruditos, haberla incapacitado para todo pensar y llevado hasta el punto de que ya no sabe lo que es pensar sino que considera como pensamiento filosófico el más petulante y a la vez trivial juego de palabras y conceptos, o bien la más atolondrada palabrería sobre los temas habituales de la filosofía, con afirmaciones tomadas del aire o con principios totalmente carentes de sentido o consistentes en contradicciones: — esa ha sido la famosa influencia de Hegel. Compárense simplemente los manuales de los hegelianos tal y como se atreven a aparecer aún hoy en día, con los de una época desdeñada, pero en especial contemplada con un infinito desprecio por ellos y por todos los filósofos postkantianos: el llamado periodo ecléctico, justo antes de Kant; entonces se encontrará que los últimos siguen siendo a aquellos lo que el oro, no ya al cobre, sino al estiércol. Pues en aquellos libros de Feder y Plainer, entre otros, se encuentra un rico acopio de pensamientos reales y en parte verdaderos y hasta valiosos, y de acertadas observaciones; como también un ventilar honradamente los problemas filosóficos, un estímulo a la reflexión propia, una guía para el filosofar, pero sobre todo un íntegro proceder. En cambio, en vano se busca algún pensamiento real en un producto así de la escuela hegeliana —no contiene ninguno—, o algún indicio de una seria y sincera reflexión — eso no viene al caso: nada se encuentra más que atrevidas agrupaciones de palabras que deben aparentar tener un sentido y hasta un sentido profundo, pero que con un par de pruebas se ponen en evidencia como retóricas y edificios de palabras huecos, carentes por completo de sentido y de pensamiento, con los que el escritor no pretende en modo alguno instruir a su lector sino simplemente engañarle, a fin de que crea tener ante sí un pensador, cuando lo que tiene es un hombre que no sabe en absoluto lo que es pensar, un pobre diablo carente de toda inteligencia y además sin conocimientos. Este es el resultado de que, mientras otros sofistas, charlatanes y oscurantistas solo falsearon y arruinaron los conocimientos, Hegel haya arruinado incluso el órgano del conocimiento, el entendimiento mismo. Porque él, en efecto, obligaba a los inducidos a meter en sus cabezas, como conocimiento de la razón, un galimatías consistente en el más grosero sinsentido, un tejido de contradictiones in adjecto, unos disparates como de manicomio; y el cerebro de los pobres jóvenes que leían con crédula abnegación cosas tales e intentaban apropiarse de la más alta sabiduría resultó tan dislocado que han quedado para siempre incapaces de un pensamiento real. En consecuencia, todavía en nuestros días se les ve andar de acá para allá, hablar en la más repugnante jerga hegeliana, ensalzar al maestro y creer con total seriedad que frases como «la naturaleza es la Idea en su ser otro»[237] dicen algo. Desorganizar de tal manera un cerebro joven y fresco es verdaderamente un pecado que no merece perdón ni indulgencia. Este ha sido, pues, el famoso influjo de Hegel sobre sus contemporáneos y, por desgracia, se ha extendido y propagado de forma realmente amplia. Pues la consecuencia fue también aquí proporcional a la causa. — En efecto, así como lo peor que puede suceder a un Estado es que llegue a gobernar la clase más depravada, la hez de la sociedad, a la filosofía y todo lo que de ella depende, es decir, a todo el saber y la vida espiritual de la humanidad, no le puede ocurrir nada peor sino que una mente vulgar que simplemente se ha distinguido, de un lado, por su obsequiosidad y, de otro, por su osadía escribiendo sinsentidos, es decir, Hegel, sea proclamado con un énfasis máximo y hasta inaudito como el máximo genio y como el hombre en el que la filosofía ha conseguido por fin y para siempre su objetivo largamente buscado. Pues la consecuencia de semejante alta traición a lo más noble de la humanidad es la que ahora experimenta la filosofía y, con ella la literatura, en general, en Alemania: la ignorancia hermanada con la desvergüenza en la cumbre, la camaradería en el lugar del mérito, el total enrevesamiento de todos los conceptos fundamentales, la completa desorientación y desorganización de la filosofía, mentes planas como reformadoras de la religion, audaz irrupción del materialismo y el bestialismo, desconocimiento de las lenguas antiguas y deterioro de la propia, debido a descerebrados recortes de las palabras y a infames recuentos de sílabas según el peculiar parecer de los ignorantes y estúpidos, etc. etc. — ¡Simplemente mirad a vuestro alrededor! Incluso como el síntoma más patente de la rudeza predominante, mirad su constante compañera: la larga barba, ese distintivo sexual en medio del rostro, que significa que se prefiere la masculinidad, que se tiene en común con los animales, a la humanidad, ya que se quiere ser ante todo un varón, mas, y solo después un hombre. En todas las épocas y países cultos, el cortarse la barba ha nacido del correcto sentimiento de lo contrario, en virtud del cual se quiere ser ante todo un hombre, por así decirlo, un hombre in abstracto, sin atender a las diferencias de sexo animales. En cambio, la barba larga [Bartlänge] ha ido siempre acompasada con la barbarie [Barbarei], a la que ya su nombre recuerda. Por eso las barbas estuvieron en boga en la Edad Media, ese milenio de la rudeza y la ignorancia, cuyo estilo de barba y arquitectura se esfuerzan por imitar nuestros nobles actuales[238]. La consecuencia ulterior y secundaria de la traición a la filosofía de la que hablamos no puede faltar: el desprecio de la nación entre las vecinas y de la época en la posteridad. Pues «haces mal, espera otro tal», y nada se regala.
Antes he hablado del poderoso influjo de la alimentación espiritual sobre la época. Este es debido a que tal alimentación determina tanto la materia como la forma del pensar. Por eso importa mucho lo que se encomia y, por tanto, se lee. Pues pensar con un espíritu verdaderamente grande fortalece el propio, le confiere un movimiento metódico, le proporciona un ímpetu correcto: actúa de forma análoga a la mano del maestro de escritura, que guía la del niño. En cambio, pensar con gente que, como Fichte, Schelling y Hegel, ha puesto sus miras en la simple apariencia, por lo tanto en engañar al lector, arruina la mente justo en la misma medida; y no menos el pensar con mentes extravagantes o con las que se han puesto el entendimiento al revés, de las que es un ejemplo Herbart. Pero en general, el simple leer escritos de mentes vulgares en disciplinas en las que no se trata de hechos o de su constatación, sino que la materia la constituyen únicamente los pensamientos propios, es un pernicioso derroche de tiempo y energía. Pues lo que semejante gente piensa lo puede pensar también cualquier otro: el que se hayan preparado formalmente para pensar y se hayan esforzado en ello no mejora en absoluto la cosa; pues eso no incrementa sus capacidades, y la mayoría de las veces cuando menos se piensa es cuando uno se ha preparado formalmente para pensar. A eso se añade además que su intelecto sigue fiel a su destino natural, el de trabajar al servicio de la voluntad, según es normal. Por eso su actividad y su pensamiento se basan siempre en una intención: siempre tienen fines y solo conocen por referencia a ellos, por tanto, solo lo que concuerda con ellos. La actividad desinteresada del intelecto, que es la condición de la pura objetividad y con ella de todos los grandes logros, les resulta eternamente ajena, es una fábula para sus corazones. Solo los fines tienen interés para ellos, solo los fines tienen realidad, porque en ellos sigue predominando el querer. De ahí que sea doblemente necio desperdiciar el tiempo con sus producciones. Mas lo que el público nunca conoce ni comprende, porque tiene buenas razones para no querer conocerlo, es la aristocracia de la naturaleza. Por eso aparta tan pronto a los pocos e infrecuentes a los que a lo largo de los siglos la naturaleza había concedido el alto oficio de reflexionar sobre ella o de exponer el espíritu de sus obras, para familiarizarse con las producciones de los más recientes chapuceros. Cuando alguna vez ha existido un héroe, enseguida le ha colocado al lado un ladrón como más o menos su igual. Cuando alguna vez la naturaleza, en una favorable disposición, ha hecho salir de sus manos el más infrecuente de sus productos, un espíritu con dotes realmente muy por encima de la medida usual; cuando el destino, con ánimo clemente, ha permitido su instrucción, y hasta finalmente sus obras han «vencido la resistencia del torpe mundo[239]» y son reconocidas y recomendadas como modelo, — eso no dura mucho: entonces viene la gente arrastrando a un pobre hombre de su calaña para colocarlo junto a aquel en el altar, precisamente porque no comprenden, no tienen ni idea de lo aristocrática que es la naturaleza: lo es hasta el punto de que por cada trescientos millones de sus mercancías no sale ni siquiera un espíritu verdaderamente grande; por eso, a este se lo debe entonces llegar a conocer a fondo, considerar sus obras como una especie de revelación, leerlas incansablemente y desgastarlas diurna nocturnaque manu[240]; y, en cambio, abandonar todas aquellas mentes vulgares como lo que son: algo tan común y cotidiano como las moscas en la pared.
En la filosofía el proceso antes descrito ha acontecido de la forma más desconsoladora: junto a Kant se nombra constantemente y por todas partes, como a su igual, a Fichte: «Kant y Fichte» se ha convertido en frase de uso corriente. «¡Ved cómo nadamos las manzanas!»[241], decía el… El mismo honor se le dispensa a Schelling y hasta — proh pudor![242]— ¡al emborronador de sinsentidos y corruptor de mentes Hegel! La cumbre de ese Parnaso se abría, pues, cada vez más.— «¿Tenéis ojos? ¿Tenéis ojos?», le gustaría a uno gritar a semejante público, como Hamlet[243] a su indigna madre. ¡Ah, no tienen! Siguen siendo los mismos los que siempre y en todas partes han dejado marchitarse el mérito auténtico para ofrecer su homenaje a imitadores y manieristas de toda especie. Así, se figuran que estudian filosofía cuando leen los engendros que en todas las ferias presentan mentes en cuya sorda conciencia los simples problemas de la filosofía suenan tan poco como las campanas en recipientes al vacío; mentes que incluso, en sentido estricto, no fueron creadas y dotadas por la naturaleza para nada más que, igual que las otras, ejercer en silencio un oficio honrado o cultivar el campo y cuidar del aumento del género humano, y sin embargo piensan que han de ser por oficio y obligación «bufones agitando sus cascabeles[244]». Su constante entrometerse y meter las narices se asemeja al de los sordos que se mezclan en la conversación, por lo que no hace más que producir un ruido perturbador y desconcertante sobre quienes en todas las épocas aparecen de forma totalmente aislada y tienen por naturaleza la vocación y, por tanto el verdadero impulso, de dedicarse a la investigación de las verdades supremas; ello, cuando ese ruido no sofoca intencionadamente sus voces —como ocurre con gran frecuencia—, porque lo que ellos exponen no conviene a aquella gente, para la que no puede haber más seriedad que la de las intenciones y los fines materiales, y que, debido a su número considerable, pronto lanza un grito con el que nadie oye ya su propia voz. Hoy en día se han propuesto la tarea de enseñar, pese a la filosofía kantiana y la verdad, teología especulativa, psicología racional, la libertad de la voluntad y la total y absoluta diversidad del hombre y los animales, ignorando la progresiva gradación del intelecto en la serie animal; con lo cual solo actúan como remora de la honrada investigación de la verdad. Cuando habla un hombre como yo, hacen como si no oyeran. El ardid es bueno, aunque no nuevo. Pero quisiera ver alguna vez si no se puede sacar al tejón de su madriguera.
Pero las universidades son claramente el centro de todo aquel juego que casa la intención con la filosofía. Solo por medio de ellas pudieron los logros de Kant, que sentaron época mundial en la filosofía, ser desbancados por las patrañas de un Fichte, que a su vez fueron pronto desbancadas por compañeros semejantes a él. Esto no habría podido ocurrir nunca ante un público verdaderamente filosófico, es decir, uno que busque solamente la filosofía por sí misma sin otra intención; esto es, ante ese público, extremadamente exiguo en todas las épocas, de mentes realmente pensantes y conmovidas seriamente por la enigmática condición de nuestra existencia. Solamente a través de las universidades, ante un público de estudiantes que aceptan crédulamente todo lo que el señor profesor tenga a bien decir, ha sido posible todo el escándalo filosófico de esos últimos cincuenta años. Aquí el error fundamental está en que las universidades se arrogan también en cuestiones filosóficas la última palabra y la voz cantante, lo cual compete a lo sumo a las tres facultades superiores, cada una en su ámbito. Sin embargo, se pasa por alto que en la filosofía, en cuanto ciencia que primero ha de ser buscada, las cosas son diferentes; como también que en la provisión de cátedras filosóficas no entran en cuestión, como en las otras, exclusivamente las capacidades sino aún más las convicciones de los candidatos. En consecuencia, el estudiante piensa que, así como el profesor de teología tiene a su cargo y domina la dogmática, el profesor de derecho, sus pandectas y el de medicina, su patología, también el profesor de metafísica, colocado en el puesto más elevado de todos, habría de tener a su cargo y dominar esta. Conforme a ello, él asiste a sus clases con confianza pueril; y puesto que encuentra allí un hombre que, con gesto de superioridad consciente, critica desde la altura a todos los filósofos que jamás existieron, no duda de que ha acertado con lo que buscaba y se graba en la mente toda la sabiduría que allí brota, de forma tan crédula como si estuviera ante el trípode de la Pitia[245]. Naturalmente, a partir de entonces no hay para él más filosofía que la de su profesor. Los filósofos auténticos, los maestros de los siglos y hasta de los milenios, que en las estanterías esperan callados y graves a quienes los aprecien, los deja sin leer por anticuados y rebatidos: él los tiene, igual que su profesor, «tras sí». En cambio, se compra los hijos espirituales de su profesor que aparecen en cada feria, cuyas repetidas ediciones solo se pueden explicar en virtud de esa marcha del asunto. Pues, por lo regular, tras los años de universidad todos conservan un crédulo apego a su profesor, cuya orientación intelectual asumieron tempranamente y con cuyo estilo se han familiarizado. De esa forma logran tales engendros filosóficos una difusión en otro caso imposible, y sus autores, una lucrativa celebridad. ¿Cómo si no habría podido suceder que, por ejemplo, un complejo de absurdos como la Introducción a la filosofía de Herbart llegara a las cinco ediciones? Por eso sigue apareciendo por escrito la necia arrogancia con la que (p. ej., pp. 235 y 235 de la cuarta edición) ese decidido extravagante mira distinguidamente a Kant desde lo alto y le reprende con benevolencia. —
Consideraciones de este tipo y, en particular, la mirada a todo el ejercicio de la filosofía en las universidades desde la pérdida de Kant, me confirman cada vez más en la opinión de que, si debe haber en absoluto alguna filosofía, es decir, si le debe ser dado al espíritu humano poder dedicar sus más altas y nobles energías al que es sin comparación el más importante de todos los problemas, ello solo podrá resultar bien cuando la filosofía quede libre de toda influencia del Estado; y que, en consecuencia, este hace ya algo grande por ella y le demuestra suficientemente su humanidad y su nobleza cuando no la persigue sino que le deja libertad de acción y le permite existir como un arte libre que, además, tiene que ser su propia recompensa; a cambio, él se puede considerar dispensado del gasto en profesores de filosofía; porque la gente que quiere vivir de la filosofía raramente será la que en verdad viva para ella, y a veces puede incluso ser la que maquina ocultamente contra ella.
Las cátedras públicas solo convienen a las ciencias ya establecidas y realmente existentes, que por esa razón solo se necesita haber aprendido para poderlas enseñar y que en su conjunto solo se han de trasmitir, como lo indica el tradere[246] habitual en el tablón de anuncios; sin embargo, las mentes competentes pueden muy bien enriquecerlas, corregirlas y completarlas. Mas una ciencia que todavía no existe, que aún no ha alcanzado su fin y ni siquiera conoce con seguridad su camino, y cuya posibilidad incluso se sigue discutiendo: hacer que esa ciencia sea enseñada por profesores es verdaderamente absurdo. La consecuencia natural de esto es que cada uno de ellos cree que su oficio es crear esa ciencia que todavía falta, sin darse cuenta de que tal oficio solo lo puede otorgar la naturaleza y no el Ministerio de la enseñanza pública. Por eso lo intenta lo mejor que puede, pronto trae al mundo su engendro y lo hace pasar por la sabiduría largamente ansiada, en lo que ciertamente no le faltará un solícito colega que haga de padrino en su bautizo. Luego, los señores, dado que viven de la filosofía, se vuelven tan atrevidos como para llamarse a sí mismos filósofos y, según ello, piensan que les corresponde la voz cantante y la decisión en las cuestiones de la filosofía; y al final su osadía llega al punto de anunciar congresos de filósofos (una contradictio in adjecto, ya que los filósofos rara vez existen en el mundo en dual y casi nunca en plural al mismo tiempo) y reunirse en grupos para deliberar sobre el bien de la filosofía[247].
No obstante, tales filósofos universitarios se afanarán ante todo por dar a la filosofía aquella orientación que sea conforme a los fines que les preocupan o, más bien, que se les proponen; y para ello, en caso necesario, se esforzarán incluso por modelar y tergiversar, de ser preciso incluso falsear, las teorías de los auténticos filósofos anteriores, con el único fin de que resulte lo que ellos necesitan. Y puesto que el público es tan pueril que siempre se aferra a lo más nuevo, pero sus escritos llevan el título de filosofía, la consecuencia es que, a causa de lo banal, o lo equivocado, o lo absurdo de los mismos, o al menos debido a lo torturadoramente aburridos que son, mentes capaces que experimentan inclinación a la filosofía son de nuevo espantadas por ella, con lo que ella misma cae paulatinamente en descrédito, como ya ocurre.
Pero no solo están las cosas mal con las creaciones originales de los señores, sino que el periodo transcurrido desde Kant demuestra también que ni siquiera están en condiciones de retener y conservar lo que grandes cabezas han logrado, ha sido reconocido como tal y, en consecuencia, entregado a su custodia. ¿No han permitido que Fichte y Schelling jugasen con la filosofía kantiana? ¿No siguen nombrando continuamente y de la forma más escandalosa y denigrante al fanfarrón Fichte junto a Kant, como más o menos su igual? ¿No aparecieron, después de que los dos filosofastros mencionados hubieron desbancado y dado por anticuada la doctrina kantiana, las más desenfrenadas fantasías en el lugar del estricto control de toda metafísica establecido por Kant? Y ellos ¿no han participado por un lado en ellas y, por otro, se han abstenido de enfrentarse a ellas con la Crítica de la razón en la mano? Porque ellos, en efecto, consideraron más prudente aprovechar la laxa observancia que se había producido, bien para sacar al mercado las cosidas ideadas por ellos mismos, por ejemplo, las bufonadas de Herbart o el cotorreo de viejas de Fries y, en general, cada uno su propia manía, o también para poder introducir doctrinas de la religión nacional como resultados filosóficos. ¿No ha abierto todo eso el camino a la más escandalosa charlatanería filosófica de la que jamás tuvo que avergonzarse el mundo, a la actividad de Hegel y sus miserables compañeros? Incluso aquellos que se opusieron al abuso ¿no han hablado siempre entre profundas reverencias del gran genio y el poderoso espíritu de aquel charlatán y emborronador de sinsentidos, demostrando así que son imbéciles? ¿No hay que exceptuar ahí (dicho sea como tributo a la verdad) únicamente a Krug y Fries que, oponiéndose directamente al arruinacabezas, solo le han demostrado la indulgencia que todo profesor de filosofía practica inamoviblemente con los demás? El alboroto y el griterío que los filósofos universitarios alemanes han formado en la admiración de aquellos tres sofistas ¿no ha despertado también en Inglaterra y Francia la atención generalizada que, sin embargo, tras investigar el asunto más de cerca, terminó en carcajada? — Pero en especial ellos se muestran como desleales vigilantes y guardianes de las verdades conquistadas con dificultad a lo largo de los siglos y finalmente confiadas a su custodia, tan pronto como estas son de tal clase que no les convienen, es decir, no concuerdan con los resultados de una teología trivial, racionalista, optimista y en realidad simplemente judía, que es el punto final, decidido calladamente antemano, de todo su filosofar y de sus sublimes expresiones. Así pues, tales teorías, que la filosofía tomada en serio no ha dado a luz sin gran esfuerzo, intentarán inutilizarlas, encubrirlas, tergiversarlas y reducirlas a lo que encaje en su plan de estudios y en su mencionada filosofía de rueca. Un indignante ejemplo de esa clase lo ofrece la teoría de la libertad de la voluntad. Después de que fuera demostrada irrefutablemente la estricta necesidad de todos los actos de voluntad humanos gracias a los esfuerzos unidos y sucesivos de grandes mentes como Hobbes, Spinoza, Priestley y Hume, y cuando también Kant había tomado el asunto por definitivamente resuelto[248], ellos aparecen de repente como si nada hubiera ocurrido, cuentan con la ignorancia de su público, y en el nombre de Dios, aún hoy en día, toman en casi todos sus manuales la libertad de la voluntad como cosa hecha y hasta inmediatamente cierta. ¿Cómo merece ser llamado tal proceder? Si una doctrina fundamentada tan sólidamente como las demás por todos aquellos filósofos que acabo de mencionar es sin embargo encubierta o negada por ellos, para en su lugar cargar a los estudiantes con el rotundo absurdo de la libertad de la voluntad porque es una pieza necesaria de su filosofía de rueca, ¿no son los señores verdaderamente enemigos de la filosofía? Y dado que (pues conditio optima est ultimi[249], Sen. Ep. 79) la doctrina de la estricta necesidad de todos los actos de voluntad nunca ha sido expuesta de forma tan profunda, clara, coherente y completa como en mi escrito de concurso, rectamente premiado por la Sociedad Danesa de las Ciencias, de acuerdo con su alta política de tratarme siempre con resistencia pasiva, ese escrito no se encuentra citado en sus libros ni en sus periódicos eruditos ni en sus revistas literarias: ha sido guardado en el más estricto secreto y considerado comme non avenue[250], al igual que todo lo que no conviene a su miseria, como mi ética en general y, de hecho, toda mi obra. Mi filosofía no interesa a los señores: mas eso se debe a que no les interesa la indagación de la verdad. Lo que, en cambio, les interesa son sus sueldos, los luises de oro de sus honorarios y sus títulos de consejeros de corte. Ciertamente, también les interesa la filosofía, por cuanto reciben el pan de ella: en esa medida les interesa. Son lo que ya Giordano Bruno caracteriza como sordidi e mercenarii ingegni, che, poco o niente solleciti circa la veritá, si contentano saper, secando che comunmente è stimato il sapere, amici poco di vera sapienza, bramosi di fama e reputazion di quella, vaghi d’ apparire, poco curiosi d’ essere[251] (véase Opere de Giordano Bruno publ. Da A. Vagner. Lips. 1830, vol. II, p. 83). ¿Qué les ha de importar, pues, mi escrito de concurso Sobre la libertad de la voluntad, aunque fuera premiado por diez academias? En cambio, han dado importancia y recomendado lo que las mentes banales de su cuadrilla han disparatado sobre el tema desde entonces. ¿Necesito calificar semejante conducta? ¿Es esa la gente que representa la filosofía, los derechos de la razón, la libertad de pensamiento? — Otro ejemplo de esa especie lo ofrece la teología especulativa. Después de que Kant le ha privado de todas las demostraciones que constituían sus apoyos, demoliéndola así radicalmente, ello no retiene en modo alguno a mis señores de la filosofía lucrativa de hacer pasar, aún sesenta años después, la teología especulativa por el objeto verdadero y esencial de la filosofía; y, puesto que no se atreven a retomar aquellas pruebas demolidas, ahora hablan sin reparo continuamente del Absoluto, palabra esta que no es más que un entimema, un silogismo con premisas no explícitas, que tiene como fin el cobarde enmascaramiento y la pérfida subrepción del argumento cosmológico, que desde Kant no ha podido dejarse ver en su forma propia y por eso tiene que introducirse con ese disfraz. Como si hubiera tenido el presentimiento de esa treta, dice Kant expresamente: «En todas las épocas los hombres han hablado del ser absolutamente necesario y no se han molestado tanto por entender si y cómo una cosa de esa especie puede siquiera ser pensada, como por demostrar su existencia. Pues suprimir por medio de la palabra incondicionado todas las condiciones que siempre necesita el entendimiento para considerar algo como necesario, no me permite ni con mucho comprender si con el concepto de un necesario incondicionado todavía pienso algo, o quizás absolutamente nada» (Crítica de la razón pura, 1.a ed., p. 592; 5.a ed., p. 620). Recuerdo aquí de nuevo mi teoría de que ser necesario no significa en absoluto otra cosa más que seguirse de una razón existente y dada: tal razón es, pues, justamente la condición de toda necesidad: por consiguiente, el necesario incondicionado es una contradictio in adjecto, esto es, no un pensamiento sino una palabra hueca — desde luego, un material utilizado con frecuencia en el edificio de la filosofía de los profesores. Con esto se relaciona el que, a pesar de la gran teoría fundamental de Locke sobre la inexistencia de ideas innatas, que hizo época, y de todos los progresos que desde entonces y sobre su base se hicieron en filosofía, en particular por parte de Kant, los señores de la φιλοσοφία μισθοφόρος[252], sin ningún cumplido, embaucan a sus estudiantes con una «conciencia de Dios», un conocimiento o percepción inmediatos de objetos metafísicos. De nada sirve que Kant, haciendo ostentación de la sagacidad y profundidad más infrecuentes, haya demostrado que la razón teórica nunca puede alcanzar objetos que transcienden la posibilidad de toda experiencia: los señores no hacen caso de algo así sino que sin cumplidos enseñan desde hace cincuenta años que la razón tiene conocimientos absolutos totalmente inmediatos y es en realidad una facultad originalmente constituida para la metafísica; y que, más allá de toda posibilidad de la experiencia, conoce inmediatamente y concibe con seguridad lo denominado suprasensible, el Absoluto, el buen Dios y todas las demás cosas por el estilo. Pero que nuestra razón sea una facultad que conoce los buscados objetos de la metafísica, no a través de razonamientos sino de forma inmediata, es a todas luces una fábula o, dicho a las claras, una mentira palpable; porque solo hace falta un honrado autoexamen, por lo demás nada difícil, para convencerse de lo infundado de tal alegación: en caso contrario, las cosas tendrían que ser totalmente diferentes con la metafísica. Mas el que tal mentira, radicalmente funesta para la filosofía y carente de toda base que no sea la confusión y los taimados propósitos de sus difusores, se haya convertido desde hace medio siglo en el permanente dogma de cátedra repetido miles de veces, y el que a pesar de los testimonios de los más grandes pensadores se embauque con ella a la juventud estudiante, figura entre los peores frutos de la filosofía universitaria.
Conforme a tales preparativos, entre los filósofos de cátedra el tema propio y esencial de la metafísica está en explicar la relación de Dios con el mundo: las más extensas discusiones al respecto llenan sus manuales. Se creen que se les contrata y se les paga ante todo para poner en claro ese punto; y es divertido ver lo presumidos y doctos que se ponen al hablar del Absoluto o de Dios, adoptando un aire de total seriedad, como si realmente supieran algo del tema: recuerdan la seriedad con la que los niños practican sus juegos. En cada feria aparece una nueva metafísica consistente en un amplio informe sobre el buen Dios, y que discute cómo le va y cómo ha llegado a hacer el mundo, o a engendrarlo o a producirlo de cualquier otro modo, de modo que parece que reciben semestralmente las últimas noticias sobre él. Pero algunos caen en un cierto atolladero cuyo efecto resulta altamente cómico. En efecto, han de enseñar un Dios como es debido, personal, como el que aparece en el Antiguo Testamento: eso lo saben. Pero, por otro lado, desde hace unos cuarenta años el panteísmo spinoziano, según el cual la palabra «Dios» es sinónimo de «mundo», es una moda predominante entre los doctos e incluso entre los simplemente instruidos: tampoco ellos quieren renunciar del todo a eso; pero no pueden alargar la mano hacia esa llave prohibida. Entonces intentan ayudarse con su medio habitual: frases oscuras, enrevesadas y confusas, y palabrería hueca, andándose con rodeos de forma lastimosa: entonces se ve cómo algunos aseguran sin pausa que Dios es total, infinita y enormemente, muy enormemente distinto del mundo, pero al mismo tiempo completamente vinculado y uno con él, e incluso está metido en él hasta las orejas; con lo que siempre me recuerdan al tejedor Bottom en El sueño de la noche de San Juan[253], que promete rugir como un terrible león, pero al mismo tiempo con tanta dulzura como solo un ruiseñor puede cantar. En la exposición caen en el más extraño atolladero: afirman, en efecto, que fuera del mundo no hay lugar para Dios: pero luego puede que no lo necesiten tampoco dentro, enrocan con él aquí y allá, hasta que se sientan con él entre dos sillas[254].
En cambio, la Crítica de la razón pura, con sus demostraciones a priori de la imposibilidad de todo conocimiento sobre Dios, es para ellos una sandez por la que no se dejan engañar: ellos saben para qué están ahí. Objetarles que no se puede concebir nada menos filosófico que seguir hablando de algo de cuya existencia es notorio que no se puede tener un conocimiento ni de su esencia un concepto, es una objeción impertinente: ellos saben para qué están ahí. — Es sabido que yo soy para ellos alguien que está muy por debajo de su atención y cuidado, y, al hacer caso omiso de mis obras, han creído poner de manifiesto lo que soy (si bien precisamente con ello han puesto de manifiesto lo que son ellos): por eso será hablar al aire, como lo es todo lo que he expuesto desde hace treinta y cinco años, el que les diga que Kant no bromeaba, que realmente, y con la máxima seriedad, la filosofía no es teología ni puede serlo nunca; que, antes bien, es otra cosa totalmente distinta de aquella. Y así como es sabido que cualquier otra ciencia se corrompe cuando se entromete la teología, lo mismo ocurre con la filosofía y, por cierto, más que en ninguna; así lo atestigua su historia: que eso vale incluso de la moral lo he expuesto claramente en mi tratado sobre el fundamento de la misma; por eso los señores han guardado el más absoluto silencio también acerca de este, fieles a su táctica de la resistencia pasiva. La teología, en efecto, cubre con su velo todos los problemas de la filosofía, haciendo así imposible, no solo la solución, sino incluso la comprensión de los mismos. Así pues, según se dijo, la Crítica de la razón pura ha sido con todo rigor la carta de despido de la hasta ahora ancilla theologiae[255], en la que de una vez por todas ha renunciado al servicio de su severa ama. Desde entonces esta se ha contentado con un mercenario que ocasionalmente, solo por salvar las apariencias, viste la librea abandonada por el antiguo criado; como en Italia, donde tales sustitutos se pueden ver a menudo, sobre todo los domingos, y por eso se les conoce con el nombre de Domenichini[256].
Pero en la filosofía de la universidad han tenido que fracasar las críticas y argumentos kantianos. Pues ahí se dice: sic volo, sic jubeo, sit pro ratione voluntas[257]: la filosofía debe ser teología, aun cuando la imposibilidad del asunto sea demostrada por veinte Kants: sabemos para qué estamos aquí: estamos aquí in majorem Dei gloriam[258]. Todo profesor de filosofía es, como Enrique VIII, un defensor fidei y reconoce en ese su oficio primero y principal. De este modo, después de que Kant hubiera seccionado el nervio a todas las posibles demostraciones de la teología especulativa tan limpiamente que desde entonces nadie ha querido volver a ocuparse de ellas, desde hace casi cincuenta años el empeño filosófico consiste en toda clase de intentos por insinuar sutilmente la teología, y los escritos filosóficos no son en su mayoría más que infructuosas tentativas de vivificar un cadáver inanimado. Así, por ejemplo, los señores de la filosofía lucrativa han descubierto en el hombre una conciencia de Dios que hasta entonces había escapado a todo el mundo y, envalentonados por su mutuo acuerdo y por la ingenuidad de su público cercano, alardean de ella de forma arrogante y atrevida, con lo que al final han seducido incluso a los honrados holandeses de la universidad de Leiden; de modo que estos, considerando los subterfugios de los profesores de filosofía como progresos de la ciencia, con toda candidez han planteado el 15 de febrero de 1844 la pregunta de concurso: quid statuendum de Sensu Dei, qui dicitur, menti humanae indito[259], etc. En virtud de tal «conciencia de Dios», aquello que todos los filósofos hasta Kant trabajaron duramente por demostrar sería algo de lo que se es inmediatamente consciente. Qué simples tuvieron que ser entonces todos aquellos filósofos anteriores, que durante toda su vida se esforzaron en formular demostraciones de un asunto del que somos directamente conscientes, lo cual significa que lo conocemos de forma aún más inmediata que el que dos por dos son cuatro, que ya necesita reflexión. Pretender demostrar un asunto así tendría que ser como pretender demostrar que los ojos ven, las orejas oyen y la nariz huele. Y qué clase de ganado irracional tendrían que ser los partidarios de la religión más distinguida de la Tierra por el número de sus adeptos, los budistas, cuyo celo religioso es tan grande que en el Tibet casi un hombre de cada seis pertenece al estado sacerdotal, con lo que se consagra al celibato, y cuyo dogma, pese a conllevar y sostener una moral altamente pura, sublime, caritativa y estrictamente ascética (que no ha olvidado, como la cristiana, a los animales), no solo es claramente ateo sino que incluso aborrece expresamente el teísmo. La personalidad es, en efecto, un fenómeno que solo nos es conocido a partir de nuestra naturaleza animal y que por tanto, separado de esta, no resulta ya claramente pensable: convertir eso en origen y principio del mundo es siempre una tesis que no a todos les cabe enseguida en la cabeza; por no hablar de que ya en origen arraigue y exista en ella. En cambio, un Dios impersonal es una mera patraña de los profesores de filosofía, una contradictio in adjecto, una palabra vacía para satisfacer a los distraídos o apaciguar a los despiertos.
Ciertamente, los escritos de nuestros profesores de universidad respiran el más vivo celo por la teología; muy exiguo, en cambio, por la verdad. Pues emplean y hasta acumulan sin recato alguno, y con un atrevimiento inaudito, sofismas, afirmaciones subrepticias, tergiversaciones, aserciones falsas, llegando incluso, como antes se indicó, a atribuir o, mejor, a engañar atribuyendo a la razón conocimientos suprasensibles inmediatos —es decir, ideas innatas—; todo ello, con el único y exclusivo fin de recuperar la teología: ¡solo teología! ¡solo teología! ¡Teología a toda costa! — Quisiera humildemente hacer reflexionar a esos señores sobre el hecho de que la teología podrá tener mucho valor; pero yo conozco algo que en cualquier caso tiene más valor: la honradez; honradez en los negocios, como en el pensar y enseñar: eso no debería venderse por ninguna teología.
Mas, tal y como están las cosas, quien se haya tomado en serio la Crítica de la razón pura, sea sincero y por consiguiente no tenga ninguna teología que vender, tendrá que quedarse con las ganas frente a esos señores. Aunque presentara lo más excelente que jamás haya visto el mundo y pusiera sobre la mesa toda la sabiduría del cielo y la tierra, ellos apartarán los ojos y los oídos si no se trata de una teología; e incluso cuanto más mérito tenga el asunto, más suscitará, no su admiración, sino su rencor; más decidida será la resistencia pasiva que le oponga, es decir, con un silencio tanto más malicioso intentarán sofocarlo y, al mismo tiempo, tanto más ruidosos encomios entonarán a los encantadores hijos espirituales de la fecunda congregación, solo para que no se imponga la voz de la comprensión y la franqueza que ellos odian. Así lo exige, en esta época de teólogos escépticos y filósofos ortodoxos, la política de los señores, que se sustentan, junto con sus mujeres e hijos, de la ciencia a la que uno como yo sacrifica todas sus fuerzas durante una larga vida. Para ellos lo único que importa es, según las indicaciones de sus jefes supremos, la teología: todo lo demás es secundario. Pero ellos, cada uno en su lenguaje, giros y expresiones veladas, definen de antemano la filosofía como teología especulativa y señalan ingenuamente como fin último de la filosofía perseguir la teología. No tienen ni idea de que se debe abordar el problema de la existencia de forma libre e imparcial, y considerar el mundo, junto con la conciencia en la que se presenta, como lo único dado, el problema, el enigma de la antigua esfinge ante la que nos hemos presentado audazmente. Ignoran astutamente que la teología, cuando reclama entrar en la filosofía, primero ha de exhibir su acreditación, al igual que todas las demás teorías; acreditación que luego es examinada en el despacho de la Crítica de la razón pura, que aún goza entre todas las mentes pensantes de un alto crédito, el cual no ha sufrido menoscabo alguno por las cómicas muecas que los filósofos de cátedra actuales se empeñan en hacer contra ella. Así pues, sin una acreditación vigente ante ella la teología no tiene entrada, y no debe conseguirla a fuerza de amenazas, ni de astucia, ni de súplicas, apelando a que los filósofos de cátedra no han podido vender otra cosa: — ojalá cerrasen la tienda. Pues la filosofía no es una iglesia ni una religión. Es el pequeño lugar del mundo, accesible solo a muy pocos, donde la verdad, siempre y en todas partes odiada y perseguida, ha de estar de una vez libre de toda opresión y violencia; donde, por así decirlo, ha de celebrar sus saturnales[260], que permiten hablar libremente hasta a los esclavos; donde ha de tener incluso la prerrogativa y la última palabra, dominar absolutamente sola y no tolerar ninguna otra cosa junto a sí. En efecto, todo el mundo, y todo en él, es por completo intención [Absicht], y en la mayoría de los casos vil, vulgar y mala intención: solo un pequeño lugar debe, excepcionalmente, quedar libre de esta y permanecer abierto únicamente a la comprensión [Einsicht] y, por cierto, a la comprensión de la más importante de todas las relaciones planteadas: — Eso es la filosofía. ¿o acaso se entiende con ella otra cosa? En tal caso, todo es broma y comedia, — «como a veces puede ocurrir[261]». — Claro está que, a juzgar por los compendios de los filósofos de cátedra, antes se debería pensar que la filosofía es una iniciación a la piedad, un instituto para formar feligreses; porque de hecho en la mayoría de los casos la teología especulativa está supuesta sin disimulo como el fin y objetivo esencial del asunto, y solo a ella se va a parar a toda vela y remo. Pero es cierto que todos y cada uno de los artículos de fe, bien se incorporen a la filosofía de manera clara y abierta, como ocurrió en la escolástica, o bien se introduzcan subrepticiamente con petitiones principii, axiomas falsos, ficticias fuentes internas de conocimiento, conciencias de Dios, pseudodemostraciones, frases grandilocuentes y galimatías, como es la moda hoy en día, son claramente funestos para la filosofía; porque todo ello hace imposible la clara, imparcial y puramente objetiva captación del mundo y de nuestra existencia, esa condición primera de toda investigación de la verdad.
Presentar bajo el nombre y firma de la filosofía y en un ropaje extraño los dogmas fundamentales de la religión nacional, que entonces, con una expresión digna de Hegel, llevan el título de «Religión absoluta» puede ser una cosa bien útil, por cuanto sirve para amoldar mejor a los estudiantes a los fines del Estado, así como para reafirmar en la fe al público lector: pero hacer pasar semejante cosa por filosofía significa vender una cosa por lo que no es. Si eso y todo lo anterior mantiene su avance ininterrumpido, la filosofía universitaria habrá de convertirse en una remora de la verdad cada vez mayor. Pues eso es lo que ocurre a toda filosofía cuando se toma como medida de su enjuiciamiento o como pauta de sus principios algo distinto de la sola y exclusiva verdad, esa verdad tan difícil de alcanzar aun con toda la honradez de la investigación y el esfuerzo de las más eminentes fuerzas espirituales: ello lleva a que se convierta en una mera fable convenue[262], como llama Fontenelle a la historia[263]. Nunca se avanzará un solo paso en la solución del problema que desde todos lados nos plantea nuestra existencia, tan infinitamente enigmática, si se filosofa conforme a un fin preestablecido. Mas nadie negará que ese es el carácter genérico de las diversas especies de la filosofía universitaria actual: pues es demasiado evidente cómo todos sus sistemas y principios orientan sus miras a un mismo fin. Además, este no es ni siquiera el cristianismo verdadero, el neotestamentario, o su espíritu, que para ellos es demasiado sublime, etéreo, excéntrico y ajeno a este mundo, por lo tanto excesivamente pesimista y así totalmente inapropiado para la apoteosis del Estado; antes bien, se trata del simple judaismo, la doctrina de que el mundo recibe su existencia de un ser personal sumamente perfecto, por lo que es también una cosa adorable y πάντα καλά λίαν[264]. Ese es para ellos el núcleo de toda sabiduría y a él debe conducir la filosofía o, si se resiste, ser conducida. De ahí también la guerra que desde la caída del hegelianismo mantienen todos los profesores contra el denominado panteísmo, rivalizando en abominarlo y condenándolo severamente de forma unánime. ¿Acaso ha nacido ese celo del descubrimiento de razones concluyentes y decisivas contra él? ¿O no se ve más bien con qué perplejidad y miedo buscan razones contra aquel oponente que se encuentra tranquilo con sus fuerzas originarias y se ríe de ellos? Por eso es indudable que la simple incompatibilidad de aquella doctrina con la «religión absoluta» es la razón por la que no debe ser verdadera; no debe, aun cuando toda la naturaleza lo proclame con miles y miles de gargantas. La naturaleza debe callar para que hable el judaismo. Si hay algo que junto a la «religión absoluta» sea objeto de su consideración, se entiende que serán los especiales deseos de un alto Ministerio, en el que se halla el poder de dar y quitar plazas de profesores. Esa es la musa que les inspira y dirige sus lucubraciones, por lo que está ya de ordinario invocada desde la introducción, en forma de dedicatoria. Esa es para mí la gente que ha de sacar la verdad de su fuente, rasgar el velo del engaño y oponerse a toda ocultación.
Por la naturaleza del asunto, ninguna disciplina requeriría tan claramente gente de capacidades superiores y penetrada de amor a la ciencia y celo por la verdad, como aquella en la que los resultados de los supremos esfuerzos del espíritu humano en la más importante de todas las cuestiones deben ser entregados en palabras vivas a lo más selecto de una nueva generación, e incluso se debe despertar en ella el espíritu de investigación. Pero, por otra parte, los Ministerios a su vez juzgan que ninguna disciplina tiene tanta influencia en el ánimo interno de los futuros eruditos, es decir, la clase que realmente dirige el Estado y la sociedad, como esta; de ahí que solo pueda estar ocupada por los hombres más devotos, que cortan completamente sus teorías conforme a la voluntad y las eventuales opiniones del Ministerio. Entonces, naturalmente, es el primero de esos dos requisitos el que ha de quedar postergado. Pero quien no esté familiarizado con ese estado de cosas puede a veces tener la sensación de que, de manera extraña, los decididamente más borricos se han consagrado a la ciencia de Platón y Aristóteles.
No puedo reprimir aquí la observación incidental de que una perjudicial escuela preparatoria para ser profesor de filosofía son los puestos de profesor particular, que han desempeñado durante varios años tras sus estudios universitarios casi todos los que alguna vez ocuparon aquel cargo. Pues tales puestos son una buena escuela de sumisión y obediencia. Uno se acostumbra en especial a someter por completo sus teorías a la voluntad de su patrón y no conocer más fines que los de este. Esa costumbre tempranamente adoptada arraiga y se convierte en una segunda naturaleza, de modo que después, en cuanto profesor de filosofía, nada se encuentra más natural que cortar y modelar también la filosofía de acuerdo con los deseos del Ministerio que cubre las plazas de profesor; de ahí surgen al final opiniones filosóficas, o sistemas completos, como por encargo. ¡Buen juego tiene ahí la verdad! — Ahí se manifiesta, desde luego, que para rendir tributo incondicional a la verdad, para filosofar realmente, a las muchas condiciones se añade inexcusablemente la de ser independiente y no conocer ningún señor, por lo cual el δός μοι που στώ[265] en cierto sentido tendría validez también aquí. Al menos, la mayoría de aquellos que produjeron algo grande en la filosofía se hallaron en ese caso. Spinoza fue tan claramente consciente del tema, que precisamente por ello rehusó la plaza de profesor que le ofrecieron.
'Ήμισυ γάρ τ’ αρετής άποαίνυται εύρυοπα Ζευς
Άνέρος, εΰτ’ αν μιν κατά δοΰλιον ήμαρ ελησιν[266].
El filosofar real requiere independencia:
Πας γάρ άνήρ πενιη δεδμημένος ούτε τι είπεΐν,
Ουθ’ έρξαι δυναται, γλώσσα δέ οι δέδεται[267].
Theogn.
También en el Gulistan de Sadi (traducido por Graf, Leipzig, 1846, p. 185) se dice que quien se preocupa por el sustento nada puede producir. Pero a cambio, el auténtico filósofo es por naturaleza un ser frugal y no necesita mucho para vivir con independencia: pues su lema será siempre el principio de Shenstome: liberty is a more invigorating cordial than Tokay[268] (La libertad es un tónico cardiaco más potente que el vino de Tokay).
Así pues, si no se tratara más que del fomento de la filosofía y el avance en el camino hacia la verdad, recomendaría como el mejor medio que se hicieran cesar los embustes que se practican en las universidades. Pues estas no son verdaderamente el lugar para tomar en serio y con honradez la filosofía, cuyo puesto allí lo tiene que ocupar con demasiada frecuencia un fantoche revestido y ataviado con las ropas de ella, que ha de fanfarronear y gesticular como un nervis alienis mobile lignum[269]. Pero si una tal filosofía de cátedra pretende reemplazar los pensamientos reales con frases incomprensibles y que aturden el cerebro, con palabras de nueva creación y ocurrencias inauditas cuyo absurdo se denomina especulativo y transcendental, entonces se convierte en una parodia de la filosofía que le hace caer en descrédito; lo cual ha sido el caso en nuestros días. ¿Cómo puede entonces, entre toda esa actividad, perdurar siquiera la posibilidad de aquella profunda seriedad que todo lo menosprecia frente a la verdad y que es la primera condición de la filosofía? — El camino hacia la verdad es escarpado y largo: nadie lo recorrerá con un bloque en los pies; más bien harían falta alas. Por consiguiente, yo sería partidario de que la filosofía dejara de ser una profesión: el carácter sublime de su afán no es compatible con eso, como lo supieron ya los antiguos. No es en absoluto necesario que en cada universidad se mantengan unos cuantos charlatanes triviales para quitar a los jóvenes de por vida las ganas de toda filosofía. También Voltaire dice con todo acierto: les gens de lettres, qui ont rendu le plus de services au petit nombre d’êtres pensans répandus dans le monde, sont les lettrés isolés, les vrais savans, renfermés dans leur cabinet, qui n’ont ni argumenté sur les bancs de l’université, ni dit les choses à moitié dans les académies: et ceux-là ont presque toujours été persécutés[270]. — Toda ayuda que se ofrece a la filosofía desde fuera es por naturaleza sospechosa. Pues el interés de aquella es de clase demasiado elevada como para que pudiera entablar una franca relación con este mundo de bajos sentimientos. En cambio, ella tiene su propio norte que nunca se oculta. Por eso, dejémosla en libertad sin ayudas pero también sin obstáculos; y no demos al serio peregrino consagrado y dotado por la naturaleza, en su camino al elevado templo de la verdad, un compañero al que en realidad no le importa más que un buen alojamiento y una buena cena: pues es de preocupar que, a fin de desviarse en dirección a estos, ponga a aquel un obstáculo en el camino.
Como consecuencia de todo eso yo, prescindiendo, como dije, de los fines del Estado y teniendo en cuenta únicamente el interés de la filosofía, considero deseable que toda la enseñanza de esta en las universidades se limite estrictamente a la exposición de la lógica en cuanto ciencia cerrada y estrictamente demostrable, y a una historia de la filosofía desde Tales hasta Kant, que se explique completamente succincte y se curse en un semestre, a fin de que, debido a su brevedad y carácter sinóptico, deje el menor lugar posible a las opiniones propias del señor profesor y se presente simplemente como guía de un futuro estudio personal. Pues el verdadero conocimiento de los filósofos solo se puede lograr en sus propias obras y de ningún modo a través de relaciones de segunda mano; — la razón de esto la he expuesto ya en el prólogo a la segunda edición de mi obra principal. Además, la lectura de las obras originales de los auténticos filósofos ejerce siempre un influjo beneficioso y estimulante en el espíritu, por cuanto le pone en relación inmediata con una mente superior y que piensa por sí misma, mientras que en aquellas historias de la filosofía no recibe nunca más que el movimiento que le puede transmitir el torpe pensamiento de una cabeza vulgar que ha dispuesto las cosas a su manera. Por eso yo quisiera limitar aquella exposición de cátedra a la finalidad de dar una orientación general en el campo de los logros filosóficos habidos hasta el momento, suprimiendo todas las explicaciones, así como toda pragmática de la exposición que pretenda ir más allá de demostrar los innegables puntos de conexión entre los sistemas que aparecen sucesivamente y los anteriormente existentes; lo contrario, pues, de la arrogancia de los historiadores de la filosofía hegelianos, que exponen cada sistema como surgido necesariamente y luego, construyendo a priori la historia de la filosofía, nos demuestran que cada filósofo ha tenido que pensar justamente aquello que ha pensado y ninguna otra cosa; con lo que entonces el señor profesor los abarca a todos cómodamente desde arriba, cuando no se sonríe ¡El pobre diablo! Como si no hubiera sido todo la obra de mentes aisladas y únicas que se han tenido que mover durante un tiempo en la mala compañía de este mundo para que fuera salvado y redimido de los lazos de la barbarie y el embrutecimiento; mentes que son tan individuales como infrecuentes, por eso de cada una de ellas vale en su plena medida el natura il fece, e poi ruppe lo stampo[271] de Ariosto; — y como si, en el caso de que Kant hubiera muerto de viruela, otro hubiera podido escribir la Crítica de la razón pura; — tal vez uno de aquellos, salido de los productos manufacturados de la naturaleza y con su marca de fábrica en la frente, uno con la ración normal de tres libras de tosco cerebro de textura bien consistente, bien guardado en un cráneo de una pulgada de grosor, con un ángulo facial de setenta grados, con pulso débil, ojos turbios y al acecho, con la estructura bucal altamente desarrollada, el habla atropellada y el andar torpe y arrastrado que va al compás de la agilidad de sapo de sus pensamientos: — ¡sí, sí, esperad solamente, esos os harán críticas de la razón pura y también sistemas, tan pronto como llegue el momento calculado por el profesor y les toque su turno, — entonces, cuando las encinas den albaricoques! — Los señores tienen, desde luego, buenas razones para atribuir lo máximo posible a la educación y la instrucción; e incluso, como realmente hacen algunos, para negar por completo los talentos innatos y atrincherarse por todos los medios contra la verdad de que todo depende de cómo uno haya salido de las manos de la naturaleza, qué padre le ha engendrado y qué madre lo ha concebido, y hasta a qué hora; por eso uno no escribirá ninguna litada si ha tenido por madre una gansa y por padre un pasmarote; tampoco aunque estudie en seis universidades. Sin embargo, no es de otro modo: la naturaleza es aristocrática, más aristocrática que cualquier feudalismo o sistema de castas. Por consiguiente, su pirámide parte de una base muy amplia para terminar en una cumbre muy afilada. Y aunque el populacho y la chusma, que no toleran nada por encima de ellos, lograran derribar todas las demás aristocracias, esta tendrían que dejarla subsistir, — y no se les debe dar las gracias por eso: pues ella es así verdaderamente «por la gracia de Dios».
τo εικη ουκ εστι εν τη ζωη, αλλα
μια αρμονία καί τάξις.
[No existe el azar en la vida,
sino solo armonía y orden.]
Plotin. Enn. ΙV 1. 4, c. 35
Aunque los pensamientos que aquí se van a comunicar no conducen a un resultado firme e incluso podrían quizá calificarse de mera fantasía metafísica, no he sido capaz de decidirme a dejarlos en el olvido; porque a alguno le serán bienvenidos, al menos para compararlos con los que él mismo alberga acerca del mismo objeto. Pero debe recordar que todo en ellos es dudoso, no solo la solución sino incluso el problema. Por consiguiente, nada se ha de esperar aquí en menor medida que explicaciones rotundas, sino más bien un simple airear un estado de cosas muy confuso que, sin embargo, quizás se le haya impuesto con frecuencia a cada cual en el curso de su vida o al volver la vista sobre ella. Incluso puede que nuestras consideraciones al respecto no pasen mucho de ser un ir a tientas en la oscuridad, notando que hay algo pero sin saber quién ni qué. Si, no obstante, debo a veces adoptar un tono positivo o dogmático, sea dicho aquí de una vez por todas que lo hago únicamente para no resultar prolijo y lánguido con la continua repetición de las fórmulas de la duda y la conjetura; y que, por lo tanto, ello no se ha de tomar en serio.
La creencia en una especial providencia, o bien en un gobierno sobrenatural de los acontecimientos de la vida individual, ha tenido una aceptación general en todas las épocas, e incluso en mentes pensantes contrarias a toda superstición se encuentra a veces en forma inquebrantable, bien que al margen de toda conexión con cualquier dogma determinado. — A ella se puede oponer en primer lugar que, a la manera de todas las creencias en Dios, no ha surgido propiamente del conocimiento sino de la voluntad: es, ante todo, hija de nuestra indigencia. Pues los datos que el conocimiento nos habría proporcionado para ella se podrían quizás reducir a que el azar, que nos juega cien malas pasadas que parecen meditadamente alevosas, de vez en cuando resulta por una vez exquisitamente favorable, o cuida bien de nosotros de forma indirecta. En todos esos casos reconocemos en él la mano de la providencia y, por cierto, con la máxima claridad cuando él, contra nuestro propio parecer, por caminos que nosotros abominábamos nos ha llevado a un feliz término; entonces decimos tunc bene navigavi, cum naufragium feci[272], y la oposición entre elección y gobierno se hace inequívoca, a la vez que palpable en beneficio del último. Precisamente por eso, en los acontecimientos adversos nos consolamos con el dicho, con frecuencia eficaz, «quién sabe para qué es bueno», — que en realidad ha nacido de comprender que, aunque el azar domina el mundo, tiene como co-regente el error, y puesto que estamos sometidos a este tanto como a aquel, quizás sea una suerte justo aquello que ahora nos parece una desgracia. Así huimos de los golpes de un tirano del mundo hacia el otro cuando desde el azar apelamos al error.
No obstante, dejando eso aparte, atribuir al simple azar puro y manifiesto una intención es una idea que no tiene igual en temeridad. Sin embargo, creo que cada cual, al menos una vez en su vida, la ha concebido vivamente. También se encuentra en todos los pueblos y en unión de todas las creencias, si bien con mayor claridad entre los mahometanos. Es una idea que, según se la entienda, puede ser de lo más absurdo o de lo más profundo. Entretanto, frente a los ejemplos con los que se la quiera probar, por muy asombrosos que a veces puedan ser, la réplica permanente sigue siendo esta: que el mayor prodigio sería que nunca un azar hubiera cuidado bien de nuestros asuntos e incluso mejor de lo que nuestro entendimiento y nuestra comprensión hubieran sido capaces de hacerlo.
Que todo lo que ocurre, sin excepción, se produce con estricta necesidad es una verdad que se puede reconocer a priori y es, por tanto, irrebatible: quisiera denominarla aquí «el fatalismo demostrable». En mi escrito de concurso Sobre la libertad de la voluntad (p. 62 [2.a ed., p. 60]) se infiere como resultado de todas las investigaciones precedentes. Es confirmada empíricamente y a posteriori por el hecho ya indudable de que los sonámbulos magnéticos, los hombres dotados de segunda visión[273] e incluso a veces los sueños del dormir común presagian el futuro directa y exactamente[274]. La más patente confirmación empírica de mi teoría de la estricta necesidad de todo lo que ocurre se da en la segunda visión. Pues vemos que lo que gracias a ella se presagia frecuentemente con gran anticipación se produce después con toda exactitud y en las circunstancias que se habían indicado, y ello incluso después de haberse hecho esfuerzos intencionados de todo tipo por obstaculizarlo o por hacer que el acontecimiento que se iba a producir se desviase, al menos en alguna de sus circunstancias, de la visión transmitida; lo cual siempre ha sido en vano, por cuanto justo aquello que debía frustrar lo presagiado ha contribuido siempre a producirlo; del mismo modo que en las tragedias y en la historia de los antiguos la desgracia presagiada por los oráculos o los sueños es arrastrada por las precauciones que se toman contra ella. Como ejemplo de esto menciono, entre otros muchos, el del rey Edipo y la bella historia de Creso y Adrasto en el libro primero de Heródoto, c. 35-43[275]. De los casos de segunda visión correspondientes a estos informa el honrado Bende Bendsen en el tercer número de volumen octavo del Archivo de magnetismo animal, de Kieser (en especial los ejemplos 4, 12, 14 y 16); también aparece creo en Teoría de las ciencias espirituales de Jung Stilling, § 155. Si las dotes de segunda vision fueran tan frecuentes como inusuales son, serían presagiados innumerables acontecimientos, se cumplirían con exactitud, y la innegable prueba fáctica de de la estricta necesidad de todos y cada uno de los acontecimientos sería generalmente accesible. Entonces no quedaría duda alguna de que, por mucho que el curso de las cosas se presente como puramente casual, en el fondo no lo es; antes bien, todas esas casualidades, το είκή φερόμενα[276], están rodeadas de una necesidad hondamente oculta, ειμαρμένη, de la que el azar es un simple instrumento. Lanzar una mirada en ella ha sido siempre el anhelo de toda mántica. De la mántica efectiva que hemos recordado no solo se sigue que todos los acontecimientos se producen con completa necesidad, sino también que de algún modo están determinados y fijados objetivamente ya de antemano, por cuanto al vidente se le aparecen como algo presente: lo cual, sin embargo, se podría atribuir a la mera necesidad de su ocurrencia como consecuencia del curso de la cadena causal. En todo caso, el conocimiento o, más bien, la opinión de que aquella necesidad de todo lo que acontece no es ciega, es decir, la creencia en un curso de nuestra vida tan planificado como necesario, es un fatalismo de tipo superior que, sin embargo, no se puede demostrar como el de tipo simple pero en el que quizás todos caigamos antes o después alguna vez y sigamos aferrados a él durante largo tiempo o para siempre, según nuestra mentalidad. Podemos llamarlo fatalismo transcendente, a diferencia del habitual y demostrable. No procede, como aquel, de un conocimiento propiamente teórico ni de la investigación que se precisa para él, de la que pocos serían capaces; sino que se va asentando poco a poco a partir de las experiencias del propio curso vital. Entre ellas, en efecto, se hacen manifiestos a cada cual ciertos procesos que, por una parte, en virtud de su especial y gran conveniencia para él, llevan claramente acuñado el sello de una necesidad moral o interna pero, por otra parte, también el de la total casualidad externa. La frecuente ocurrencia de los mismos conduce paulatinamente a la opinión, que pronto se convierte en convicción, de que la vida del individuo, por muy enrevesada que pueda parecer, es una totalidad congruente en sí misma, que posee una determinada tendencia y un sentido instructivo, al igual que la epopeya más meditada[277]. Mas la enseñanza que impartiría se referiría únicamente a su vida individual, — que en el fondo, es su error individual. Pues el plan y la totalidad no están en la historia mundial, como supone la filosofía de los profesores, sino en la vida del individuo. Los pueblos existen solamente in abstracto: los individuos son lo real. De ahí que la historia mundial no tenga un significado metafísico directo: no es en realidad más que una configuración casual: recuerdo aquí lo que he dicho al respecto en El mundo como voluntad y representación, vol. I, § 35. — Así pues, por lo que respecta al propio destino individual, va creciendo en muchos aquel fatalismo transcendente al que quizá dé origen alguna vez en cada uno el atento examen de la propia vida, una vez que su hebra se haya hilado con la suficiente longitud; e incluso, al reflexionar sobre los pormenores de su curso vital, este se le puede mostrar a veces como si todo estuviera ya tramado en él, y los hombres que se le presentan, parecerle simples actores. Este fatalismo transcendente no solo tiene mucho de consolador sino también de verdadero; por eso ha sido afirmado en todas las épocas, incluso como dogma[278]. Merece la pena citar aquí, por totalmente imparcial, el testimonio de un experimentado hombre de mundo y de corte, que además llegó a una edad nestoriana[279]: me refiero al nonagenario Knebel, que en una carta dice: «Si uno observa con exactitud, descubrirá que en la vida de la mayoría de los hombres se halla un cierto plan, que de alguna manera les ha sido trazado por la propia naturaleza o por las circunstancias que les guían. Por muy variadas y cambiantes que sean las situaciones de su vida, al final se pone de manifiesto una totalidad bajo la cual se puede percibir una cierta armonía. — La mano de un cierto destino, por muy oculto que actúe, se muestra con precisión, bien esté movido por una acción externa o por una conmoción interna: incluso razones contradictorias se mueven con frecuencia en su misma dirección. Por confusa que sea la marcha, siempre se trasluce una razón y una orientación» (Escritos postumos de Knebel, 2.a edición, 1840, vol. 3, p. 452).
El carácter planificado de la vida de cada cual que aquí se afirma puede explicarse por la inmutabilidad y la férrea consecuencia del carácter innato, que siempre devuelve al hombre al mismo carril. Lo más conveniente al carácter de cada uno lo conoce él de forma tan inmediata y segura que, por lo regular, no lo asume en la conciencia clara y reflexiva sino que obra inmediatamente y como por instinto conforme a ello. Esa clase de conocimiento, en la medida en que se transfiere al obrar sin llegar a ser claramente consciente, puede compararse con los reflex motions[280] de Marshal Hall. En virtud de él, cada cual, siempre que no se le haga violencia desde fuera o por sus propios conceptos y prejuicios falsos, persigue y se aferra a lo que más le conviene como individuo, aun sin poder dar cuenta de ello; al igual que en la arena la tortuga que ha sido incubada por el sol y recién salida del huevo, aun sin poder ver el agua, toma enseguida la dirección correcta. Ese es, pues, el compás interior, la tensión secreta que coloca acertadamente a cada cual en el único camino que le es adecuado, y cuya dirección uniforme él descubre sólo después de haberlo recorrido. — Sin embargo, eso no parece suficiente frente al tremendo influjo y el gran poder de las circunstancias externas: y no es muy creíble que lo más importante del mundo, la vida humana conseguida al precio de tanto trabajo, calamidad y sufrimiento, deba recibir la otra mitad de su gobierno, la parte que viene de fuera, de la mano de un puro azar realmente ciego, que no es nada en sí mismo y que se sustrae a toda ordenación. Antes bien, se intenta creer que —igual que existen ciertas imágenes llamadas anamorfosis (Pouillet [Eléments de physique expérimentale et de météorologie] II, 171), que al simple ojo solo le muestran figuras deformadas y mutiladas, y en cambio, vistas en un espejo cónico, muestran figuras humanas simétricas— la captación puramente empírica del curso del mundo se asemeja a aquel mirar la imagen con los ojos desnudos y, por el contrario, el seguimiento de la intencionalidad del destino se asemeja al mirar en el espejo cónico, que combina y ordena lo que en él se proyecta de forma dispersa. No obstante, a esa opinión se le puede contraponer otra según la cual la conexión planificada que creemos percibir en los acontecimientos de nuestra vida no es más que un efecto inconsciente de nuestra fantasía ordenadora y esquematizadora, semejante a aquel en virtud del cual sobre una pared manchada vemos claramente bellas figuras y grupos humanos, trasladando una conexión planificada a unas manchas que el más ciego destino ha derramado. Entretanto, es de suponer que aquello que para nosotros es lo más adecuado y propicio, en el sentido más elevado y verdadero del término, no puede ser lo que simplemente se proyectó pero nunca se realizó, lo que, por tanto, nunca recibió existencia más que en nuestro pensamiento, —los vani disegni, che non han mai loco[281] de Ariosto— y cuya frustración por parte del azar tendríamos que lamentar después durante toda nuestra vida; sino, más bien, aquello que está retratado en el gran cuadro de la realidad y de lo cual, tras haber conocido su finalidad, decimos con convicción sic erat in fatis[282], así ha tenido que ser; de ahí que la realización de lo que era conveniente en ese sentido tuviera que procurarse de algún modo a través de la unidad de lo casual y lo necesario que se halla en el más hondo fundamento de las cosas. En virtud de ella, en la vida humana la necesidad interna que se presenta como impulso instintivo, luego la reflexión racional, y finalmente el influjo externo de las circunstancias, tendrían que cooperar mutuamente, de modo que a su término, cuando está totalmente cumplida, le permitieran aparecer como una obra de arte terminada y bien rematada; aunque antes, cuando todavía estaba en curso, no se pudiera reconocer en ella, como en cualquier obra de arte simplemente esbozada, ni plan ni finalidad. Pero quien se acercara por primera vez tras su finalización y lo examinara minuciosamente tendría que admirar ese curso vital como la obra de la más reflexiva previsión, sabiduría y perseverancia. Sin embargo, su significación conjunta dependería de si su sujeto era alguien vulgar o extraordinario. Desde ese punto de vista se podría concebir la idea altamente transcendente de que este mundus phaenomenon en el que domina el azar se basa siempre y sin excepción en un mundus intelligibilis que domina al azar mismo. — La naturaleza, desde luego, lo hace todo exclusivamente para la especie y no para el simple individuo; porque para ella aquella lo es todo, este, nada. Pero lo que aquí suponemos que actúa no sería la naturaleza sino el elemento metafísico que transciende la naturaleza y que existe de forma plena e indivisa en cada individuo, para el que por ello rige todo eso.
Ciertamente, para lograr claridad sobre esas cosas habría que responder en primer lugar las siguientes preguntas: ¿es posible una total desigualdad entre el carácter y el destino de un hombre? — ¿O se adecúa en lo fundamental cada destino a cada carácter? — ¿O es que al final una necesidad secreta e incomprensible, comparable al autor de un drama, conforma realmente a ambos de la forma conveniente? — Pero precisamente sobre eso no tenemos claridad.
Sin embargo, creemos que a cada instante somos dueños de nuestros actos. Pero cuando volvemos la vista sobre nuestra vida transcurrida y vemos sobre todo nuestros pasos desdichados y sus consecuencias, a menudo no comprendemos cómo hemos podido hacer esto o dejar de hacer aquello; de modo que parece como si un poder ajeno hubiera guiado nuestros pasos. Por eso dice Shakespeare:
Fate, show thy force: ourselves we do not owe;
What is decreed must be, and be this so!
Twelfth-night, A. 1. sc. 5.
(Ahora puedes mostrar, oh destino, tu poder:
Lo que ha de ser tiene que ocurrir y nadie es dueño de sí.)
Los antiguos no se cansan de subrayar en verso y en prosa la omnipotencia del destino, señalando con ello la impotencia del hombre frente a él. Se ve por doquier que esa es una convicción de la que están penetrados, al vislumbrar una conexión de las cosas secreta y más profunda que la clara conexión empírica. (Véanse los Diálogos de los muertos de Luciano, XIX y XXX, y Heródoto, L. I, c. 91 y IX, c. 16.) De ahí las muchas denominaciones de ese concepto en los griegos: πότμος, αίσα, ειμαρμένη, πεπρωμενη, μοίρα, 'Αδράστεια[283] y quizá otras más. La palabra πρόνοια, en cambio, desvía el contenido conceptual del asunto, ya que procede del νους[284], lo secundario, con lo que el concepto se hace llano y comprensible pero también superficial y falso[285]. También Goethe dice en Götz de Berlichingen (acto 5): «Los hombres no nos conducimos a nosotros mismos: a unos espíritus malignos les ha sido dado el poder de practicar sus travesuras en nuestra perdición». También en Egmont (acto 5, última escena) se dice: «El hombre cree que gobierna su vida y a sí mismo se conduce; y su interior es irresistiblemente arrastrado a su destino». Incluso ya el profeta Jeremías lo ha dicho: «El obrar del hombre no está en su poder, ni está en manos de nadie cómo camina o dirige su marcha» (10, 23). Todo eso se debe a que nuestros actos son el producto necesario de dos factores, uno de los cuales, nuestro carácter, está irrevocablemente fijado, si bien nosotros solo lo conocemos a posteriori, es decir, paulatinamente; el otro son los motivos: estos se hallan en el exterior, son originados con necesidad por el curso del mundo y determinan el carácter dado, bajo el supuesto de su naturaleza fija, con una necesidad equivalente a la mecánica. Mas el yo que juzga sobre el proceso así resultante es el sujeto del conocer, ajeno en cuanto tal a aquellos dos y un mero espectador crítico del actuar de ambos. Y puede que en ocasiones se sorprenda.
Cuando se ha captado el punto de vista de aquel fatalismo transcendente y se ha considerado desde su perspectiva una vida individual, se tiene a veces ante la vista el más asombroso de todos los espectáculos en el contraste entre la manifiesta contingencia física de un acontecimiento y su necesidad metafísico-moral, si bien esta última nunca es demostrable sino que solo puede ser imaginada. Para ilustrar esto con un ejemplo de todos conocido, que al mismo tiempo por su vivacidad resulta apropiado para servir como prototipo del tema, examínese Camino a la herrería de Schiller. Ahí, en efecto, se ve que el retraso de Fridolin por haber asistido a Misa se produce de una forma totalmente casual aunque, por otra parte, sea para él tan sumamente importante y necesario[286]. Quizá cada uno pueda, con una pertinente reflexión, encontrar en su propia vida casos análogos, aunque no sean tan relevantes ni tan claramente señalados. Con ello, alguno se sentirá impulsado a suponer que un poder secreto e inexplicable dirige todos los cambios y giros de nuestra vida, con frecuencia en contra de nuestra intención en ese momento, pero del modo que sea adecuado a la totalidad objetiva y a la finalidad subjetiva de ese curso vital y, por tanto, favorezca lo que en verdad sea mejor para nosotros; de manera que más tarde reconocemos la necedad de los deseos que hemos abrigado en un sentido opuesto. Ducunt volentem fata, nolentem trahunt[287]— Sen. Ep. 107. Ese poder que enhebra todas las cosas con un hilo invisible tendría que enlazar también aquellas que la cadena causal deja sin conexión, de tal modo que coincidieran en el momento preciso. Por consiguiente, dominaría los acontecimientos de la vida real tan plenamente como el poeta los de su drama: pero el azar y el error, que de manera primaria e inmediata tienen una intervención perturbadora en el regular curso causal de las cosas, serían los simples instrumentos de su mano invisible.
A la osada suposición de ese poder insondable, surgido de la raíz única que a nivel profundo tienen la necesidad y la contingencia, nos impulsa más que nada la consideración de que la determinada individualidad, tan peculiar a cada hombre en el plano físico, moral e intelectual, la cual para él es todo en todo y por ello ha de nacer de la más elevada necesidad metafísica, por otro lado (según he explicado en mi obra principal, vol. II, cap. 43) surge como resultado necesario del carácter moral del padre, la capacidad intelectual de la madre y la completa corporización de ambos; pero, por lo regular, la unión de ambos progenitores se ha producido por circunstancias manifiestamente casuales. Aquí, pues, se nos impone irresistiblemente la exigencia, o el postulado metafísico-moral, de una unidad última de la necesidad y la contingencia. Sin embargo, considero imposible alcanzar un concepto claro de esa raíz unitaria de ambos: solo puede decirse que sería al mismo tiempo lo que los antiguos denominan destino, ειμαρμένη, πεπρωμενη, fatum, aquello que entendieron por el genio conductor de cada individuo, pero no en menor medida lo que los cristianos veneran como providencia, πρόνοια. Esos tres conceptos se diferencian porque el fatum es concebido como ciego, lo que no ocurre con los otros dos: pero esa diferencia antropomórfica se suprime y pierde todo significado cuando se trata de la profunda esencia metafísica de las cosas, solo en la cual hemos de buscar la raíz de aquella inexplicable unidad de lo contingente y lo necesario, que se presenta como el rector oculto de todas las cuestiones humanas.
La representación de un genio que se da a cada individuo y precede su curso vital debe de ser de origen etrusco, si bien está generaímente difundida entre los antiguos. Su esencia está contenida en un verso de Menandro conservado por Plutarco (De tranq. an. C. 15, también en Stob. Ecl. LI, c. 6, § 4, y Clem. Alex., Strom. 1. V, c. 14):
(Hominem unumquemque, simul in lucem est editus, sectatur Genius, vitae qui auspicium facit, bonus nimirum.) Platon, al final de la República, describe cómo cada alma, antes de su nuevo renacimiento, elige una suerte vital junto con la personalidad adecuada a ella, y luego dice: ’Επειδή δ’ ουν πάσας τάς ψυχάς τους βίους ήρήσθαι, ώσπερ έ’λαχον, εν τάξει προσιέναι προς την Λάχεσιν, εκείνην δ’ έκάστω δν εϊλετο δαίμονα, τούτον φύλακα ξυμπέμπειν του βίου και άποπληρωτήν των α’ίρεθέντων[289]. Sobre ese pasaje nos ofrece Porfirio un comentario digno de lectura, que ha sido conservado por Stobeo en Ecl. eth. L. II, c. 8, § 37 (vol. 3, pp. 368ss., en especial 376). También Platón había dicho antes (618) en relación con esto: ούχ ύμάς δαίμων λήξεται, άλλ’ ύμεΐς δαίμονα α’ίρήσεσθε. πρώτος δε ο λαχών (la suerte, que solo determina el orden de la elección) πρώτος α’ίρεισθω βιον, ώ συνέσται έξ ανάγκης[290]. Con gran belleza expresa el asunto Horacio:
Seit Genius, natale comes qui temperat astrum,
Naturae Deus humanae, mortalis in unum
Quodque caput, vultu mutabilis, albus et ater[291].
(II epist. 2, 187)
Un pasaje digno de leerse sobre ese genio se encuentra en Apuleyo, De deo Socratis, p. 236, 38 Bip. Jámblico dedica al tema un capítulo breve pero relevante, en De myst.[eriis] Aegypt. [iorum, Chaldaeorum et Assyriorum], sect. IX, c. 6, De proprio daemone. Pero aún más notable es el pasaje de Proclo en su comentario al Alcibiades de Platon, p. 77, ed. Creuzer: ό γάρ πάσαν ημών την ζωήν ιθύνων καί τάς τε αιρέσεις ήμών άποπληρών, τάς προ της γενεσεως, και τας της ειμαρμένης οοσεις και των μοιρηγενετών θεών, έτι δε τάς εκ τής πρόνοιας έλλάμψεις χορηγών και παραμετρών, ουτος ό δαίμων έστι κ.τ.λ[292].. De forma extremadamente profunda ha captado el mismo pensamiento Teofrasto Paracelso, cuando afirma: «Para comprender bien el fatum hay que decir que cada hombre tiene un espíritu que mora fuera de él y tiene su asiento en las estrellas superiores. Él mismo utiliza los moldes [Bossen[293]] de su maestro: él mismo es el que le presenta los praesagia y los muestra después, ya que estos quedan tras él. Esos espíritus se llaman fatum» (Theophr. Werke, Straßb. 1603, fol. vol. 2, p. 36). Es de observar que justamente esa idea se puede encontrar ya en Plutarco cuando dice que, además de la parte del alma encerrada en el cuerpo terrestre, otra parte más pura de la misma permanece fuera, flotando sobre la cabeza del hombre, se presenta como una estrella y es llamada con razón su daimon, el genio que le dirige y al que el más sabio sigue gustosamente. El pasaje es demasiado largo de reproducir, se encuentra en De genio Socratis capítulo 22. La frase principal es: το μεν οΰν υποβρύχιον έν τώ σώματι φερόμενον Ψυχή λέγεται το δε φθοράς λειφθέν, οί πολλοί Νουν καλοΰντες, εντός είναι νομιζουσιν αυτών οί δε όρθώς ύπονοοΰντες, ώς εκτός όντα, Δαίμονα προσαγορεΰουσι[294]. Observo aquí de pasada que el cristianismo, que como es sabido transformó de buen grado los dioses y daimones de los paganos en el diablo, parece haber sacado de ese genio de los antiguos el spiritus familiaris de los instruidos y los magos. — La representación cristiana de la providencia es demasiado conocida como para que sea necesario detenerse en ella. — Sin embargo, todo eso son solamente interpretaciones figuradas o alegóricas del asunto en cuestión; pues en general no nos es dado captar las verdades más profundas y ocultas de otra manera que en imágenes y comparaciones.
Pero en verdad, aquel poder oculto que dirige incluso los influjos externos puede tener sus raíces últimas en nuestro propio y misterioso interior; porque de hecho, el alfa y la omega de toda existencia se hallan en último término dentro de nosotros mismos. Mas tampoco podemos concebir ni siquiera esa simple posibilidad, incluso en el mejor de los casos, más que mediante analogías y comparaciones, en cierta medida y a gran distancia.
La analogía más cercana al imperio de aquel poder nos la muestra la teleología de la naturaleza, que nos presenta la finalidad que se da sin conocimiento del fin, sobre todo allá donde aparece la finalidad externa, es decir la que tiene lugar entre seres distintos y hasta de distinta especie, e incluso en el mundo inorgánico; un llamativo ejemplo de esta clase lo ofrece la madera flotante que es transportada en abundancia por el mar a las tierras polares que carecen de arbolado; y otro es la circunstancia de que la tierra firme de nuestro planeta esté empujada hacia el polo norte, cuyo invierno, por razones astronómicas, es ocho días más corto y, por ello, más suave que el del polo sur. No obstante, también la finalidad interna que se manifiesta sin lugar a dudas en los organismos aislados, la sorprendente concordancia mediadora de la técnica de la naturaleza con su mero mecanismo, o del nexus finalis con el nexus effectivus (respecto de la cual remito a mi obra principal, vol. II, cap. 26, pp. 334-339 [3.a ed., pp. 379-387]), nos permite concebir analógicamente cómo cosas que parten de puntos distintos y hasta muy distantes, pareciendo ajenas, sin embargo conspiran hacia un fin último y coinciden correctamente en él, no guiadas por el conocimiento, sino en virtud de una necesidad de clase superior que es anterior a toda posibilidad del conocimiento. — Además, si recordamos la teoría del nacimiento de nuestro sistema planetario formulada por Kant y después por Laplace, cuya verosimilitud es muy próxima a la certeza; y si nos paramos en consideraciones como la que yo he formulado en mi obra principal, volumen II, capítulo 25, p. 324 [3.a ed., p. 368], es decir, si reflexionamos acerca de cómo a partir del juego de fuerzas ciegas que siguen leyes inalterables tuvo que surgir al final este admirable y bien ordenado mundo planetario, entonces encontramos aquí una analogía que puede servir en general y de lejos para concebir la posibilidad de que incluso el curso individual de los acontecimientos, los cuales son con frecuencia el caprichoso juego del ciego azar, esté de alguna manera planificado y dirigido como conviene al bien verdadero y último de la persona[295]. Esto supuesto, el dogma de la providencia, en cuanto antropomórfico, no se podría admitir como verdadero inmediatamente y sensu proprio; in sí sería, en cambio, la expresión indirecta, alegórica y mítica de una verdad y, por lo tanto, como todos los mitos religiosos, del todo suficiente a efectos prácticos y para la tranquilidad subjetiva, en el sentido, por ejemplo, de la teología moral kantiana, que se ha de entender solo como un esquema orientativo y, por tanto, alegóricamente: — en una palabra, no sería verdadero, pero valdría como si lo fuera. En efecto, lo que actúa en el interior y lo que dirige aquellas oscuras y ciegas fuerzas originarias de la naturaleza cuyo despliegue origina el sistema planetario es la voluntad de vivir, que después aparece en los fenómenos más perfectos del mundo; y ya allí, aspirando a sus fines, a través de estrictas leyes naturales prepara los cimientos del edificio del mundo y su ordenación, determinando para siempre, por ejemplo, el choque o el impulso más casuales, la oblicuidad de la eclíptica y la velocidad de la rotación; y el resultado final ha de ser la representación de todo su ser, precisamente porque este actúa ya en aquellas fuerzas originarias; — del mismo modo, todos los acontecimientos que determinan las acciones de un hombre, junto con el nexo causal que los provoca, son únicamente la objetivación de la misma voluntad que se representa también en ese hombre; desde aquí se puede atisbar, aunque solo sea entre niebla, que todos aquellos han de concordar y ajustarse incluso a los fines más específicos de aquel hombre; en este sentido, ellos constituyen aquel poder oculto que dirige el destino del individuo y es representado alegóricamente como su genio o su providencia. Mas, considerado de forma puramente objetiva, es y sigue siendo el universal nexo causal que todo lo abarca y carece de excepción —en virtud del cual todo lo que acontece se produce de forma absoluta y estrictamente necesaria— el que ocupa el lugar del mítico gobierno del mundo e incluso tiene derecho a ostentar su nombre.
Para entender esto mejor puede servir la siguiente consideración general: «casual» significa la coincidencia en el tiempo de lo que no está vinculado causalmente. Pero nada es absolutamente casual, sino que incluso lo más fortuito es solamente algo necesario que se ha aproximado por caminos lejanos, porque causas definidas que se encontraban muy atrás en la cadena causal han determinado necesariamente hace ya tiempo que tuviera que producirse precisamente ahora y, por tanto, en simultaneidad con aquel otro suceso. Todo acontecimiento, en efecto, es el eslabón individual de una cadena de causas y efectos que avanza en la dirección del tiempo. Mas, en virtud del espacio, hay un sinnúmero de tales cadenas que coexisten unas con otras. No obstante, estas no son totalmente ajenas entre sí ni carentes de toda conexión; antes bien, están entrelazadas de múltiples maneras unas con otras: por ejemplo, varias causas que ahora actúan simultáneamente y cada una de las cuales produce un efecto distinto han surgido en cambio de una causa común, por lo que están relacionadas entre sí como los biznietos de un mismo antepasado: y, por otra parte, es frecuente que un efecto concreto que ahora se produce necesite la conjunción de varias causas distintas que proceden del pasado y cada una de las cuales es un miembro de su propia cadena. Según esto, todas aquellas cadenas causales que avanzan en la dirección del tiempo forman una inmensa red común entrelazada de diversas formas y que igualmente avanza con toda su amplitud en la dirección del tiempo, constituyendo el curso del mundo. Si ahora nos representamos aquellas cadenas causales individuales como meridianos situados en la dirección del tiempo, podemos indicar mediante círculos paralelos lo que es simultáneo y, precisamente por eso, no se halla en una conexión causal directa. Si bien los casos situados en el mismo círculo paralelo no dependen inmediatamente unos de otros, sí mantienen una conexión indirecta, aunque remota, en virtud del entramado de toda la red o del conjunto de todas las causas y efectos que avanza en la dirección del tiempo: su simultaneidad actual es, por tanto, necesaria. En eso se basa la coincidencia casual de todas las condiciones de un suceso que es necesario en un sentido más alto: el acontecer de aquello que el destino ha querido. A eso se debe, por ejemplo, el que, cuando a consecuencia de la invasión de los bárbaros se extendió sobre Europa la marea de la barbarie, pronto desaparecieran, como haciendo mutis por el escotillón, las más bellas obras maestras de la escultura griega: el Laocoonte, el Apolo vaticano, etc.; pues encontraron su camino en el seno de la tierra para, permaneciendo incólumes durante un milenio, aguardar allí una época más apacible y noble, que comprendiera y apreciara el arte; hasta que, al llegar por fin esa época, hacia el final del siglo XV y bajo el papado de Julio II, volvieron a salir a la luz como muestras bien conservadas del arte y del verdadero tipo de la figura humana. E igualmente se basa en eso el hecho de que en la vida del individuo se presenten a su debido tiempo las ocasiones y circunstancias importantes y decisivas para él, como también, finalmente, el cumplimiento de los augurios, cuya creencia es tan universal e inextinguible que no pocas veces ha encontrado cabida incluso en mentes superiores. Pues, dado que nada es absolutamente casual sino que más bien todo ocurre necesariamente, e incluso la misma simultaneidad de lo que no está conectado causalmente, denominada azar, es necesaria, por cuanto lo que es ahora simultáneo tuvo que ser determinado como tal por causas en el más remoto pasado: por eso, digo, todo se refleja en todo, cada cosa resuena en las demás, y también al conjunto de todas ellas puede aplicarse aquella conocida sentencia de Hipócrates (De alimento, opp. Ed. Kühn, tom. II, p. 20) valedera para la acción conjunta del organismo: Ξΰρροια μια, σύμπνοια μια, πάντα συμπαθέα[296].— La indestructible tendencia del hombre a hacer caso de los augurios, su exstispicia y όρνιθοσκοπια[297], su búsqueda al azar en la Biblia, su echar las cartas, su derramar plomo derretido en un cubo de agua, su examen de los posos del café y demás cosas semejantes, atestiguan su suposición, contraria a todo argumento racional, de que de alguna manera es posible, a partir de lo que le está presente y se encuentra claro ante sus ojos, conocer lo que está oculto por el espacio y el tiempo, es decir, lo lejano o futuro; de modo que podría leer esto a partir de aquello simplemente con poseer la verdadera clave de la criptografía.
Una segunda analogía que desde otro punto de vista totalmente distinto puede contribuir a una comprensión indirecta del fatalismo transcendente que estamos examinando la ofrece el sueño, con el que la vida tiene una similitud general largamente reconocida y frecuentemente expresada; tanto, que incluso el idealismo transcendental kantiano puede concebirse como la más clara representación de esa condición onírica de nuestra existencia consciente, tal y como he afirmado en mi crítica de su filosofía. —Y, ciertamente, es esa analogía con el sueño lo que nos permite vislumbrar, aunque sea en una nebulosa lejanía, cómo el poder oculto que, de cara a lograr sus fines respecto de nosotros, domina y guía los acontecimientos externos que nos afectan podría tener sus raíces en lo profundo de nuestro propio ser insondable. En efecto, también en el sueño las circunstancias que se convierten en motivos de nuestras acciones coinciden por puro azar, en cuanto algo externo e independiente de nosotros mismos, e incluso con frecuencia detestado: pero entre ellas hay una conexión secreta y metódica, por cuanto un poder oculto al que obedecen todas las casualidades en el sueño dirige y dispone también esas circunstancias única y exclusivamente en relación con nosotros. Pero lo más extraño de todo es que en último término no cabe que ese poder sea otro más que la propia voluntad, si bien tomada desde un punto de vista que no cae dentro de nuestra conciencia onírica; a eso se debe el que los acontecimientos del sueño resulten con frecuencia contrarios a nuestros deseos, nos causen asombro, disgusto e incluso horror y angustia, sin que el destino que ocultamente dirigimos nosotros mismos acuda en nuestro socorro; igual que cuando preguntamos ansiosos algo y recibimos una respuesta que nos sorprende; o también como cuando nosotros mismos somos interrogados —por ejemplo, en un examen— y somos incapaces de encontrar la respuesta que acto seguido otro, para nuestra vergüenza, da perfectamente; sin embargo, tanto en uno como en el otro caso la respuesta solo puede venir de nuestros propios recursos. A fin de esclarecer aún más esa misteriosa dirección de los acontecimientos durante el sueño nacida de nosotros mismos, y hacer más comprensible su procedimiento, hay todavía una ilustración, única para esos fines, pero de naturaleza inevitablemente obscena; por eso supongo que los lectores merecedores de que me dirija a ellos no se escandalizarán ni tomarán el asunto por su lado cómico. Es sabido que existen sueños de los que se sirve la naturaleza para un fin material, en concreto, para vaciar las sobrecargadas vesículas seminales. Los sueños de esa clase muestran, naturalmente, escenas lascivas: pero lo mismo hacen otros sueños que ni tienen ni logran ese fin. Ahí se presenta la diferencia: en los sueños de la primera clase tanto las bellezas como la ocasión se nos muestran enseguida propicias, con lo que la naturaleza alcanza su fin: en los sueños de la otra clase, en cambio, se nos presentan sin cesar nuevos obstáculos para alcanzar el objeto que ansiamos con la mayor vehemencia, obstáculos que nos afanamos en vano por superar, de modo que al final no alcanzamos en fin. Quien crea esos obstáculos y frustra golpe a golpe nuestro vivo deseo es únicamente nuestra propia voluntad, pero desde una región que en el sueño se encuentra mucho más allá de la conciencia representante y por eso aparece en él como inexorable destino. — ¿Acaso no podrían el destino que aparece en la realidad y la planificación que quizá cada cual observa en su propia vida tener una explicación análoga a la expuesta respecto del sueño[298]?. A veces ocurre que hemos trazado un plan y nos hemos aferrado a él, y más tarde se demuestra que no era en modo alguno adecuado para nuestro verdadero bien; entretanto lo seguimos celosamente, pero experimentamos una conspiración en su contra por parte del destino, que pone en movimiento toda su maquinaria a fin de hacerlo fracasar, con lo que finalmente nos empuja contra nuestra voluntad hacia el camino verdaderamente adecuado. Ante esta resistencia, que parece intencionada, algunos utilizan la expresión: «Me doy cuenta de que no debe ser»; otros lo llaman augurio, y otros, el dedo de Dios: pero todos comparten la opinión de que si el destino se opone con tan clara obstinación a un plan, deberíamos renunciar a él; porque, al no ajustarse a nuestro sino [Bestimmung] desconocido, no se hará realidad, y nosotros, con nuestra terquedad en perseguirlo, solo nos atraeremos más duros empellones del destino hasta que por fin volvamos al buen camino; o también porque, si consiguiéramos forzar el tema, ello solo nos causaría daño y desgracia. Aquí encuentra su plena confirmación el ducunt volentem fata, nolentem trahunt antes citado[299]. En algunos casos, después se pone realmente de manifiesto que la frustración de ese plan ha sido plenamente favorable para nuestro verdadero bien: y ese podría ser también el caso en las ocasiones en que no nos damos cuenta de ello, sobre todo cuando consideramos 232 como nuestro verdadero bien el metafísico — moral. — Pero si ahora volvemos la mirada sobre el resultado principal de toda mi filosofía: que aquello que presenta y sostiene el fenómeno del mundo es la voluntad, que también vive y se afana en cada individuo; y si al mismo tiempo recordamos la semejanza, tan universalmente reconocida, de la vida con el sueño, entonces, sintetizando todo lo dicho hasta aquí, podemos muy en general imaginar como posible que, de forma análoga a como cada uno es el secreto director teatral de sus sueños, en último término también aquel destino que gobierna nuestra vida real procede de alguna manera de aquella voluntad que es la nuestra propia pero que aquí, donde ha aparecido como destino, actuaba desde una región ubicada mucho más allá de nuestra voluntad individual representativa, si bien esta proporciona los motivos que guían nuestra voluntad individual, empíricamente cognoscible; de ahí que con frecuencia esta tenga que luchar con la mayor violencia contra aquella voluntad nuestra que se presenta como destino, contra nuestro genio conductor, contra nuestro «espíritu que mora fuera de nosotros y tiene su asiento en las estrellas superiores[300]», que desde la lejanía abarca con su mirada la conciencia individual e, implacable contra ella, en forma de coacción externa dispone y establece aquello cuyo descubrimiento no le podría confiar pero que tampoco quiere ver malogrado.
Para suavizar lo extraño y hasta exorbitante de esta osada tesis, puede servir en primer lugar un pasaje de Escoto Erígena; aquí hay que recordar que su Deus —que carece de conocimiento y del que no se pueden predicar el tiempo ni el espacio, ni tampoco las diez categorías de Aristóteles, así que solo le queda un predicado: voluntad — no es, evidentemente sino lo que en mi pensamiento es la voluntad de vivir: est etiam alia species ignorantiae in Deo, quando ea, quae praescivit et praedestinavit, ignorare dicitur, dum adhuc in rerum factarum cursibus experimento non apparuerint[301] (De divis, nat. p. 83 edit. Oxon). Y poco después: tertia species divinae ignorantiae est, per quam Deus dicitur ignorare ea, quae nondum experimento actionis et operationis in effectibus manifeste apparent; quorum tamen invisibiles rationes in se ipso, a se ipso creatas et sibi ipsi cognitas possidet[302].
Si para hacernos comprensible de alguna manera la opinión expuesta hemos recurrido a la reconocida similitud entre la vida individual y el sueño, por otra parte hay que llamar la atención sobre una diferencia entre ambos: en el sueño la relación es unilateral, en concreto, es un solo yo el que realmente quiere y siente, mientras que los otros no son más que fantasmas; en cambio, en el gran sueño de la vida se da una relación recíproca, en la medida en que no solo uno figura en el sueño del otro tal y como es preciso que suceda, sino que también este figura en el de aquel; de modo que, en virtud de una real harmonia praestabilita, cada uno solo sueña aquello que le conviene según su propio cauce metafísico, y todos los sueños de la vida están tan artísticamente entrelazados unos con otros que cada uno experimenta lo que le es provechoso y al mismo tiempo ofrece lo que otro necesita; por lo que un eventual acontecimiento mundial se ajusta al destino de muchos miles, a cada uno de forma individual. Según esto, todos los sucesos de la vida de un hombre tendrían dos tipos de conexión radicalmente distintos: en primer lugar, la conexión objetiva, causal, del curso de la naturaleza; en segundo lugar, la conexión subjetiva, que solo existe en relación con el individuo que los vive y es tan subjetiva como sus propios sueños, y en la que la sucesión y contenido de los acontecimientos están también determinados necesariamente, pero de la misma forma en que la sucesión de las escenas de un drama está determinada por el plan del autor. El hecho de que coexistan esas dos clases de conexión y que el mismo acontecimiento, en cuanto miembro de dos cadenas totalmente heterogéneas, se inserte exactamente en ambas, y como consecuencia el destino de uno se adapte al del otro y cada cual sea el héroe de su propio drama pero también el figurante del ajeno, eso es algo que excede nuestra comprensión y que solo puede pensarse como posible en virtud de la más asombrosa harmonia praestabilita. Pero, por otra parte, ¿no sería pusilánime considerar imposible que las vidas de todos los hombres tuvieran en su entrelazamiento tanto concentus[303] y armonía como los que sabe dar el compositor a las muchas voces de su sinfonía que parecen vociferar mezcladas? También se reducirá nuestro horror ante aquella colosal idea si recordamos que el sujeto del gran sueño de la vida en cierto sentido es uno solo, la voluntad de vivir, y que toda aquella multiplicidad de los fenómenos está condicionada por el tiempo y el espacio. Se trata de un gran sueño que sueña aquel ser único, pero de tal modo que todas sus personas sueñan con él. Por eso todo encaja con todo y se ajusta a todo. Si se admite esto, si se supone aquella doble cadena de todos los acontecimientos en virtud de la cual, por una parte, cada ser existe por sí mismo, actúa con necesidad conforme a su naturaleza y sigue su propio camino, pero, por otra parte, está tan determinado y es tan apto para concebir un ser extraño y actuar sobre él como las imágenes en sus sueños: si, como digo, admitimos esto, lo tendremos que extender a toda la naturaleza, luego también a los animales y a los seres carentes de conocimiento. Entonces se nos vuelve a abrir una perspectiva sobre la posibilidad de los omina, praesagia y portenta, ya que, en efecto, lo que según el curso de la naturaleza ocurre necesariamente por otro lado ha de verse como una mera imagen para mí y una escena de mi sueño de la vida, algo que ocurre y existe solo con relación a mí, o también como mero reflejo y eco de mi obrar y de mis vivencias; según ello, el carácter natural de un acontecimiento y su necesidad causalmente demostrable no suprimen la índole ominosa del mismo, como tampoco esta suprime aquellos. Por eso están totalmente errados los que creen eliminar el carácter ominoso de un acontecimiento demostrando lo inevitable de su ocurrencia, al poner de manifiesto las causas naturales que lo produjeron necesariamente y, si se trata de un fenómeno natural, darle con gesto erudito una explicación física. Pues ningún hombre razonable duda de esto y nadie pretende hacer pasar el presagio por un milagro, sino que el augurio nace precisamente porque la cadena de causas y efectos que se remonta hasta el infinito, con la estricta necesidad y la inmemorial predestinación que le son propias, ha fijado de manera irrevocable la aparición de ese acontecimiento en ese crucial instante; de ahí que a aquellos impertinentes, sobre todo cuando se convierten en físicos, haya que gritarles el there are more things in heaven and earth, than are dreamt of in your philosophy[304] (Hamlet, acto I, esc. 5). Pero, por otra parte, con la creencia en los presagios vemos también abrirse de nuevo las puertas a la astrologia; porque el más nimio acontecimiento que se considere ominoso, como el vuelo de un ave, el encuentro con un hombre y cosas semejantes, está condicionado por una cadena de causas tan infinitamente larga y tan estrictamente necesaria como la posición calculable de las estrellas en un determinado momento. Mas la constelación está tan alta que la mitad de los habitantes de la Tierra la ven al mismo tiempo, mientras que el presagio solo aparece en el dominio del individuo afectado. Si además queremos ilustrar la posibilidad del presagio con una imagen, podemos comparar a quien, a la hora de dar un paso en su vida cuyas consecuencias oculta aún el futuro, avista un buen o mal augurio que le previene o confirma, con una cuerda que al ser tocada no se oye a sí misma pero sí percibe las demás cuerdas que suenan al mismo tiempo a consecuencia de su vibración. —
La distinción kantiana entre la cosa en sí y su fenómeno, junto con mi reducción de la primera a la voluntad y del segundo a la representación, nos ofrece la posibilidad de ver concilladas, aunque de forma imperfecta y de lejos, tres antítesis.
Son las siguientes:
1) La que se da entre la libertad de la voluntad en sí misma y la necesidad sin excepción de todas las acciones del individuo.
2) La existente entre el mecanismo y la técnica de la naturaleza, o entre el nexus effectivus y el nexus finalis, o entre la explicación puramente causal de los productos naturales y su explicación ideológica (véase sobre esto la Crítica del juicio de Kant, § 78, y mi obra principal, vol. II, cap. 26, pp. 334-339 [3.a ed., pp. 379-385]).
3) La que hay entre la manifiesta contingencia de todos los acontecimientos en la vida individual y su necesidad moral de cara a conformarla de acuerdo con una finalidad transcendente para el individuo: — o, en lenguaje más popular, entre el curso de la naturaleza y la providencia.
La claridad en nuestra comprensión del carácter conciliable de aquellas tres contradicciones, si bien no es total en ninguna de ellas, resulta más satisfactoria en la primera que en la segunda, y en el menor grado, en la tercera. Sin embargo, aunque imperfecta, la comprensión de la compatibilidad de cada una de las tres antítesis arroja luz sobre las otras dos, al servirles de imagen y metáfora. —
I Finalmente, dónde haya puesto sus miras todo ese gobierno misterioso de la vida individual que aquí se ha examinado es algo que puede señalarse únicamente de forma muy general. Si nos quedamos en los casos individuales, entonces con frecuencia parece que solo tiene en cuenta nuestro bienestar temporal y momentáneo. Pero este, debido a su insignificancia, imperfección, futilidad y caducidad, no puede ser en serio su fin último: así que hemos de buscarlo en nuestra existencia eterna, que transciende la vida individual. Y entonces se puede decir, muy en general, que a través de aquel gobierno nuestro curso vital es regulado de tal modo, que de la totalidad del conocimiento que gracias a él se abre en nosotros surge el efecto metafísicamente más adecuado sobre la voluntad, que es el núcleo y el ser en sí del hombre. Pues aunque la voluntad de vivir, en cuanto fenómeno de su aspiración, recibe su respuesta en el curso del mundo, en general cada hombre es aquella voluntad de vivir de una forma totalmente individual y única, algo así como un acto individualizado de la misma; por eso su respuesta satisfactoria solo puede consistir en una determinada configuración del curso del mundo y estar dada en las vivencias peculiares del individuo. Mas, dado que a partir de los resultados de mi filosofía de la seriedad (en oposición a la mera filosofía de profesores o filosofía de broma) hemos conocido que el fin último de la existencia temporal es apartarse de la voluntad de vivir, hemos de reconocer que hacia ahí es conducido progresivamente cada cual de la forma individualmente más adecuada a él y a menudo también con amplios rodeos. Dado que además la felicidad y el placer se oponen en realidad a ese fin, vemos que, conforme a ello, la desdicha y el sufrimiento están inevitablemente entretejidos en aquella vida, si bien en muy desigual medida, que solo raras veces queda colmada, como en los desenlaces trágicos; en estos parece como si la voluntad en cierta medida fuera impulsada con violencia a apartarse de la vida y, por así decirlo, hubiera de alcanzar el renacimiento mediante cesárea.
Así, aquel gobierno invisible que solo se manifiesta en una dudosa vislumbre nos guía hasta la muerte, ese verdadero resultado y, en cuanto tal, fin de la vida. En la hora de la muerte, todos los poderes misteriosos (aunque en realidad radicados en nosotros mismos) que determinan el destino eterno del hombre se amontonan y entran en acción. De su conflicto nace el camino que él ha de recorrer entonces, se prepara su palingenesia junto con todo el placer y dolor que están contenidos en ella y, a partir de entonces, irrevocablemente determinados. — A eso de debe el carácter elevadamente serio, grave, solemne y terrible de la hora de la muerte. Es una crisis en el sentido más fuerte del término, — un juicio final.
«Y déjate aconsejar, no ames demasiado
El Sol ni las estrellas.
¡Baja, sígueme hasta el oscuro reino!»
Goethe
[Ifigenia III, 1, hacia el final.]
Los espectros, que en el presuntuoso siglo pasado, y pese a todos los anteriores, fueron no solo anatemizados sino proscritos en todas partes, durante los últimos veinticinco años han sido rehabilitados en Alemania, como ya antes lo fuera la magia. Quizás no sin razón. Pues las pruebas en contra de su existencia fueron en parte metafísicas, y en cuanto tales sostenidas en razones inseguras, y en parte empíricas, que solo demuestran que, en los casos en los que no se había descubierto un engaño casual o intencionadamente organizado, tampoco había existido nada que hubiera podido actuar en la retina a través de la reflexión de los rayos luminosos, o en el tímpano por medio de la vibración del aire. Mas eso solo habla en contra de la presencia de cuerpos, presencia que tampoco nadie había afirmado; y, de hecho, de haberse manifestado estos de la mencionada forma física se suprimiría la verdad de un fenómeno espectral. Pues en la idea de mi espíritu se incluye ya que su presencia se manifieste de forma totalmente distinta de la de un cuerpo. Un vidente que se comprendiera a sí mismo y fuera capaz de expresarse afirmaría simplemente la presencia en su intelecto intuitivo de una imagen totalmente indiscernible de la que provocan en él los cuerpos con la mediación de la luz y sus ojos, pero sin la presencia real de tales cuerpos; y lo mismo por lo que respecta a lo auditivamente presente, ruidos, tonos y voces, del todo análogos a los producidos en su oído por los cuerpos en vibración y el aire, pero sin la presencia o movimiento de tales cuerpos. Justamente ahí se encuentra la fuente del malentendido que recorre todo lo dicho a favor y en contra de la realidad de los fenómenos espectrales. En efecto, el fenómeno espectral se presenta exactamente igual que un fenómeno corpóreo: pero no lo es, ni tampoco debe serlo. Esa distinción es complicada y requiere conocimiento del tema, y hasta un saber filosófico y fisiológico. Pues es importante comprender que una acción igual a la de un cuerpo no supone necesariamente la presencia de un cuerpo.
Por esa razón, ante todo hemos de recordar y tener presente en todo lo que sigue aquello que con frecuencia he expuesto detenidamente (en especial en la 2.a edición de mi tratado Sobre el principio de razón § 21, y también en Sobre la visión y los colores § 1, Theoria colorum, II; y en El mundo como voluntad y representación vol. I, pp. 12-14 [3.a ed., pp. 13-15] y vol. II, cap. 2), a saber: que nuestra intuición del mundo externo no es meramente sensual sino principalmente intelectual, es decir (expresado objetivamente), cerebral. — Los sentidos no ofrecen nunca más que una mera sensación en su órgano, es decir, una materia en sí sumamente pobre, con la que el entendimiento construye este mundo corpóreo mediante la aplicación de la ley de la causalidad conocida por él a priori, y de las formas de espacio y tiempo también ubicadas en él a priori. Pero en el estado normal y de vigilia la estimulación a ese acto de intuición procede de la afección sensorial, al ser este el efecto para el que el entendimiento pone la causa. ¿Mas por qué no habría de ser posible que alguna vez una excitación procedente de otro lado, es decir, de dentro, del organismo mismo, pudiera llegar al cerebro y ser elaborada por este a través de su función peculiar y conforme a su mecanismo, igual que hace con aquella? Pero después de esa elaboración no se podría ya reconocer la diversidad de la materia original, al igual que en el quilo no se puede distinguir el alimento con el que ha sido elaborado. En un eventual caso real de esa clase se plantearía entonces la pregunta de si tampoco la causa remota del fenómeno así producido podría buscarse en otro lugar más que en el interior del organismo; o bien si, en caso de excluir toda afección sensorial, podría aun así haber una causa externa que en tal caso no habría actuado física o corporalmente; y, de ser así, qué relación podría tener el fenómeno dado con la naturaleza de esa remota causa externa, es decir, si contiene indicios sobre esta o incluso si estaría expresada en él su esencia. En consecuencia, también aquí, igual que en el mundo corpóreo, seríamos conducidos a la pregunta por la relación del fenómeno con la cosa en sí. Pero ese es el punto de vista transcendental, desde el cual podría quizás resultar que al fenómeno espectral no le correspondería ni más ni menos idealidad que al fenómeno corpóreo, el cual está inevitablemente sujeto al idealismo y por eso solo mediante un amplio rodeo puede ser reducido a la cosa en sí, es decir, a lo verdaderamente real. Y dado que hemos conocido la voluntad en cuanto esa cosa en sí, tenemos motivos para suponer que en ella se fundan también los fenómenos espectrales igual que los corpóreos. Todas las explicaciones de los fenómenos espectrales habidas hasta ahora han sido espiritualistas: justamente en cuanto tales sufren la crítica de Kant en la primera parte de sus Sueños de un visionario[305]. Yo intento aquí una explicación idealista. —
Tras esta introducción sinóptica que anticipa las investigaciones que ahora siguen, tomo el camino más lento y adecuado a ellas. Solo hago notar que doy por conocido al lector el estado de cosas al que se refieren. Pues, por una parte, mi especialidad no es la narrativa, luego tampoco la exposición de hechos, sino la teoría de los mismos; y, por otra parte, tendría que escribir un voluminoso libro si pretendiera repetir todas las historias de patologías magnéticas, visiones oníricas, fenómenos espectrales, etc., que constituyen la materia de nuestro tema y han sido ya relatadas en muchos libros; por último, tampoco tengo vocación ninguna de combatir el escepticismo de la ignorancia, cuyos presuntuosos ademanes van quedando desacreditados por días y pronto no estarán en circulación más que en Inglaterra. A quien hoy en día ponga en duda los hechos del magnetismo animal y su clarividencia no hay que llamarlo incrédulo sino ignorante. Pero tengo que hacer más, tengo que suponer el conocimiento de, al menos, algunos de los numerosos libros que existen sobre fenómenos espectrales, u otra información al respecto. Incluso las citas referentes a tales libros las ofrezco únicamente cuando atañen a datos específicos o puntos discutidos. Por lo demás, supongo en mi lector, de quien pienso que ya me conoce por otras vías, la confianza en que, cuando asumo algo como fácticamente seguro, es porque lo conozco de buenas fuentes o por experiencia propia.
Así pues, se plantea en primer lugar si en nuestro intelecto intuitivo o cerebro pueden realmente surgir imágenes intuitivas perfecta e indiscerniblemente iguales a las que provoca en él la presencia de los cuerpos actuando sobre nuestros sentidos, pero sin ese influjo. Afortunadamente, un fenómeno muy familiar nos quita las dudas al respecto: el sueño.
Pretender tomar los sueños por meros juegos de ideas o por imágenes de la fantasía denota falta de sentido o de honradez: pues está claro que son específicamente distintos de aquellos. Las imágenes de la fantasía son débiles, mortecinas, incompletas, parciales y tan efímeras que apenas somos capaces de retener unos segundos la imagen de un ausente, y ni siquiera el más vivaz juego de la fantasía resiste la comparación con aquella palmaria realidad que nos exhibe el sueño. Nuestra capacidad representativa en el sueño supera inmensamente la de nuestra imaginación; todos los objetos intuitivos tienen en el sueño la misma verdad y perfección que la realidad misma, de la que la fantasía queda a enorme distancia, y como ella abarcan consecuentemente todos los aspectos hasta la más contingente cualidad. Por eso tal capacidad nos proporcionaría las más admirables escenas simplemente con que pudiéramos elegir el objeto de nuestros sueños. Es totalmente falso pretender explicar esto diciendo que las imágenes de la fantasía son perturbadas y debilitadas por la impresión simultánea del mundo externo: pues ni siquiera en el más profundo silencio de la más oscura noche puede la fantasía producir nada que se aproxime a aquel 245 objetivo carácter intuitivo y a aquella vivacidad del sueño. Además, las imágenes de la fantasía están provocadas siempre por la asociación de ideas o por motivos, y acompañadas de la conciencia de su arbitrariedad. El sueño, en cambio, se encuentra ahí como algo totalmente ajeno y que, al igual que el mundo externo, se impone sin nuestra intervención y hasta contra nuestra voluntad. Lo totalmente inesperado de sus acontecimientos, incluso los más insignificantes, imprime en ellos el cuño de la objetividad y la realidad. Todos sus objetos aparecen definidos y claros como la realidad, y no están determinados solo en relación con nosotros, es decir, superficial y unilateralmente, ni tampoco simplemente en lo principal ni en sus rasgos generales, sino que están desarrollados de forma exacta, llegando hasta los detalles mínimos y más fortuitos y hasta las circunstancias que con frecuencia nos obstaculizan y se nos ponen en el camino: ahí cada cuerpo tiene su sombra, cada uno cae exactamente con la gravedad que corresponde a su peso específico, y todo obstáculo ha de ser eliminado, exactamente igual que en la realidad. El carácter absolutamente objetivo del sueño se muestra además en que sus acontecimientos resultan la mayoría de las veces contrarios a nuestras expectativas y con frecuencia a nuestros deseos, llegando a veces incluso a provocar nuestro asombro; también en que las personas que en ellos actúan se comportan con una indignante desconsideración hacia nosotros; y, en general, en la objetiva corrección dramática de los caracteres y las acciones, que ha dado lugar a la juiciosa observación de que cada cual, mientras sueña, es un Shakespeare. Pues la misma onmisapiencia que en nosotros hace que todo ser natural en el sueño actúe exactamente de acuerdo con sus propiedades esenciales hace también que todo hombre actúe y hable en la más perfecta concordancia con su carácter. Como consecuencia de todo ello, el engaño que genera el sueño es tan poderoso, que con frecuencia la realidad misma que se halla ante nosotros al despertar tiene que luchar con él, y necesita tiempo hasta poder intervenir a fin de convencernos del engaño de un sueño que ya no existe sino que solo ha existido. También con respecto al recuerdo, cuando se trata de acontecimientos nimios, dudamos a veces de si lo hemos soñado o ha ocurrido realmente: en cambio, cuando uno duda de si ha ocurrido o simplemente se lo ha imaginado, está lanzando sobre sí mismo la sospecha de la locura. Todo esto demuestra que el sueño es una función de nuestro cerebro totalmente peculiar y absolutamente distinta de la simple imaginación y sus cavilaciones. — También Aristóteles dice: το ένΰπννόν έστνν αίσθημα, τρόπον τννά[306] (somnium quodammodo sensum est): de somno et vigilia, c. 2. Asimismo formula la sutil y acertada observación de que durante el sueño mismo podemos representarnos cosas ausentes mediante la fantasía. Mas de aquí se puede inferir que durante el sueño la fantasía está aún disponible, es decir, que no es ella misma el medio u órgano del sueño.
Por otro lado, el sueño tiene una innegable semejanza con la locura. En efecto, lo que distingue la conciencia que sueña de la que está despierta es la falta de memoria o, más bien, de un recuerdo conexo y reflexivo. Soñamos con situaciones y relaciones asombrosas y hasta imposibles, sin que se nos ocurra investigar las relaciones que tienen con lo que está ausente y las causas de su aparición; realizamos acciones disparatadas porque no tenemos presente lo que se les opone. Personas muertas hace largo tiempo siguen figurando como vivas en nuestros sueños; porque en el sueño no nos acordamos de que están muertas. Con frecuencia nos volvemos a ver en las situaciones que existieron en nuestra primera juventud y rodeados de las personas de entonces, todo ello de adultos; porque hemos olvidado todos los cambios y transformaciones producidos desde entonces. Así pues, parece realmente que en el sueño, en medio de la actividad de todas las fuerzas intelectuales, la memoria es la única que no está disponible. En eso se basa su semejanza con la locura que, como he mostrado (El mundo como voluntad y representación vol. I, § 36 y vol. II, cap. 32), en esencia se puede reducir a un cierto desorden de la capacidad de rememoración. Desde este punto de vista, se puede caracterizar el sueño como una breve locura, y la locura, como un largo sueño. Así pues, en el sueño la intuición de la realidad presente es en conjunto plenamente perfecta y hasta minuciosa: en cambio, nuestro campo visual es en él muy limitado, por cuanto lo ausente y pasado, y hasta lo fingido, aparecen muy poco en la conciencia.
Así como ningún cambio en el mundo real se puede producir más que como consecuencia de otro precedente, su causa, también la aparición de todos los pensamientos y representaciones en nuestra conciencia está sometida en general al principio de razón; de ahí que tenga que estar siempre suscitada o por una impresión externa sobre los sentidos o bien, conforme a la ley de la asociación (véase al respecto el capítulo 14 del segundo volumen de mi obra principal), por un pensamiento anterior; en otro caso, no podrían aparecer. A ese principio de razón, en cuanto principio de la dependencia y condicionamiento sin excepciones de todos los objetos existentes para nosotros, han de estar sometidos también de alguna manera los sueños por lo que se refiere a su aparición: pero es difícil decir de qué forma se someten a él. Pues lo característico del sueño es que está esencialmente condicionado por el dormir, es decir, por la supresión de la actividad normal del cerebro y los sentidos: solo cuando esa actividad descansa puede irrumpir el sueño; al igual que las imágenes de la linterna mágica sólo pueden aparecer tras haber suprimido la luz de la habitación. En consecuencia, ni la irrupción ni tampoco la materia del sueño están primariamente provocadas por impresiones externas sobre los sentidos: los casos aislados en los que durante un sueño ligero unos sonidos externos, o también olores, han penetrado en el sensorio y han conseguido influir en el sueño constituyen excepciones especiales de las que prescindo aquí. Pero es sumamente notable que los sueños no estén provocados tampoco por la asociación de ideas. Pues, o bien surgen en medio de un dormir profundo, ese verdadero descanso del cerebro que tenemos todos los motivos para suponer completo y, por lo tanto, inconsciente, con lo cual desaparece aquí incluso la posibilidad de la asociación de ideas; o bien nacen durante el tránsito de la conciencia despierta al sueño, es decir, al quedarse dormido: ni siquiera en ese momento están del todo ausentes, dándonos así la ocasión de convencernos plenamente de que no están ligados por ninguna asociación de ideas con las representaciones de la vigilia, sino que dejan intacto el hilo de estas para tomar su materia y su motivo de otra parte, no sabemos de dónde. En efecto, como fácilmente se puede observar, esas primeras imágenes oníricas del que se adormece carecen siempre de cualquier conexión con los pensamientos con los que se ha dormido, y de hecho son tan manifiestamente heterogéneas de estos que parece como si entre todas las cosas del mundo hubieran elegido a propósito aquellas en las que menos hemos pensado; de ahí que a quien reflexiona al respecto se le imponga la pregunta de cómo ha podido determinarse la elección y naturaleza de tales imágenes. Además (tal y como observa sutil y certeramente Burdach en el tercer volumen de su Fisiología), se distinguen porque no representan ningún acontecimiento coherente y porque la mayoría de las veces nosotros no aparecemos actuando en ellas, como en los demás sueños, sino que son un espectáculo puramente objetivo compuesto por imágenes aisladas que ascienden repentinamente al quedarse dormido, o bien por acontecimientos muy simples. Dado que con frecuencia nos despertamos enseguida, podemos convencernos plenamente de que nunca tienen la menor semejanza, la más remota analogía o cualquier otra relación con los pensamientos existentes un momento antes, sino que más bien nos sorprenden por lo totalmente inesperado de su contenido, que es tan ajeno a nuestro anterior curso de pensamiento como cualquier objeto de la realidad que en estado de vigilia aparezca repentinamente a nuestra percepción de la manera más casual; y con frecuencia es tan rebuscado, tan asombrosa y ciegamente elegido, como si lo hubiera decidido el destino o los dados. — Así pues, el hilo conductor que nos ofrece el principio de razón parece haber sido cortado aquí en sus dos extremos, el interior y el exterior. Pero eso no es posible ni concebible. Necesariamente ha de existir alguna causa que origine aquellas figuras oníricas y las determine sin excepción, de modo que a partir de ella se tuviera que poder explicar exactamente, por ejemplo, por qué a mí, que hasta el momento de dormirme me ocupaban pensamientos totalmente distintos, ahora se me presenta de repente un árbol florido ligeramente movido por el viento, y no otra cosa; otra vez, una sirvienta con un cesto en la cabeza; otra, una fila de soldados, etcétera.
Así pues, dado que cuando se originan los sueños, sea al dormirse o cuando se está ya dormido, en el cerebro, ese asiento y órgano único de todas las representaciones, se interrumpe tanto la excitación externa mediada por los sentidos como la interna, mediada por los pensamientos, no nos queda más que suponer que recibe alguna otra excitación puramente fisiológica, procedente del interior del organismo. Al influjo de la misma se le abren dos caminos hasta el cerebro: el de los nervios y el de los vasos. Durante el sueño, es decir, durante la suspensión de todas las funciones animales, la fuerza vital se dedica de lleno a la vida orgánica y, reduciendo la respiración, el pulso, el calor y casi todas las secreciones, se ocupa principalmente de la lenta reproducción, de reponer lo desgastado, curar lo dañado y eliminar todos los desórdenes introducidos; por eso el sueño es el tiempo durante el cual la vis naturae medicatrix[307] provoca en todas las enfermedades las crisis curativas en las que gana la victoria definitiva sobre el mal existente, por lo cual después el enfermo despierta aliviado y alegre, con la seguridad del próximo restablecimiento. Pero también en la persona sana actúa esa misma fuerza, aunque en grado incomparablemente menor, en todos los puntos donde se hace necesario; de ahí que también ella tenga al despertar el sentimiento de estar repuesta y renovada: en especial es el cerebro el que recibe en el sueño su nutrición, inviable en la vigilia; la consecuencia de ello es el restablecimiento de la claridad de la conciencia. Todas esas operaciones se hallan bajo la dirección y control del sistema nervioso plástico, es decir, del conjunto de los grandes ganglios o ganglios nerviosos que, conectados entre sí a lo largo de todo el tronco mediante cordones nerviosos, forman los grandes nervios simpáticos o el foco nervioso interno. Este se halla totalmente separado y aislado del foco nervioso externo, el cerebro, al que compete exclusivamente dirigir las relaciones externas, y que por esa razón posee un aparato nervioso dirigido hacia el exterior, así como representaciones provocadas por este; de modo que en situación normal las operaciones de aquel no llegan hasta la conciencia, no son sentidas. Sin embargo, tiene una conexión indirecta y débil con el sistema cerebral, por medio de finos y alejados nervios anastomoticos: por medio de ellos, en situaciones anormales o cuando hay lesiones de las partes internas, aquel aislamiento queda roto en un cierto grado, con lo que aquellas penetran con más o menos claridad en la conciencia en forma de dolor. En cambio, en el estado normal y sano por esa vía solo llega hasta el sensorio un débil eco perdido de los procesos y movimientos que se producen en los complicados y activos talleres de la vida orgánica, de los sencillos o complejos desarrollos de la misma: ese eco no se percibe en absoluto en el estado de vigilia, cuando el cerebro está plenamente ocupado con sus propias operaciones, es decir en la recepción de las impresiones externas, en la intuición con ocasión de las mismas y en el pensamiento; antes bien, a lo sumo tiene una influencia oculta e inconsciente, de la que nacen aquellos cambios de humor de los que no se puede dar cuenta con razones objetivas. Sin embargo, al quedarse dormido, cuando las impresiones externas dejan de actuar y poco a poco se va extinguiendo también la actividad de los pensamientos en el interior del sensorio, se hacen perceptibles aquellas débiles impresiones que ascienden por vías indirectas desde el foco nervioso interno de la vida orgánica, al igual que ocurre con la más mínima modificación de la circulación sanguínea, puesto que se transmite a los vasos cerebrales; — es lo mismo que ocurre con la vela, que empieza a resplandecer cuando anochece, o como cuando de noche oímos manar la fuente que el ruido del día hacía imperceptible. Las impresiones que son demasiado débiles como para poder actuar sobre el cerebro despierto, es decir, activo, cuando la actividad propia de este se encuentra totalmente suspendida son capaces de provocar una ligera excitación de sus partes aisladas y de sus facultades representativas; — de la misma manera que un arpa no resuena con un tono distinto mientras se la está tocando, pero sí cuando está en silencio. Aquí, pues, han de hallarse las causas del origen y, a través de ellas, también la general determinación próxima de aquellas figuras oníricas que ascienden en el momento de dormirse; y no en menor medida la de los sueños que, elevándose del absoluto reposo mental del dormir profundo, poseen una conexión dramática; solo que para estos se requiere una excitación interior considerablemente más intensa, dado que aparecen cuando el cerebro se encuentra ya en un profundo descanso y totalmente entregado a su nutrición; de ahí que sean solo esos sueños los que, en casos aislados y muy infrecuentes, tengan significado profético o fatídico, y por eso dice Horacio con todo acierto:
post mediam noctem, cum somnia vera[308].
Pues, a este respecto, los últimos sueños de la mañana se asemejan a los del momento de dormirse, por cuanto el cerebro descansado y saciado es otra vez fácil de excitar.
Así pues, son aquellos débiles ecos procedentes de los talleres de la vida orgánica los que penetran en la actividad sensorial del cerebro que se va sumiendo en la apatía o se ha entregado ya a ella, y la excitan débilmente por una vía inusual y desde un lado diferente que en la vigilia: sin embargo, y puesto que todas las demás excitaciones tienen cerrado el camino, de ellos ha de tomar el motivo y la materia para sus figuras oníricas, por muy heterogéneas que estas puedan ser de tales impresiones. Pues, así como el ojo, a través de una sacudida mecánica o de una convulsión nerviosa interna, puede recibir sensaciones de claridad y luz totalmente análogas a las causadas por la luz externa; así como a veces el oído oye tonos de todas clases como consecuencia de procesos anómalos en su interior; así como el nervio olfativo percibe colores específicamente definidos sin ninguna causa externa; así como también los nervios gustativos son afectados de manera análoga; del mismo modo, pues, que todos los nervios sensoriales pueden ser estimulados a sus sensaciones peculiares tanto desde dentro como desde fuera, también el cerebro puede ser determinado por estímulos procedentes del interior del organismo a ejecutar su función de intuir figuras espaciales; y entonces los fenómenos así originados no podrán distinguirse de los provocados por afecciones en los órganos sensoriales, que fueron suscitados por causas externas. En efecto, así como el estómago elabora quimo con todo lo que puede digerir y con este los intestinos fabrican quilo, sin que pueda apreciarse su materia original, igualmente el cerebro reacciona a todas las excitaciones que recibe ejecutando la función peculiar a él. Esa consiste ante todo en delinear imágenes en el espacio, que es su forma de intuición, en las tres dimensiones; luego, en moverlas en el tiempo y al hilo de la causalidad, que son también las funciones de su actividad peculiar. Pues él siempre hablará únicamente su propio lenguaje: en él interpreta también aquellas débiles impresiones que le llegan desde el interior durante el sueño, exactamente igual que las intensas y definidas que recibe de fuera por las vías normales durante la vigilia: también aquellas le dan, pues, materia de imágenes que se asemejan plenamente a las que surgen de la excitación de los sentidos externos; si bien apenas puede haber semejanza entre las respectivas clases de impresiones que las originan. Pero su proceder en esto se puede comparar al de un sordo que a partir de algunas vocales llegadas a su oído compone una frase completa, pero falsa; o al de un loco a quien una palabra utilizada casualmente conduce a delirantes fantasías acordes con su idea fija. En todo caso, son aquellos débiles ecos de ciertos procesos en el interior del organismo los que, perdiéndose en dirección al cerebro, le ofrecen el motivo de sus sueños: por lo tanto, estos son específicamente determinados por la clase de aquellas impresiones, al haber recibido de ellas al menos su título genérico; e incluso, por muy diferentes que sean de ellas, resultan de alguna manera análogas o tienen al menos una correspondencia simbólica con ellas, y más estrecha con las que son capaces de excitar el cerebro durante el sueño profundo; porque estas, como se dijo, han de ser considerablemente más intensas. Dado que además esos procesos internos de la vida orgánica actúan sobre el sensorio, destinado a la captación del mundo externo, al modo de algo ajeno y exterior a él, las intuiciones que en él nacen con tal motivo serán figuras totalmente inesperadas a la vez que heterogéneas y ajenas al eventual curso de pensamiento que pudiera tener un poco antes; eso hemos tenido ocasión de comprobarlo al dormirnos y volver a despertar enseguida.
Toda esta explicación nos da a conocer únicamente la causa próxima de la irrupción del sueño o su origen, que ciertamente ha de tener influencia también sobre su contenido, pero ha de ser tan heterogénea respecto a él que su tipo de afinidad nos resulta un misterio. Aún más enigmático es el proceso fisiológico en el cerebro mismo, en el que consiste propiamente el soñar. El dormir, en efecto, es el descanso del cerebro, pero el sueño supone una cierta actividad del mismo: según ello, para que no se origine ninguna contradicción, hemos de considerar aquel descanso como meramente relativo y esta actividad como de alguna manera limitada y solamente parcial. Pero tampoco sabemos en qué sentido lo es, si debido a las partes del cerebro o al grado de su excitación o a la especie de su movimiento interior, ni tampoco en qué se distingue del estado de vigilia. — No hay ninguna capacidad intelectual que nunca se muestre activa en el sueño: sin embargo, el desarrollo del mismo, como también nuestro propio comportamiento en él, ponen con frecuencia de manifiesto una extraordinaria falta de juicio, al igual que, como antes se explicó, de memoria.
Con respecto a nuestro objeto principal, se mantiene el hecho de que nosotros poseemos una facultad de representación intuitiva de objetos espaciales, así como de percepción y comprensión de tonos y voces de todas clases, en ambos casos sin la excitación externa de las afecciones sensoriales; estas, en cambio, proporcionan la ocasión, la materia o el fundamento empírico de la intuición en la vigilia, sin que por ello sean en modo alguno idénticas a aquella; porque tal intuición es plenamente intelectual y no simplemente sensual; esto lo he explicado con frecuencia y ya antes he citado los principales pasajes al respecto. Pero hemos de atenernos firmemente a aquel hecho indudable: pues él es el fenómeno originario al que remiten todas nuestras explicaciones ulteriores, ya que éstas no harán más que exponer la actividad, aún más amplia, de la mencionada facultad. La expresión más significativa para designarla sería la que los escoceses, guiados por el atinado tacto que la experiencia más propia ofrece, eligieron con gran ingenio para un tipo especial de su manifestación o aplicación: la expresión reza: second sight, la segunda visión. Pues la capacidad de soñar aquí explicada es de hecho una segunda facultad de la intuición, que no está, como la primera, mediada por los sentidos externos, pero cuyos objetos son en su tipo y forma los mismos que los de esta, de donde se puede inferir que es, igual que esta, una función del cerebro. Aquella denominación escocesa sería, por tanto, la más adecuada para designar toda la especie de los fenómenos aquí pertinentes y reducirlos a una facultad fundamental: puesto que sus inventores la han empleado para designar una especial, infrecuente y muy singular manifestación de aquella facultad, yo no puedo, por mucho que quisiera, utilizarla para designar toda la especie de aquellas intuiciones o, más exactamente, la capacidad subjetiva que se revela en todas ellas. De ahí que para mí no quede una denominación más adecuada que la del órgano del sueño [Traumorgan], que se refiere a toda la forma de intuición de la que hablamos, a través de aquella manifestación de la misma que es conocida y familiar a cada cual. Así pues, me serviré de ella para designar la mencionada facultad de intuir con independencia de las impresiones sobre los sentidos.
Nosotros estamos acostumbrados a considerar totalmente ilusorios los objetos que esa facultad nos presenta en el sueño habitual, puesto que desaparecen al despertar. Sin embargo, no siempre ocurre así, y en relación con nuestro tema es muy importante llegar a conocer por propia experiencia las excepciones a eso, lo cual quizá podríamos hacer todos si dedicáramos al asunto la pertinente atención. Hay, en efecto, un estado en el que dormimos y soñamos, pero solo soñamos la realidad misma que nos rodea. Por consiguiente, vemos entonces nuestro dormitorio con todo lo que hay en él, acaso descubrimos también personas que irrumpen en él, nos sabemos a nosotros mismos en la cama, todo de forma acertada y exacta. Y sin embargo, estamos durmiendo con los ojos bien cerrados: soñamos; pero lo que soñamos es verdadero y real. Es como si nuestro cráneo se hubiera vuelto transparente, de manera que entonces el mundo externo llegara directa e inmediatamente al cerebro en lugar de mediante un rodeo y por las estrechas puertas de los sentidos. Este estado es mucho más difícil de distinguir de la vigilia que el sueño habitual, ya que al despertar de él no se produce ningún cambio del entorno, es decir, ninguna alteración objetiva. Pero (véase El mundo como voluntad y representación vol. I, §5, p. 19 [3.a ed., pp. 19 ss.]) el despertar es el único criterio de distinción entre la vigilia y el sueño, criterio que falta aquí por lo que respecta a su mitad objetiva y principal. En efecto, al despertar de un sueño del tipo en cuestión se produce únicamente un cambio subjetivo en nosotros, consistente en que de repente experimentamos una transformación del órgano de nuestra percepción: I pero dicha transformación es solo levemente perceptible y, al no estar acompañada de ningún cambio objetivo, puede pasar fácilmente desapercibida. Por consiguiente, la mayoría de esos sueños que representan la realidad solo se conocen cuando en ellos se han mezclado figuras que no pertenecen a ella, por lo que desaparecen al despertar, o cuando tal sueño ha alcanzado una potenciación aún mayor, de la que enseguida hablaré. Este tipo de sueño es lo que se
ha llamado vigilia durmiente [Schlafwachen][309]; no acaso porque sea un estado intermedio entre el dormir y la vigilia sino porque puede ser caracterizado como un despertarse mientras se está durmiendo. Por eso prefiero llamarlo un sueño perceptivo [Wahrträumen][310]. La mayoría de las veces solo se observará por la mañana temprano, o también por la noche, un tiempo después de conciliar el sueño: mas eso se debe simplemente a que solo entonces, cuando el sueño no es profundo, irrumpe el despertar con la suficiente facilidad como para dejar un recuerdo en lo soñado. Ciertamente, esa clase de sueño aparece con mucha más frecuencia cuando se está soñando profundamente, de acuerdo con la regla de que el sonámbulo es tanto más clarividente cuanto más profundamente duerme: pero entonces no queda ningún recuerdo. En cambio, que a veces queda este recuerdo cuando el sueño aparece en un dormir más ligero se puede mostrar en el hecho de que incluso el sueño magnético, cuando es muy ligero, puede dejar excepcionalmente un recuerdo en la conciencia despierta; un ejemplo al respecto se puede encontrar en el Archivo sobre el magnetismo animal de Kieser, vol. 3, n.º 2, p. 139. Conforme a ello, el recuerdo de tales sueños que poseen una inmediata verdad objetiva solo queda cuando han aparecido mientras dormimos ligeramente, por ejemplo, por la mañana, cuando podemos despertar inmediatamente de ellos.
Además, esa clase de sueños, cuya peculiaridad consiste en que se sueña la inmediata realidad presente, aumenta a veces su carácter enigmático debido a que el campo visual del que sueña se amplia aún algo más, de modo que alcanza hasta el exterior del dormitorio: las cortinas y las contraventanas dejan de ser obstáculos de la visión y entonces se percibe con toda claridad lo que está tras ellas, el patio, el jardín o la calle, con las casas enfrente. Nuestro asombro al respecto disminuirá si tenemos en cuenta que aquí no tiene lugar una visión física sino un simple soñar: sin embargo, es un soñar con aquello que existe realmente, por lo tanto, un sueño perceptivo, es decir, un percibir a través del órgano del sueño que, en cuanto tal, no está naturalmente sujeto a la condición del paso ininterrumpido de los rayos luminosos. La misma cubierta del cráneo era, como se dijo, la primera pared que no impide esa especial clase de percepción: si esta progresa, las cortinas, puertas y muros dejan de suponer una barrera. Pero cómo sucede eso es un profundo secreto: solo sabemos que aquí se sueña con verdad, así que se produce una percepción a través del órgano del sueño. Hasta ahí llega ese hecho elemental para nuestro examen. Lo que podemos hacer para explicarlo, en la medida en que ello sea posible, es ante todo reunir y ordenar en la gradación oportuna todos los fenómenos vinculados a él, con la intención de conocer su conexión recíproca y en la esperanza de llegar quizás con ello a comprenderlo alguna vez más de cerca.
Entretanto, también a aquel que carezca de toda experiencia propia al respecto, la percepción a través del órgano del sueño descrita le resultará irrefutablemente acreditada por el sonambulismo espontáneo o el noctambulismo. Es totalmente cierto que los afectados por él están profundamente dormidos y no pueden de ninguna manera ver con los ojos: sin embargo, perciben todo su entorno inmediato, evitan todos los obstáculos, andan largos caminos, escalan los más peligrosos precipicios por los más estrechos senderos, dan grandes saltos sin fallar su meta: algunos también despachan dormidos, con exactitud y acierto, sus asuntos domésticos cotidianos, otros redactan y escriben sin faltas. Del mismo modo, también los sonámbulos inducidos artificialmente a un sueño magnético perciben su entorno y, cuando se vuelven clarividentes, incluso lo más alejado. Además, también la percepción que tienen ciertos sujetos aparentemente muertos de todo lo que ocurre a su alrededor mientras yacen rígidos e incapaces de mover un miembro es, sin duda, de esa clase: también ellos sueñan su entorno presente, es decir, se hacen conscientes de él por otra vía que la de los sentidos. Se han hecho grandes esfuerzos por descubrir el órgano fisiológico o el asiento de esa percepción, pero hasta el momento, sin éxito. Es incontrovertible que, cuando se da plenamente el estado sonámbulo, los sentidos externos han suspendido del todo sus funciones; porque incluso el más subjetivo de ellos, el sentimiento corporal, ha desaparecido tan completamente que durante el sueño magnético se han llevado a cabo dolorosas operaciones quirúrgicas sin que el paciente hubiera denunciado sensación alguna. El cerebro parece estar ahí en el estado del más profundo sueño, es decir, en total inactividad. Esto, junto a ciertas manifestaciones y declaraciones de los sonámbulos, ha dado lugar a la hipótesis de que el estado de sonambulismo consiste en una total desaparición de la potencia cerebral y en la acumulación de la fuerza vital en el nervio simpático, cuyos plexos mayores, en concreto el plexus solaris[311], se convertirían en un sensorio y así, actuando de suplentes, asumirían las funciones del cerebro, las cuales ejercerían sin la ayuda de los instrumentos sensoriales externos pero de forma incomparablemente más perfecta que él. Esta hipótesis, que, según creo, Reil fue el primero en formular, no carece de verosimilitud y goza desde entonces de gran crédito. Su apoyo fundamental siguen siendo las declaraciones de casi todos los sonámbulos clarividentes de que entonces su conciencia se asienta en la fosa epigástrica, donde se desarrolla su pensamiento y percepción como lo hacen en otros casos en la cabeza. La mayoría de ellos también hacen colocar los objetos que quieren ver bien en la zona de su estómago. No obstante, yo considero el asunto imposible. Examínese simplemente el plexo solar, ese llamado cerebrum abdominale: ¡qué pequeña es su masa y qué simple su estructura, formada por anillos de sustancia nerviosa con algunos ligeros engrosamientos! Si tal órgano fuera capaz de realizar las funciones de intuir y pensar, se invalidaría la ley, universalmente confirmada en todos los demás casos, natura nihil facit frustra[312]. ¿Pues para qué existiría entonces la masa cerebral, la mayoría de las veces de tres, y en casos aislados de más de cinco libras de peso, tan costosa como bien guardada, con la artística estructura de sus partes, cuya complicación es tan intrincada que hace falta analizarlo de varias maneras y repetidamente para comprender de alguna manera la composición constructiva de ese órgano y poderse hacer una idea medianamente clara de la admirable hechura y combinación de sus muchas partes? En segúndo lugar, hay que tener en cuenta que los pasos y movimientos de un sonámbulo se acomodan con la máxima rapidez y exactitud al entorno inmediato que él percibe únicamente a través del órgano del sueño; de modo que esquiva al instante cualquier obstáculo con la mayor agilidad y como nadie podría hacerlo despierto, al tiempo que, con la misma destreza, se apresura hacia su objetivo provisional. Pero los nervios motores nacen de la médula espinal, que a través de la medulla oblongata[313] se une con el cerebelo, el regulador de los movimientos, y este a su vez, con el cerebro, el lugar de los motivos, que son las representaciones; con ello se hace entonces posible que los movimientos se adapten con una rapidez instantánea incluso a las percepciones más pasajeras. Pero si las representaciones que en cuanto motivos han de determinar los movimientos se trasladaran al plexo ganglionar abdominal, al que solo mediante rodeos le es posible una comunicación complicada, débil e indirecta con el cerebro (de ahí que cuando estamos sanos no sintamos para nada la actividad y trabajo intensos e incesantes de nuestra vida orgánica), ¿cómo las representaciones que allí surgen habrían de guiar, y además con la rapidez de un rayo, los peligrosos pasos del sonámbulo[314]? — — El que además, dicho sea de paso, el sonámbulo recorra sin fallo ni temor los más peligrosos caminos, como nunca lo podría hacer despierto, se puede explicar porque su intelecto no está plena y absolutamente activo sino solo de forma parcial, en concreto, solo en la medida en que lo exige la dirección de sus pasos; con lo cual se ha eliminado la reflexión y, con ella, toda vacilación y titubeo. — Finalmente, el siguiente hecho citado por Trevirano (Sobre los fenómenos de la vida orgánica vol. 2, sec. 2, p. 117) según Pierquin nos proporciona incluso una certeza fáctica de que al menos los sueños son una función del cerebro: «En el caso de una joven cuyo cráneo había sido destruido por una caries ósea hasta tal punto que el cerebro quedó totalmente al descubierto, este se hinchaba al despertar y disminuía al dormirse. Durante el sueño tranquilo la disminución alcanzaba el máximo. Durante los sueños vivaces el cerebro se ponía turgente». Mas está claro que el sonambulismo no difiere del sueño más que en el grado: también sus percepciones se verifican mediante el órgano del sueño: es, como se dijo, un inmediato sueño perceptivo[315].
No obstante, se podría modificar la hipótesis aquí discutida diciendo que el plexo ganglionar abdominal no sería él mismo el sensorio sino que asumiría el papel de los instrumentos sensoriales de este, es decir, de los órganos sensoriales, que aquí también han perdido totalmente su potencia, y así recibiría impresiones externas que transmitiría al cerebro; y este, elaborándolas conforme a su función, esbozaría y construiría las figuras del mundo externo como lo hace en otros casos a partir de las afecciones de los órganos sensoriales. Pero también aquí se reproduce la dificultad de la veloz transmisión de las impresiones al cerebro, tan claramente aislado de ese centro nervioso interno. Además, el plexo solar es por su estructura tan inadecuado para ser un órgano visual y auditivo como para serlo del pensamiento, aparte de estar totalmente aislado de las impresiones luminosas por una gruesa pared de piel, grasa, músculos, peritoneo e intestinos. Así pues, cuando la mayoría de los sonámbulos (como v. Helmont en el pasaje de varios autores citado en Ortus medicinae, Lugd. bat. 1667. Demens idea § 12, p. 171) declaran que su vision y su pensamiento se desarrollan en los alrededores del estómago, no podemos aceptar eso enseguida como objetivamente válido; tanto menos cuanto que algunos sonámbulos lo niegan expresamente: por ejemplo, la conocida Auguste Müller, de Karlsruhe (en el informe sobre ella, pp. 53 ss.), señala que ella no ve con la fosa epigástrica sino con los ojos, si bien afirma que la mayoría de los demás sonámbulos ven con la fosa epigástrica; y a la pregunta: «¿Puede también la capacidad de pensar trasplantarse a la fosa epigástrica?», ella contesta: «No, pero sí las facultades visual y auditiva». Con eso concuerda la declaración de otro sonámbulo en el Archivo de Kieser, vol. 10, n.º 2, p. 154, que a la pregunta: «¿Piensas con todo el cerebro o solo con una parte de él?», responde: «Con todo, y me canso mucho». El verdadero resultado de todas las declaraciones de sonámbulos parece ser que el estímulo y la materia de la actividad intuitiva de su cerebro no les vienen, como en la vigilia, desde fuera y a través de los sentidos sino, como se expuso en el caso de los sueños, del interior del organismo; los directores y guías de este son, como sabemos, los grandes plexos de nervio simpático, que por ello, y en lo que respecta a la actividad nerviosa, reemplazan y representan a todo el organismo con excepción del sistema cerebral. Aquellas declaraciones son comparables a la de que creemos sentir en el pie el dolor que en realidad solo sentimos en el cerebro y que por ello desaparece en cuanto se interrumpe la conducción nerviosa hasta este. De ahí que se trate de un engaño cuando los sonámbulos se figuran ver o hasta leer con la zona del estómago, o, en casos extraños, incluso afirman realizar esa función con los dedos de las manos, de los pies, o con la punta de la nariz (por ejemplo, el muchacho Arst en el Archivo de Kieser, vol. 3, n.º 2, y también el sonámbulo Koch, ibid, vol. 10, 2éi n.º 3, pp. 8-21; como también la muchacha que en Historia de dos sonámbulas de Just. Kerner, 1824, pp. 323-330, añade que «el lugar de esa visión es el cerebro, igual que en el estado de vigilia».) Pues, aunque queramos imaginarnos la sensibilidad nerviosa elevada de tal manera, sigue siendo imposible una visión en el sentido propio, es decir, por mediación de los rayos luminosos, en órganos que carecen de todo aparato óptico, ello aun cuando no estuvieran cubiertos por gruesas envolturas, como aquí ocurre, sino que fueran totalmente accesibles a la luz. De hecho, no es solo la alta sensibilidad de la retina lo que la hace capaz de ver, sino también el sobremanera artificioso y complicado aparato óptico del globo ocular. En efecto, la visión física requiere ante todo una superficie sensible a la luz, pero también que sobre ella, a través de la pupila y de los transparentes medios refractivos artísticamente combinados, los rayos luminosos que fuera se hallan separados vuelvan a unirse y se concentren, de modo que surja una imagen —más correctamente, una impresión nerviosa que se corresponda exactamente con el objeto externo—, solo gracias a la cual le son transmitidos al entendimiento los sutiles datos con los que luego él, a través de un proceso intelectual de aplicación de la ley de causalidad, produce la intuición en el espacio y el tiempo. En cambio, las fosas epigástricas y las yemas de los dedos, aun cuando la piel, los músculos, etc., fueran transparentes, solo podrían recibir reflejos luminosos aislados; por eso es tan imposible ver con ellos como hacer un daguerrotipo en una cámara oscura abierta sin lente de concentración. Otra prueba de que esas presuntas funciones sensoriales de partes paradójicas no lo son realmente, y de que aquí no se ve a través de la acción física de los rayos luminosos, la ofrece la circunstancia de que el mencionado muchacho de Kieser leía con los dedos de los pies aun cuando llevaba unos gruesos calcetines de lana, y solo veía con las yemas de los dedos cuando así lo quería expresamente; por lo demás, andaba a tientas por la habitación con las manos por delante: esto confirma su propia declaración sobre esas anómalas percepciones {ibid., p. 128): «A eso no lo llamaba nunca ver, sino que, a la pregunta de cómo sabía lo que allí ocurría, respondía que él precisamente lo sabía, y eso era lo nuevo». Igualmente, en el Archivo de Kieser, vol. 7, n.º 1, p. 52, una sonámbula describe su percepción como «un ver que no es un ver, un ver inmediato». En la Historia de la clarividente Auguste Müller, Stuttgart, 1818, p. 36, se dice: «Ve con toda claridad y reconoce a todas las personas y objetos en la más cerrada oscuridad, en la que nos sería imposible distinguir la mano ante los ojos». Lo mismo documenta con respecto a la audición de los sonámbulos la declaración de Kieser (’Telurismo, vol. 2, p. 172, 1.a ed.) de que los cordones de lana son unos excelentes conductores del sonido —cuando es sabido que la lana es el peor de todos los conductores sonoros—. Pero especialmente instructivo en este punto es el siguiente pasaje del libro sobre Auguste Müller recién mencionado: «Resulta notable algo que, sin embargo, se observa también en otros sonámbulos: que ella no oye en absoluto lo que hablan otras personas en la habitación, aunque estén a su lado, cuando la conversación no se dirige inmediatamente a ella; en cambio, entiende claramente y contesta a toda palabra que se le dirige, aun en voz muy baja e incluso aunque varias personas hablen de forma entremezclada. Lo mismo ocurre con la lectura en voz alta: cuando la persona que lee piensa en algo distinto de la lectura, ella no le oye» (p. 40). — También se dice (p. 89): «Su oír no es un oír por la vía usual del oído: pues se le puede tapar este sin que se le impida oír». — Igualmente, en los Informes sobre la vida en sueños de la sonámbula Auguste K. en Dresden, 1843, se dice que a veces oía con las solas palmas de las manos lo que se pronunciaba sin voz, con el simple movimiento de los labios: en la página 32 ella misma advierte de que eso no se debe considerar un oír en el sentido literal del término.
Por consiguiente, en el caso de los sonámbulos de todas clases no hablamos en absoluto de percepciones sensoriales en la acepción propia de la palabra, sino que su percepción es un inmediato sueño perceptivo, así que se produce a través de ese órgano tan enigmático. Que los objetos que se han de percibir se ubiquen en su cerebro o en su fosa epigástrica, o que en los casos aislados mencionados el sonámbulo dirija a ellos las puntas de sus dedos extendidas, es simplemente un medio de guiar hacia esos objetos el órgano del sueño a través del contacto con ellos, a fin de que se conviertan en el tema de su sueño perceptivo; así pues, eso ocurre simplemente para dirigir firmemente su atención hacia ellos o, en lenguaje técnico, para ponerla con esos objetos en un rapport[316] más cercano a partir del cual sueña con ellos, y no simplemente con su visibilidad sino también con su dimensión auditiva, su lenguaje y hasta su olor: pues muchos clarividentes declaran que todos sus sentidos están ubicados en la fosa epigástrica (Dupotet, Traité complet du magnétisme, pp. 449-452). Es, por lo tanto, análogo al uso de las manos en la magnetización, las cuales no actúan en realidad físicamente sino que es la voluntad del magnetizador la que actúa: pero esta recibe su orientación y firmeza justamente a través de la aplicación de las manos. Pues todo el influjo que ejerce el magnetizador a través de gestos de todas clases, con y sin contacto, incluso de lejos y a través de paredes, solo se puede comprender desde el conocimiento, extraído de mi filosofía, de que el cuerpo es totalmente idéntico a la voluntad, en concreto, no es más que la imagen de la voluntad nacida en el cerebro. Que la visión de los sonámbulos no es una visión en nuestro sentido, que no está mediada físicamente por la luz, se sigue ya del hecho de que cuando se eleva hasta la clarividencia no es obstaculizada por los muros y a veces llega incluso hasta países remotos. Una especial ilustración de esto nos la ofrece la autointuición introspectiva que surge en grados superiores de la clarividencia, en virtud de la cual tales sonámbulos perciben clara y exactamente todas las partes de su propio organismo, si bien aquí, tanto por la ausencia de luz como por las muchas paredes divisorias que se encuentran entre las partes intuidas y el cerebro, faltan todas las condiciones para una visión física. A partir de aquí podemos comprobar de qué clase es toda percepción sonámbula, también la dirigida hacia fuera y a lo lejos, y en general toda intuición a través del órgano del sueño; y con ello, también toda visión sonámbula de objetos externos, todo soñar, todas las visiones en estado de vigilia, la segunda visión, la aparición en persona de los ausentes, en particular de los moribundos, etc. Pues está claro que la mencionada visión de las partes internas del propio cuerpo surge exclusivamente por influjo interno, probablemente por mediación del sistema ganglionar, sobre el cerebro que, fiel a su naturaleza, elabora esas impresiones internas igual que las procedentes de fuera, vertiendo, por así decirlo, una materia extraña en sus formas propias y habituales; de ahí nacen tales intuiciones, las cuales, a semejanza de las procedentes de impresiones sobre los sentidos externos, se corresponden con las cosas intuidas en la misma medida y sentido que estas. En consecuencia, todo ver con el órgano del sueño es la actividad de la función cerebral intuitiva excitada por impresiones internas, en lugar de serlo, como en los demás casos, por las externas[317]. El que, no obstante, esta pueda tener realidad objetiva y verdad aun cuando se refiera a cosas externas y hasta lejanas es un hecho cuya explicación solo podría intentarse por vía metafísica, en concreto, porque toda individuación y disgregación se limita al fenómeno, en oposición a la cosa en sí; volveremos sobre el particular. Que en general la vinculación de los sonámbulos con el mundo externo es radicalmente distinta de la nuestra en estado de vigilia lo demuestra con la máxima claridad la circunstancia, frecuente en los grados superiores, de que mientras los propios sentidos de la clarividente son inaccesibles a cualquier impresión, ella siente las del magnetizador, por ejemplo, estornuda cuando él toma una pizca de sal, degusta y determina con exactitud lo que él come, e incluso oye la música que resuena ante los oídos de él en una habitación de la casa alejada de ella (Kieser, Archivo, vol. 1, n.º 1, p. 117).
El proceso fisiológico en la percepción sonámbula es un complicado enigma para cuya solución el primer paso sería una auténtica fisiología del sueño, es decir, un conocimiento claro y seguro de qué clase de actividad cerebral es la que se da en el sueño, en qué se diferencia realmente de la de la vigilia y, finalmente, de dónde procede la excitación a ella junto con la determinación próxima de su curso. Hasta el momento, en relación con toda la actividad intuitiva y pensante en el sueño solo se puede admitir con seguridad esto: primero, que el órgano material de la misma, pese al relativo reposo del cerebro, no puede ser otro que él; y, segundo, que la excitación para tal intuición onírica, al no poder venir de fuera a través de los sentidos, ha de producirse en el interior del organismo. Por lo que se refiere a la correcta y exacta relación que se da innegablemente en el sonambulismo entre aquella intuición onírica y el mundo externo, sigue siendo para nosotros un enigma que no intento solucionar, limitándome en adelante a ofrecer algunas indicaciones generales al respecto. En cambio, como fundamento de la mencionada fisiología del sueño, es decir, a fin de explicar toda nuestra intuición onírica, he ideado la siguiente hipótesis que, a mi parecer, goza de una gran probabilidad.
Puesto que, como se ha dicho, durante el sueño el cerebro recibe de dentro su excitación para la intuición de figuras espaciales, y no de fuera, como en la vigilia, ese influjo tiene que llegarle en una dirección opuesta a la habitual que procede de los sentidos. Como consecuencia de ello, toda su actividad, es decir, la vibración o agitación interna de sus fibras, toma también una dirección opuesta a la usual y cae en una especie de movimiento antiperistáltico. En efecto, en lugar de producirse en la dirección de las impresiones sensoriales, esto es, desde los nervios sensoriales hasta el interior del cerebro, es ejecutada entonces en dirección y orden inversos, y a veces por medio de otras partes; de modo que, aunque la corteza cerebral inferior no tenga que actuar en lugar de la superior, quizás sí lo haga la sustancia espinal blanca en vez de la sustancia cortical gris, y viceversa. Así que el cerebro trabaja entonces como al revés. A partir de ahí se explica ante todo por qué en la vigilia no queda ningún recuerdo de la actividad sonámbula, ya que aquella está condicionada por la vibración de las fibras cerebrales en la dirección contraria, que suprime todo rastro de la anteriormente existente. Como especial confirmación de este supuesto se podría aducir de paso el hecho muy habitual, pero extraño, de que cuando nos despertamos de inmediato del primer sueño, con frecuencia se produce en nosotros una total desorientación espacial, de tal clase que nos vemos forzados a captarlo todo al revés y lo que está a la derecha de la cama imaginarlo a la izquierda, o lo que está detrás, delante; esto ocurre de forma tan clara que en la oscuridad la reflexión racional, aunque actúe a la inversa, no es capaz de eliminar aquella falsa imaginación, sino que se hace preciso el tacto. Pero, en especial, con nuestra hipótesis se puede hacer comprensible aquella curiosa vivacidad de la intuición onírica, aquella aparente realidad y verdad de todos los objetos percibidos en el sueño, que antes se describió; todo ello se comprende en particular por el hecho de que la excitación de la actividad cerebral, que procede del interior del organismo, nace en su centro y sigue una dirección contraria a la habitual, termina por abrirse paso, es decir, al final se extiende hasta los nervios de los órganos sensoriales que, estimulados entonces desde dentro como en otros casos desde fuera, se ponen en una actividad real. En consecuencia, durante el sueño tenemos realmente sensaciones luminosas, cromáticas, auditivas, olfativas y gustativas, solo que sin las causas externas que en otros casos las suscitan, únicamente en virtud de la estimulación interna y como resultado de un influjo en dirección y orden temporal inversos. Así se hace explicable, pues, aquella vivacidad de los sueños que los diferencia tan poderosamente de las simples fantasías. La imagen de la fantasía (en la vigilia) está siempre únicamente en el cerebro: pues es la simple reminiscencia, aunque modificada, de una anterior excitación material de la actividad cerebral intuitiva, producida por mediación de los sentidos. La visión onírica, en cambio, no está solamente en el cerebro sino también en los nervios sensoriales, y ha surgido como resultado de una excitación material de los mismos que es actualmente activa, procede del interior y alcanza el cerebro. Puesto que según ello vemos realmente en sueños, es sumamente acertado y sutil, y hasta profundo, lo que Apuleyo pone en boca de Carites cuando está a punto de sacar los ojos a Trasilo, que duerme: vivo tibi morientur oculi, nec quidquam videbis, nisi dormiens[318] {Metam. VIII, p. 172, ed. Bip.). Así pues, el órgano del sueño es el mismo que el órgano de la conciencia y la intuición del mundo externo en vigilia, solo que, por así decirlo, asido del otro extremo y empleado en orden inverso; y los nervios sensoriales que actúan en ambos pueden ponerse en marcha tanto desde su extremo interno como desde el externo; — acaso como una bola hueca de hierro se puede poner al rojo tanto desde dentro como desde fuera. Puesto que en ese proceso los nervios sensoriales son lo último que se pone en actividad, puede ocurrir que esta haya acabado de comenzar y todavía esté en curso cuando el cerebro ya ha despertado, es decir, ha cambiado la intuición onírica por la habitual: entonces, en el momento de despertar, acaso percibamos tonos, por ejemplo, voces, golpes en las puertas, disparos de escopeta, etc., con una claridad y objetividad que se iguala plenamente y sin merma a la realidad; y entonces creeremos firmemente que se trata de tonos reales, de fuera, a consecuencia de los cuales nos hemos despertado, o también, lo cual es no obstante más infrecuente, veremos figuras de plena realidad empírica; esto último lo menciona ya Aristóteles en De insomniis, c. 3, al final. — El órgano del sueño aquí descrito es, como ya se ha expuesto suficientemente, el medio a través de cual se realiza la intuición sonámbula, la clarividencia, la segunda visión y las visiones de todas clases.
Desde estas consideraciones fisiológicas vuelvo ahora al fenómeno del sueño perceptivo antes descrito, que puede aparecer ya en el habitual sueño nocturno, donde entonces queda confirmado por el simple despertar cuando, como en la mayoría de los casos, era próximo, es decir, solo se extendía al presente entorno inmediato; aunque en casos ya infrecuentes llega un poco más lejos, en concreto, más allá de las paredes cercanas. Pero esta ampliación del campo visual puede llegar mucho más allá, y no solo en el espacio sino incluso en el tiempo. La prueba de ello nos la ofrecen los sonámbulos clarividentes que, en el periodo de máxima elevación de su estado, traen enseguida a su percepción onírica cualquier lugar al que se les dirija y pueden indicar correctamente los sucesos que se producen en él; a veces incluso son capaces de anunciar de antemano lo que todavía no existe sino que se halla aún en el seno del futuro y solo con el paso del tiempo, a través de incontables causas intermedias que coinciden casualmente, llegará a su realización. Pues toda clarividencia, tanto en la vigilia durmiente sonámbula producida naturalmente como en la inducida de manera artificial, toda percepción de lo oculto, lo ausente, lo lejano y hasta lo futuro que se hace posible en ella, no es más que su sueño perceptivo, cuyos objetos se presentan intuitiva y realmente al intelecto igual que nuestros sueños, y por eso los sonámbulos hablan de una visión de los mismos. Entretanto, en estos fenómenos, como también en el noctambulismo espontáneo, tenemos una prueba segura de que también aquella misteriosa intuición no condicionada por ninguna impresión externa que nos es confiada por el sueño puede estar en una relación de percepción con el mundo externo; si bien la conexión con él mediante la cual tal cosa se hace posible sigue siendo un enigma para nosotros. Lo que diferencia el habitual sueño nocturno de la clarividencia o de la vigilia durmiente en general es, en primer lugar, la ausencia de toda relación con el mundo externo, es decir, con la realidad; y, en segundo lugar, que con gran frecuencia queda un recuerdo de él al despertar, mientras que tal cosa no se da en el sueño sonámbulo. Mas esas dos propiedades podrían muy bien estar unidas y reducirse la una a la otra. En efecto, tampoco el sueño usual deja un recuerdo más que cuando nos hemos despertado inmediatamente de él: probablemente este recuerdo se deba únicamente a que el despertar del sueño natural se produce con mucha facilidad, ya que no es ni con mucho tan profundo como el sonámbulo, del que, precisamente por eso, no se puede producir un despertar inmediato, es decir, rápido, sino que el retorno a la conciencia despierta solo se permite a través de un lento tránsito intermedio. De hecho, el sueño sonámbulo solo es incomparablemente más profundo, más intenso y perfecto; justamente por eso el órgano del sueño llega en él a desarrollar toda su capacidad, con lo que se le hace posible la correcta relación con el mundo externo, es decir, el sueño perceptivo sostenido y conexo. Probablemente este se dé también a veces en el dormir habitual, pero solo cuando es tan profundo que no podemos despertar inmediatamente de él. Los sueños de los que despertamos son, en cambio, los del dormir más ligero: en última instancia han surgido de causas meramente somáticas pertenecientes al propio organismo, por lo que no tienen relación con el mundo externo. No obstante, que hay excepciones a esto lo hemos visto ya en los sueños que representan el entorno inmediato del que duerme. Sin embargo, también de los sueños que anuncian lo que ocurre en la lejanía o el futuro queda excepcionalmente un recuerdo, dependiente principalmente de que despertemos de forma inmediata de él. Por eso en todas las épocas y todos los pueblos ha estado en vigor el supuesto de que hay sueños de significado real y objetivo, y en toda la historia antigua los sueños han sido tomados muy en serio, de modo que han desempeñado un importante papel en ella; sin embargo, los sueños fatídicos siempre han sido considerados meras excepciones infrecuentes entre la innumerable cantidad de sueños vacíos y meramente engañosos. Conforme a ello, ya Homero (Odisea] XIX, 560) habla de dos puertas de entrada de los sueños, una de marfil, por la que entran los sueños sin significado, y otra hecha de cuerno, por la que entran los fatídicos. Un anatomista podría quizás sentirse tentado a interpretar esto a partir de la sustancia cerebral blanca y gris. Los sueños que con mayor frecuencia se acreditan como proféticos son los que se refieren al estado de salud de quien sueña, y en su mayoría presagian enfermedades o ataques mortales (Fabius, en De somniis, Amstelod., 1836, pp. 195 ss., ha recopilado ejemplos de esto); lo cual es análogo al hecho de que lo que con mayor frecuencia y seguridad predicen los sonámbulos clarividentes sea el curso de su propia enfermedad, las crisis de esta, etc. En segundo lugar, los sueños anuncian también a veces desgracias externas tales como incendios, explosiones de polvorines, naufragios y en especial defunciones. Finalmente, a veces también otros acontecimientos bastante nimios son presagiados en sueños con todo detalle por algunos hombres, según me he convencido yo mismo por una indudable experiencia. Quisiera traerla aquí a colación, ya que al mismo tiempo pone a la más clara luz la estricta necesidad de todo lo que ocurre, incluso de lo más casual. Una mañana escribía yo con gran celo una larga carta de negocios en inglés, muy importante para mí: cuando había concluido la tercera página, cogí el tintero en lugar de la arena secante y lo derramé sobre la carta: desde el pupitre goteó la tinta sobre el suelo. La criada acudió a mi llamada llevando un cubo de agua y fregó con ella el suelo para que no penetraran las manchas. Mientras realizaba ese trabajo, me dijo: «Esta noche he soñado que estaba aquí frotando manchas de tinta del suelo». Yo respondí: «No es verdad». Ella replicó: «Es verdad, y tras despertar se lo he contado a la otra criada que duerme conmigo». — Entonces entró casualmente esa otra criada, de unos diecisiete años, a llamar a la que estaba fregando. Yo salí al encuentro de la que entraba y pregunté: «¿Qué ha soñado ella esta noche?» — Respuesta: «No lo sé». —Yo, a mi vez: «¡Sí lo sabes! Te lo ha contado al despertar». — La joven sirvienta: «¡Ah, sí! Había soñado que estaba aquí frotando manchas de tinta del suelo». — Esta historia, que al responder yo mismo de su exacta verdad deja fuera de duda los sueños teoremáticos, no es menos curiosa por el hecho de que lo presagiado en sueños fuera el efecto de una acción que se podía denominar involuntaria, por cuanto yo la realicé absolutamente contra mi intención y dependió de un pequeñísimo error de mi mano: sin embargo, esa acción estaba predeterminada con tan estricta necesidad y de forma tan inevitable que su efecto estaba presente varias horas antes en forma de sueño en la conciencia de otro. Aquí se ve con la mayor claridad la verdad de mi tesis: todo lo que ocurre, ocurre necesariamente (Los dos problemas fundamentales de la ética, p. 62 [2.a ed., p. 60]). Para reducir los sueños proféticos a su causa próxima se nos brinda la circunstancia de que, como es sabido, no queda ningún recuerdo del sonambulismo natural ni del magnético y sus procesos, pero en los sueños del habitual dormir natural sí se traslada a veces un recuerdo que rememoramos después al despertar; de modo que entonces el sueño se convierte en el nexo o el puente entre la conciencia sonámbula y la despierta. Conforme a ello, hemos de imputar los sueños proféticos ante todo al hecho de que al dormir profundamente el soñar se eleva hasta una clarividencia sonámbula: pero, dado que por lo regular no se da un despertar inmediato de los sueños de esa clase, y justamente por eso no queda ningún recuerdo, los sueños que constituyen una excepción a esto y prefiguran lo venidero inmediatamente y sensu proprio, que son denominados teoremáticos, son los más infrecuentes de todos. En cambio, cuando el contenido de un sueño de esta clase es muy importante para el que sueña, con frecuencia este será capaz de conservar un recuerdo de él llevándoselo al sueño del dormir más ligero, del que puede despertar inmediatamente: no obstante, esto no puede hacerse de forma inmediata sino solamente traduciendo su contenido a una alegoría, bajo cuya envoltura el sueño profético original llega hasta la conciencia despierta en la que, por consiguiente, requiere aún una interpretación o explicación. Esta es, pues, la otra y más frecuente clase de los sueños fatídicos, la alegórica. Ambas clases las distinguió ya Artemidoro en su Oneirocriticon, el más antiguo de los libros sobre los sueños, dando a los de la primera clase el nombre de teoremáticos. En la conciencia de que siempre existe la posibilidad del proceso antes descrito tiene su razón de ser la tendencia, en modo alguno casual o artificial sino connatural al hombre, de cavilar sobre el significado de los sueños: de ella nace, cuando se la cultiva y desarrolla metódicamente, la oniromancia. Pero esta añade la hipótesis de que los procesos del sueño tienen un significado fijo y válido de una vez por todas, sobre el que se podría, por lo tanto, elaborar un léxico. Mas no es ese el caso: antes bien, la alegoría se ajusta expresa e individualmente al correspondiente objeto y sujeto del sueño teoremático en el que se funda el sueño alegórico. De ahí que la interpretación de los sueños fatídicos alegóricos sea en la mayoría de los casos tan difícil que casi nunca los comprendemos hasta después de que se ha cumplido su presagio, si bien luego nos ha de asombrar la peculiar picardía daimónica, por lo demás totalmente ajena al que sueña, del ingenio con que la alegoría fue dispuesta y desarrollada: el que hasta entonces se conserven en la memoria esos sueños se ha de atribuir a que, debido a su destacado carácter intuitivo y hasta real, se graban mucho más profundamente que los demás. Desde luego, la práctica y la experiencia favorecen también el arte de interpretar los sueños. Pero no el conocido libro de Schubert[319], del que no sirve más que el título; por el contrario, es del antiguo Artemidoro de quien realmente se puede llegar a conocer el simbolismo del sueño, en especial en los dos últimos libros, donde con cientos de ejemplos nos hace comprensibles el modo y manera, el método y el humor de los que se sirve la omnisapiencia durmiente para, en la medida de lo posible, enseñar algo a nuestra ignorancia despierta. En efecto, esto se puede aprender mucho mejor en sus ejemplos que en los teoremas y reglas que los preceden[320]. También Shakespeare da muestras de haber captado el mencionado humor del asunto cuando, en Enrique W, parte II, acto 3, escena 2, ante la inesperada noticia de la muerte repentina del duque de Gloster, el infame cardenal Beaufort, que es quien mejor sabe cómo están las cosas, exclama: «¡Misterioso juicio divino! Anoche soñé que el duque estaba mudo y no podía decir una sola palabra».
Hay que intercalar aquí la importante observación de que la relación antes expuesta entre el sueño teoremático y el sueño fatídico alegórico que lo reproduce se encuentra con toda exactitud en las declaraciones de los antiguos oráculos griegos. En efecto, también estos, al igual que los sueños fatídicos, rara vez emiten sus declaraciones directamente y sensu propio; antes bien, las envuelven en una alegoría que necesita interpretación y con frecuencia no es comprendida hasta después de haberse cumplido el oráculo, lo mismo que ocurre con los sueños alegóricos. Entre las numerosas pruebas de ello citaré, simplemente por caracterizar el asunto, que, por ejemplo, en Heródoto [Historiae] III, 57, el oráculo de la Pitia previene a los sifnios contra el ejército de madera y el heraldo rojo, con lo que se daba a entender un barco samio pintado de rojo que portaba a un mensajero; pero los sifnios no lo comprendieron enseguida ni tampoco cuando el barco llegó, sino solo después. Además, en el libro IV, capítulo 163, el oráculo de la Pitia advierte al rey Arquesilao de Cirene que si encuentra los hornos llenos de ánforas no las cueza sino que las deje marchar. Pero solo después de haber quemado la torre en la que los sublevados se habían refugiado con ellos dentro, comprendió el sentido del oráculo y le entró miedo. Los muchos casos de esta clase indican claramente que las declaraciones del oráculo de Delfos se basaban en sueños fatídicos artificialmente inducidos; que estos podían a veces elevarse hasta la máxima clarividencia, a la que luego seguía una declaración directa que hablaba sensu proprio, lo atestigua la historia de Creso (Heródoto I, 47, 48), que puso a prueba a la Pitia haciendo que sus enviados le preguntaran lo que él trataba y hacía en ese preciso momento, al centésimo día de su marcha y lejos de ella, en Lidia: a lo que ella replicó exacta y acertadamente que nadie más que el rey mismo sabía que él estaba cocinando personalmente carne de tortuga y de carnero en una cacerola de bronce con tapadera de bronce. — Con la mencionada fuente de los oráculos de la Pitia concuerda el hecho de que se le hicieran también consultas médicas a causa de dolencias corporales: un ejemplo de ello se encuentra en Heródoto, IV, 155.
Según lo antes dicho, los sueños fatídicos teoremáticos constituyen el grado más alto e infrecuente de la adivinación en el sueño natural, y los alegóricos, el segundo e inferior. Este lleva consigo, como última y más débil emanación de la misma fuente, la mera vislumbre, el presentimiento. Es con mayor frecuencia triste que alegre, precisamente porque en la vida hay más de aflicción que de alegría. Un ánimo sombrío, una angustiada espera de lo venidero se ha apoderado de nosotros después de dormir sin que se encuentre una razón para ello. De acuerdo con la anterior exposición, esto se explica porque el sueño teoremático verdadero que existió mientras dormíamos profundamente y anunciaba una desgracia no se llegó a traducir en un sueño alegórico del dormir ligero, y por eso en la conciencia no ha quedado de él nada más que su impresión en el ánimo, es decir, en la voluntad misma, ese núcleo verdadero y último del hombre. Esa impresión resuena como presentimiento profético, como sombría sospecha. Sin embargo, en ocasiones esta no se apoderará de nosotros hasta que se produzcan en la realidad las primeras circunstancias vinculadas a la desgracia vista en el sueño teoremático, por ejemplo, cuando uno está a punto de subir al barco que ha de naufragar o cuando se acerca al polvorín que ha de explotar[321]: alguno se ha salvado por obedecer entonces al presentimiento repentinamente surgido, al miedo interior que le invadió. Esto lo hemos de explicar diciendo que, aunque el sueño teoremático está olvidado, ha quedado de él una débil reminiscencia, un sordo recuerdo que no es capaz de entrar en la conciencia clara, pero cuya huella es avivada al ver en la realidad las cosas que en el sueño olvidado ejercieron tan espantoso efecto en nosotros. De esa clase era también el daimon de Sócrates, aquella voz interior de advertencia que, tan pronto como él se resolvía a emprender algo perjudicial, le disuadía de ello, pero siempre se limitaba a disuadirle, no a alentarle. Una confirmación inmediata de la teoría de los presentimientos que he presentado no es posible más que a través del sonambulismo magnético, que divulga el misterio del sueño. Según ello, la encontramos en la conocida Historia de Auguste Müller, de Karlsruhe, p. 78: «El 15 de diciembre, en su sueño nocturno (magnético), la sonámbula percibió un suceso desagradable referido a ella, que le agobió mucho. Al mismo tiempo observó que durante todo el día siguiente estaría inquieta y angustiada sin saber por qué». — También ofrece una confirmación de este asunto el relato de La vidente de Prevorst (1.a ed., vol. 2, p. 73, — 3.a ed., p. 325) acerca de la impresión que ciertos versos referentes a los procesos sonámbulos ejercieron en la vigilia sobre la vidente, que entonces nada sabía de ellos. También en el Telurismo de Kieser, § 271, se encuentran hechos que arrojan luz sobre este punto.
Con respecto a todo lo anterior, es muy importante comprender y retener bien la siguiente verdad fundamental: el sueño magnético no es más que una elevación del natural; si se quiere, una potencia superior del mismo: es un sueño incomparablemente más profundo. Conforme a ello, la clarividencia no es más que una elevación del sueño: es un sueño perceptivo constante que aquí puede ser guiado desde fuera y dirigido a donde se quiera. En tercer lugar, tampoco la inmediata acción curativa del magnetismo, acreditada en tantos casos de enfermedades, es más que una elevación de la natural fuerza curativa del sueño en todos los respectos. Sin embargo, este constituye la verdadera gran panacea, por cuanto ante todo gracias a él la fuerza vital, desembarazada de las funciones animales, queda totalmente libre para aparecer con todo su poder como vis naturae medicatrix[322] y, en calidad de tal, restablecer la normalidad en todos los desórdenes introducidos en el organismo; por eso también la completa falta de sueño impide toda curación. En cambio, el sueño magnético, incomparablemente más profundo, la consigue en un grado mucho mayor; de ahí que, cuando sobreviene espontáneamente a fin de curar grandes males ya crónicos, a veces dure varios días, como, por ejemplo, en el caso publicado por el conde Szapary (Una palabra sobre el magnetismo animal, Leipzig, 1840); de hecho, en Rusia una vez una sonámbula tuberculosa, que se hallaba en la crisis de onmisapiencia, ordenó a su médico que la pusiera durante nueve días en estado de muerte aparente; durante ese tiempo su pulmón disfrutó de un reposo total y se curó, de modo que despertó plenamente restablecida. Pero, dado que la esencia del sueño consiste en la inactividad del sistema cerebral e incluso su eficacia curativa se debe precisamente a que este no ocupa ni consume ninguna fuerza vital en su vida animal, por lo que tal fuerza se puede aplicar entonces por completo a la vida orgánica; por esa razón, digo, podría parecer contrario a su fin principal el hecho de que, justamente en el sueño magnético, surja a veces una fuerza cognoscitiva exageradamente elevada que por naturaleza ha de ser de alguna manera una actividad cerebral. Pero ante todo hemos de recordar que este caso no es más que una rara excepción. De veinte enfermos en los que actúa el magnetismo, en general solo uno resulta sonámbulo, es decir, percibe y habla en sueños; y de cinco sonámbulos, apenas uno resulta clarividente (según Deleuze, Hist.[oiré] crit[ique] du magn.[etisme animal], Paris, 1813, vol. 1, p. 138). Cuando el magnetismo tiene efectos curativos sin hacer dormir, es simplemente porque despierta la fuerza curativa de la naturaleza y la guía hacia la parte afectada. Además, su efecto es ante todo un dormir muy profundo que carece de sueños e incluso disminuye la potencia del sistema cerebral en tal medida, que ni las impresiones sensoriales ni las heridas se sienten en modo alguno; por eso ha sido utilizado de forma sumamente beneficiosa en las operaciones quirúrgicas, si bien el cloroformo lo ha desbancado en esa función. A la clarividencia, cuyo nivel inferior es el sonambulismo o el hablar en sueños, solo puede llegar la naturaleza cuando su fuerza curativa que actúa ciegamente no basta para eliminar la enfermedad sino que se requiere un remedio externo que entonces, en el estado de clarividencia, es acertadamente prescrito por el paciente mismo. Así pues, la naturaleza origina la clarividencia con ese fin de la auto-prescripción: pues natura nihil facit frustra[323]. Su proceder aquí es análogo y afín al que siguió a gran escala, en la primera producción de los seres, cuando dio el paso del reino vegetal al animal: en efecto, para las plantas había sido aún suficiente el movimiento por meros estímulos; pero entonces, unas necesidades más especiales y complicadas, cuyos objetos había que buscar, seleccionar y hasta someter o sorprender, hicieron necesario el movimiento por motivos y, por lo tanto, el conocimiento en diversos niveles de gradación; este es, en consecuencia, el verdadero carácter de la animalidad, que no es accidental sino esencialmente propio del animal; es aquello que hemos de pensar necesariamente en el concepto del animal. A este respecto, remito a mi obra principal, volumen I, pp. 170 ss. [3.a ed., pp. 178 ss.]; también a mi ética, p. 33 [2.a ed., pp. 31 s.]ya La voluntad en la naturaleza, pp. 54 ss. y 70-78 [2.a ed., pp. 46 ss. y 63-69]. Así pues, tanto en uno como en otro caso la naturaleza se enciende una luz para poder buscar y procurar la ayuda que necesita el organismo desde fuera. La dirección que, una vez desarrolladas, toman las dotes de visión del sonámbulo hacia cosas distintas de su propio estado de salud es simplemente una utilidad accidental y, de hecho, un abuso de las mismas. También lo es el provocar arbitrariamente el sonambulismo y la clarividencia contra los fines de la naturaleza, a través de una magnetización largamente sostenida. En cambio, cuando son realmente necesarios, la naturaleza los provoca por sí misma tras una breve magnetización e incluso a veces como sonambulismo espontáneo. Entonces aparecen, como ya se dijo, en la forma de un sueño perceptivo, primero solamente del entorno inmediato, luego en un círculo más amplio, y así sucesivamente, hasta que, en el grado superior de la clarividencia, puede alcanzar todos los acontecimientos mundiales a los que se dirige su atención, penetrando incluso en el futuro. Al compás de esos distintos niveles marcha la capacidad de la diagnosis patológica y de la prescripción terapéutica, en primer lugar para sí mismo y, de forma abusiva, para los demás.
También en el sonambulismo en el sentido propio y originario, es decir, en el noctambulismo patológico, aparece un sueño perceptivo de esa clase, pero solo para uso inmediato, por lo que se extiende únicamente al entorno próximo; porque ya con eso se ha alcanzado en este caso la finalidad de la naturaleza. En efecto, en tal estado, a diferencia del sueño magnético, el sonambulismo espontáneo y la catalepsia, la fuerza vital no ha suspendido en cuanto vis medicatrix la vida animal para poder aplicar toda su potencia a la orgánica y suprimir los desórdenes extendidos en ella; sino que aquí, debido a un desorden patológico al que en la mayoría de los casos está sometida la edad de la pubertad, aparece como un exceso anómalo de irritabilidad del que la naturaleza intenta descargarse, lo cual, como es sabido, se produce andando, trabajando, trepando, hasta llegar a las situaciones más arriesgadas y dar los más peligrosos saltos, todo ello mientras se está dormido: entonces la naturaleza, como guardiana de esos peligrosos pasos, provoca al mismo tiempo aquel misterioso sueño perceptivo que en este caso se extiende únicamente al entorno inmediato, ya que este basta para evitar los accidentes que habría de provocar la libre irritabilidad si actuara ciegamente. Así pues, aquel tiene aquí la simple finalidad negativa de prevenir daños, mientras que en la clarividencia tiene la positiva de encontrar ayuda externa: de ahí la gran diferencia en el alcance del campo visual.
Por misterioso que sea el efecto de la magnetización, es igual de claro que consiste ante todo en la suspensión de las funciones animales, por cuanto la fuerza vital es desviada del cerebro, que es un simple pensionista o parásito del organismo; o, más bien, queda refrenada en la vida orgánica, su función primitiva, porque ahora se requiere su entera presencia y su eficacia como vis medicatrix. Pero en el interior del sistema nervioso, es decir, del asiento exclusivo de toda vida sensible, la vida orgánica es representada y sostenida por el guía y rector de sus funciones: el nervio simpático y sus ganglios; por eso se puede también considerar el proceso como una contención de la fuerza vital del cerebro en dirección a aquel nervio, si bien en general ambos pueden asimismo concebirse como polos opuestos: el cerebro, junto con los órganos del movimiento dependientes de él, como el polo positivo y consciente; el nervio simpático, junto con sus nexos ganglionares, como el polo negativo e inconsciente. En este sentido, se podría formular la siguiente hipótesis sobre lo que sucede en la magnetización: se trata de una acción del polo cerebral (es decir, del polo nervioso externo) del magnetizador sobre el polo homólogo del paciente, por lo que, conforme a la ley general de la polaridad, actúa sobre este repeliéndolo, con lo que se hace a la fuerza nerviosa retroceder hacia el otro polo del sistema nervioso, el interno o el sistema ganglionar. De ahí que los hombres, en los que predomina el polo cerebral, sean los más aptos para magnetizar; en cambio, las mujeres, en las que prevalece el sistema ganglionar, son las más aptas para ser magnetizadas junto con sus correspondientes resultados. Si fuera posible que el sistema ganglionar femenino pudiera actuar también repeliendo, igual que el masculino, entonces, mediante el proceso inverso, surgiría una vida cerebral extraordinariamente elevada, un genio temporal. Esto no es viable, ya que el sistema ganglionar no es capaz de actuar hacia fuera. En cambio, se podría muy bien considerar el baquet[324] como una magnetización por atracción mediante la acción recíproca de polos contrarios, de modo que los nervios simpáticos de todos los pacientes sentados alrededor, unidos con él a través de barras de hierro y cordones de lana que llegan hasta la fosa epigástrica, al actuar con sus fuerzas unidas e incrementadas por la masa inorgánica del baquet, atraen hacia sí el polo cerebral individual de cada uno de ellos, y así disminuyen la potencia de la vida animal dejando que se apague en el sueño magnético de todos;es comparable al loto, que por la noche se hunde bajo el agua. Con esto concuerda también el que, cuando una vez se colocó la guía del baquet en la cabeza en lugar de en la fosa epigástrica, la consecuencia fue una violenta congestión y dolor de cabeza (Kieser, Telurismo, 1.a edición, vol. 1, p. 439). El que en el baquet de hierro [siderisch] los simples metales desmagnetizados ejerzan la misma fuerza parece estar relacionado con el hecho de que el metal es lo más simple y originario, el grado más profundo de la objetivación de la voluntad, y, por consiguiente, se opone directamente al cerebro como desarrollo superior de esa objetivación, es decir, es lo más alejado de él, además de presentar la mayor masa en el menor espacio. En consecuencia, reduce la voluntad a su carácter originario y es afín al sistema ganglionar como, a la inversa, la luz lo es al cerebro: por eso los sonámbulos temen el contacto de los metales con los órganos del polo consciente. También encuentra ahí su explicación la percepción del metal y el agua en los que están organizados para tal fin. — Si en el caso del habitual baquet magnetizado los que actúan son los sistemas ganglionares conectados a él de todos los pacientes reunidos a su alrededor, que uniendo sus fuerzas tiran hacia abajo de los polos cerebrales, esto proporciona también una guía para explicar el contagio del sonambulismo en general, como también el fenómeno, afín a él, de la comunicación de la actividad presente de la segunda visión al tocarse entre sí los que están dotados de ella, así como la comunicación, y por lo tanto la comunidad, de las visiones en general.
Pero si quisiéramos permitirnos una aplicación aún más audaz de la anterior hipótesis basada en las leyes de la polaridad y referida al proceso de la magnetización activa, se podría deducir de ella, aunque solo esquemáticamente, cómo en los grados superiores del sonambulismo el rapport[325] puede llegar al punto de que el sonámbulo participe de todos los pensamientos, conocimientos, lenguajes y hasta afecciones sensoriales del magnetizador, es decir, que esté presente en su cerebro, mientras que, por el contrario, la voluntad de este tiene un influjo inmediato sobre aquel y le domina de tal forma que puede retenerle firmemente. En efecto, en el caso del hoy en día usual aparato galvánico, en el que se sumergen los dos 280 metales en ácidos distintos separados por paredes de arcilla, la corriente positiva pasa a través de esos dos fluidos desde el cinc al cobre, y luego fuera de ellos, en los electrodos, vuelve desde el cobre al cinc. De forma análoga a esa iría la corriente positiva de la fuerza vital, en la forma de la voluntad del magnetizador, desde su cerebro hasta el del sonámbulo, dominándole, y repeliendo la fuerza vital de este, productora de la conciencia en el cerebro, en dirección al nervio simpático, es decir, a la zona abdominal, su polo negativo: pero luego la misma corriente vuelve desde ahí hasta el magnetizador, a su polo positivo, el cerebro de este, donde se encuentra con sus pensamientos y sensaciones, de los que el sonámbulo se hace así partícipe. Estos son, desde luego, supuestos muy atrevidos: pero en cosas tan inexplicadas como las que aquí constituyen nuestro problema, es lícita toda hipótesis que conduzca a una comprensión de las mismas, aunque sea esquemática o analógica.
El carácter exageradamente asombroso —y, por eso mismo, realmente increíble hasta que fue respaldado por el acuerdo de cientos de testimonios fidedignos— de la clarividencia sonámbula, en la que se pone de manifiesto lo oculto, lo ausente, lo remotamente lejano y hasta lo que late en el seno del futuro, deja al menos de ser absolutamente inconcebible si tenemos en cuenta que, como he dicho con frecuencia, el mundo objetivo es un simple fenómeno cerebral: pues su orden y regularidad, basados en el espacio, el tiempo y la causalidad (en cuanto funciones cerebrales), es lo que se suprime en cierto grado en la clarividencia sonámbula. En efecto, a consecuencia de la doctrina kantiana de la idealidad del espacio y el tiempo comprendemos que la cosa en sí, es decir, lo único verdaderamente real en todos los fenómenos, en cuanto libre de aquellas dos formas del intelecto, no conoce la diferencia entre cerca y lejos, entre presente, pasado y futuro; por eso las separaciones basadas en aquellas formas intuitivas no se muestran absolutas sino que dejan de presentar límites infranqueables al modo de conocimiento en cuestión, esencialmente transformado por la modificación de su órgano. En cambio, si el tiempo y el espacio fueran absolutamente reales y pertenecientes al ser en sí de las cosas, entonces aquellas dotes de visión de los sonámbulos, como en general toda visión remota y anticipada, serían un milagro realmente incomprensible. Por otro lado, los hechos a los que nos referimos proporcionan en cierta medida una confirmación fáctica a la teoría kantiana. Pues si el tiempo no es una determinación del verdadero ser de las cosas, el antes y el después carecen de sentido con respecto a él: en consecuencia, un acontecimiento puede ser igualmente conocido antes de ocurrir o después. Toda mántica, sea en el sueño, en la previsión sonámbula, en la segunda visión o en cualquier otro fenómeno, consiste únicamente en descubrir el camino para liberar el conocimiento del condicionamiento del tiempo. — Se puede ilustrar la cuestión con el siguiente ejemplo: la cosa en sí es el primum mobile[326] en el mecanismo que suministra el movimiento a toda la complicada y variopinta maquinaria de este mundo. Por eso aquella tiene que ser de distinta clase y naturaleza que esta. Vemos bien la conexión de las distintas partes de la maquinaria, en las palancas y ruedas puestas intencionadamente al descubierto (secuencia temporal y causalidad): pero lo que comunica a todas ellas el primer movimiento no lo vemos. Cuando leo cómo los sonámbulos clarividentes anuncian el futuro con tanta anticipación y exactitud, tengo la sensación de que hubieran llegado hasta ese mecanismo oculto del que todo nace y donde, por lo tanto, está ya ahora presente lo que exteriormente, es decir, visto en nuestra óptica del tiempo, solo se presenta como futuro y venidero.
Además, el mismo magnetismo animal al que debemos ese prodigio nos acredita también una inmediata acción de la voluntad sobre otros y a distancia de muy diversas maneras: tal es precisamente el carácter fundamental de aquello que recibe el desacreditado nombre de magia. Pues esta consiste en una acción inmediata de nuestra voluntad que está liberada de las condiciones causales de la acción física, es decir, del contacto en el más amplio sentido de la palabra; así lo he dedicado en un capítulo monográfico dentro del escrito Sobre la voluntad en la naturaleza. La acción mágica es, pues, a la física lo que la mántica a la conjetura racional: es 282 real y plenamente una actio in distans[327], al igual que la mántica genuina, por ejemplo, la clarividencia sonámbula, es una passio a distante[328]. Así como en esta se suprime el aislamiento individual del conocimiento, en aquella se suprime el de la voluntad. En ambos casos realizamos con independencia de las limitaciones que originan el espacio, el tiempo y la causalidad lo que en otro caso y habitualmente solo somos capaces de hacer bajo ellas. Así pues, en ellas nuestro ser más íntimo, o la cosa en sí, se ha quitado aquellas formas del fenómeno y aparece libre de ellas. De ahí que la credibilidad de la mántica sea afín a la de la magia y la duda sobre ambas haya avanzado y retrocedido siempre al mismo tiempo.
Magnetismo animal, curas simpatéticas, magia, segunda visión, sueño perceptivo, visión espectral y visiones de todas clases son fenómenos afines, ramas de un mismo tronco, y ofrecen indicios seguros e irrefutables de un nexo entre los seres fundado en un orden de cosas totalmente diferente al de la naturaleza, la cual tiene por base las leyes del espacio, el tiempo y la causalidad; mientras que aquel otro orden es más profundo, originario e inmediato, por lo que ante él las leyes de la naturaleza primeras y más universales, por puramente formales, no tienen validez, y en consecuencia el tiempo y el espacio no separan ya a los individuos, ni la segregación y aislamiento de los mismos debido a aquellas formas establece ya límites infranqueables a la comunicación de los pensamientos y al inmediato influjo de la voluntad; de modo que se originan cambios por una vía totalmente distinta de la causalidad física y la cadena conexa de sus miembros, a saber: simplemente en virtud de un acto de voluntad manifestado de una forma especial y así potenciado más allá del individuo. Por consiguiente, el carácter peculiar de todos los fenómenos animales de los que aquí hablamos es la visio in distans et actio in distans[329] tanto en el tiempo como en el espacio.
Dicho sea de paso, el verdadero concepto de la actio in distans es este: que el espacio entre lo que actúa y lo causado, esté lleno o vacío, no tiene influencia alguna en el efecto, sino que es totalmente irrelevante que se eleve a una pulgada o un billón de órbitas de Urano. Pues si el efecto se debilita en algo con la distancia, ello es debido, bien a que una materia que ya llena el espacio ha de propagarlo y por tanto, en virtud de su continua reacción, debilita aquel en proporción a la distancia, o bien porque la causa misma consiste simplemente en una emanación que se extiende en el espacio, y así este es mayor cuanto más enrarecido. En cambio, el espacio vacío no puede presentar resistencia alguna ni debilitar la causalidad. Así pues, allá donde el efecto disminuye en proporción a su distancia del punto de partida de la causa, como en el caso de la luz, la gravitación, el magneto, etc., no hay una actio in distans; ni tampoco la hay cuando simplemente se retarda por la distancia. Pues lo móvil en el espacio es únicamente la materia: esta, pues, tendría que ser el soporte que cubre el camino de tal efecto y, por consiguiente, no actuar hasta que este ha llegado, luego solo por contacto y no in distans.
En cambio, los fenómenos aquí examinados y que antes hemos considerado como ramas de un mismo tronco tienen como carácter específico, según se dijo, la actio in distans y la passio a distante. De este modo, como ya se indicó, ofrecen ante todo una confirmación fdctica, tan inesperada como segura, de la doctrina fundamental kantiana de la oposición entre el fenómeno y la cosa en sí, y entre las leyes de ambos. En efecto, la naturaleza y su orden son, según Kant, mero fenómeno: en oposición a él vemos que todos los hechos aquí examinados, que podemos denominar mágicos, arraigan inmediatamente en la cosa en sí, y en el mundo fenoménico provocan fenómenos que nunca se pueden explicar según las leyes de este, y por eso fueron negados con razón hasta que cientos de experiencias ya no lo permitieron. Pero no solo la kantiana, también mi filosofía, si se investigan de cerca esos hechos, recibe una importante confirmación por cuanto en todos aquellos fenómenos el verdadero agente es solamente la voluntad; con lo cual esta se revela como la cosa en sí. A partir de esa verdad, tomada en su vertiente empírica, un conocido magnetizador, el conde húngaro Szapary, que evidentemente nada sabe de mi filosofía y quizá no mucho de ninguna, en su escrito Una palabra sobre el magnetismo animal, Leipzig, 1840, titula el primer tratado: «Pruebas físicas de que la voluntad es el principio de toda vida espiritual y corporal».
Además, y prescindiendo de eso, los mencionados fenómenos ofrecen igualmente una refutación fáctica y totalmente segura no solo del materialismo sino también del naturalismo que, en el capítulo 17 del segundo volumen de mi obra principal, he descrito como la física sentada en el trono de la metafísica; pues ellos demuestran que el orden de la naturaleza, que las dos visiones mencionadas pretenden hacer valer como absoluto y único, es puramente fenoménico y, por lo tanto, meramente superficial, siendo su base el ser de las cosas en sí mismas independiente de sus leyes. Pero los fenómenos en cuestión son, al menos desde el punto de vista filosófico, los más importantes sin comparación de entre todos los hechos que nos ofrece el conjunto de la experiencia; de ahí que sea obligación de todo estudioso familiarizarse a fondo con ellos.
Sirva para ilustrar esta explicación la siguiente observación general: la creencia en los espectros es innata al hombre; se encuentra en todas las épocas y en todos los países, y quizás ningún hombre esté totalmente libre de ella. Ya la gran masa y el pueblo de todos los países y épocas distingue lo natural y sobrenatural como dos órdenes de las cosas radicalmente distintos pero existentes al mismo tiempo. A lo sobrenatural le atribuye sin vacilar los prodigios, los augurios, los espectros y la magia, pero además admite que en general nada es absoluta y radicalmente natural sino que la naturaleza misma se basa en algo sobrenatural. Por eso el pueblo entiende muy bien cuando se pregunta: «¿Ocurre esto naturalmente o no?». En esencia esa distinción popular coincide con la kantiana de fenómeno y cosa en sí; solo que esta define el tema con mayor exactitud y acierto, en particular al afirmar que lo natural y lo sobrenatural no son dos clases de seres distintas y separadas sino una y la misma cosa, que tomada en sí se ha de denominar sobrenatural, ya que solo en cuanto se manifiesta [erscheint], es decir, entra en la percepción de nuestro intelecto y por tanto ingresa en sus formas, se presenta como naturaleza, cuya mera legalidad fenoménica es justamente lo que se entiende como lo natural. Yo, por mi parte, solo he esclarecido la expresión kantiana al denominar el «fenómeno» [Erscheinung] directamente representación. Y si se tiene en cuenta que, siempre que en la Crítica de la razón pura y los Prolegómenos la cosa en sí kantiana despunta, aunque sea un poco, de la oscuridad en que él la mantiene, enseguida se da a conocer como lo moralmente responsable en nosotros, es decir, como la voluntad; si, como digo, se tiene esto en cuenta, entonces también se comprenderá que yo, al demostrar que la voluntad es la cosa en sí, no he hecho tampoco más que esclarecer y llevar a término los pensamientos de Kant.
El magnetismo animal, considerado, no desde luego desde el punto de vista económico y tecnológico, pero sí desde el filosófico, es el más decisivo de todos los descubrimientos que se hayan hecho jamás, aun cuando por lo pronto plantee más enigmas de los que resuelve. Él es realmente la metafísica práctica, como definiera ya Bacon de Verulam la magia: es, en cierta manera, una metafísica experimental: pues las leyes primeras y más generales de la naturaleza son abolidas por él; de ahí que haga posible incluso lo que a priori se juzga imposible. Pero si ya en la simple física durante mucho tiempo los experimentos y los hechos no nos abren la correcta comprensión sino que para ello se requiere una interpretación de los mismos, con frecuencia difícil de encontrar, ¡cuánto más ocurrirá esto con los misteriosos hechos de aquella metafísica que se manifiesta empíricamente! Así pues, la metafísica racional o teórica tendrá que ir acompasada con ella para que se incrementen las riquezas aquí descubiertas. Pero llegará un tiempo en que la filosofía, el magnetismo animal y la ciencia natural, la cual habrá progresado de forma inaudita en todas sus ramas, se arrojarán recíprocamente tan clara luz que se harán manifiestas verdades que por lo demás no se podía esperar alcanzar. Pero no pensamos aquí en las declaraciones metafísicas y las teorías de los sonámbulos: estas son en su mayoría pobres opiniones nacidas de los dogmas aprendidos por el sonámbulo y de su mezcla con lo que encuentra en la mente de su magnetizador; de ahí que no merezcan atención.
Vemos también que el magnetismo abre el camino a las explicaciones acerca de las apariciones de espectros, tan pertinazmente afirmadas como firmemente negadas: mas encontrar con acierto ese camino no será fácil; si bien ha de hallarse en algún punto medio entre la credulidad de nuestro Justinus Kerner, por lo demás muy respetable y meritorio, y la opinión, hoy en día solo dominante ya en Inglaterra, que no admite más que un orden mecánico en la naturaleza, simplemente para poder colocar y concentrar con mayor seguridad todo lo que va más allá de ella en un ser personal totalmente distinto del mundo y que dispone de él a su arbitrio. El oscurantista clero inglés, que se enfrenta con increíble desvergüenza a todo conocimiento científico y constituye así un escándalo para nuestro continente, con sus grandes cuidados a todos los prejuicios favorables a la «fría superstición a la que denomina su religión[330]» y la persecución a las verdades que se oponen a ella, es el principal culpable de la injusticia que ha tenido que sufrir el magnetismo animal en Inglaterra, donde, después de llevar ya cuarenta años de reconocimiento en la teoría y en la práctica en Alemania y Francia, sin ser siquiera examinado y con la confianza que da la ignorancia, sigue siendo ridiculizado y condenado como un burdo engaño. «Quien cree en el magnetismo animal no puede creer en Dios», me dijo aún en el año 1850 un joven cura inglés: hinc illae lacrimae![331] Sin embargo, también en la isla de los prejuicios y los engaños clericales ha enarbolado por fin su bandera el magnetismo animal, para reiterada y gloriosa confirmación del magna est vis veritatis, et praevalebit[332], esa hermosa sentencia bíblica ante la que el pecho de todo el clero anglicano tiembla con razón por sus prebendas. En general, es momento de enviar a Inglaterra misiones de la razón, la ilustración y el anticlericalismo, con la crítica bíblica de von Bohlen y Strauß en una mano y la Crítica de la razón pura en la otra, a fin de impedir que continúen su labor aquellos que firman como reverend, los más arrogantes e insolentes de todos los curas del mundo, y se dé fin al escándalo. Entretanto, a ese respecto podemos esperar lo mejor de los barcos de vapor y los ferrocarriles, que favorecen el intercambio de pensamientos tanto como el de mercancías, con lo que ponen en el mayor peligro la beatería popular que con tan picaro cuidado es cultivada en Inglaterra y domina incluso las clases superiores. En efecto, pocos leen pero todos parlotean, para lo cual dan ocasión y ocio aquellas instituciones. Pero no se puede tolerar por más tiempo que aquellos curas con su burda beatería degraden hasta el final la más inteligente y, casi en todos los respectos, la primera nación de Europa, haciéndola así despreciable; sobre todo cuando se piensa en los medios con los que han logrado ese fin, en concreto, la educación del pueblo, que se les confió para cuidar de que las dos terceras partes de la nación inglesa no supieran leer. En eso su desfachatez llega tan lejos que incluso en las hojas públicas atacan con ira, sarcasmo e insípida burla los resultados generales de la geología, plenamente seguros; porque, en efecto, pretenden hacer valer con toda seriedad el cuento mosaico de la Creación, sin darse cuenta de que en tales ataques golpean el tarro de hierro con el de arcilla[333]. — Por lo demás, la fuente del escandaloso oscurantismo inglés embaucador del pueblo es la ley de la primogenitura, que obliga a la aristocracia (en el sentido más amplio del término) a asegurar la colocación de los hijos más jóvenes: para ellos está, cuando no son aptos para la marina ni para el ejército, el Church-establishment[334] (nombre característico) con sus rentas de cinco millones de libras, el instituto de pensiones. En efecto, se procura al joven a living (también un nombre muy característico: un medio de vida), es decir, una vicaría, bien mediante favores o dinero: con mucha frecuencia se ponen en venta en los periódicos, incluso en pública subasta[335], si bien por decoro no se vende directamente la vicaría misma sino el derecho a adjudicarla (the patronage): pero dado que el negocio se ha de cerrar antes de que esta quede realmente vacante, se añade como oportuno incentivo que el actual vicario tiene, por ejemplo, setenta y siete años, como tampoco se dejan de exaltar las hermosas oportunidades de caza y pesca en la vicaría y la elegante vivienda. Es la más insolente simonía del mundo. Así se entiende por qué en la buena, quiero decir, distinguida sociedad inglesa, toda broma sobre la Iglesia y su fría superstición se considera de mal tono y hasta una indecencia, según la máxima quand le bon ton arrive, le bons sens se retire[336]. Precisamente por eso, la influencia de los curas en Inglaterra es tan grande que, para permanente vergüenza de la nación inglesa, la estatua que Thordwaldsen hizo de Byron, el más grande de sus poetas después del inalcanzable Shakespeare, no ha podido ser colocada en el Panteón Nacional de la Abadía de Westminster junto a los restantes grandes hombres; porque justamente Byron fue lo bastante honorable como para no hacer ninguna concesión al clero anglicano sino seguir libre su camino; mientras que el mediocre poeta Wordsworth, frecuente objetivo de sus burlas, ha obtenido su estatua en la iglesia de Westminster en el año 1854. Con tal infamia la nación inglesa se señala a sí misma as a stultified and priestridden nation[337]. Con razón se ríe Europa de ella. Sin embargo, las cosas no seguirán así. Una futura generación más sabia llevará con pompa la estatua de Byron a la iglesia de Westminster. Voltaire, en cambio, que ha escrito cien veces más en contra de la Iglesia que Byron, descansa glorioso en el panteón francés de la iglesia de Santa Genoveva, feliz de pertenecer a una nación que no se deja tomar el pelo ni gobernar por los curas. Naturalmente, no faltan en este caso los efectos desmoralizadores de los engaños del clero y de la beatería. Desmoralizador ha de ser el efecto de que el clero mienta al pueblo, de que la mitad de toda virtud consista en holgazanear el domingo y berrear en la iglesia, y de que uno de los mayores vicios sea el sabbathbreaking[338], es decir, no holgazanear el domingo: por eso también con mucha frecuencia hacen que los pobres diablos a los que se va a ahorcar expliquen en los periódicos que del sabbathbreaking, ese horrible pecado, ha nacido toda su pecaminosa vida. Precisamente debido al mencionado instituto de pensiones, todavía hoy la desdichada Irlanda, cuyos habitantes mueren de hambre por miles, además de a su clero católico, pagado por ella libremente y por sus propios medios, tiene que sustentar a una holgazana clerigalla protestante con un arzobispo, doce obispos y un ejército de deans y rectors, aunque no directamente a costa del pueblo sino de los bienes eclesiásticos.
Ya he hecho notar que el sueño, la percepción sonámbula, la clarividencia, las visiones, la segunda visión y cualquier posible visión espectral son fenómenos estrechamente vinculados. Su elemento común es que, cuando caemos en ellos, alcanzamos una intuición objetivamente representada, por medio de un órgano totalmente distinto que en el habitual estado de vigilia; en concreto, no a través de los sentidos externos, pero sí tan completa y exactamente como a través de ellos: en consecuencia, he denominado a eso órgano del sueño. Lo que, por el contrario, los distingue es su diferente relación con el mundo externo empírico-real, perceptible por los sentidos. En efecto, en el caso del sueño esta no suele ser nunca directa, e incluso en los infrecuentes sueños fatídicos la mayoría de las veces es solo indirecta y remota, y muy raramente directa: en cambio, en la percepción sonámbula y en la clarividencia, como también en el noctambulismo, esa relación es inmediata y plenamente correcta; en el caso de las visiones y la posible visión espectral, problemática. — En efecto, la contemplación de objetos en el sueño es reconocidamente ilusoria, así que es en realidad meramente subjetiva, como la de la fantasía: pero la misma clase de intuición se hace completa y correctamente objetiva en la vigilia durmiente y en el sonambulismo; e incluso en la clarividencia alcanza un campo visual incomparablemente más amplio que el de la vigilia. Pero cuando aquí se extiende a los fantasmas de los difuntos, se pretende hacerlo valer de nuevo como una contemplación meramente subjetiva. Mas eso no es conforme con la analogía de ese progreso, y solo se puede afirmar que ahora se contemplan objetos cuya existencia no está acreditada por la intuición habitual de quien acaso esté presente despierto, mientras que en los niveles anteriores se trataba de objetos que el que está despierto simplemente ha de buscar en la lejanía o esperar en el tiempo. En efecto, a partir de ese nivel conocemos la clarividencia como una intuición que se extiende a lo que no es accesible inmediatamente a la actividad cerebral en la vigilia, pero que es realmente existente y verdadero: por eso no podemos negar la realidad objetiva, al menos no inmediatamente y sin más, a aquellas percepciones a las que la intuición despierta no puede llegar ni siquiera recorriendo un espacio o un tiempo. De hecho, según la analogía, podríamos incluso suponer que una facultad de la intuición que se extendiera a lo realmente futuro y aún no existente bien podría ser capaz de percibir como presente lo que una vez existió y ya no existe. Además, no es cosa resuelta que los fantasmas en cuestión no puedan acceder también a la conciencia despierta. Lo más frecuente es que sean percibidos en estado de vigilia durmiente, es decir, cuando se divisan correctamente el entorno y presente inmediatos, aunque en sueños: y dado que aquí es objetivamente real todo lo que se ve, los fantasmas que ahí aparecen tienen para sí la presunción de realidad.
Por lo demás, la experiencia enseña que la función del órgano del sueño, que por lo regular tiene como condición de su actividad el habitual sueño ligero, o bien el profundo sueño magnético, excepcionalmente puede también llegar a ejercitarse en el cerebro despierto, es decir, que aquel ojo con el que vemos los sueños puede muy bien abrirse alguna vez en la vigilia. Entonces vemos ante nosotros figuras que se asemejan tan engañosamente a las que llegan hasta el cerebro a través de los sentidos, que se confunden y son tomadas por ellas, hasta que se demuestra que no son miembros de la conexión de la experiencia, que está formada por el nexo causal que une todas aquellas y se concibe con el nombre de mundo corpóreo; eso se pone de manifiesto, bien de manera inmediata, a causa de su naturaleza, o bien después. Una figura que así se presente recibirá el nombre de alucinación, visión, segunda visión o aparición de espectros, según dónde esté su causa remota. Pues su causa próxima ha de hallarse siempre en el interior del organismo, ya que, como antes se mostró, es una acción procedente del interior lo que excita al cerebro a una actividad intuitiva que, penetrándolo totalmente, se extiende hasta los nervios sensoriales, con lo que entonces las figuras que así se presentan reciben incluso el color y el brillo, como también el tono y la voz de la realidad. Pero en el caso de que eso se produzca de forma incompleta, aparecerán con colores débiles, pálidos, grises y casi transparentes, o también, de manera análoga, cuando sean formas auditivas sus voces sonarán atrofiadas, huecas, quedas, roncas o chirriantes. Cuando el que las ve dirige hacia ellas una aguzada atención suelen desaparecer; porque los sentidos, al aplicarse entonces con esfuerzo a la impresión externa, reciben realmente la que —por ser más fuerte y producirse en dirección opuesta— supera y reprime toda aquella actividad cerebral procedente de dentro. Precisamente para evitar esa colisión se da el hecho de que en las visiones el ojo interno proyecta todo lo posible las formas hacia donde el exterior no ve nada, en el ángulo oscuro, detrás de pantallas que repentinamente se vuelven transparentes; y, en general, en la oscuridad de la noche, que es el tiempo de los espíritus solamente porque la oscuridad, el silencio y la soledad, al suspender las impresiones externas, dejan margen a la actividad cerebral procedente de dentro; de modo que en ese respecto se la puede comparar con el fenómeno de la fosforescencia, que tiene también como condición la oscuridad. En ruidosa compañía y a la luz de muchas velas, la medianoche no es ninguna hora de espíritus. Pero sí lo es la medianoche oscura, callada y sola; porque ya instintivamente tememos en ella la aparición de fenómenos que se presentan como totalmente exteriores, si bien su causa próxima se encuentra en nosotros mismos: así que nos tememos en realidad a nosotros mismos. De ahí que quien teme la aparición de tales fenómenos busque compañía.
Aunque la experiencia enseña que los fenómenos del tipo del que hablamos se producen en la vigilia, lo cual es precisamente lo que los distingue de los sueños, dudo de que esa vigilia sea completa en el sentido más estricto; pues ya el reparto aquí necesario de la capacidad representativa del cerebro parece exigir que, cuando el órgano del sueño está muy activo, ello no se pueda dar sin una disminución de la actividad normal, es decir, solo a base de una cierta pérdida de potencia de la conciencia sensorial despierta, dirigida hacia fuera; según ello, supongo que durante una aparición así la conciencia, aun estando despierta, se halla como envuelta por un ligero velo, con lo que recibe un cierto matiz onírico, aunque débil. Así se explicaría ante todo que quienes realmente han tenido apariciones de esa clase no hayan muerto de espanto, mientras que, por el contrario, a veces las falsas apariciones de espectros preparadas artificialmente han tenido ese resultado. De hecho, por lo regular las auténticas visiones de esa clase no causan ningún miedo, sino que solo después, al reflexionar sobre ellas, sobreviene algún espanto: ello puede deberse también a que, mientras duran, se los toma por hombres vivos y solamente después se muestra que no podían serlo. Sin embargo, creo que la ausencia de miedo, que es incluso un distintivo característico de las auténticas visiones de esa clase, nace principalmente de la razón antes indicada, por cuanto uno, aunque despierto, está ligeramente velado por una especie de conciencia onírica, es decir, se encuentra en un elemento al que es ajeno el espanto por las apariciones incorpóreas, precisamente porque en él lo objetivo no está separado de lo subjetivo con tanta rigidez como en la acción del mundo corpóreo. Esto encuentra una confirmación en la naturalidad con que la vidente de Prevorst trata a los espectros: por ejemplo, en el volumen 2, p. 120 (1.a edición), deja con toda tranquilidad a un espíritu esperando hasta que ella se haya tomado la sopa. También el propio J. Kerner dice en varios pasajes (p. ej., vol. 1, p. 209) que aunque ella parecía estar despierta nunca lo estaba del todo; lo cual en todo caso puede ser compatible con su propia declaración (vol. 2, p. 11, 3.a ed.), de que siempre que veía espíritus estaba totalmente despierta.
En todas esas intuiciones en estado de vigilia a través del órgano del sueño, las cuales aparecen y se nos muestran totalmente objetivas y equivalentes a las intuiciones a través de los sentidos, la causa próxima ha de estar, como se dijo, siempre en el interior del organismo, donde es una inusual alteración la que actúa en el cerebro a través del sistema nervioso vegetativo, ya cercano al sistema cerebral; es decir, a través del nervio simpático y sus ganglios; mas con esa acción el cerebro solo puede ponerse en su natural y peculiar actividad de la intuición objetiva que tiene por forma el espacio, el tiempo y la causalidad, exactamente igual que con la acción que se produce desde fuera sobre los sentidos; de ahí que también ahora ejerza su función normal. — Pero incluso la actividad intuitiva del cerebro provocada desde dentro se abre paso hasta los nervios sensoriales que, excitados a sus sensaciones específicas desde el interior igual que en otros casos lo son desde fuera, dotan a las figuras que se manifiestan de color, sonido, olor, etc., otorgándoles así la perfecta objetividad y realidad de lo sensorialmente percibido. Esta teoría recibe una notable confirmación a partir de la siguiente indicación de una sonámbula clarividente de Heineken acerca del origen de la intuición sonámbula: «Por la noche, tras un tranquilo sueño natural, de repente se le ha abierto la claridad, la luz se extiende desde la parte trasera de la cabeza, corre desde ahí hacia la parte delantera, luego llega a los ojos y hace visibles los objetos alrededor: con esa luz, semejante a la del crepúsculo, ha visto y conocido claramente todo en torno a ella» (Kieser, Archivo sobre el magnetismo animal, vol. 2, n.º 3, p. 43). Sin embargo, la causa próxima de tales intuiciones provocadas en el cerebro desde dentro ha de tener a su vez otra que, en consecuencia, es la causa remota de aquellas. Si descubriéramos que esta no siempre se ha de buscar solamente en el organismo sino a veces también fuera de él, entonces, en este último caso, aquel fenómeno cerebral que hasta ahora se presenta tan subjetivo como los meros sueños, e incluso como un sueño en vigilia, tendría asegurada desde un punto de vista totalmente distinto la objetividad real, es decir, la conexión causal real con algo existente fuera del sujeto; así pues, entraría, por así decirlo, por la puerta trasera. — Por consiguiente, detallaré ahora las causas remotas de aquel fenómeno en la medida en que nos son conocidas; aquí observo ante todo que cuando estas se hallen exclusivamente en el interior del organismo, el fenómeno se designará con el nombre de alucinación, y no recibirá este nombre sino otros cuando se pueda demostrar, o al menos haya que suponer, una causa situada fuera del organismo.
1) La causa más frecuente del fenómeno cerebral en cuestión son violentas enfermedades agudas, en particular fiebres altas, que conducen al delirio, en el que el mencionado fenómeno resulta de todos conocido bajo el nombre de fantasías febriles. Está claro que esta causa se encuentra únicamente en el organismo, si bien la fiebre misma puede ser provocada por causas externas.
2) La locura no está siempre, pero sí a veces, acompañada de alucinaciones; como causa de estas hemos de considerar los estados patológicos que conducen a aquella, presentes la mayoría de las veces en el cerebro pero con frecuencia también en el resto del organismo.
3) En casos raros, pero por fortuna plenamente constatados, sin que exista fiebre o enfermedad aguda, y mucho menos locura, se originan alucinaciones en forma de apariciones de figuras humanas que se asemejan engañosamente a las reales. El de Nikolai es el caso más conocido de esa clase, ya que él lo presentó en la Academia de Berlín en 1799 y también imprimió esa exposición. Otro semejante se encuentra en el Edinbugh Journal of Science, by Brewster, vol. 4, n.º 8, octubre-abril 1831, y varios más ofrece Brierre de Boismont, Des Hallucinations, 1845, deuxième édit. 1852: un libro muy útil para el objeto total de nuestra investigación, al que por ello me referiré con frecuencia. Ciertamente, no ofrece en modo alguno una explicación profunda de los fenómenos incluidos aquí, e incluso por desgracia ni una sola vez presenta una ordenación sistemática real sino solo aparente; sin embargo, es una recopilación muy rica, cuidadosa y crítica, de todos los casos que de alguna manera encajan en nuestro tema. Al especial punto que acabo de examinar corresponden en particular las observations 7, 13, 15, 29, 65, 108, 110, 111, 112, 114, 115 y 132. Pero en general hay que suponer y ponderar que, de los hechos que pertenecen al objeto total del presente examen, por cada uno hecho público hay otros mil análogos cuyo conocimiento no ha traspasado el estrecho círculo de su entorno inmediato, por distintas causas fáciles de concebir. Precisamente por eso la consideración científica de este tema carga desde siglos y hasta milenios con unos pocos casos aislados, sueños perceptivos e historias de espíritus, semejantes a los cuales han ocurrido desde entonces otros cien mil, pero no han sido publicados e incorporados así a la literatura. Como ejemplo de aquellos casos que se han hecho típicos por la innumerable repetición, cito simplemente el sueño perceptivo que narra Cicerón en De div.[inatione] I, 27, el fantasma en Plinio, Epistola ad Suram, y la aparición espectral de Marsilio Ficino según el acuerdo con su amigo Mercatus[339]. — Pero por lo que respecta a los casos tomados en consideración en el presente apartado, de cuyo tipo es la enfermedad de Nikolai, han demostrado en su totalidad deberse a causas anómalas puramente corporales y radicadas totalmente en el propio organismo, ello tanto por su insignificante contenido y el carácter periódico de su recurrencia, como porque siempre ceden a los medios terapéuticos, en especial a las extracciones de sangre. Así pues, pertenecen también a las meras alucinaciones y así han de denominarse en el sentido más estricto.
4) A estas siguen ante todo ciertas apariciones, por lo demás semejantes a ellas, de figuras que existen objetiva y exteriormente, pero que se distinguen por tener un carácter determinado expresamente para el vidente, relevante y la mayoría de las veces siniestro, y cuya importancia real queda casi siempre fuera de duda por la pronta muerte de aquel al que se le presentan. Como modelo de esa clase se puede considerar el caso que narra Walter Scott, On demonology and witchcraft, letter 1, y que también reproduce Brierre de Boismont, de un funcionario de justicia que durante meses veía encarnados ante sí primero un gato, luego un maestro de ceremonias y finalmente un esqueleto, con lo cual se consumió y finalmente murió. De este tipo es también la visión de Miss Lee, a la que la aparición de su madre le anunció correctamente el día y hora de su muerte. Ha sido narrado primero en el Treatise on spirits de Beaumont (traducido al alemán en 1721 por Arnold) y luego en Hibberts sketches of the philosophy of apparitions, 1824; más tarde, en Hör. Welby’s signs before death, 1825, y también en J. C. Hennings, De los espectros y los videntes de espectros, 1780, y en Bierre de Boismont. Un tercer ejemplo lo ofrece la historia, relatada en el libro de Welby recién mencionado (p. 156), de Frau Stephen, que, estando despierta, vio un cadáver que yacía detrás de su silla y algunos días después murió. También se incluyen aquí los casos de la visión de uno mismo por cuanto a veces, aunque no siempre, anuncian la muerte del que se ve. Un caso de esta clase muy curioso e inusualmente bien acreditado lo ha señalado el médico berlinés Formey en su escrito El filósofo pagano [o pensamientos de Plinio]: se encuentra reproducido en su totalidad en la Deuteroscopia de Horst, vol. 1, p. 115, como también en su Biblioteca de magia, vol. 1. Sin embargo, aquí hay que observar que en realidad la aparición no fue vista por la persona que poco después murió de forma insospechada sino solo por sus allegados. Horst, en el tomo segundo de la Deuteroscopia, p. 138, notifica un caso garantizado por él de verdadera visión de sí mismo. Incluso Goethe cuenta que se vio a sí mismo montado a caballo y con un traje con el que ocho años después cabalgó realmente allí mismo (De mi vida, libro 11). Esta aparición, dicho sea de paso, tenía como finalidad consolarle, ya 297 que le hizo verse a sí mismo volviendo después de ocho años a visitar a la amada de la que se acababa de despedir dolorosamente, cabalgando por el camino inverso: así pues, le levantó por un instante el velo del futuro para, en su aflicción, anunciarle el reencuentro. — Las apariciones de ese tipo no son ya simples alucinaciones sino visiones. Pues, o bien presentan algo real, o se refieren a futuros acontecimientos reales. Por eso son en el estado de vigilia lo que en el dormir los sueños fatídicos que, como antes se dijo, se refieren con la mayor frecuencia al propio estado de salud del que sueña, en especial al desfavorable; — mientras que las meras alucinaciones se corresponden con los habituales sueños sin significado.
El origen de aquellas visiones significativas se ha de buscar en que aquella enigmática facultad cognoscitiva que se esconde en nuestro interior, que no está limitada por las relaciones espaciales y temporales, y que en esa medida es omnisciente, aunque no recae dentro de nuestra conciencia común sino que está cubierta de un velo para nosotros; esa capacidad que, sin embargo, se despoja de su velo en la clarividencia magnética, alguna vez ha vislumbrado algo interesante para el individuo, de lo cual la voluntad, que es el núcleo de todo el hombre, quiere informar al conocimiento cerebral; pero lo que entonces deviene posible a través de esa operación que raramente logra es que el órgano del sueño emerja en estado de vigilia y así comunique aquel descubrimiento suyo a la conciencia cerebral en figuras intuitivas, bien de significado directo o bien alegórico. Esto lo consiguió en los casos brevemente citados antes. Todos ellos se refieren al futuro: pero también puede revelarse de ese modo uno que ocurra ahora y que entonces, naturalmente, no podrá referirse a la propia persona sino a otra. Así, por ejemplo, la muerte reciente de un amigo que está lejos se me puede anunciar presentándoseme de repente su figura tan en persona como la de un vivo; ello sin que el propio muerto necesite cooperar pensando activamente en mí, tal y como realmente ocurre, en cambio, en casos de otra especie que se han de explicar más adelante. Esto lo he traído aquí a colación a modo de ejemplo, ya que en este apartado en realidad se trata únicamente de las visiones que se refieren al vidente mismo y corresponden a los análogos sueños fatídicos.
5) A aquellos sueños fatídicos que no se refieren al propio estado de salud sino a acontecimientos del todo externos corresponden a su vez ciertas visiones que son muy cercanas a las anteriores y no nacen del organismo sino que anuncian los peligros externos que nos amenazan, los cuales con frecuencia pasan sobre nuestras cabezas sin que nos percatemos de ellos; en tal caso, no podemos constatar la referencia externa de la visión. Para resultar visibles, las visiones de este tipo requieren varias condiciones, sobre todo que el sujeto en cuestión posea la receptividad adecuada a ellas. Si, por el contrario, y como ocurre la mayoría de las veces, ese requisito se da en el grado inferior, la manifestación resultará meramente audible y tendrá lugar a través de distintos tonos, con mayor frecuencia golpes, que suelen irrumpir en especial durante la noche, casi siempre hacia la madrugada, de manera que uno se despierta y enseguida percibe en las puertas de su dormitorio unos fuertes golpes que tienen la total claridad de la realidad. Las apariciones [Visionen] visibles, en figuras alegóricamente significativas que no se pueden diferenciar de las de la realidad, no se producen hasta que un gran peligro amenaza nuestra vida, o bien cuando hemos escapado felizmente de él, con frecuencia sin saberlo con certeza; entonces ellas, por así decirlo, nos desean suerte y nos indican que aún tenemos muchos años por delante. Por último, también aparecen esas visiones para anunciar una desgracia inevitable: de esta última clase es la conocida visión de Bruto antes de la batalla de Filipos, presentándose como su genio malvado[340]; y también otra muy semejante, relatada por Valerio Máximo[341] (lib. I, c. 7, 7), de Casio de Parma después de la Batalla de Accio[342]. En general, supongo que las visiones de esa especie han sido un motivo fundamental para el mito del genio adjudicado a cada cual entre los antiguos, como también del spiritus familiaris de la época cristiana. En los siglos medievales se intentó explicarlas por los espíritus astrales, tal como lo atestigua el pasaje de Teofrasto Paracelso citado en el tratado anterior[343]: «Para comprender bien el fatum hay que decir que cada hombre tiene un espíritu que mora fuera de él y tiene su asiento en las estrellas superiores. El mismo utiliza los moldes de su maestro: él mismo es el que le presenta los praesagia y los muestra después, ya que estos quedan tras él. Esos espíritus se llaman fatum». En cambio, en los siglos XVII y XVIII, para explicar ese, como muchos otros fenómenos, se utilizó la expresión spiritus vitales que, allá donde faltaban los conceptos, se había introducido a tiempo[344]. Está claro que las auténticas causas remotas de las visiones de esa clase no pueden hallarse solamente en el organismo cuando se constata su relación con peligros externos: en adelante investigaré hasta qué punto somos capaces de concebir su conexión con el mundo externo.
6) Las visiones que ya no se refieren al propio vidente y sin embargo representan de forma inmediata, exacta y con frecuencia en todos sus detalles acontecimientos futuros que se presentan a corto o largo plazo son las propias de aquel raro don denominado second sight, la segunda visión o deuteroscopia. Una abundante recopilación de informes al respecto se contiene en Deuteroscopia de Horst, segundo volumen, 1830: también se encuentran hechos recientes de esa especie en distintos volúmenes del Archivo sobre magnetismo animal de Kieser. La rara capacidad para visiones de este tipo no se da exclusivamente en Escocia y Noruega sino que también se presenta entre nosotros, en concreto, con referencia a casos de muerte; sobre esto existen informes en Jung-Stilling, Teoría de las ciencias espirituales § 153, etc. También la conocida profecía de Cazotte[345] parece basarse en algo así. Incluso entre los negros del desierto del Sáhara se encuentra a menudo la segunda visión (véase James Richardson, Narrative of a mission to Central Africa, London, 1853). De hecho, ya en Homero (Od. XX, 351-57) vemos representada una auténtica deuteroscopia que tiene incluso una extraña semejanza con la historia de Cazotte. También Herodoto, 1. VIII, c. 65, relata una completa deuteroscopia. —Así pues, en esta segunda visión, la videncia [Vision], que aquí como siempre nace ante todo del organismo, alcanza el máximo grado de verdad real y objetiva, y delata así una relación entre nosotros y el mundo externo de clase totalmente distinta a la de la usual relación física. En cuanto estado de vigilia, marcha en paralelismo con el grado superior de la clarividencia sonámbula. En realidad es un completo sueño perceptivo en la vigilia, o al menos en un estado que irrumpe durante pocos instantes en medio de esta. Tampoco la videncia de la segunda visión, al igual que el sueño perceptivo, es en muchos casos teoremática sino alegórica o simbólica, aunque —lo cual es sumamente curioso— sigue unos símbolos fijos que aparecen en todos los videntes con el mismo significado, símbolos que se encuentran especificados en el mencionado libro de Horst, volumen 1, pp. 63-69, como también en el Archivo de Kieser, volumen VI, 3, pp. 105-108.
7) La contrapartida de las visiones referentes al futuro que acabamos de examinar la ofrecen aquellas que traen el pasado, en concreto las figuras de las personas que vivieron en tiempos, ante el órgano del sueño que se abre en la vigilia. Es bastante seguro que pueden estar causadas por los restos de los cadáveres que se encuentran en las cercanías. Esta importante experiencia a la que se puede reducir una gran cantidad de apariciones de espectros tiene su acreditación más sólida e inusualmente segura en una carta del profesor Ehrmann, el yerno del poeta Pfeffel, que se reproduce in extenso en el Archivo de Kieser, volumen 10, número 3, pp. 15 lss.: algunos extractos de la misma se encuentran en muchos libros, por ejemplo en El sonambulismo de F. Fischer, volumen 1, p. 246. No obstante, también se puede confirmar de otras maneras, a través de muchos casos que son réductibles a ella: quisiera citar aquí algunos de ellos. En primer lugar se incluye aquí la historia del pastor Lindner, de la que se informa igualmente en aquella carta, también de buena fuente, y que se ha repetido en muchos libros, entre otros en La vidente de Prevorst (vol. 2, p. 98 de la 1.a ed. y p. 356 de la 3.a ed.); de esa clase es también una historia transmitida en el citado libro de Fischer (p. 252) por él mismo, según testigos 301 oculares, y que él narra para corregir un breve informe al respecto que se encuentra en La vidente de Prevorst (p. 358 de la 3.a ed.). Luego, en G. I. Wenzel, Conversaciones sobre las más llamativas apariciones espectrales recientes, de 1800, ya en el primer capítulo encontramos siete historias de apariciones que en su totalidad tienen como causa los restos de los muertos que se encuentran en las cercanías. La historia de Pfeffel es la última de ellas: pero también las demás tienen todos los visos de verdad y en ningún caso de invención. Además, todas ellas narran una mera aparición de la figura del muerto sin ulterior desarrollo ni conexión dramática. De ahí que merezcan toda atención con respecto a la teoría de esos fenómenos. Las explicaciones racionalistas que de ellos ofrece el autor pueden servir para poner claramente de manifiesto la insuficiencia de tales soluciones. También se ha de incluir aquí la cuarta observación del libro de Bierre de Boismont antes citado; y no en menor medida, algunas de las historias de apariciones que nos han transmitido los escritores antiguos, por ejemplo, la que cuenta Plinio el Joven (1. VII, epíst. 27), curiosa ya por el hecho de que tiene el mismo carácter que innumerables otras de la época moderna. En todo semejante a ella, incluso quizás simplemente otra versión de la misma, es la que expone Luciano en el Philopseudes, capítulo 31. Luego es de ese tipo la narración de Damón en el primer capítulo del Cimón de Plutarco; y también lo que Pausanias {Attica I, 32) dice del campo de batalla en Maratón; con ello se puede comparar lo que narra Brierre en la p. 590; por último, las indicaciones de Suetonio en Caligula, capítulo 59. En general, a la experiencia que aquí examinamos podrían reducirse casi todos aquellos casos en los que los espectros se aparecen siempre en el mismo lugar y el fantasma está ligado a una determinada localización: iglesias, cementerios, campos de batalla, escenarios de crímenes, patíbulos, y aquellas casas que precisamente por eso tienen mala fama, en las que nadie quiere vivir, y que siempre se encuentran acá o allá: también yo he visto en mi vida varios de esos lugares. Tales localizaciones han dado ocasión al libro del jesuíta Petrus Thyraeus De infestis, ob molestantes daemoniorum et defunctorum spiritus, locis, Colonia, 1598. — Pero el hecho más singular de esa clase lo ofrece quizá la observación 77 de Brierre de Boismont. Como confirmación que cabe tener en cuenta de la explicación de tantas apariciones espectrales aquí ofrecida, y hasta como un miembro intermedio que conduce a ella, puede considerarse la visión de una sonámbula de la que se informa en los Diarios de Prevorst de Kerner, colección 10, p. 61: a esta, en efecto, se le presentó repentinamente una escena doméstica, exactamente descrita por ella, que podía haber ocurrido allí más de cien años antes, ya que las personas descritas por ella se asemejaban a retratos existentes que ella nunca había visto.
Sin embargo, la importante experiencia básica que aquí examinamos, a la que todos esos procesos son réductibles y que yo denomino retrospective second sight[346], ha de quedar como un fenómeno originario; porque hasta ahora carecemos de medios para explicarla. Entretanto se la puede relacionar estrechamente con otro fenómeno, ciertamente igual de inexplicable; pero con eso ya habremos ganado mucho, porque entonces en vez de dos magnitudes desconocidas tendremos una; esta ventaja es análoga a aquella otra tan famosa que hemos logrado al reducir el magnetismo animal a la electricidad. En efecto, así como un sonámbulo clarividente en alto grado no está limitado en su percepción ni siquiera por el tiempo, sino que de vez en cuando prevé también acontecimientos futuros y que se producen de una manera completamente casual; así como eso mismo es logrado de forma aún más llamativa por los deuteroscopistas y los videntes de muertos; y así como, por lo tanto, acontecimientos que en nuestra realidad empírica todavía no se han producido pueden, desde la noche del futuro, actuar sobre tales personas y recaer en su percepción, también acontecimientos y hombres que una vez existieron realmente pueden muy bien, aunque ya no existan, actuar sobre personas especialmente predispuestas a ello y así, igual que aquellos manifestaban un efecto retrospectivo [Vorwirkung], manifestar uno posterior [Nachwirkung]; de hecho esto es menos inconcebible que aquello, sobre todo cuando tal concepción está mediada e introducida por algo material, como acaso los restos mortales aún realmente existentes de las personas percibidas, o cosas que estaban en estrecha conexión con ellas: sus 303 ropas, el aposento que ocupaban o aquello a lo que estaban apegados, el tesoro oculto; ello, de forma análoga a como el sonámbulo altamente clarividente en ocasiones simplemente a través de un medio de conexión corporal, por ejemplo, un paño que el enfermo ha tenido algunos días sobre el cuerpo desnudo (Archivo de Kieser III, 3, p. 24) o un bucle de cabello cortado, se pone en rapport con personas lejanas sobre cuyo estado de salud debe informar, obteniendo así una imagen de ellas; caso este que es muy cercano a aquel del que hablamos. Según esta opinión, las apariciones espectrales ligadas a determinadas localizaciones o a los restos mortales que en ellas se encuentran no serían más que las percepciones de una deuteroscopia vuelta hacia atrás, es decir, dirigida hacia el pasado, — a retrospective second sight: por consiguiente, serían con toda propiedad lo que ya los antiguos (cuya representación del Reino de las Sombras quizás haya tenido su origen en las apariciones de espectros: véase Odisea XXIV) las llamaron: sombras, umbrae, είδωλα καμόντων,—νεκΰων άμενηνά κάρηνα, —manes[347] (de manere, algo así como restos), es decir, ecos de pasados fenómenos de este mundo fenoménico nuestro que se presenta en el tiempo y el espacio, haciéndose perceptibles al órgano del sueño: en los casos más raros, durante el estado de vigilia; con más facilidad, mientras se duerme, en forma de meros sueños; y sobre todo, en el profundo sueño magnético, cuando en él el sueño se ha elevado a vigilia durmiente y esta, a clarividencia; pero también en la vigilia durmiente natural que se mencionó al principio, que fue descrita como sueño perceptivo del entorno inmediato del que duerme y que precisamente debido a la aparición de tales figuras extrañas se da a conocer ante todo como diferente al estado de vigilia. En efecto, en esa vigilia durmiente se presentarán ante todo las figuras de aquellas personas muertas cuyo cadáver permanece aún en la casa; del mismo modo que, en general, según la ley de que esa deuteroscopia hacia atrás se inicia a través de los restos de los muertos, la imagen de un difunto se puede aparecer con la mayor facilidad a la persona predispuesta a ello, incluso en estado de vigilia, mientras aquel no haya sido aún enterrado; aunque también después es percibido a través del órgano del sueño.
Conforme a lo dicho, va de suyo que a un fantasma que se aparece de ese modo no se le puede atribuir la realidad inmediata de un objeto presente, si bien indirectamente se basa en una realidad, a saber: lo que ahí se ve no es en modo alguno el difunto sino un simple ειδωλον, una imagen del que una vez existió, surgiendo en el órgano del sueño de un hombre predispuesto a ello con ocasión de algún resto, de alguna huella que ha quedado atrás. Por eso no tiene más realidad que la aparición de aquel que se ve a sí mismo o que es percibido por otros en un lugar en que no se encuentra. Casos de esa clase son conocidos a través de testimonios fidedignos, algunos de los cuales se encuentran recogidos en la Deuteroscopia de Horst, volumen 2, sección 4: también se incluye ahí el mencionado testimonio de Goethe; e igualmente, el hecho no infrecuente de que los enfermos, cuando están cerca de la muerte, se figuran estar duplicados en la cama. «¿Qué tal?», preguntó aquí hace no mucho tiempo un médico a su enfermo, que yacía grave: «Mejor ahora, desde que estamos dos en la cama», fue la respuesta: poco después murió. — Por consiguiente, una aparición espectral de la clase que aquí examinamos se halla en una relación objetiva con el anterior estado de la persona que se aparece, pero en modo alguno con el estado presente: pues este no tiene parte activa en ella; por eso tampoco se puede inferir de ella una perpetua existencia individual. Con la explicación ofrecida concuerda el hecho de que los difuntos que así se aparecen son vistos de ordinario vestidos y con el traje que era habitual en ellos, como también que con el asesino se aparece el asesinado, con el jinete, el caballo, etc. Entre las visiones de ese tipo se han de contar probablemente la mayoría de los fantasmas vistos por la vidente de Prevorst, si bien las conversaciones que mantuvo con ellos se han de considerar obra de su propia imaginación, que proporcionó el texto a esa muda procesión (dumb shew) y con ello, una explicación de la misma con sus propios medios. En efecto, el hombre se esfuerza por naturaleza en explicarse de algún modo todo lo que ve, o al menos darle alguna coherencia y hasta hacerlo hablar en sus pensamientos; por eso los niños ponen a dialogar incluso a las cosas inertes. En consecuencia, la vidente misma era, sin saberlo, el apuntador de aquellas figuras que se le aparecían; su imaginación se ponía en aquella clase de actividad inconsciente con la que nosotros en el habitual sueño sin significado dirigimos y disponemos los acontecimientos, a veces incluso tomando la ocasión para ello de las circunstancias objetivas casuales, acaso de una opresión que sentimos en la cama, de un sonido u olor que nos llega de fuera, etc., conforme a las cuales luego soñamos largas historias. Para ilustrar esa dramaturgia de la vidente, véase lo que en el Archivo de Kieser, vol. 11, n.º 1, p. 121, Bende Bendsen cuenta de su sonámbula, a la que en ocasiones durante el sueño magnético se le aparecían sus conocidos vivos, y entonces mantenía con ellos largas conversaciones en voz alta. Ahí se dice: «Entre las muchas conversaciones que mantenía con los ausentes es característico lo siguiente: durante las supuestas respuestas, ella callaba, aparentaba una tensa atención, incorporándose en la cama hacia un lado determinado para escuchar las respuestas de los otros y aproximándose luego con sus réplicas. Ahí se representó la presencia de la vieja Karen con su criada y habló alternativamente con una y otra. El aparente desdoblamiento de la propia personalidad en tres diferentes, tal y como es habitual en el sueño, llegaba ahí tan lejos que yo no podía entonces convencer a la durmiente de que ella misma era las tres personas». Así pues, de este tipo son, en mi opinión, las conversaciones con espectros de la vidente de Prevorst; y esta interpretación encuentra una sólida confirmación en la inexpresable insulsez del texto de aquellos diálogos y dramas, que solo corresponden al horizonte representativo de una ignorante muchacha de montaña y a la metafísica popular que se le ha inculcado, y a los que solo es posible atribuir una realidad objetiva bajo el supuesto de un orden mundano tan ilimitadamente absurdo y hasta indignantemente estúpido, que tendríamos que avergonzarnos de pertenecer a él. — Pero si el ingenuo y crédulo Justinus Kerner no hubiera mantenido para sí una ligera sospecha del origen de aquellas conversaciones espectrales aquí señalado, no habría tenido siempre y en cada ocasión la irresponsable ligereza de no buscar con todo ahínco y celo los objetos materiales indicados por los espectros —por ejemplo, escribanías en sótanos de las iglesias, cadenas de oro en las bóvedas de los castillos, niños enterrados en las caballerizas—, en lugar de desistir de ello por causa de los más leves obstáculos. Pues ello habría arrojado luz sobre el tema.
En general, opino que la mayor parte de las apariciones de muertos vistas realmente pertenecen a esta categoría de las visiones y, en consecuencia, les corresponde una realidad pasada, pero en modo alguno presente, realmente objetiva: así, por ejemplo, la aparición del presidente de la Academia de Berlín, Maupertuis, en la sala de esta, vista por el botánico Gleditsch y citada por Nikolai en su exposición ya mencionada ante esa misma Academia; también la historia, expuesta por Walter Scott en la Edinbonrg Review y repetida por Horst en la Deuteroscopia, volumen 1, p. 113, del Landammann[348] que al entrar en la biblioteca pública vio a su predecesor en un solemne pleno del ayuntamiento, sentado en el sillón presidencial y rodeado solamente de muertos. De algunas narraciones afines a estas resulta también que la ocasión objetiva para las visiones de esta clase no tiene que ser necesariamente el esqueleto o cualquier otro resto de un cadáver, sino que también otras cosas que han estado en estrecho contacto con el muerto son capaces de causarlas: así, por ejemplo, en el libro de G. I. Wenzel antes citado, entre las siete historias que se incluyen encontramos seis en las que la causa son los cadáveres, pero una en la que la simple chaqueta que siempre llevaba el muerto y que fue guardada inmediatamente después de su muerte, cuando fue sacada después de varias semanas provocó su aparición en persona ante la espantada viuda. Por lo tanto, podría ser que también débiles rastros apenas perceptibles por nuestros sentidos, como, por ejemplo, gotas de sangre hace tiempo empapadas por el suelo, o quizás el simple lugar rodeado de muros donde uno sufrió una muerte violenta en medio de un gran miedo o desesperación, bastasen para suscitar la deuteroscopia retrospectiva en quienes están predispuestos a ello. Puede que con esto guarde relación también la opinión de los antiguos, citada por Luciano (Philopseudes cap. 29), de que solamente los muertos de muerte violenta pueden aparecerse. En no menor medida, un tesoro que el muerto hubiera enterrado y vigilado temerosamente en todo momento, al que se hubieran dirigido todavía sus últimos pensamientos, podría ofrecer la ocasión objetiva de una visión así, la cual entonces posiblemente resultaría hasta lucrativa. En cierta medida, las mencionadas ocasiones objetivas desempeñan en ese conocimiento del pasado a través del órgano del sueño el papel que en el pensamiento normal otorga el nexus idearum[349] a sus objetos. Por lo demás, de las percepciones de que aquí hablamos, al igual que de todas las percepciones mediante el órgano del sueño posibles en vigilia, rige la regla de que llegan a la conciencia con más facilidad bajo la forma de lo audible que de lo visible; por eso los relatos de sonidos que a veces se oyen en este o aquel lugar son mucho más frecuentes que los de apariciones visibles.
Cuando en algunos ejemplos de la clase que aquí consideramos se cuenta que los muertos aparecidos han revelado a quien los ve hechos hasta entonces desconocidos, eso no se ha de admitir hasta obtener los testimonios más seguros, debiéndose hasta entonces dudar al respecto: pero entonces se podría al menos explicar mediante ciertas analogías con la clarividencia de los sonámbulos. En efecto, algunos sonámbulos en casos aislados han dicho a los enfermos que se les han presentado por qué motivo totalmente casual habían contraído hacía tiempo su enfermedad, y de ese modo les han traído a la memoria el acontecimiento casi olvidado. (Ejemplos de este tipo son, en el Archivo de Kieser vol. 3, parte 3, p. 70, el horror ante la caída de una escalera y, en la Historia de dos sonámbulos de J. Kerner, p. 189, la observación que se hace al muchacho de que en tiempos pasados ha dormido con una persona epiléptica.) También se incluye aquí el hecho de que algunos clarividentes, a partir de un bucle o de una capa que ha llevado un paciente al que nunca han visto, lo hayan reconocido correctamente a él y su estado. En las memorias del viaje a Londres y París, de Merck, Hamburgo 1852, se cuenta cómo Alexis, a partir de una carta, reconoce exactamente la situación actual de quien la escribe, y de una vieja bolsa de alfileres, la de la difunta 308 que la dejó. —Así pues, ni siquiera las revelaciones demuestran realmente la presencia de un muerto.
Asimismo, el hecho de que la aparición de un muerto sea a veces vista y oída por dos personas se puede remitir a la conocida capacidad de contagio tanto del sonambulismo como de la segunda visión.
Según ello, dentro del presente apartado habríamos explicado al menos la mayoría de las apariciones acreditadas de figuras de muertos, en la medida en que las hemos reducido a un fundamento común, la deuteroscopia retrospectiva, que es innegable en muchos de tales casos, en particular los citados al comienzo de este apartado. — Sin embargo, ella misma es un hecho muy infrecuente y que no tiene explicación. Pero en algunas cosas hemos de conformarnos con una explicación de esa clase; así, por ejemplo, todo el gran sistema de la teoría de la electricidad consiste simplemente en una subordinación de variados fenómenos bajo un fenómeno originario que permanece totalmente inexplicado.
8) Nuestro pensar con viveza y nostalgia en otra persona es capaz de suscitar en nuestro cerebro la visión de su figura, no como un mero fantasma sino de tal modo que está ante nosotros en persona e indistinguible de la realidad. En concreto son los moribundos los que manifiestan esa capacidad, y por eso se aparecen en la hora de su muerte a sus amigos ausentes, incluso a varios en distintos lugares al mismo tiempo. El caso ha sido narrado y acreditado con tanta frecuencia y desde tan distintos lados, que yo lo tomo sin vacilar por fácticamente fundado. Un ejemplo muy cortés y representado por personas distinguidas se encuentra en Jung-Stilling, Teoría de las ciencias espirituales, § 198. Dos casos especialmente asombrosos son también la historia de la señora Kahlow, en el libro de Wenzel antes mencionado, p. 11, y la de Hofprediger, en el libro de Hennings también citado, p. 329. Uno totalmente nuevo puede ser el siguiente: hace poco murió de noche, aquí en Frankfurt, en el hospital judío, una criada enferma. Por la mañana temprano, su hermana y su sobrina, una de las cuales vive aquí y la otra a una milla de aquí, se presentaron ante sus amos para preguntar por ella, ya que por la noche se les había aparecido a ambas. El guarda del hospital, a cuyo informe se debe este hecho, aseguró que tales casos ocurrían a menudo. El mencionado libro Historia de Auguste Müller en Karlsruhe informa, y también lo reproduce el Archivo de Kieser, III, 3, p. 118, que una sonámbula clarividente, que al llegar al grado máximo de clarividencia cayó en una catalepsia semejante a la muerte aparente, se apareció en persona a su amiga. De otra aparición intencionada de la misma persona se informa, a partir de una fuente totalmente fidedigna, en el Archivo de Kieser, VI, 1, p. 34. — Mucho más infrecuente es, en cambio, que personas en pleno estado de salud sean capaces de producir ese efecto, aunque no faltan informes fidedignos al respecto. El más antiguo lo ofrece san Agustín, de segunda mano pero, según asegura él, muy fiable, en De civ.[itate] Dei XVIII, 18, a raíz de las palabras: Indicavit et alius se domi suae, etc.[350]. Aquí, en efecto, lo que uno sueña le aparece al otro en la vigilia, en forma de una visión que él toma como realidad: un caso del todo análogo a este lo comunica (sin que parezca haber conocido a Agustín) el Spiritual Telegraph de América, del 23 de septiembre de 1854; Dupotet ofrece su traducción al francés en su Traité complet du magnétisme, 3ème. édit., p. 561. Un caso más reciente de esta clase se ha adjuntado al último informe citado del Archivo de Kieser (VI, 1, 35). Jung-Stilling, en su Teoría de las ciencias espirituales, § 101, narra una asombrosa historia de este tipo pero sin indicar la fuente. Varias de ellas ofrece Horst en su Deuteroscopia, volumen 2, sección 4. Pero un ejemplo muy curioso de la capacidad para tales apariciones, además heredada del padre al hijo y practicada por ambos con mucha frecuencia, aun sin proponérselo, se encuentra en el Archivo de Kieser volumen VII, n.º 3, p. 158. Otro más antiguo y del todo semejante a él se halla en Pensamientos sobre la aparición de espectros de Zeibich, 1776, p. 29, y reproducido en Hennings, De los espectros y los videntes de espectros, p. 746. Puesto que ambos han sido con certeza narrados independientemente uno de otro, sirven de mutua confirmación en esta cuestión tan asombrosa. También en la Revista de antropología de Nasse, IV 2, p. 11, el profesor Grohmann informa de un caso así. Igualmente, en Horace Welby’s signs before death, London 1825, se encuentran algunos ejemplos de apariciones de hombres vivos en lugares donde solo estuvieron presentes con sus pensamientos: por ejemplo, pp. 45 y 88. Especialmente fidedignos parecen los casos narrados por el muy honrado Bende Bendsen en el Archivo de Kieser, VIII, 3, p. 120, bajo el título «Dobles» [Doppelgänger]. — A estas visiones que se producen en la vigilia corresponden en el estado de dormición los sueños simpatéticos, es decir, los que se transmiten in distans, y que por consiguiente son soñados al mismo tiempo y de forma pareja por dos personas. Los ejemplos de ellos son bastante conocidos: una buena recopilación de los mismos se encuentra en E. Fabius, De somniis § 21, y entre ellos hay uno especialmente bonito narrado en holandés. Además, en el Archivo de Kieser, volumen VI, n.º 2, p. 135, se encuentra un notable artículo de H. M. Wesermann que informa de cinco casos en los que él intencionadamente, a través de su voluntad, había provocado sueños exactamente determinados en otros: pero dado que en el último de esos casos la persona afectada no se había ido aún a la cama, vio la aparición que aquel había proyectado, junto con otra que se hallaba a su lado, en vigilia y como una realidad. Por consiguiente, al igual que en esos sueños, también en esa clase de visiones en vigilia el medio de la intuición es el órgano del sueño. Como miembro intermedio de ambas clases se puede considerar la historia contada por san Agustín que antes se mencionó, por cuanto a uno se le aparece en la vigilia lo que el otro simplemente sueña que hace. Dos casos totalmente afines a estos se encuentran en Hor. Welby’s signs before death, pp. 266 y 297; el último está tomado de Sinclair’s invisible world. Así pues, está claro que las visiones de este tipo, por muy engañosas que sean y real que se presente la persona que se aparece en ellas, no se producen en modo alguno a través del influjo exterior sobre los sentidos, sino en virtud de una acción mágica de la voluntad de aquel de quien proceden sobre el otro, es decir, sobre el ser en sí de un organismo ajeno, que de este modo sufre desde dentro un cambio que entonces, actuando sobre su cerebro, provoca la imagen del que así actúa con la misma vivacidad con que solo podría hacerlo una acción a través de los rayos luminosos reflejados desde su cuerpo a los ojos del otro.
Precisamente los «dobles» que aquí hemos mencionado, en los que la persona que se aparece está notoriamente viva pero ausente, y además por lo regular no sabe de su aparición, nos ofrecen el correcto punto de vista para las apariciones de moribundos y muertos, esto es, para los fenómenos espectrales propiamente dichos, por cuanto nos enseñan que un presente inmediatamente real como el de un cuerpo que actúa sobre los sentidos no es en modo alguno su supuesto necesario. Precisamente este supuesto constituye el error fundamental de todas las anteriores interpretaciones de los fenómenos espectrales, tanto en su impugnación como en su afirmación. Aquel supuesto se debe a su vez a haberse instalado en el punto de vista del espiritualismo en vez de en el del idealismo[351]. En efecto, de acuerdo con aquel se partía de la suposición, totalmente injustificada, de que el hombre consta de dos sustancias radicalmente diferentes: una material, el cuerpo, y otra inmaterial, la denominada alma. Tras la separación de ambas en la muerte, la última, aunque inmaterial, simple e inextensa, debía existir en el espacio, en particular, moverse, andar caminando, y actuar desde fuera sobre los cuerpos y sus sentidos, exactamente igual que un cuerpo, y en consecuencia presentarse también como él; y, por supuesto, ello tiene como condición la misma presencia real en el espacio que tiene un cuerpo visto por nosotros. A esa insostenible visión espiritualista de los fenómenos espectrales se dirigen todas las controversias racionales sobre los mismos, como también la elucidación crítica que hace Kant del tema y que constituye la parte primera o teórica de sus Sueños de un visionario explicados por los sueños de la metafísica[352]. Así pues, esta visión espiritualista, este supuesto de una sustancia inmaterial y, sin embargo locomotora, que asimismo, al modo de la materia, actúa sobre los cuerpos y por tanto también en los sentidos, se ha de abandonar por completo para alcanzar una correcta visión de todos los fenómenos que aquí nos interesan; y en su lugar hemos de conquistar el punto de vista idealista, desde el cual vemos todas esas cosas a una luz totalmente distinta y obtenemos diferentes criterios de su posibilidad. Asentar la base para ello es justamente el fin del presente tratado.
9) El último caso que se incluye en nuestra consideración sería que la acción mágica descrita en el apartado anterior pudiera ejercitarse aún después de la muerte, con lo que entonces tendría lugar una verdadera aparición espectral mediante acción directa, es decir, en cierto modo la presencia real y personal de un muerto, la cual permitiría también una reacción sobre él. La negación a priori de cualquier posibilidad de esa clase y la consiguiente burla de su afirmación contraria no pueden basarse sino en la convicción de que la muerte es la aniquilación absoluta del hombre; a no ser que se apoye en el dogma protestante según el cual los espíritus no se pueden aparecer porque, según la fe o incredulidad que hayan profesado durante los pocos años de la vida terrena, inmediatamente después de la muerte habrán caído para siempre en el cielo, con sus alegrías eternas, o en el infierno con sus eternos tormentos; pero de ninguno de los dos pueden salir hacia nosotros; de ahí que, según la fe protestante, todas las apariciones de esa clase procedan de demonios o de ángeles, pero no de espíritus humanos; así lo ha expuesto en detalle y profundidad Lavater, De spectris, Genevae 1580, pars II, cap. 3 et 4. En cambio, la iglesia católica, que ya en el siglo vi, en concreto a través de Gregorio Magno, de forma muy razonable había corregido aquel dogma indignante y absurdo introduciendo el Purgatorio entre aquella desesperada alternativa, admite la aparición de los espíritus que moran provisionalmente en él y, excepcionalmente, también de otros, según se puede apreciar en detalle en la obra de Petrus Thyraeus ya mencionada, De locis infestis, pars I, cap. 3, sqq. Con el anterior dilema los protestantes incluso se vieron obligados a mantener a toda costa la existencia del diablo, simplemente porque no podían prescindir de él para explicar las innegables apariciones de espectros: por eso ya a comienzos del siglo pasado los negadores del diablo eran llamados adaemonistae casi con el mismo pius horror con que aún hoy en día se les llama atheistae: y al mismo tiempo, conforme a ello, por ejemplo, en C. E Romani schediasma polemicum, an dentur spectra, magi et sagae, Lips. 1703, ya de antemano se define a los espectros como apparitiones et territiones Diaboli externae, quibus corpus, aut aliud quid in sensus incurrens sibi assumit, ut homines infestet[353]. Quizás esto se relacione con el hecho de que los procesos contra las brujas, que como es sabido presuponen un pacto con el diablo, hayan sido mucho más frecuentes entre los protestantes que entre los católicos. — No obstante, al margen de tales visiones mitológicas dije antes que el rechazo a priori de la posibilidad de una aparición real de los muertos solo puede fundarse en la convicción de que con la muerte el ser humano se convierte enteramente en nada. Pues mientras esta falte, no se puede alcanzar a ver por qué un ser que todavía existe de algún modo no hubiera de manifestarse también de algún modo y poder actuar sobre otro, aun cuando se halle en un estado diferente. Por eso es tan consecuente como ingenuo el que Luciano, tras haber narrado cómo Demócrito no se había dejado confundir un solo instante por la mascarada espiritista que se había preparado para espantarle, añada: ουτω βεβαίως επιστευε, μηδέν ειναν τας ψυχας ετν, εςω γενομενας των σωμάτων[354] (Adeo persuasum habebat, nihil adhuc esse animas a corpore separatas), Philops. 32. — Si, en cambio, en el hombre existe aún algo indestructible además de la materia, entonces no se puede entender, al menos a priori, que aquello que produjo el asombroso fenómeno de la vida, a la terminación de esta fuera totalmente incapaz de cualquier acción sobre lo que todavía vive.
Por consiguiente, el asunto solo podría decidirse a posteriori, por la experiencia: mas esto resulta tanto más difícil cuanto que, al margen de todos los engaños intencionados e inintencionados de los informantes, incluso la visión real en la que se presenta un muerto puede muy bien pertenecer a una de las ocho clases que he enumerado hasta ahora; por eso quizás siempre ocurra así. E incluso en el caso de que tal aparición haya revelado cosas que nadie podía saber, entonces, como consecuencia del análisis ofrecido al final del apartado 7, ello se podría interpretar como la forma que habría asumido la revelación de una clarividencia sonámbula espontánea; si bien no se puede demostrar con seguridad la ocurrencia de tal cosa en la vigilia, o simplemente con un completo recuerdo del estado sonámbulo, sino que tales revelaciones, hasta donde yo sé, siempre llegan únicamente a través de los sueños. Entretanto, puede haber circunstancias que hagan también imposible tal interpretación. Por eso hoy en día, cuando las cosas de ese tipo son vistas con mucha más imparcialidad que nunca, y por tanto también se transmiten y hablan con mayor audacia, podemos esperar la obtención de explicaciones empíricas decisivas sobre este tema.
Desde luego, algunas historias de espectros son de tal índole que cualquier interpretación de otro tipo presenta una gran dificultad tan pronto como no se las considera totalmente ficticias. Pero contra esto último habla en muchos casos, por una parte, el carácter del narrador original y, por otra, el sello de honradez y franqueza que lleva su exposición; pero más que nada, la completa semejanza en los detalles peculiares y la naturaleza de las presuntas apariciones, por muy alejados que estén entre sí las épocas y países de los que proceden los informes. Esto se hace patente en grado máximo cuanto afecta a circunstancias especiales que se producen a veces en las visiones y que no se han conocido hasta la época reciente como consecuencia del sonambulismo magnético y de la más exacta observación de todas esas cosas. Un ejemplo de esta clase se puede encontrar en la ilusoria historia de espectros del año 1697 que narra Brierre de Boismont en su Observación 120: la circunstancia de que, aunque el joven habló tres cuartos de hora con el espíritu de su amigo, solo le resultaba visible su mitad superior. En efecto, esta aparición parcial de figuras humanas se ha confirmado en nuestra época como una peculiaridad que se produce a veces en visiones de esa clase; por eso también Brierre, en las páginas 454 y 474 de su libro, la cita sin referencia a aquella historia como un fenómeno no infrecuente. También Kieser (Archivo III, 2, 139) refiere la misma circunstancia en el muchacho Arst, si bien la atribuye a que presuntamente ve con la punta de la nariz. En consecuencia, en la historia antes mencionada esta circunstancia ofrece la prueba de que el joven al menos no se había inventado la aparición: pero es difícil explicarla de otro modo que por la acción que su amigo, ahogado el día anterior en un paraje lejano, le había prometido y entonces cumplía. — Otra circunstancia de la clase mencionada es la finalización de las apariciones en cuanto se fija a propósito la atención en ellas. Esto se encuentra ya en el pasaje de Pausanias antes citado acerca de las apariciones audibles en el campo de batalla de Maratón, que solo eran percibidas por los que estaban allí por casualidad, pero no por quienes habían ido expresamente a ello. Observaciones análogas de la época más reciente las encontramos en varios pasajes de La vidente de Prevorst (p. ej., vol. 2, p. 10 y p. 38), donde eso se explica diciendo que lo que el sistema ganglionar percibe es enseguida impugnado por el cerebro. Según mi hipótesis se explicaría por la repentina inversión del sentido de la vibración de las fibras cerebrales. — Quisiera aquí de paso hacer notar una coincidencia muy llamativa de esa clase: en efecto, Potbius dice en su artículo Damascius: γυνή ιερά, θεόμοιραν εχουσα φΰσιν παραλογοτατην υοωρ γαρ εγχεουσα ακραιφνές ποτηριω τινι των υαλινων, εωρα κατα του υοατος εισω του ποτηριού τα φασματα των εσομενων πραγμάτων, και προυλεγεν απο τής οψεως αυτά, άπερ εμελλεν εσεσΟαι πάντως ή όέ πείρα του πράγματος ούκ ελαθεν ημάς[355]. Exactamente lo mismo, por muy incomprensible que resulte, refiere la vidente de Prevorst en la página 87 de la tercera edición. — El carácter y tipo de las apariciones espectrales es tan definido y peculiar que quien tiene práctica, al leer una de tales historias, puede juzgar si está inventada, si se debe a una ilusión óptica o si ha sido una visión real. Es deseable y de esperar que pronto podamos disponer de una colección de historias espectrales chinas, a fin de ver si no tienen también en esencia el mismo tipo y carácter de las nuestras, e incluso si no muestran una gran coincidencia en las circunstancias accesorias y los pormenores; lo cual entonces, dentro de tan general diferencia de costumbres y creencias, ofrecería una sólida acreditación del fenómeno que nos ocupa. Que los chinos tienen la misma representación que nosotros de la aparición de un muerto y de las noticias que proceden de él se puede apreciar en la aparición espectral, aunque ahí simplemente fingida, en la novela china Hing-Lo-Tu, ou la peinture mystérieuse, traducida por Stanislas Julien, y referida en su Orphelin de la Chine, accompagné de Nouvelles et de poésies, 1834. — También hago observar a este respecto que la mayor parte de los fenómenos que caracterizan las apariciones de fantasmas, tal y como se describen en los escritos antes citados de Hennings, Wenzel, Teller, etc., y más tarde de Justinus Kerner, Horst y muchos otros, se encuentran ya en libros muy antiguos, por ejemplo, en tres del siglo XVI que precisamente tengo ante mí: De spectris de Tavater, De locis infestis de Thyraeus y De spectris et apparitionibus Libri duo, Eisleben 1597, anónimo, 500 páginas en cuarto: tales fenómenos son, por ejemplo, el golpeo, el intento aparente de forzar puertas cerradas y también las que no lo están, el estruendo de un gran peso que cae dentro de la casa, el ruidoso lanzamiento de todos los cacharros en la cocina o de la madera en el suelo, que luego se encuentra en perfecta quietud y orden; los golpes de los toneles, el claro ruido de los clavos en un ataúd cuando uno de los inquilinos va a morir, los pasos arrastrados o pesados en una habitación oscura, el tirar de la colcha, el olor a podrido, la petición de oraciones por parte de los espíritus que se aparecen, y otras cosas semejantes, no siendo de suponer que los autores de las declaraciones modernas, en su mayoría iletrados, hubieran leído aquellos antiguos y raros libros latinos. Entre los argumentos a favor de la realidad de las apariciones espectrales merece mencionarse también el tono de incredulidad con que las exponen de segunda mano los narradores eruditos; porque de ordinario lleva el sello de la violencia, la afectación y la hipocresía, con tal claridad que se trasluce la creencia que se oculta detrás. — En esta ocasión quisiera llamar la atención sobre una historia de espectros de la época más reciente, que merece investigarse más de cerca y conocerse mejor que a través de la mal escrita exposición que se hace de ella en los Diarios de Prevorst, colección octava, p. 166; por una parte, porque las declaraciones al respecto están consignadas en forma de acta judicial y, por otra, debido a la sumamente curiosa circunstancia de que durante varias noches el espíritu aparecido no fue visto por la persona con la que entró en conexión y ante cuya cama se apareció, porque esta se hallaba dormida, sino que únicamente lo vieron dos compañeros de prisión y ella no lo vio hasta más tarde; pero entonces quedó tan trastornada que confesó espontáneamente siete envenenamientos. El informe se encuentra en un folleto: Sesiones de la corte del jurado en Mainz acerca de la envenenadora Margaretha Jäger, Mainz, 1835. — El acta literal de la declaración está reproducida en un diario de Frankfurt, Didaskalia, del 5 de julio de 1835. —
Mas ahora he de examinar el aspecto metafísico de la cuestión, dado que sobre el físico, aquí fisiológico, se ha alegado ya lo necesario. — Lo que realmente suscita nuestro interés en todas las visiones, es decir, las intuiciones a través del surgimiento del órgano del sueño en la vigilia, es su eventual relación con algo empíricamente objetivo, esto es, exterior y diferente de nosotros: pues solo gracias a ella reciben una analogía y una dignidad igual a la de nuestras usuales intuiciones sensoriales en vigilia. Por eso, de las nueve causas posibles de las visiones enumeradas antes, no nos resultan interesantes las tres primeras, que conducen a meras alucinaciones, pero sí las siguientes. Pues la perplejidad aneja al examen de la visión y la aparición espectral se debe en realidad a que en esas percepciones el límite entre sujeto y objeto, que es la primera condición de todo conocimiento, se vuelve dudoso, confuso y desdibujado. «¿Está eso fuera o dentro de mí?», pregunta —como ya hiciera Macbeth cuando se le apareció la daga— todo aquel a quien una visión de tal clase no le priva de la reflexión. Cuando solo uno ha visto un fantasma, quiere considerarlo meramente subjetivo por muy objetivamente que estuviera allí; en cambio, si lo vieron u oyeron dos o varios, se le atribuye enseguida la realidad de un cuerpo; porque, en efecto, solo conocemos una causa en virtud de la cual varios hombres hayan de tener necesariamente la misma representación intuitiva al mismo tiempo, y esa causa es que uno y el mismo cuerpo, reflejando la luz en todas direcciones, ha afectado a los ojos de todos ellos. Pero además de esa, altamente mecánica, bien podría haber otras causas del surgimiento simultáneo de la misma representación intuitiva en diferentes hombres. Así como en ocasiones dos tienen a la vez el mismo sueño (véase supra, p. 278 [p. 310 de la presente edición]), es decir, durmiendo perciben lo mismo a través del órgano del sueño, también en la vigilia el órgano del sueño puede en dos (o varios) caer en la misma actividad, con lo que entonces un fantasma visto por ellos a la vez se presenta objetivamente, como un cuerpo. Mas en general la diferencia entre lo subjetivo y lo objetivo no es en el fondo absoluta sino relativa: pues todo lo objetivo lo es en la medida en que está condicionado por un sujeto, y en realidad solo existe en este, que es a su vez subjetivo; por eso en última instancia el idealismo tiene la razón. La mayoría de las veces creemos haber invalidado la realidad de una aparición espectral cuando demostramos que estaba subjetivamente condicionada: ¿pero qué peso puede tener ese argumento en quien, por la doctrina kantiana, sabe la gran parte que toman las condiciones subjetivas en el fenómeno del mundo corpóreo, cómo este, junto con el espacio en el que se halla, el tiempo en el que se mueve y la causalidad en la que consiste la esencia de la materia, es decir, en toda su forma, no es más que un producto de las funciones cerebrales una vez que estas han sido excitadas por un estímulo en los nervios de los órganos sensoriales; de modo que solo queda la pregunta por la cosa en sí? — Desde luego, la realidad material de los cuerpos que actúan desde fuera sobre nuestros sentidos conviene tan poco a la aparición espectral como al sueño, a través de cuyo órgano es percibida; por eso se la puede siempre denominar un sueño en la vigilia (a waking dream, insomnium sine somno; véase Sonntag, Sicilimentorum academicorum Fasciculus de Spectris et Ominibus morientium, Altdorfii, 1716, p. 11): pero en el fondo no pierde por ello su realidad. Por supuesto, ella es, como el sueño, una mera representación y, en cuanto tal, solo existe en la conciencia cognoscente: pero lo mismo se puede afirmar de nuestro mundo externo real; porque también este nos es dado primera e inmediatamente como simple representación y, como se dijo, es un mero fenómeno cerebral suscitado por estímulos nerviosos y surgido conforme a las leyes de funciones subjetivas (formas de la sensibilidad pura y del entendimiento). Si se pretende otra clase de realidad para él, se trata ya de la pregunta por la cosa en sí, que fue planteada y despachada precipitadamente por Locke, que luego Kant demostró en toda su dificultad y abandonó como irresoluble, pero que yo he respondido, aunque bajo una cierta restricción. Pero así como en todo caso la cosa en sí que se manifiesta en el fenómeno de un mundo externo es toto genere distinta de él, puede que algo análogo ocurra con lo que se manifiesta en la aparición espectral, y que al final lo que en ambos se revela sea quizás lo mismo: voluntad. En conformidad con esta opinión, encontramos que también respecto a la realidad objetiva de las apariciones espectrales, como respecto a la del mundo corpóreo, hay un realismo, un idealismo y un escepticismo, pero por último también un criticismo en cuyo interés nos ocupamos justo ahora. De hecho, una confirmación expresa de la misma opinión la ofrece incluso la siguiente declaración de la más famosa y más cuidadosamente observada vidente de espectros, la de Prevorst (vol. 1, p. 12): «Si los espíritus solo se pueden hacer visibles bajo esa figura, o si mi ojo solo puede verlos bajo esa forma y mi sentido solo puede captarlos así; si ellos no serían más espirituales para un ojo más espiritual, eso no lo puedo afirmar con certeza, pero casi lo presiento». ¿No es esto totalmente análogo a la teoría kantiana: «Qué puedan ser las cosas en sí mismas no lo sabemos sino que conocemos únicamente sus fenómenos»?
Toda la demonología y la ciencia espiritista de la Antigüedad y el Medioevo, como también la visión de la magia vinculada a ellas, tienen por fundamento el realismo, aún incontrovertido entonces, y que finalmente fue quebrantado por Descartes. Solo el idealismo que fue madurando poco a poco en la época moderna nos conduce al punto de vista desde el que podemos alcanzar un juicio correcto acerca de todas aquellas cosas, luego también acerca de las visiones y las apariciones espectrales. Por otra parte, al mismo tiempo el magnetismo animal, por la vía empírica, ha traído a la luz del día la magia, que en todas las épocas anteriores estaba envuelta en la oscuridad y temerosamente oculta; y precisamente así ha convertido las apariciones de espectros en objeto de sobria observación investigadora e imparcial enjuiciamiento. Lo último en todas las cosas le toca siempre a la filosofía, y yo espero que la mía, así como a partir de la realidad única y la omnipotencia de la voluntad en la naturaleza ha presentado la magia al menos como pensable y, si existe, como comprensible[356], al entregar claramente el mundo objetivo a la idealidad haya abierto también el camino a un correcto modo de entender incluso las visiones y las apariciones espectrales.
La decidida incredulidad con la que los hombres pensantes han oído hablar al principio, por un lado, de los hechos de la clarividencia y, por otro, de los del influjo mágico, vulgo magnético, incredulidad que solo cede después de la experiencia propia o de cientos de testimonios fidedignos, se debe a una y la misma razón: que ambos se oponen a las leyes, conocidas por nosotros a priori, del espacio, el tiempo y la causalidad, tal y como determinan en su conjunto el curso de la experiencia posible: la clarividencia, con su conocimiento in distans; la magia, con su acción in distans. Por eso cuando se narran los hechos incluidos en ellas no se dice simplemente «no es verdad» sino «no es posible» (a non posse ad non esse[357]), si bien por otra parte se replica «pero es» (ab esse ad posse[358]). Este conflicto se debe, y de hecho ofrece incluso una prueba de que aquellas leyes conocidas por nosotros a priori no son absolutamente incondicionadas, no son unas veritates aeternae escolásticas ni unas determinaciones de las cosas en sí, sino que nacen de simples formas de la intuición y el entendimiento, y por consiguiente, de funciones cerebrales. El mismo entendimiento consistente en ellas ha nacido simplemente a efectos de perseguir y alcanzar los fines de los fenómenos individuales de la voluntad, y no de captar la naturaleza absoluta de las cosas en sí mismas; por eso, según he expuesto (Mundo como voluntad y representación vol. 2, pp. 177, 273, 285-289 [3.a ed., pp. 195, 309, 322-326]), es una mera fuerza superficial que en esencia y en todo caso alcanza solo la corteza, nunca el interior de las cosas. El que quiera entender bien lo que aquí quiero decir, que relea esos pasajes. Pero si alguna vez conseguimos, dado que también nosotros mismos pertenecemos a la 321 esencia interna del mundo, pasando por alto el principium individuationis, aproximarnos a las cosas desde otro aspecto totalmente distinto y por otro camino diferente, a saber, directamente desde dentro en vez de simplemente desde fuera; y si así nos apropiamos de ellas conociendo en la clarividencia o actuando en la magia, entonces se produce justo para aquel conocimiento cerebral un resultado que era realmente imposible de alcanzar por su propia vía; por eso él insiste en discutirlo: pues un resultado de esa clase solo es metafísicamente concebible, mientras que físicamente resulta imposible. Según ello, la clarividencia constituye por otra parte una confirmación de la doctrina kantiana de la idealidad del espacio, el tiempo y la causalidad, pero la magia lo es también de mi teoría acerca de la realidad exclusiva de la voluntad en cuanto núcleo de todas las cosas; con ello se confirma a su vez la sentencia de Bacon de que la magia es la metafísica práctica.
Recordemos ahora las discusiones antes ofrecidas y la hipótesis fisiológica planteada en ellas: según dicha hipótesis, todas las intuiciones realizadas a través del órgano del sueño se distinguen de la percepción usual que funda el estado de vigilia en que en la última el cerebro es excitado desde fuera mediante una acción física sobre los sentidos, con lo que al mismo tiempo recibe los datos conforme a los cuales produce la intuición empírica mediante la aplicación de sus funciones de la causalidad, el tiempo y el espacio; mientras que, por el contrario, en la intuición a través del órgano del sueño la excitación nace del interior del organismo y se propaga desde el sistema nervioso plástico hasta el cerebro, en el que se provoca así una intuición en todo semejante a la primera, pero en la cual, al venir la excitación del lado opuesto y producirse así en dirección contraria, se puede suponer que también las vibraciones o en general los movimientos internos de las fibras cerebrales se producen en la dirección opuesta y, por consiguiente, solo al final se extienden a los nervios sensoriales, que entonces son aquí los últimos que se ponen en acción y no los primeros en excitarse, como ocurre en la intuición usual. Pero si —como se supone en el sueño perceptivo, las visiones proféticas y las apariciones espectrales— una intuición de esa clase ha de referirse a algo realmente externo, empíricamente existente, es decir, totalmente independiente del sujeto, que en esa medida sería conocido a través de ella, entonces tal cosa ha de entrar en alguna comunicación con el interior del organismo, desde el cual se ha provocado la intuición. Pero eso no se puede demostrar en absoluto empíricamente, e incluso, dado que por hipótesis no puede ser algo espacial que proceda de fuera, no es ni siquiera pensable empíricamente, es decir, físicamente. Si, no obstante, se da, entonces ha de ser solo metafísicamente comprensible y pensarse como algo que ocurre con independencia del fenómeno y todas sus leyes —en la cosa en sí, que en cuanto esencia interior de las cosas funda el fenómeno de las mismas— y que después se hace perceptible en el fenómeno: — eso es lo que se concibe bajo el nombre de acción mágica.
Si se pregunta cuál es el camino de la acción mágica del tipo de la que se nos da en la cura simpatética y en el influjo del magnetizador lejano, yo digo: es el camino que recorre el insecto que ahora muere y que vuelve a nacer en plena vitalidad de cada huevo que ha conservado durante el invierno. Es el camino por el que ocurre que, en una cantidad de población dada, tras un incremento extraordinario de defunciones aumenten también los nacimientos. Es el camino que no marcha bajo la tutela de la causalidad a lo largo del tiempo y el espacio. Es el camino a través de la cosa en sí.
Mas por mi filosofía sabemos que esa cosa en sí, y por tanto también la esencia interior del hombre, es su voluntad, y que todo el organismo de cada cual, según se presenta empíricamente, no es más que la objetivación de la misma o, más exactamente, la imagen nacida en su cerebro de esa voluntad suya. Pero la voluntad en cuanto cosa en sí se encuentra fuera del principium individuationis (tiempo y espacio) por el que los individuos están separados: los límites que nacen con este no existen, pues, para ella. Así se explica, hasta donde puede alcanzar nuestra comprensión cuando pisamos ese terreno, la posibilidad de una acción inmediata de los individuos entre sí, independientemente de su cercanía o distancia en el espacio, que se manifiesta fácticamente en algunas de las nueve clases antes enumeradas de intuición en vigilia a través del órgano del sueño, y con más frecuencia en la que se produce durmiendo; y justamente así se explica, a partir de esa comunicación inmediata basada en el ser en sí de las cosas, la posibilidad del sueño perceptivo, de la conciencia del entorno inmediato en el sonambulismo y, finalmente, la de la clarividencia. En tanto que la voluntad del uno, no impedida por los límites de la individuación, es decir, inmediatamente e in distans, actúa sobre la voluntad del otro, ha actuado también sobre el organismo de este, que no es más que su voluntad misma intuida espacialmente. Cuando tal acción, que alcanza por esa vía el interior del organismo, se extiende a su guía y rector, el sistema ganglionar, y luego se propaga desde este hasta el cerebro rompiendo su aislamiento, entonces aquella solo puede ser elaborada por este de forma cerebral, es decir, provocará intuiciones totalmente iguales a las que surgen a raíz de la excitación externa de los sentidos: imágenes en el espacio en sus tres dimensiones, con movimiento en el tiempo, en conformidad con la ley de causalidad, etc.: pues tanto las unas como las otras son precisamente productos de la función cerebral intuitiva, y el cerebro nunca puede hablar más que su propio lenguaje. Entretanto, una acción de aquel tipo siempre llevará en sí misma el carácter, el sello de su origen, es decir, de aquello de lo que ha surgido, y en consecuencia se lo imprimirá a la figura que después de tan amplio rodeo evoque en el cerebro, por muy diferente de esta que sea su ser en sí. Si, por ejemplo, un moribundo actúa con un intenso anhelo o cualquier otra intención de la voluntad sobre una persona lejana, si la acción es muy enérgica se presentará su figura en el cerebro del otro, es decir, se le aparecerá en la realidad exactamente igual que un cuerpo. Mas está claro que tal acción producida a través del interior del organismo sobre un cerebro ajeno será más fácil cuando este duerme que cuando está despierto; porque en el primer caso sus fibras no tienen ningún movimiento y en el segundo poseen uno opuesto al que han de adoptar entonces. Por consiguiente, una acción más débil de esta clase solo se podrá manifestar mientras se duerme, provocando sueños; pero en la vigilia suscitará a lo sumo pensamientos, sensaciones e inquietud; mas todo seguirá siendo conforme a su origen y llevará su sello: por eso tal acción puede, por ejemplo, provocar un inexplicable pero irresistible afán o impulso de ir a ver a aquel de quien ha surgido; o también, a la inversa, a aquel que quiere venir puede ahuyentarlo en el mismo umbral de la casa con el deseo de no verlo, aun cuando hubiera sido llamado y mandado a buscar (experto crede Roberto[359]). En esa acción, cuyo fundamento es la identidad de la cosa en sí en todos los fenómenos, se basa también el conocido carácter contagioso de las visiones, de la segunda visión y de la visión espectral, carácter que produce un efecto que en el resultado se asemeja al que ejerce un objeto corpóreo sobre los sentidos de varios individuos, por cuanto también a consecuencia de aquel varios ven al mismo tiempo la misma cosa, la cual se constituye entonces objetivamente. En la misma acción directa se basa también la inmediata transmisión de los pensamientos que se observa con frecuencia y que es tan cierta, que a quien tenga que guardar un secreto le aconsejo que no hable nunca acerca del asunto al que se refiere con quien no deba conocerlo; porque mientras lo hiciera habría de tener inevitablemente en su pensamiento el verdadero estado de la cuestión, con lo que al otro se le podría abrir repentinamente una luz; pues existe una comunicación de la que no protegen ni la discreción ni el disimulo. Goethe narra (en las ilustraciones a Diván de Oriente y Occidente, rúbrica «Intercambio de flores») que dos parejas de amantes que estaban en viaje de placer estaban proponiéndose charadas: «Pronto no solo se adivina inmediatamente cada palabra según sale de la boca, sino que incluso la que el otro piensa y pretende transformar en adivinanza es conocida y pronunciada a través de la más inmediata adivinación». — Hace muchos años mi hermosa patrona de Milán me preguntó durante una animada conversación en la cena cuáles eran los tres números que había marcado como terna en la lotería. Sin pensarlo dije el primero y el segundo correctamente, pero luego, desconcertado por su júbilo, por así decirlo, desperté y reflexioné, y dije mal el tercero. Como es sabido, el grado máximo de tal acción tiene lugar en los sonámbulos altamente clarividentes, que con exactitud y acierto describen a quien les pregunta su patria lejana, su casa en ella o países lejanos que han recorrido. La cosa en sí es en todos los seres la misma, y el estado de clarividencia capacita a quien se encuentra en él a pensar con mi cerebro en vez de con el suyo, que duerme profundamente.
Puesto que, por otro lado, nos consta que la voluntad, en la medida en que es cosa en sí, no es destruida y aniquilada por la muerte, no puede negarse a priori directamente la posibilidad de que una acción mágica de la clase antes descrita pudiera partir de alguien que está ya muerto. Mas tampoco se puede contemplar claramente tal posibilidad ni, por lo tanto, afirmarla positivamente; porque, aunque en general no es impensable, al considerarla más de cerca se halla sometida a grandes dificultades que quisiera indicar ahora brevemente. — Dado que la esencia interna del hombre que queda intacta en la muerte nos la hemos de representar como existiendo fuera del tiempo y del espacio, una acción de la misma sobre nosotros, los vivientes, solo podría tener lugar bajo muchas mediaciones que quedarían todas de nuestro lado; de modo que sería difícil convenir qué parte de ella procedería realmente del muerto. Pues una acción de tal clase no solo tendría que ingresar ante todo en las formas intuitivas del sujeto que la percibiera, y por tanto presentarse como algo espacial, temporal y que actúa materialmente según la ley de la causalidad, sino que además tendría que entrar en la conexión de su pensamiento conceptual, ya que si no, no sabría qué hacer con ello; pero el que se le aparece no solo quiere ser visto sino también ser en alguna medida comprendido en sus intenciones y en las acciones correspondientes a ellas: por consiguiente, también este tendría que acomodarse y adherirse a las limitadas opiniones y prejuicios del sujeto concernientes a la totalidad de las cosas y del mundo. ¡Pero aún más! Que los espíritus son vistos a través del órgano del sueño y a consecuencia de una acción que llega al cerebro desde dentro, y no de la usual que llega de fuera a través de los sentidos, no es solo una consecuencia de toda mi exposición anterior; sino que J. Kerner, firme defensor de la realidad de los espectros aparecidos, dice lo mismo en su afirmación, repetida frecuentemente, de que los espectros «no son vistos con el ojo corporal sino con el espiritual». Por consiguiente, aunque la aparición espectral se produce a través de una acción sobre el organismo nacida del ser en sí de las cosas, es decir, mágica, y que se propaga desde el sistema ganglionar hasta el cerebro, es captada al modo de los objetos que actúan sobre nosotros desde fuera por medio de la luz, el aire, el sonido, el choque y el aroma. ¡Qué transformación no tendría que haber sufrido la supuesta acción de un muerto con semejante traducción, en un meta-esquematismo tan total! ¿Pero cómo podría admitirse que en tal caso y con tales rodeos pueda darse aún un diálogo real con pros y contras, como a menudo se cuenta? — Obsérvese aquí de paso que el elemento irrisorio que —al igual que por otra parte también el espantoso— va más o menos unido a toda afirmación de haber tenido una aparición de esa clase, y debido al cual se vacila en comunicarlo, se debe a que quien la cuenta habla como de una percepción a través de los sentidos externos, que ciertamente no existió, ya que en otro caso un espíritu tendría que ser siempre visto y percibido de la misma manera por todos los presentes; mas distinguir de las meras fantasías una percepción solo en apariencia externa y nacida como resultado de una acción interna no es cosa de todos. — Así pues, estas serían, en el caso de una verdadera aparición espectral, las dificultades del lado del sujeto que la percibiera. Pero por otra parte, se encuentran a su vez otras del lado del muerto que supuestamente actúa. De acuerdo con mi teoría, solo la voluntad tiene una entidad metafísica, gracias a la cual es indestructible por la muerte; en cambio, el intelecto, en cuanto función de un órgano corpóreo, es meramente físico y perece con él. De ahí que el modo y manera en que un muerto pudiera alcanzar un conocimiento del vivo para actuar sobre este conforme a él sea sumamente problemático. Y no en menor medida lo es la especie misma de ese actuar; porque con la corporalidad él ha perdido todo medio usual, es decir, físico, de actuar sobre otros como también sobre el mundo corpóreo en general. No obstante, si quisiéramos otorgar alguna verdad a los sucesos narrados y asegurados por tantas y tan distintas páginas, los cuales indican claramente una acción objetiva de los muertos, tendríamos que explicarnos la cuestión diciendo que en tales casos la voluntad del muerto seguiría estando fervientemente orientada a los asuntos terrenales y entonces, a falta de todo medio físico para influir en ellos, recurriría al poder mágico que le incumbe en su cualidad originaria, es decir, metafísica, tanto en muerte como en vida, poder que antes mencioné y sobre el que he expuesto en detalle mis pensamientos fundamentales en La voluntad en la naturaleza, rúbrica «Magnetismo animal y magia». Así pues, solo en virtud de ese poder mágico podría él, a lo sumo, ejercer ahora lo que posiblemente también pudo en vida, a saber, una actio in distans real, sin ayuda corpórea, y en consecuencia actuar sobre otros afectando a su organismo de tal modo que a su cerebro se le tendrían que presentar intuitivamente figuras como en otro caso solo se producen como consecuencia de la acción externa sobre sus sentidos. De hecho, dado que esa acción solo se puede pensar como una acción mágica, es decir, que se ha de llevar a cabo por medio de la esencia interior de las cosas idéntica en todo, o a través de la natura naturans, en el caso de que solo así se pudiera salvar el honor de respetables informadores podríamos como mucho arriesgarnos aún al ilusorio paso de no limitar esa acción a organismos humanos sino admitirla como no absoluta y estrictamente imposible en los cuerpos inertes, luego inorgánicos, que por lo tanto podrían ser movidos por ella; ello, a fin de no vernos en la necesidad de calificar directamente de mentiras ciertas historias que se dan por seguras, del tipo de la del consejero Hahn en La vidente de Prevorst, ya que esta no aparece en modo alguno aislada sino que ha de mostrar algún equivalente del todo análogo a ella en escritos antiguos e incluso en relatos modernos. Desde luego, el asunto raya aquí en el absurdo: pues incluso la forma de acción mágica, en la medida en que está acreditada por el magnetismo animal, es decir, legítimamente, hasta ahora solo ofrece en favor de tal acción a lo sumo un análogo débil y aun así dudoso: el hecho, afirmado en Informes sobre la vida en sueños de la sonámbula Auguste K… en Dresden, 1843, pp. 115 y 318, de que esa sonámbula consiguiera repetidamente desviar la aguja magnética con su sola voluntad y sin usar las manos. Lo mismo relata Ennemoser (Introducción a la praxis de Mesmer, 1852) de la sonámbula Kachler: «La clarividente Kachler movía la aguja magnética no solo extendiendo los dedos sino con la mirada. Cuando dirigía la vista, por ejemplo, a lo lejos, media vara hacia el ángulo norte, a los pocos segundos la aguja giraba cuatro grados hacia el oeste: en cuanto volvía la cabeza y desviaba la mirada, la aguja volvía a su posición anterior». También en Londres ha ocurrido lo mismo con la sonámbula Prudence Bernard en una sesión pública y ante testigos competentes seleccionados.
La visión aquí expuesta acerca del problema en cuestión explica ante todo por qué, aunque queramos admitir como posible una acción real de un muerto sobre el mundo de los vivos, esta solo podría producirse de forma muy infrecuente y totalmente excepcional: porque su posibilidad estaría ligada a todas las condiciones indicadas, que no se producen juntas con facilidad. Además, de esa visión se desprende que, si los hechos narrados en La vidente de Prevorst y los escritos afines de Kerner, que constituyen los más detallados y fidedignos informes impresos disponibles acerca de visiones espectrales; si, como digo, no consideramos esos hechos meramente subjetivos, simples aegri somnia[360] ni tampoco nos conformamos con la aceptación antes expuesta de una retrospective second sight a cuya dumb shew (muda procesión) la vidente la habría añadido el diálogo por su propia cuenta, sino que pretendemos fundar la cuestión en una acción real de los muertos, a pesar de todo el orden del mundo tan indignantemente absurdo y hasta infamemente tonto que resultaría de las declaraciones y la conducta de esos espíritus no ganaría con ello ninguna base objetivamente real, sino que iría a cuenta de la capacidad de intuición y pensamiento de la vidente, muy ignorante y totalmente acostumbrada a su fe de catecismo; una capacidad que, aunque impulsada por una acción procedente del exterior de la naturaleza, necesariamente permanecería fiel a sí misma.
En todo caso, una aparición espectral no es primaria e inmediatamente más que una visión en el cerebro del vidente: que la puede provocar desde fuera un moribundo lo ha atestiguado a menudo la experiencia; que puede hacerlo un vivo ha sido igualmente acreditado de buena fuente en varios casos: la cuestión es solamente si también puede hacerlo un muerto.
Al explicar las apariciones espectrales se podría en último término alegar que la diferencia entre lo que vivió una vez y lo que vive ahora no es absoluta sino que en ambos se manifiesta una y la misma voluntad de vivir; con lo que un vivo, comenzando desde el principio, podría dar a luz reminiscencias que se presentan como comunicaciones de un muerto.
Si con todas estas consideraciones hubiera conseguido arrojar siquiera una débil luz sobre una cuestión muy importante e interesante respecto de la cual se enfrentan desde hace milenios dos facciones, de las que una asegura tenazmente: «¡Es!»; mientras que la otra repite insistentemente: «No puede ser», entonces habré logrado todo lo que me podía prometer y lo que el lector podía con justicia esperar.
Le bonheur n’est pas chose aisée: il est très
difficile de le trouver en nous, et impossible
de le trouver ailleurs.
Chamfort.
[«La felicidad no es cosa fácil; es muy difícil
encontrarla en nosotros, e imposible encontrarla
en otra parte.»
(Oeuvres recueillies,
Caractères et anecdotes, p. 433.)]
Tomo aquí el concepto de la sabiduría de la vida en sentido totalmente inmanente, a saber: en el del arte de llevar una vida tan agradable y feliz como sea posible, cuya instrucción podría también llamarse eudemonología: sería, por consiguiente, la indicación para una existencia feliz. Esta, a su vez, se podría a lo sumo definir como aquella que, considerada de forma puramente objetiva o, más bien (puesto que aquí se trata de un juicio subjetivo), en una reflexión fría y madura, sería claramente preferible a la inexistencia. De ese concepto de la misma se sigue que nosotros estaríamos apegados a ella por sí misma y no simplemente por miedo a la muerte; y de aquí, a su vez, que quisiéramos durar eternamente. Si la vida humana se corresponde o puede siquiera corresponderse con ese concepto es una cuestión que, como es sabido, mi filosofía responde negativamente, mientras que la eudemonología supone su respuesta afirmativa. Esta, en efecto, se basa justamente en el error innato cuya reprensión abre el capítulo cuadragésimo noveno del segundo volumen de mi obra principal. De ahí que, para poder desarrollarlo, haya tenido que prescindir totalmente del superior punto de vista metafísico-ético al que conduce mi verdadera filosofía. En consecuencia, la exposición que aquí se va a ofrecer se basa en cierta medida en una acomodación, por cuanto se queda en el usual punto de vista empírico y se aferra al error de este. Por lo tanto, su valor solo puede ser condicionado, ya que incluso la palabra eudemonología es solo un eufemismo. — Además, tampoco tiene pretensiones de compleción; por una parte, porque el tema es inagotable y, por otra, porque si no, habría tenido que repetir lo ya dicho por otros.
Solo recuerdo un libro que esté redactado con una intención semejante a la de los presentes aforismos: De utilitate ex adversis capienda de Cardanus; un libro que vale la pena leer y con el que puede así completarse lo presentado aquí. También Aristóteles ha intercalado una breve eudemonología en el capítulo quinto del primer libro de su Retórica, pero resulta muy insípida. Yo no me he servido de esos predecesores, ya que el compilar no es cosa de mi incumbencia; y tanto menos cuanto que con ello se pierde la unidad de visión, que es el alma de las obras de esta clase. — Por supuesto, en general los sabios de todos los tiempos han dicho siempre lo mismo, y los necios, es decir, la inmensa mayoría de todos los tiempos, han hecho siempre lo mismo, a saber, lo contrario: y así seguirá siendo. Por eso dice Voltaire: nous laisserons ce monde-ci aussi sot et aussi méchant que nous l’avons trouvé en y arrivant[361].
DIVISIÓN FUNDAMENTAL
Aristóteles (Eth. Niconi. I, 8) ha dividido los bienes de la vida humana en tres clases, — los exteriores, los del alma y los del cuerpo. Conservando de ahí nada más que la terna, yo digo que la diferencia en la suerte de los mortales se puede reducir a tres determinaciones fundamentales. Estas son:
1) Lo que uno es: es decir, la personalidad en el sentido más amplio. Luego se concibe ahí la salud, la fuerza, la belleza, el temperamento, el carácter moral, la inteligencia y su formación.
2) Lo que uno tiene: es decir, propiedades y posesiones en todos los sentidos.
3) Lo que uno representa: con esta expresión se entiende, como es sabido, lo que uno es en la representación de otros, es decir, cómo es representado por ellos. Consiste, por lo tanto, en su opinión sobre él, y se divide en honor, rango y fama.
Las diferencias que se han de examinar bajo la primera rúbrica son aquellas que la naturaleza misma ha establecido entre los hombres; de donde se puede ya deducir que su influjo en la felicidad o desdicha será mucho más esencial y radical de lo que puedan originar las diferencias señaladas bajo las otras dos rúbricas, las cuales solo nacen de determinaciones humanas. A la auténtica preeminencia personal, al gran espíritu o al gran corazón, toda preeminencia de rango, de cuna —aunque sea regia—, de riqueza etc., es lo que el rey teatral al verdadero. Ya Metrodoro, el primer discípulo de Epicuro, tituló un capítulo: περί του μειζονα είναι την παρ’ ήμάς αιτίαν προς ευδαιμονίαν τής έκ των πραγμάτων[362] (Majorem esse causam ad felicitatem eam, quae est ex nobis, eâ, quae ex rebus oritur. —Véase Clemens Alex. Strom. II, 21. p. 362 de la edición de las opp. polem, de Würzburg). Y, desde luego, está claro que lo principal para el bienestar del hombre e incluso para todo el modo de su existencia es lo que reside y sucede en él mismo. Aquí, en efecto, se halla inmediatamente su interno bienestar o malestar, que es ante todo el resultado de su sentir, querer y pensar; mientras que todo lo que se encuentra fuera tiene ahí un influjo meramente indirecto. Por eso los mismos acontecimientos o circunstancias externas afectan a cada uno de forma totalmente distinta y, estando en un mismo entorno, cada cual vive, sin embargo, en un mundo diferente. Pues él solo tiene que ver inmediatamente con sus propias representaciones, sentimientos y movimientos de la voluntad: las cosas exteriores solo tienen influencia sobre él en la medida en que provocan estos. El mundo en que cada uno vive depende ante todo de cómo lo conciba, y por eso se ajusta a la diversidad de las mentes: en función de ella resultará pobre, trivial y superficial, o rico, interesante y significativo. Mientras que, por ejemplo, alguno envidia a otro por los interesantes acontecimientos con que se ha topado en su vida, más bien debería envidiarle por las dotes de captación que dieron a aquellos acontecimientos la relevancia que tienen en su descripción: pues el mismo acontecimiento que en una mente aguda se presenta tan interesante, captado por una trivial mente vulgar no sería más que una insulsa escena de la vida cotidiana. Esto se muestra en el más alto grado en algunos poemas de Goethe y Byron, claramente basados en sucesos reales: un lector necio es capaz de envidiar en el poeta el encantador suceso, en vez de la poderosa fantasía que fue capaz de convertir un acontecimiento bastante cotidiano en algo tan grandioso y bello. Igualmente, el melancólico ve una escena trágica allá donde el sanguíneo solo tiene ante sí un interesante conflicto, y el flemático, algo irrelevante. Esto se debe a que toda realidad, es decir, todo presente cumplido, consta de dos mitades, el sujeto y el objeto, aunque en una conexión tan necesaria y estrecha como la del oxígeno y el hidrógeno en el agua. Por eso, cuando las dos mitades objetivas son exactamente iguales pero las subjetivas distintas, la realidad presente es, como ocurre en el caso contrario, del todo diferente: la más bella y mejor mitad objetiva, en una mitad subjetiva torpe y mala, solo da lugar a una realidad y un presente malos, igual que un bello paisaje con mal tiempo o en el reflejo de una mala camera obscura. O, hablando de forma más llana: cada uno está metido en su conciencia como en su piel, y solo en ella vive inmediatamente: de ahí que nada exterior pueda ayudarle mucho. Sobre el escenario uno representa al príncipe, el otro, al consejero, un tercero, al sirviente, al soldado, al general, etc. Pero esas diferencias no existen más que en el exterior: en el interior, como núcleo de tal fenómeno, se encierra en todos lo mismo: un pobre comediante con sus penas y miserias. En la vida es también así: las diferencias de rango y riqueza dan a cada cual un papel que desempeñar; pero en modo alguno corresponde a este una diferencia interna de felicidad y bienestar, sino que también aquí se halla en cada cual el mismo pobre diablo, con sus miserias y penas, que en su materia bien pueden ser distintas en cada uno, pero en la forma son las mismas en todos, aunque con diferencias de grado que, sin embargo, en modo alguno se ajustan al rango y riqueza, es decir, al papel. En efecto, dado que todo lo que existe y sucede para el hombre solo existe inmediatamente en su conciencia y solo para ella sucede, está claro que lo esencial es ante todo la índole de su conciencia, y en la mayoría de los casos importa más ella que las formas que en ella se representan. Todos los lujos y placeres, reflejados en la confusa conciencia de un tonto, son muy pobres frente a la conciencia de Cervantes cuando escribió El Quijote en una incómoda prisión. — La mitad objetiva del presente y de la realidad está en manos del destino y es, por consiguiente, variable: la subjetiva somos nosotros mismos: de ahí que sea en esencia inmutable. En consecuencia, la vida de cada hombre, pese a todos los cambios externos, lleva sin excepción el mismo carácter y es comparable a una serie de variaciones sobre un tema. Nadie puede salir de su individualidad. Y así como el animal, en todas las situaciones en las que se le ponga, sigue limitado al estrecho círculo que la naturaleza ha trazado a su esencia —y de ahí que, por ejemplo, nuestros esfuerzos por hacer feliz a un animal al que amamos tengan que mantenerse siempre dentro de un estrecho campo precisamente debido a los límites de su ser y su conciencia—, lo mismo ocurre con el hombre: la medida de su posible felicidad está determinada de antemano por su individualidad. Y, en especial, los límites de sus capacidades intelectuales han fijado de una vez por todas su capacidad para un placer elevado (véase El mundo como voluntad y representación vol. 2, p. 73 [3.a ed., p. 79]). Si son estrechos, todos los esfuerzos exteriores, todo lo que los hombres o la suerte hagan por él es incapaz de hacerle superar la medida de la común y semi-animal felicidad y bienestar del hombre: él permanece dependiente del placer sensorial, de la confortable y apacible vida de familia, de la trivial vida social y de los vulgares pasatiempos: ni siquiera la instrucción es capaz en conjunto de ampliar mucho aquel círculo, aunque sí algo. Pues los placeres más elevados, los más variados y duraderos, son los espirituales, por mucho que en la juventud nos engañemos al respecto; pero estos dependen principalmente de la capacidad innata. — A partir de aquí se hace claro hasta qué punto depende nuestra felicidad de lo que somos, de nuestra individualidad, mientras que en la mayoría de los casos solo tenemos en cuenta nuestro destino, solo aquello que tenemos o lo que representamos. Mas el destino puede mejorar y además, cuando se tiene riqueza interior, no se exigirá mucho de él: en cambio, un tonto sigue siendo hasta el final un tonto, y un zoquete, un zoquete, aunque esté en el paraíso y rodeado de huríes. Por eso dice Goethe:
Pueblo, siervos y señores
Declaran en todo tiempo
Que la suma felicidad de los hijos de la tierra
Es solo la personalidad.
W. O. Divan [363]
Que de cara a nuestra felicidad y nuestro placer lo subjetivo es sin comparación más esencial que lo objetivo se confirma en todo: desde en que el hambre es la mejor cocinera y el anciano mira con 339 indiferencia a la diosa de la juventud, hasta en la vida del genio y el santo. En especial la salud prevalece sobre todos los bienes exteriores hasta el punto de que un mendigo sano es verdaderamente más feliz que un rey enfermo. Un temperamento tranquilo y alegre nacido de una plena salud y una feliz organización, un entendimiento claro, vivaz, penetrante y de acertada captación, una voluntad moderada, benigna y, en consecuencia, una buena conciencia moral: esas son ventajas que ningún rango o riqueza puede suplir. Pues lo que uno es por sí mismo, lo que le acompaña en la soledad y lo que nadie puede darle o quitarle, es claramente más esencial para él que lo que pueda poseer o ser a los ojos de los demás. Un hombre de espíritu ingenioso en total soledad tiene un excelente entretenimiento en sus propios pensamientos y fantasías, mientras que en un hombre torpe el continuo cambio de compañías, espectáculos, paseos y diversiones no es capaz de ahuyentar el atormentador aburrimiento. Un carácter bueno, moderado y tranquilo puede estar satisfecho en situación de indigencia, mientras que uno ansioso, envidioso y malvado no lo está ni con todas las riquezas. Mas a aquel que disfruta continuamente del placer de una individualidad extraordinaria, intelectualmente eminente, la mayoría de los placeres generalmente ansiados le resultan superfluos y hasta molestos y gravosos. Por eso dice Horacio de sí mismo:
Gemmas, marmor, ebur, Tyrrhena sigilla, tabellas,
Argentum, vestes Gaetulo murice tinctas,
Sunt qui non habeant, est qui non curat habere[364];
Y Socrates dijo, al ver un lujoso artículo expuesto a la venta: «Cuántas cosas hay que no necesito».
Por consiguiente, lo absolutamente primero y más esencial para nuestra felicidad vital es aquello que somos, la personalidad, ya por el hecho de que ella está activa constantemente y en toda circunstancia: pero además ella no está sometida al destino como los bienes de las otras dos rúbricas, y no nos puede ser arrebatada. Su valor puede denominarse, en esa medida, absoluto, en oposición al meramente relativo de los otros dos. De aquí se desprende que al hombre le puede venir de fuera mucho menos de lo que cree. Solo el omnipotente tiempo ejerce aquí su derecho: a él sucumben poco a poco las ventajas corporales y las espirituales: únicamente el carácter moral permanece inaccesible también a él. En este sentido, los bienes de las dos últimas rúbricas, que no son inmediatamente arrebatados por el tiempo, tendrían una ventaja sobre los de la primera. Una segunda ventaja podría encontrarse en que, al estar ubicadas en lo objetivo, son asequibles por naturaleza y todos tienen al menos la posibilidad de alcanzar su posesión; mientras que, por el contrario, lo subjetivo no está en nuestro poder sino que, surgido jure divino[365], está inalterablemente fijado para toda la vida, de modo que aquí rigen, inexorablemente, estos versos:
Como en el día que te trajo al mundo
Estaba el Sol para saludar a los planetas,
Has crecido al punto y sin pausa
Según la ley en la que fuiste originado.
Así has de ser, de ti no puedes escapar
Así lo dijeron ya las sibilas, así los profetas;
Y ningún tiempo y ningún poder rompe
La forma impresa que viviente se desarrolla.
(Goethe[366])
Lo único que a este respecto está en nuestro poder es utilizar la personalidad dada en el mayor provecho posible; en consecuencia, perseguir solamente las aspiraciones conformes a ella y buscar un tipo de instrucción que le sea exactamente apropiado evitando cualquier otro, y así elegir el puesto, la ocupación y la forma de vida que le vengan bien.
Un hombre hercúleo, dotado de una inusual fuerza muscular, que por circunstancias externas está obligado a dedicarse a una ocupación sedentaria, a un nimio y penoso trabajo manual, o bien a realizar estudios y trabajos intelectuales que exigen capacidades de otro tipo que son inferiores en él, teniendo así que dejar inutilizadas precisamente las fuerzas en las que sobresale: ese hombre se sentirá desgraciado toda su vida; pero más aún aquel cuyas capacidades intelectuales son muy predominantes y las ha de dejar sin desarrollo ni uso para desempeñar una ocupación vulgar que no las requiere o un trabajo manual para el que su fuerza no alcanza. Sin embargo, aquí se ha de evitar, sobre todo en la juventud, el peligro de pretender atribuirse un exceso de capacidades que no se tiene.
Pero del claro predominio de nuestra primera rúbrica sobre las otras dos se infiere que es más sabio trabajar por conservar la propia salud y cultivar las propias capacidades que por adquirir riquezas; lo cual no se debe malinterpretar en el sentido de que se deba desatender la adquisición de lo necesario y razonable. Pero la verdadera riqueza, es decir, la gran abundancia, poco es capaz de hacer por nuestra felicidad; de ahí que muchos ricos se sientan infelices; porque carecen de auténtica formación intelectual, de conocimientos y, por ende, de cualquier interés objetivo que les capacite para una ocupación del espíritu. Pues lo que puede lograr la riqueza más allá de la satisfacción de las necesidades reales y naturales tiene escaso influjo sobre nuestro verdadero bienestar: antes bien, este es perturbado por los muchos e inevitables cuidados que genera la conservación de un gran patrimonio. No obstante, los hombres se afanan mil veces más en adquirir riqueza que formación intelectual, cuando es totalmente cierto que lo que uno es contribuye mucho más a su felicidad que lo que tiene. Por eso vemos que algunos, en incesante ajetreo y laboriosos como la hormiga, se afanan de la mañana a la noche en incrementar la riqueza que ya tienen. No conocen nada que no sea el estrecho campo de visión de la esfera de los medios para ello: su espíritu está vacío, y por ello insensible a todo lo demás. Los placeres más elevados, los espirituales, les resultan inasequibles: ellos intentan en vano sustituirlos por los placeres pasajeros, sensibles, baratos en tiempo pero costosos en dinero, que se permiten de vez en cuando. Al final de su vida y como resultado de la misma, si la suerte fue buena, tienen realmente ante sí un gran cúmulo de dinero que entonces confían a sus herederos para que lo aumenten todavía más, o bien lo despilfarren. Una vida así, por muy serios y graves ademanes con que se desarrolle, es exactamente tan necia como alguna otra que tuvo directamente por símbolo el gorro con los cascabeles.
Así pues, lo que uno tiene en sí mismo es lo esencial para su felicidad en la vida. Solo porque eso es de ordinario tan exiguo, es por lo que la mayoría de quienes están más allá de la lucha contra la necesidad se sienten en el fondo tan infelices como los que están aún envueltos en ella. El vacío de su interior, lo insustancial de su conciencia, la pobreza de su espíritu, les impulsan a la sociedad, que sin embargo está formada por otros como ellos; porque similis simili gaudet[367]. Entonces se realiza una persecución común de la diversión y el entretenimiento, que se busca ante todo en los placeres sensoriales, en el esparcimiento de todas clases y, finalmente, en los vicios. La fuente del pernicioso derroche con el que algunos hijos de buena familia, ricos de nacimiento, han disipado su gran herencia en un tiempo increíblemente corto no es en realidad sino el aburrimiento nacido de la pobreza y el vacío de espíritu que acabamos de describir. Un joven fue traído al mundo rico por fuera pero pobre por dentro, y se afanaba en vano por suplir la pobreza interior con la exterior, pretendiendo recibirlo todo de fuera — igual que los viejos que intentan fortalecerse con la transpiración de las muchachas jóvenes. De este modo, la pobreza interior produjo también la exterior.
No necesito recalcar la importancia de las otras dos rúbricas de los bienes de la vida humana. Pues el valor del patrimonio es hoy en día tan generalmente reconocido que no precisa recomendación. Incluso la tercera rúbrica tiene una naturaleza muy etérea frente a la segunda, ya que solamente consiste en la opinión de otros. Sin embargo, todos han de aspirar al honor, es decir, al buen nombre; al rango, solo aquellos que sirven al Estado; y a la fama, muy pocos. Entretanto, el honor es considerado un bien inestimable, y la fama, lo más preciado que el hombre puede alcanzar, el vellocino de oro de los elegidos: en cambio, solo los necios prefieren el rango a las posesiones. Por lo demás, las rúbricas segunda y tercera están, por así decirlo, en interacción, por cuanto el habes, habeberis[368] de Petronio tiene su razón y, a la inversa, la buena opinion de los otros en todas sus formas contribuye a menudo a la riqueza.
DE LO QUE UNO ES
Que esto contribuye a su felicidad mucho más que lo que tiene o lo que representa lo hemos visto ya en general. Lo importante es siempre lo que uno es y, por lo tanto, tiene en sí mismo: pues su individualidad le acompaña siempre y en todo lugar, y de ella está teñido todo lo que vive. En todo y con todo él solo disfruta primariamente de sí mismo: esto rige ya en los placeres físicos y mucho más en los espirituales. De ahí que el inglés to enjoy one’s self[369] sea una acertada expresión con la que, por ejemplo, se dice: he enjoys himself at Paris, es decir, no «él disfruta París» sino «el disfruta de sí en París». — Pero si la individualidad es de mala condición, entonces todos los placeres son como vinos exquisitos en bocas teñidas de hiel. Por consiguiente, en lo bueno y en lo malo, y dejando aparte las desgracias graves, lo que uno se encuentre y le suceda en la vida importa menos que el modo en que lo sienta, es decir, el tipo y grado de su sensibilidad en todos los respectos. Lo que uno es en sí y tiene en sí mismo, en suma, la personalidad y su valor, es lo único inmediato de cara a su felicidad y bienestar. Todo lo demás es mediato; de ahí que pueda impedirse su acción, pero nunca la de la personalidad. Precisamente por eso la envidia dirigida a la preeminencia personal es la más irreconciliable, como también la que con más cuidado se disimula. Además, la índole de la conciencia es lo único permanente y duradero, y la individualidad actúa de forma incesante y sostenida más o menos a cada instante: todo lo demás, en cambio, actúa solo a veces, ocasional y transitoriamente, y además está sometido al cambio y la alteración: por eso dice Aristóteles: ή γάρ φΰσις βέβαια, ού τα χρήματα[370] (nam natura perennis est, non opes). Eth.] End. VII, 2. A esto se debe el que soportemos con mayor serenidad una desgracia sobrevenida de fuera que una de la que somos culpables: pues el destino puede cambiar; pero la propia índole, nunca. Así pues, los bienes primeros y más importantes para nuestra felicidad son los subjetivos, como un carácter noble, una mente capaz, un temperamento feliz, un ánimo alegre y un cuerpo totalmente sano y bien constituido; es decir, en general mens sana in corpore sano[371] (Juvenal, Sat. X, 356); por eso deberíamos pensar más en su fomento y conservación que en la posesión de bienes y honores externos.
Pero, de todo aquello, lo que nos hace felices de forma más inmediata es la alegría de ánimo: pues esa buena cualidad se recompensa a sí misma al instante. El que está contento tiene siempre causa para estarlo: precisamente esa, que lo está. Nada como esa cualidad puede reemplazar tan plenamente cualquier otro bien, mientras que ella misma no puede ser sustituida por nada. Por mucho que uno sea joven, bello, rico y respetado, cuando se quiere juzgar sobre su felicidad se plantea la pregunta de si está contento de serlo: en cambio, si está contento da igual que sea joven o viejo, erguido o jorobado, pobre o rico; es feliz. Cuando era joven una vez abrí un libro que decía: «Quien ríe mucho es feliz, y quien llora mucho es infeliz» — una observación muy simple pero que yo, debido a su sencilla verdad, no he podido olvidar, por mucho que sea el superlativo de un truism[372]. Así pues, debemos abrir las puertas a la alegría allá donde se presente, pues nunca llega en mal momento, en vez de, como hacemos a menudo, vacilar en permitirle la entrada porque queremos saber primero si tenemos en todo respecto causa para estar contentos; o bien porque tememos ser molestados en nuestras serias reflexiones e importantes preocupaciones: pero lo que mejoramos con estas es muy incierto; en cambio, la alegría es una ganancia inmediata. Solo ella es, por así decirlo, el dinero en efectivo de la felicidad y no, como todo lo demás, la simple letra de cambio; porque solo ella hace inmediatamente feliz en el presente; por eso es el supremo bien para seres cuya realidad tiene la forma de un presente indivisible entre dos tiempos infinitos. En consecuencia, deberíamos anteponer a cualquier otra aspiración la adquisición y fomento de este bien. Mas es cierto que nada contribuye menos a la alegría que la riqueza y nada más que la salud: en las inferiores clases trabajadoras, sobre todo las que cultivan la tierra, están los rostros alegres y satisfechos; en las ricas y distinguidas se encuentran las caras malhumoradas. En consecuencia, deberíamos esforzarnos ante todo por mantenernos en el mayor grado de plena salud, como florescencia de la cual se produce la alegría. Los medios para ello son, como es sabido, evitar todos los excesos y desórdenes, todas las emociones violentas y desagradables, como también todo esfuerzo intelectual excesivo o demasiado sostenido; dos horas diarias de movimiento rápido al aire libre, muchos baños fríos y medidas dietéticas parecidas. Uno no se puede mantener sano sin un adecuado ejercicio diario: para desarrollarse adecuadamente, todos los procesos requieren movimiento, tanto de las partes en las que se realizan como del conjunto. Por eso dice Aristóteles con razón: ὸ βιος ἐν τᾖ κινήσει έστι[373]. La vida consiste en el movimiento y tiene su esencia en él. En todo el interior del organismo domina un movimiento rápido e incesante: el corazón, en su complicada sístole y diástole, late enérgica e incesantemente; con veintiocho de sus latidos ha impulsado toda la masa sanguínea a través de todo el sistema circulatorio mayor y menor; el pulmón bombea sin interrupción como una máquina de vapor; los intestinos se retuercen continuamente en el motus peristalticus; todas las glándulas absorben y segregan constantemente, e incluso el cerebro tiene un doble movimiento con cada pulsación y cada aspiración. Si aquí, como ocurre en la forma de vida totalmente sedentaria de innumerables hombres, falta el movimiento exterior, surge una manifiesta y nociva desproporción entre el reposo exterior y el tumulto interno. Pues el continuo movimiento interno requiere incluso ser apoyado en algo por el externo: mas aquella desproporción resulta análoga a cuando a consecuencia de algún afecto este bulle en nuestro interior pero nosotros no podemos permitir que se vea nada de él desde fuera. Hasta los árboles necesitan ser movidos por el viento para crecer. Aquí rige una regla que se puede expresar en su mayor brevedad en latín: omnis motus, quo celerior, eo magis motus[374]. — Hasta qué punto nuestra felicidad depende de la alegría del ánimo y ésta del estado de salud lo enseña la comparación de la impresión que ejercen sobre nosotros las mismas situaciones o acontecimientos externos en días de salud y vigor, con la que producen cuando el estado enfermizo nos ha puesto de mal humor y aprensivos. No lo que las cosas son objetiva y realmente, sino lo que son para nosotros, en nuestra captación, es lo que nos hace felices o infelices: justamente eso dice Epicteto: ταράσσει τούς ανθρώπους ού τα πράγματμα άλλα τά περί των πραγμάτων δόγματα[375] (commovent homines non res, sed de rebus opiniones). Mas en general las nueve décimas partes de nuestra felicidad se basan exclusivamente en la salud. Con ella todo se convierte en una fuente de placer: en cambio, sin ella ningún bien externo, de la clase que sea, puede disfrutarse, y hasta los restantes bienes subjetivos, las cualidades del espíritu, del ánimo y del temperamento, se abaten y decaen en gran medida con el estado enfermizo. En consecuencia, no carece de razón el que la gente se pregunte mutuamente ante todo por el estado de salud y se deseen unos a otros que se encuentren bien: pues realmente esa es con mucho la cuestión principal para la felicidad humana. De aquí se sigue que la mayor de todas las necedades es sacrificar la propia salud por lo que sea: por el lucro, el ascenso, la erudición, la fama, por no hablar de la voluptuosidad y los placeres efímeros: antes bien, se debe posponer todo a ella.
Mas por mucho que contribuya la salud a la alegría, tan esencial para nuestra felicidad, no la condiciona en exclusiva: pues también con una plena salud puede existir un temperamento melancólico y un ánimo predominantemente triste. La razón última de ello está sin duda en la índole originaria y por lo tanto invariable del organismo, y principalmente en la relación más o menos normal de la sensibilidad con la irritabilidad y la fuerza reproductiva. Un predominio anómalo de la sensibilidad provocará un ánimo desigual, periodos de alegría excesiva y una preponderancia de la melancolía. Pero, dado que también el genio está condicionado por un exceso de la fuerza nerviosa, es decir, de la sensibilidad, Aristóteles ha observado acertadamente que todos los hombres insignes y superiores son melancólicos: πάντες όσοι περιττοί γεγόνασιν ανορες, η χατα φιλοσοφίαν, η πολιτικήν, ή ποιησιν, η τέχνας, φαίνονται μελαγχολικοι όντες[376] (Probi. 30, 1). Sin duda este es el pasaje que tenía Cicerón a la vista en su informe, frecuentemente citado: Aristoteles ait, omnes ingeniosos melancholicos esse[377] {Tuse. I, 33). — La gran diversidad innata del ánimo fundamental que aquí hemos examinado la ha descrito Shakespeare con mucha gracia:
Nature has fram’d strange fellows in her time:
Some that will evermore peep through their eyes,
And laugh, like parrots, at a bag-piper;
And others of such vinegar aspect,
That they’ll not show their teeth in way of smile,
Though Nestor swear the jest be laughable[378].
Merch. of Ven. Sc. 1.
Precisamente esa diferencia es lo que designa Platon con las expresiones δύσκολος y εύκολος[379]. Esta se puede reducir a la muy distinta sensibilidad que se da en diferentes hombres para impresiones agradables y desagradables, a consecuencia de la cual el uno se ríe con lo que al otro casi le lleva a la desesperación: y, ciertamente, la sensibilidad a las impresiones agradables suele ser más débil cuanto más fuerte es la de las desagradables, y a la inversa. A igual posibilidad del desenlace feliz o infeliz de un asunto, el δύσκολος se enojará o afligirá con el desenlace infeliz pero no se alegrará con el feliz; el εύκολος, en cambio, no se enojará ni se afligirá con el infeliz pero se alegrará del feliz. Si al δύσκολος le salen bien nueve proyectos de diez, no se alegra de ellos sino que se enoja por el único que ha fracasado: el εύκολος, en el caso inverso, es capaz de consolarse y animarse con el único logrado. — Pero como no es fácil que un mal carezca de toda compensación, también aquí resulta que los δύσκολοι, es decir, los caracteres sombríos y medrosos, han de soportar más desgracias y sufrimientos imaginarios, pero a cambio menos desdichas reales, que los alegres y despreocupados: pues quien todo lo ve negro siempre teme lo peor y, por consiguiente, siempre toma precauciones y no se equivoca en sus cálculos tan a menudo como el que siempre da a las cosas un tinte y aspecto alegres. — No obstante, cuando una afección patológica del sistema nervioso o de los órganos digestivos contribuye a la δυσκολία innata, esta puede alcanzar el grado en que el continuo disgusto genere el hastío de la vida y surja así la tendencia al suicidio. Entonces hasta las más nimias contrariedades pueden provocarlo, e incluso, en los grados más altos de la afección, ni siquiera se necesitan; antes bien, el suicidio se decide como consecuencia del disgusto crónico y entonces es llevado a cabo con tan fría reflexión y tan firme resolución que el enfermo, en la mayoría de los casos ya bajo vigilancia, y siempre tendente a él, aprovecha el primer instante de descuido para aferrarse sin vacilación, lucha ni estremecimiento a aquel medio de alivio que ahora le es natural y bienvenido. Esquirol, en Des maladies mentales, ofrece detalladas descripciones de ese estado. Pero por supuesto, también el hombre más sano y hasta el más alegre pueden, según las circunstancias, resolver suicidarse si la magnitud de los sufrimientos o de la desgracia que ineludiblemente les amenaza supera el horror ante la muerte. La diferencia se encuentra únicamente en la distinta magnitud del motivo que para ello se requiere, y que está en proporción inversa a la δυσκολία. Cuanto mayor es esta, menor podrá ser aquel, e incluso reducirse al final a nada; en cambio, cuanto mayor es la ευκολία y la salud que la fomenta, tanto más ha de haber en el motivo. Según ello, existen innumerables grados de casos entre los dos extremos del suicidio, en concreto, entre el que nace de un incremento patológico de la δυσκολία innata y el del hombre sano y alegre, debido solo a razones objetivas.
Parcialmente afín a la salud es la belleza. Si bien esta ventaja subjetiva no contribuye a nuestra felicidad de forma inmediata sino 349 simplemente mediata, a través de la impresión sobre los demás, es de gran importancia, también en el varón. La belleza es una abierta carta de recomendación que nos hace ganarnos de antemano los corazones: por eso vale especialmente de ella el verso de Homero:
Ουτοι άποβλητ’ έστί θεών έρικυδέα δώρα,
Οσσα κεν αυτοί δώσιν, έκών δ’ οΰκ αν τις έλοιτο[380].
La ojeada más general nos muestra que los dos enemigos de la felicidad humana son el dolor y el aburrimiento. Además se puede observar que en la medida en que logramos alejarnos de uno de ellos nos aproximamos al otro, y viceversa; de modo que nuestra vida representa realmente una oscilación más o menos fuerte entre ellos. Esto se debe a que ambos se hallan en un doble antagonismo: uno externo u objetivo, y uno interno o subjetivo. En efecto, externamente la necesidad y la privación producen el dolor; la seguridad y la abundancia, en cambio, el aburrimiento. Conforme a ello, vemos a la clase inferior del pueblo en una continua lucha contra la necesidad, es decir, contra el dolor; y al mundo rico y distinguido, por el contrario, en una lucha continuada y a menudo realmente desesperada contra el aburrimiento[381]. Mas el antagonismo interno entre ambos se basa en que en el hombre individual la sensibilidad a uno de ellos está en proporción inversa con la del otro, por cuanto está determinada por la medida de sus capacidades intelectuales. En efecto, la torpeza del espíritu está sin excepción unida a la torpeza de la sensación y la falta de irritabilidad, condición esta que nos hace menos sensibles a los dolores y aflicciones de toda clase y magnitud: justamente de esa torpeza de espíritu nace, por otro lado, aquel vacío interior marcado en innumerables rostros y que se delata en la atención continuamente despierta hacia todos los acontecimientos del mundo externo, incluso los más nimios; un vacío este que constituye la verdadera fuente del aburrimiento y que está siempre ávido de estímulos externos para poner en movimiento el espíritu y el ánimo con alguna cosa. Por eso no es fastidioso en la elección de aquellos, como atestigua la lamentable condición de los entretenimientos a los que se ve aferrarse a los hombres, como también su clase de vida social y de conversación, y no menos los muchos porteros y mirones de ventanas. Principalmente de ese vacío interior surge el afán de compañía, distracción, diversiones y lujos de todas clases, que lleva a muchos al derroche y después a la pobreza. Nada preserva con tanta seguridad de ese extravío como la riqueza interior, la riqueza del espíritu: pues cuanto más se aproxima este a la eminencia, menos lugar deja al aburrimiento. Mas la inagotable actividad de los pensamientos, su juego que se renueva constantemente en los variados fenómenos del mundo interno y externo, la fuerza y el impulso de realizar combinaciones siempre distintas de los mismos, colocan a la mente eminente totalmente fuera del dominio del aburrimiento, excepción hecha de los momentos de relajación. Pero, por otra parte, la inteligencia elevada tiene como condición inmediata una sensibilidad incrementada y como raíz una mayor vehemencia de la voluntad, es decir, del apasionamiento: de su unión con estas surge una intensidad mucho mayor de todos los afectos y una alta sensibilidad a los dolores espirituales y hasta a los corporales, e incluso una mayor impaciencia ante todos los obstáculos o simples molestias; a aumentar todo eso contribuye poderosamente la vivacidad de todas las representaciones, también las adversas, que nace de la fuerza de la fantasía. Lo dicho vale proporcionalmente de todos los grados intermedios que llenan el amplio espacio desde la más embotada estupidez hasta el máximo genio. Por lo tanto, cada cual está, tanto objetiva como subjetivamente, más próximo a una fuente de los sufrimientos de la vida humana cuanto más alejado de la otra. Conforme a ello, su tendencia natural le llevará a acomodar en lo posible lo objetivo a lo subjetivo en este sentido, es decir, a tomar precauciones frente a la fuente de sufrimiento para la que él tiene una mayor sensibilidad. El hombre de ingenio aspirará ante todo a la ausencia de dolor, a no ser importunado, a la calma y el ocio; en consecuencia, buscará una vida tranquila, moderada, pero con el menor estorbo posible; y así, tras algunos tratos con los llamados «hombres», elegirá la vida retirada y, en el caso de un gran espíritu, la soledad. Pues cuanto más tiene uno en sí mismo, tanto menos necesita de fuera y también tanto menos pueden ser los demás para él. Por eso la eminencia del espíritu conduce a la insociabilidad. De hecho, si la calidad de la compañía pudiera sustituirse por la cantidad, valdría la pena incluso vivir en el gran mundo: pero, por desgracia, cien mentecatos en grupo no dan un hombre inteligente. — Por el contrario, el que se halla en el otro extremo, tan pronto como la necesidad le dé un respiro, buscará a toda costa distracción y compañía, y se dará por satisfecho con todo, no huyendo de nada tanto como de sí mismo. Pues en la soledad, donde cada cual es remitido a sí mismo, es donde se muestra lo que tiene en sí mismo: ahí el tonto vestido de púrpura suspira bajo la ineludible carga de su individualidad; mientras que el de altas dotes llena y vivifica con sus pensamientos el entorno más desértico. Por eso tiene una gran verdad lo que dice Séneca: omnis stultitia laborat fastidio sui[382] (Ep. 9); como también la sentencia del Eclesiástico: «La vida del necio es peor que la muerte[383]». En consecuencia, en conjunto encontraremos que cada cual es sociable en la medida en que es intelectualmente pobre y, en general, vulgar[384]. Pues en el mundo no se tiene mucho más que la elección entre soledad y vulgaridad. Los hombres más sociables de todos suelen ser los negros, que son también los de menor categoría intelectual: según informes procedentes de Norteamérica aparecidos en periódicos franceses (Le commerce, 19 de octubre de 1837), los negros, tanto libres como esclavos, se recluyen juntos en gran número dentro del lugar más angosto, porque no pueden ver repetida con suficiente frecuencia su negra cara de nariz chata.
Conforme al hecho de que el cerebro surge como el parásito o el pensionista de todo el organismo, el libre ocio que cada uno consigue, al proporcionarle el libre disfrute de su conciencia y su individualidad, es el fruto y el rendimiento de toda su existencia, que por lo demás es solo fatiga y trabajo. ¿Pero qué rinde el libre ocio de la mayoría de los hombres? Aburrimiento y apatía, siempre que no haya placeres sensibles o necedades que lo llenen. El nulo valor que tiene lo muestra el modo en que lo emplean: es justamente el ozio lungo d’uomini ignoranti[385] de Ariosto. La gente corriente solo piensa en pasar el tiempo; el que tiene algún talento, en aprovecharlo. — El que las mentes limitadas estén tan expuestas al aburrimiento se debe a que su intelecto no es más que el medium de los motivos para su voluntad. Cuando no hay de momento motivos que captar, la voluntad descansa y el intelecto hace fiesta; este, porque no se pone en actividad por su cuenta en mayor medida que aquella: el resultado es un terrible estancamiento de todas las fuerzas en el hombre entero — aburrimiento. Para afrontarlo se pretextan a la voluntad motivos nimios que se asumen provisionalmente y a discreción, para excitarla y así poner en actividad el intelecto que ha de captarlos: por lo tanto, estos son a los motivos reales y naturales lo que el papel moneda a la plata; porque su validez está supuesta arbitrariamente. Tales motivos son los juegos, con cartas, etc., que han sido inventados con ese fin. Cuando estos faltan, el hombre limitado se las arregla traqueteando y tocando el tambor con todo lo que encuentra a mano. También el puro es para él un bienvenido sucedáneo de los pensamientos. — Por esa razón en todos los países el juego de cartas se ha convertido en la principal ocupación de toda reunión social: él es la medida de su valor y la declarada bancarrota de todo pensamiento. En efecto, porque no tienen ningún pensamiento que intercambiar, intercambian cartas e intentan quitarse los florines unos a otros. ¡Oh, triste generación! No obstante, para no ser injusto aquí no quiero suprimir la idea de que en todo caso, para disculparse de los juegos de cartas, se podría aducir que es un ejercicio preparatorio para la vida mundana y los negocios, por cuanto así se aprende a aprovechar prudentemente las circunstancias (cartas) inevitablemente dadas por el azar para hacer con ellas lo que sea posible, a cuyo fin uno se acostumbra también a contenerse, ya que pone buena cara a un mal juego. Pero, precisamente por eso, el juego de cartas tiene por otro lado una influencia desmoralizante. En efecto, el espíritu del juego consiste en sacarle al otro lo suyo de todas las maneras y con toda clase de intrigas y jugadas. Pero la costumbre de proceder así en el juego arraiga, se extiende a la vida práctica y poco a poco se llega a hacer exactamente lo mismo en los asuntos del mío y el tuyo, así como a considerar legítima toda ventaja que se tiene en la mano simplemente con tal de que esté permitida por la ley. Pruebas de ello las ofrece a diario la vida civil. — Así pues, dado que, según se dijo, el libre ocio es la flor o, mejor, el fruto de la existencia de cada cual, ya que solo él le coloca en posesión de su propio yo, hay que considerar dichosos a quienes entonces también conservan algo auténtico en sí mismos; mientras que a la gran mayoría el libre ocio no les reporta más que un tipo que no hay por dónde agarrarlo, que se aburre terriblemente para carga de sí mismo. Por eso nos alegramos «queridos hermanos, porque no somos hijos de la esclava sino de la libre» (Gálatas 4, 31).
Además así como el país más feliz es el que necesita menos importaciones, o ninguna, también es el hombre más feliz el que tiene suficiente con su riqueza interior y para entretenerse necesita poco o nada de fuera; porque tal abastecimiento es muy costoso, origina dependencia, trae peligro, causa disgusto y al final no es más que un mal sustituto de los productos del propio suelo. Pues de los demás, y en general de fuera, no se puede esperar mucho en ningún sentido. Lo que uno puede ser para otro tiene unos límites muy estrechos: al final cada uno se queda solo, y lo que importa entonces es quién está solo. De ahí que valga aquí también lo que ha expresado Goethe (Poesía y verdad vol. 3, p. 474) en general: que en todas las cosas cada cual es al final remitido a sí mismo; o, como dice Oliver Goldsmith:
Still to ourselves in ev’ry place consign’d,
Our own felicity we make or find[386].
(The Traveller V. 431 sq.)
Por eso, lo mejor y la mayor parte ha de serlo y ofrecérselo cada cual a sí mismo. Cuanto más sea esto y, en consecuencia, cuanto más encuentre en sí mismo las fuentes de sus placeres, más feliz será. Con la mayor razón dice Aristóteles: ή ευδαιμονία των αύτάρκων έστι (Eth. Eud. VII, 2), traducido: la felicidad pertenece a los que se bastan a sí mismos. Pues todas las fuentes externas de la felicidad y el placer son por naturaleza sumamente inseguras, precarias, efímeras y sometidas al azar, por lo que hasta en las circunstancias más favorables pueden cortarse; y de hecho eso es inevitable por cuanto no pueden estar siempre disponibles. En la vejez casi todas se agotan necesariamente: pues entonces nos abandona el amor, las bromas, el deseo de viajar, la afición a los caballos y las aptitudes sociales: e incluso la muerte nos arrebata a los amigos y los parientes. Entonces importa más que nunca lo que uno tiene en sí mismo. Pues eso se mantendrá como lo más sólido. Mas también en toda edad esa es y sigue siendo la auténtica y la única fuente duradera de la felicidad. En el mundo, sin embargo, no hay por ningún lado mucho que ganar: la necesidad y el dolor lo llenan, y a quienes escapan de estos les aguarda por todas las esquinas el aburrimiento. Además, en general domina la maldad y la necedad lleva la voz cantante. El destino es cruel, y los hombres, miserables. En un mundo de esta condición, el que posee mucho en sí mismo se asemeja al luminoso, cálido y alegre aposento navideño en medio de la nieve y el hielo de la noche de diciembre. En consecuencia, una individualidad excelente y rica, y en especial la posesión de un gran espíritu, constituyen sin duda la suerte más feliz sobre la tierra, por mucho que esta pueda diferir de la más brillante. Por eso fue una sabia sentencia la de la reina Cristina de Suecia, de solo 19 años, acerca de Descartes, a quien únicamente conocía aún por un artículo y por informes verbales, y que en ese tiempo llevaba veinte años viviendo en Holanda en la más total soledad: Mr. Descartes est le plus heureux de tous les hommes, et sa condition me semble digne d’envie[387] (Vie de Descartes par Baillet Liv. VII. ch. 10). Solo se requiere, como fue el caso de Descartes, que las circunstancias externas sean favorables hasta el punto de que uno pueda ser dueño de sí y llegar a estar contento consigo mismo; por eso dice ya el Eclesiastés (7, 12): «Buena es la sabiduría con herencia, y ayuda a que uno pueda alegrarse del sol[388]». Aquel a quien por el favor de la naturaleza y el destino le es dada esa suerte velará con temeroso cuidado porque le permanezca accesible la fuente interior de su felicidad; las condiciones para ello son la independencia y el ocio. Por eso las comprará gustoso con la moderación y el ahorro; tanto más cuanto que él no está remitido como los demás a las fuentes externas de los placeres. Así pues, la perspectiva del cargo, el dinero, el favor y el aplauso del mundo no le inducirán a renunciar a sí mismo para contemporizar con los viles propósitos o el mal gusto de los hombres[389]. Eventualmente hará como Horacio en la epístola a Mecenas (lib. I, ep. 7)[390]. Es una gran necedad perder hacia dentro para ganar hacia fuera, es decir, sacrificar en todo o en parte la propia tranquilidad, ocio e independencia a cambio de esplendor, rango, opulencia, título y honor. Pero eso es lo que ha hecho Goethe. A mí, mi genio guardián me ha empujado con decisión hacia el otro lado.
La verdad aquí debatida según la cual la fuente principal de la felicidad humana nace en su propio interior encuentra su confirmación también en la muy certera observación de Aristóteles en la Ética a Nicómaco (I, 7 y VII, 13, 14): que todo placer supone alguna actividad, es decir, la aplicación de alguna capacidad, y no puede existir sin ella. Esta teoría aristotélica de que la felicidad de un hombre consiste en el libre ejercicio de su capacidad prominente la reproduce también Stobeo en su exposición de la ética peripatética (Ecl. eth.ll, c. 7, pp. 268-278), por ejemplo: ενέργειαν είναι την ευοαιμονιαν κατ αρετήν, εν πραςεσι προηγουμεναις κατ ευχήν[391] (la version de Heeren es: felicitatem esse functionem secundum virtutem peractiones successus compotes). En general también la presenta en expresiones más breves con la explicación de que αρετή es todo virtuosismo. El destino primordial de las fuerzas con que la naturaleza ha dotado al hombre es la lucha contra la necesidad que le acosa por todos lados. Pero una vez que cesa esa lucha, esas fuerzas desocupadas se le convierten en una carga: de ahí que tenga entonces que jugar con ellas, es decir, emplearlas sin objeto: pues si no, recae enseguida en la otra fuente del sufrimiento humano: el aburrimiento. Por eso todos los grandes y ricos son atormentados por él, y ya Lucrecio ofreció una descripción de su miseria, cuya exactitud aún hoy en día tenemos ocasión de conocer en toda gran ciudad:
Exit saepe foras magnis ex aedibus ille,
Esse domi quem pertaesum est, subitoque reventat;
Quippe foris nihilo melius qui sentiat esse.
Currit, agens mannos, ad villam praecipitanter,
Auxilium tectis quasi ferre ardentibus instans:
Oscitat extemplo, tetigit quum limina villae;
Aut abit in somnum gravis, atque oblivia quaerit;
Aut etiam properans urbem petit, atque revisit[392].
III, 1073
En estos señores, durante la juventud son la fuerza muscular y la capacidad reproductiva las que tienen que aguantarlo todo. Pero después solo quedan las fuerzas espirituales: si faltan estas, o bien su educación y el acopio de materia para su actividad, la aflicción se hace grande. Dado que la voluntad es la única fuerza inagotable, entonces es excitada con el estímulo de las pasiones, por ejemplo, con juegos de azar, ese vicio verdaderamente degradante. — Pero en general todo individuo desocupado elegirá un juego en el que ocuparse según el tipo de capacidades que en él predominen: quizá los bolos o el ajedrez; la caza o la pintura; las carreras o la música; el juego de naipes o la poesía; la heráldica o la filosofía, etc. Podemos incluso investigar metódicamente la cuestión remontándonos a la raíz de todas las manifestaciones de fuerza humanas, es decir, a las tres fuerzas fisiológicas fundamentales que, por lo tanto, hemos de examinar aquí en su juego sin finalidad, en el que aparecen como las fuentes de las tres clases de posibles placeres de las cuales cada hombre elegirá la que le resulte adecuada según que en él predomine una u otra de aquellas capacidades. Así pues, tenemos en primer lugar los placeres de la capacidad reproductiva: consisten en comer, beber, digerir, descansar y dormir. De ahí que incluso pueblos enteros sean objeto del elogio de los demás por haberlos convertido en sus placeres nacionales. En segundo lugar, los placeres de la irritabilidad: consisten en el excursionismo, los saltos, la lucha, la danza, la esgrima, la equitación y los juegos atléticos de todas clases, como también la caza e incluso la batalla y la guerra. En tercer lugar, los placeres de la sensibilidad: consisten en contemplar, pensar, sentir, poetizar, esculpir, tocar música, aprender, leer, meditar, inventar, filosofar, etc. — Sobre el valor, grado y duración de cada una de esas clases de placeres se pueden hacer muy variadas reflexiones que quedan a cargo del propio lector. Mas a todos resultará obvio que nuestro placer, siempre condicionado por el uso de las propias fuerzas, y con él nuestra felicidad, consistente en la frecuente recurrencia de tal uso, será tanto mayor cuanto más noble sea el tipo de la fuerza que lo condiciona. Nadie negará la primacía que a este respecto tiene la sensibilidad, cuyo claro predominio es el elemento distintivo del hombre frente a las restantes especies animales, sobre las otras dos fuerzas fisiológicas fundamentales, que habitan igualmente o incluso en mayor medida en los animales. A la sensibilidad pertenecen nuestras capacidades cognoscitivas: por eso su primacía capacita para los placeres consistentes en conocer, es decir, para los llamados placeres espirituales, y en mayor medida cuanto mayor es esa supremacía[393]. El hombre normal y corriente solo puede participar vivamente en una cosa si esta excita su voluntad, es decir, si tiene un interés personal para él. Pero toda excitación duradera de la voluntad es por lo menos de tipo mixto, es decir, está unida al dolor. Un medio intencionado de excitarla, y además a través de unos intereses tan nimios que solo provocan dolores momentáneos y ligeros, no permanentes ni serios, y por tanto se han de considerar simples comezones de la voluntad, es el juego de cartas, esa constante ocupación de la «buena sociedad» de todos los lugares[394]. — En cambio, el hombre de preponderantes capacidades intelectuales es capaz de implicarse vivamente por la vía del puro conocimiento, sin mezcla alguna de la voluntad, y hasta lo necesita. Mas esa participación se instala entonces en una región esencialmente ajena al dolor, algo así como la atmósfera de los dioses de vida fácil, θεών ρεΤα ζωόντων[395]. En consecuencia, mientras que la vida de los demás transcurre en la apatía, al estar sus pensamientos y acciones totalmente orientados a los mezquinos intereses de la prosperidad personal y con ellos a las miserias de todas clases — razón por la cual les invade un insoportable aburrimiento tan pronto como cesa la ocupación con aquellos fines y ellos quedan remitidos a sí mismos, ya que solo el salvaje fuego de la pasión es capaz de transmitir algo de movimiento a la masa inerte—; mientras tanto, digo, el hombre dotado de fuerzas espirituales predominantes posee una existencia fecunda en ideas, siempre animada y significativa: se ocupa de objetos dignos e interesantes en cuanto puede entregarse a ellos y lleva en sí mismo una fuente de los más nobles placeres. El estímulo externo se lo dan las obras de la naturaleza y la visión de la actividad humana, después las variadas producciones de los hombres de altas dotes de todas las épocas y países, que en realidad solo él puede disfrutar plenamente porque solo a él le resultan totalmente inteligibles y perceptibles. Por lo tanto, para él han vivido aquellos realmente, en él han puesto sus miras; sin embargo, los demás, en cuanto oyentes ocasionales, solo entienden a medias un poco de aquí y de allá. Mas, desde luego, debido a todo eso él tiene una necesidad más que los otros, la necesidad de aprender, de ver, de estudiar, de meditar, de practicar y, por lo tanto, también la necesidad de ocio libre: pero precisamente porque, como observa acertadamente Voltaire, il n’est de vrais plaisirs qu’avec de vrais besoins[396], esa necesidad es la condición de que le estén abiertos placeres que quedan vedados a los otros, para quienes las bellezas naturales y artísticas y las obras del espíritu, aun cuando las amontonen a su alrededor, solo son en el fondo lo que las hetairas[397] a un anciano. Como resultado de ello, un hombre tan privilegiado además de su vida personal lleva otra, la intelectual, que para él va poco a poco convirtiéndose en el verdadero fin para el cual él considera la primera un simple medio; mientras que para los demás ha de valer como fin esta existencia trivial, vacía y triste. Por eso aquella vida intelectual le ocupará prioritariamente y, con el progresivo aumento de comprensión y conocimiento, recibirá una cohesión, una elevación continua, una totalidad y perfección cada vez más completas, como una obra de arte que se va formando; con ella contrasta tristemente la vida meramente práctica de los demás, orientada a la simple prosperidad personal, capaz de crecer solo a lo largo y no en hondura; aunque, como se dijo, para ellos ha de valer como fin en sí misma mientras que para aquel es un simple medio.
En efecto, nuestra vida práctica, real, es aburrida e insípida si no la mueven las pasiones; pero si la mueven, se vuelve enseguida dolorosa: de ahí que solo sean felices aquellos a quienes ha caído en suerte algún exceso de intelecto respecto de la medida necesaria para el servicio de su voluntad. Pues con él llevan, además de su vida real, otra intelectual que les ocupa y entretiene sin cesar de una forma indolora pero viva. El simple ocio, es decir, el intelecto desocupado del servicio de la voluntad, no basta para eso, sino que se requiere un exceso real de la capacidad: pues solo este faculta para una ocupación puramente espiritual que no sirva a la voluntad: en cambio, otium sine litteris mors est et hominis vivi sepultura[398] (Sen., Ep. 82). Pero según sea mayor o menor ese exceso, hay innumerables gradaciones de aquella vida intelectual que hay que llevar junto a la real, desde la simple colección y descripción de insectos, aves, minerales y monedas, hasta las más altas producciones de la poesía y la filosofía. Mas tal vida intelectual no solo previene del aburrimiento sino también de sus funestas consecuencias. En efecto, ella se convierte en defensa frente a las malas compañías y los muchos peligros, desgracias, pérdidas y derroches en que uno cae cuando busca su felicidad en el mundo real. Así, por ejemplo, a mí la filosofía nunca me ha reportado beneficios, pero me ha ahorrado muchas cosas.
En cambio, el hombre normal está remitido con respecto al disfrute de su vida a cosas externas a él: a las posesiones, el rango, la esposa e hijos, los amigos, la sociedad, etc., y en ellos se apoya su felicidad vital: por eso se derrumba cuando los pierde o cuando se ve decepcionado con ellos. Para expresar esa relación podemos decir que su centro de gravedad recae fuera de él. Precisamente por eso tiene siempre deseos y caprichos cambiantes: cuando sus medios se lo permitan comprará casas de campo o caballos, dará fiestas, hará viajes, y en general vivirá con gran lujo; porque precisamente busca una satisfacción externa en cosas de todas clases, al igual que quien está débil espera obtener de los consomés y las drogas farmacéuticas la salud y la fuerza cuya fuente verdadera es la propia fuerza vital. Si, para no pasarnos inmediatamente al otro extremo, colocamos junto a él a un hombre de capacidades espirituales no precisamente eminentes pero que sobrepasan la corta medida usual, veremos que este acaso practique como diletante un arte bella o cultive una ciencia real como la botánica, la mineralogía, la física, la astronomía, la historia, etc.; y enseguida encontrará en ello una gran parte de su placer, recreándose con eso cuando dejen de manar aquellas fuentes externas o ya no le satisfagan. En esa medida podemos decir que su centro de gravedad recae ya parcialmente en él mismo. Sin embargo, puesto que el simple diletantismo en el arte está aún muy lejos de la capacidad creadora, y dado que las meras ciencias reales se quedan en las relaciones de los fenómenos entre sí, no todo el hombre puede quedar absorbido por ellos ni pueden estos llenar hasta el fondo todo su ser, por lo que su existencia no puede implicarse en ellos hasta el punto de perder todo interés por lo demás. Esto solo queda reservado a la más alta eminencia espiritual que se suele designar con el nombre de genio: pues solo ella convierte en su tema la existencia y la esencia de las cosas en su totalidad y en absoluto; según eso, aspirará a expresar su profunda captación de las mismas, de acuerdo con su orientación individual, a través del arte, la poesía o la filosofía. De ahí que solo para un hombre de esa clase resulte una apremiante necesidad la tranquila ocupación consigo mismo, con sus pensamientos y obras, que la soledad le sea bienvenida, que el libre ocio sea el supremo bien y todo lo demás prescindible o incluso, de tenerlo, con frecuencia sea solo una carga. Por consiguiente, solo de un hombre así podemos decir que su centro de gravedad recae por completo en él. A partir de aquí se vuelve incluso explicable que la muy infrecuente gente de esa clase, aun teniendo el mejor carácter, no muestre aquel interno e ilimitado interés por los amigos, la familia y la vida en común, del que algunos de los demás son capaces: pues en último término pueden consolarse de todo simplemente con tenerse a sí mismos. Por eso se encuentra en ellos un elemento más de aislamiento que es tanto más eficaz cuanto los demás nunca les satisfacen plenamente; por eso no pueden ver en ellos del todo a sus iguales e incluso, dado que esa heterogeneidad les resulta perceptible en todos y cada uno, poco a poco se acostumbran a andar entre los hombres como seres de distinta clase y a servirse en sus pensamientos sobre ellos de la tercera persona del plural en lugar de la primera. — Nuestras virtudes morales redundan principalmente en el bien de los demás; las intelectuales, en cambio, nos benefician ante todo a nosotros mismos: por eso aquellas nos hacen generalmente queridos; — estas, odiados.
Desde este punto de vista, aquel al que la naturaleza ha dotado con largueza en el sentido intelectual nos aparece como el más feliz; es cierto que lo subjetivo se halla más cercano a nosotros que lo objetivo, cuyo efecto, de la clase que sea, siempre está mediado por aquel, así que es secundario. Eso atestigua también el hermoso verso:
Πλούτος ό τής ψυχής πλούτος μονος εστΐν αληθής,
Τ’αλλα o εχει ατην πλειονα των κτεανων[399].
Luciano en Anthol. 1, 67.
Ese rico interior no necesita de fuera más que un regalo negativo, a saber, libre ocio para poder cultivar y desarrollar sus capacidades espirituales y disfrutar su riqueza interior, es decir, nada más que el permiso para ser plenamente él mismo durante toda su vida, cada día y a cada hora. Cuando uno está destinado a imprimir la huella de su espíritu en todo el género humano, solo existe para él una felicidad o desdicha: poder cultivar plenamente sus disposiciones y completar sus obras, — o bien estar imposibilitado de hacerlo. Todo lo demás es para él insignificante. Conforme a ello, vemos que los grandes espíritus de todos los tiempos atribuyen el máximo valor al libre ocio. Pues el libre ocio de cada uno vale lo que vale él mismo. Δοκεΐ δέ ή ευδαιμονία εν τχί σχολή είναι[400] (videtur béatitude in otio esse sita), dice Aristóteles (Eth. Nie. X, 7), y Diogenes Laercio (II, 5,31) informa de que Σωκράτης έπήνει σχολήν, ώς κάλλιστον κτημάτων[401] (Socrates otium nt possessionum omnium pulcherrimam laudabat). Con esto concuerda también el que Aristóteles {Eth. Nie. X, 7, 8, 9) considere la vida filosófica la más feliz. También es pertinente aquí incluso lo que dice en la Política (IV 11): τον εύδαιμονα βιον είναι τον κατ’ αρετήν άνεμπόδιστον[402], que traducido en profundidad significa: «Poder ejercitar sin impedimentos la propia excelencia, de la clase que sea, es la verdadera felicidad»; y también coincide con la sentencia de Goethe en el Guillermo Meister. «Quien ha nacido con un talento, para un talento, encuentra en él su más bella existencia[403]». — Pero el disponer de libre ocio no es ajeno solo al usual destino sino también a la usual naturaleza del hombre: pues su determinación natural es pasar el tiempo procurando lo necesario para su existencia y la de su familia. El es un hijo de la necesidad, no una inteligencia libre. Conforme a ello, el libre ocio se convierte pronto en una carga para el hombre corriente, y finalmente en un tormento, si no es capaz de llenarlo con toda clase de fines simulados y fingidos, a través de los juegos, los pasatiempos y las aficiones de todo tinte: y también por la misma causa, le trae peligros, ya que con razón se dice: difficilis in otio quies[404]. Pero, por otra parte, un intelecto que exceda en mucho la medida usual es anómalo, es decir, no natural. Mas una vez que existe, para la felicidad del que está dotado de él se requiere justo aquel libre ocio que para los demás es unas veces gravoso y otras nocivo; porque sin él será un pegaso bajo el yugo y, por lo tanto, infeliz. Si coinciden ambos factores no naturales, el externo y el interno, es una gran suerte: pues entonces el así favorecido llevará una vida de índole superior: la de quien está exento de las dos fuentes opuestas del sufrimiento humano, la necesidad y el aburrimiento, o el afanoso desvelo por la existencia y la incapacidad de soportar el ocio (es decir, la libre existencia misma); males ambos de los que en otro caso solo se puede escapar haciendo que se neutralicen y anulen mutuamente.
Mas, por otro lado, frente a todo eso hay que tener en cuenta que las grandes dotes intelectuales originan una elevada sensibilidad al dolor en todas sus formas debido a la preponderancia de la actividad cerebral; que, además, el temperamento apasionado que las condiciona y, al mismo tiempo, la mayor viveza y perfección de todas las representaciones, inseparables de tales dotes, provocan una mayor vehemencia de los afectos suscitados por dichas representaciones, cuando en general hay más afectos desagradables que agradables; y, finalmente, que las grandes dotes intelectuales alejan a su poseedor de los demás hombres y sus afanes, ya que cuanto más tiene él en sí mismo menos puede encontrar en ellos, y cien cosas en las que ellos encuentran gran placer son para él sosas e insoportables; con lo que quizás también siga aquí en vigor la ley de la compensación que se hace valer en todas partes; incluso se dice con bastante frecuencia, y no sin visos de verdad, que el hombre más limitado intelectualmente es en el fondo el más feliz, si bien nadie puede envidiarlo por esa felicidad. No quiero anticiparme al lector en la decisión definitiva del asunto, tanto menos cuando el mismo Sófocles ha presentado al respecto dos sentencias diametralmente opuestas:
Πολλφ το φρονεΐν ευδαιμονίας πρώτον υπάρχει[405].
(Sapere longe prima felicitatis pars est.)
Antig. 1328.
Y a su vez:
Igual de discrepantes son los filósofos del Antiguo Testamento: «¡La vida del necio es peor que la muerte!» (του γάρ μωρού ύπερ θάνατου ζωη πονηρά, Eclesiástico, 22, 12), y: «Donde hay mucha sabiduría hay mucha aflicción» (ό προστιθεις γνώσιν, προσθησει άλγημα, Eclesiastés 1, 18). Entretanto, no quiero dejar de mencionar que el hombre que, como consecuencia de la estrecha y apenas normal medida de sus fuerzas intelectuales, carece de necesidades espirituales es lo que se designa como filisteo, en una expresión exclusiva del idioma alemán que procede de la vida estudiantil, pero después se ha utilizado en un sentido superior, aunque análogo al original, en oposición al hijo de las Musas. El filisteo, en efecto, es y sigue siendo el άμουσος άνηρ[407]. Desde un punto de vista superior yo formularía la definición de los filisteos diciendo que son gentes que continuamente se ocupan con la mayor seriedad de una realidad que no lo es. Mas una definición así, ya transcendental, no sería adecuada al punto de vista popular en el que me he instalado en este tratado, y por eso quizás no sea del todo comprensible para cualquier lector. En cambio, aquella primera admite con mayor facilidad una especial ilustración y designa suficientemente la esencia del asunto, la raíz de todas las cualidades que caracterizan al filisteo. Es, por consiguiente, un hombre sin necesidades espirituales. De ahí se siguen varias cosas: primero, con respecto a sí mismo, que se queda sin placeres espirituales, según el principio antes citado: il n’est de vrais plaisirs qu’avec de vrais besoins[408]. Ningún afán de conocimiento y comprensión por voluntad propia vivifica su existencia, ni tampoco el afán de placeres verdaderamente estéticos, que es del todo afín a aquel. Si acaso la moda o la autoridad le imponen algún placer de esa clase, lo despachará lo más rápidamente posible como una especie de trabajo forzado. Los únicos placeres reales para él son los sensibles: con ellos se satisface. En consecuencia, las ostras y el champán son el punto culminante de su existencia, y el fin de su vida es lograr todo lo que contribuya al bienestar corporal. ¡Feliz él si ese fin le da mucho trabajo! Pues si aquellos bienes se le imponen ya de antemano, inevitablemente cae en el aburrimiento, contra el cual intentará entonces todo lo imaginable: baile, teatro, vida social, juegos de naipes, juegos de azar, caballos, mujeres, bebida, viajes, etc. Y, sin embargo, nada de eso basta contra el aburrimiento cuando la carencia de necesidades intelectuales hace imposibles los placeres del espíritu. Por eso es propia y característica del filisteo una sombría y seca seriedad que se acerca a la del animal. Nada le alegra, nada le estimula, nada es de su interés. Pues los placeres sensibles se agotan pronto; la compañía, formada de tales filisteos, se vuelve enseguida aburrida; el juego de cartas termina cansando. A lo sumo le quedan los placeres de la vanidad, a su estilo, consistentes en superar a los demás en riqueza, o rango, o influencia y poder, por lo que entonces será respetado por ellos; o bien en tener al menos trato con los que destacan en tales cosas, y así participa él del reflejo de su esplendor (a snob). — De la cualidad fundamental del filisteo que se ha expuesto se sigue en segundo lugar, con relación a los demás, que, al no tener necesidades intelectuales sino solo físicas, buscará a quien esté en condiciones de satisfacer estas y no aquellas. Por eso nada exigirá menos de los demás que el tener algunas capacidades intelectuales predominantes: antes bien, cuando se tope con ellas suscitarán su rechazo y hasta su odio; porque él no tiene más que un gravoso sentimiento de inferioridad y además experimenta una sorda envidia oculta que intenta disimular con el mayor cuidado tratando incluso de ocultársela a sí mismo, con lo que a veces crece hasta convertirse en una rabia contenida. Por consiguiente, en modo alguno se le ocurrirá medir por semejantes cualidades su estima o respeto, sino que estos se reservarán exclusivamente al rango y la riqueza, el poder y las influencias, que a sus ojos son los únicos verdaderos privilegios, en los que él también desearía sobresalir. — Mas todo eso se debe a que es un hombre sin necesidades espirituales.
Un gran sufrimiento de todos los filisteos radica en que las idealidades no les ofrecen ningún entretenimiento sino que para escapar del aburrimiento necesitan siempre realidades. Estas, por una parte, se agotan pronto cuando, en vez de entretener, aburren; y, por otra, provocan perjuicios de todas clases; mientras que, en cambio, las idealidades son inagotables al tiempo que inocentes e inocuas en sí mismas. —
En todo este examen de las cualidades personales que contribuyen a nuestra felicidad he tomado en consideración, junto a las físicas, principalmente las intelectuales. De qué forma hace inmediatamente feliz la excelencia moral lo he expuesto ya antes en mi escrito de concurso Sobre el fundamento de la moral § 22, p. 275 [2.a ed., p. 272], al que, por lo tanto, remito desde aquí.
DE LO QUE UNO TIENE
De forma acertada y hermosa Epicuro, el gran maestro de la felicidad, ha dividido las necesidades humanas en tres clases. Primera, las naturales y necesarias: son las que causan dolor si no son satisfechas. Por consiguiente, se incluye aquí solo el victus et amictus[409]. Son fáciles de satisfacer. En segundo lugar, las naturales pero no necesarias: es la necesidad de satisfacción sexual, si bien Epicuro no la formula en el informe de Laercio (yo, en general, reproduzco aquí su teoría algo mejorada y retocada). Satisfacer esta necesidad es ya más difícil. En tercer lugar, las que no son naturales ni necesarias: son las del lujo, la opulencia, la pompa y el esplendor: son infinitas, y su satisfacción, muy difícil (véase Diog. Laert. 1. X, c. 27, § 149 y § 127, y Cicerón, De finibus 1, c. 14 y 16).
Definir los límites de nuestros deseos razonables con respecto a las posesiones es difícil, cuando no imposible. Pues la satisfacción de cada cual en este sentido no se basa en una magnitud absoluta sino meramente relativa, a saber: la relación entre sus pretensiones y sus bienes: de ahí que estos últimos, considerados por sí solos, estén tan vacíos de significado como el numerador de un quebrado sin el denominador. Un hombre no está en absoluto privado de los bienes que nunca se le ha pasado por la cabeza pretender, sino que está plenamente satisfecho aun sin ellos; mientras que otro que posee cien veces más que él se siente desdichado porque le falta una cosa que pretende. Cada uno tiene, también en este sentido, su propio horizonte de lo que le es posible alcanzar: hasta donde este llega, alcanzan sus pretensiones. Cuando algún objeto situado dentro de él se le presenta de tal modo que puede confiar lograrlo, se siente feliz; infeliz, en cambio, cuando las dificultades que surgen le quitan la perspectiva de conseguirlo. Lo que queda fuera de ese horizonte no tiene efecto alguno sobre él. Por eso al pobre no le preocupan las grandes posesiones de los ricos y, por otra parte, cuando al rico se le malogran sus propósitos no le consuela lo mucho que ya posee. La riqueza se parece al agua de mar: cuanto más se bebe de ella, más sediento se está. — Lo mismo vale de la fama. — El hecho de que tras haber perdido la riqueza o el bienestar, y una vez superado el dolor inicial, nuestro ánimo habitual no resulte muy diferente del anterior se debe a que, después de que el destino ha disminuido el factor de nuestra posesión, nosotros mismos reducimos en gran medida el factor de nuestras pretensiones. Pero esa operación es lo realmente doloroso en un caso de desgracia: una vez ejecutada, el dolor se hace cada vez menor y al final deja de sentirse: las heridas cicatrizan. A la inversa, en un caso de fortuna el compresor de nuestras pretensiones se levanta y estas se extienden: ahí se encuentra la alegría. Pero esta tampoco dura más que hasta que esa operación se ha efectuado por completo: nos acostumbramos a la medida incrementada de nuestras pretensiones y nos volvemos indiferentes hacia la posesión correspondiente a ella. Eso afirma ya el pasaje de Homero en la Od.[isea] XVIII, 130-137, que concluye:
Τοΐος γάρ νοος εστι’ν έπιχθονιων ανθρώπων,
Οιον έφ’ ήμαρ άγει πατήρ άνδρών τε θεών τε[410].
La fuente de nuestra insatisfacción se halla en los intentos siempre renovados de elevar el factor de las pretensiones dentro de la inmovilidad del otro factor, que lo impide. —
En un género necesitado y consistente en necesidades como es 369 el humano, no es de extrañar que la riqueza sea en mayor medida y más abiertamente estimada y hasta respetada, y que incluso el poder lo sea únicamente como medio para la riqueza; ni tampoco que, con el fin de adquirirla, todo lo demás se deje de lado o se lance sobre la multitud, por ejemplo, la filosofía de los profesores de filosofía.
Con frecuencia se reprocha a los hombres que sus deseos estén dirigidos principalmente al dinero y que amen este sobre todas las cosas. Sin embargo, es natural y hasta irremediable amar aquello que, como un infatigable Proteo, a cada instante está dispuesto a transformarse en el correspondiente objeto de nuestros cambiantes deseos y variadas necesidades. En efecto, cualquier otro bien solo puede satisfacer un deseo, una necesidad: la comida solo es buena para el hambriento; el vino, para el sano; la medicina, para el enfermo; una piel, para el invierno; las mujeres, para los jóvenes, etc. Todos ellos no son, por lo tanto, más que αγαθά προς τι’[411], es decir, solo relativamente buenos. Unicamente el dinero es lo absolutamente bueno, porque no previene solo una necesidad in concreto sino la necesidad en general, in abstracto. —
La fortuna disponible se ha de considerar como un muro de defensa contra los muchos males y desgracias posibles, no como un permiso o incluso una obligación de procurarse los placeres del mundo. La gente que no tiene fortuna de familia pero finalmente llega a la situación de ganar mucho dinero gracias a sus talentos, de la clase que sean, cae casi siempre en la ilusión de que su talento es el capital constante y la ganancia que obtiene con él, el interés. En consecuencia, no ahorran parte de lo ganado para reunir así un capital constante, sino que gastan a medida que ganan. Pero después, en la mayoría de los casos terminan en la pobreza; porque su ganancia se estanca, o cesa, bien porque el talento mismo se ha agotado, ya que era de tipo perecedero —como, por ejemplo, el de casi todas las bellas artes—, o bien porque solo podía abrirse paso bajo especiales circunstancias y coyunturas que han desaparecido. Los artesanos pueden siempre proceder de la forma indicada, ya que las capacidades para sus producciones no se pierden fácilmente, además de que son sustituidas por las fuerzas de los compañeros y porque sus fabricaciones son objetos de necesidad, así que se venden en toda época; por eso es acertado el refrán: «Quien ha oficio, ha beneficio[412]». Pero no ocurre lo mismo con los artistas y los virtuosi de cualquier clase. Precisamente por eso están bien pagados. Mas, por la misma razón, lo que ganan debe convertirse en su capital, y sin embargo de forma temeraria lo toman por intereses y con ello van hacia la ruina. — En cambio, los que poseen un patrimonio heredado al menos saben bien qué es el capital y qué los intereses. Por eso la mayoría intentarán poner aquel a seguro, no echar mano de él en ningún caso e incluso, cuando sea posible, ahorrar al menos una octava parte de los intereses para afrontar futuras faltas de liquidez. Así la mayor parte se mantendrán en el bienestar. — Esta observación no es aplicable a los comerciantes: pues para ellos el dinero es un simple medio para una ganancia ulterior, algo así como un instrumento del oficio; de ahí que, aunque haya sido ganado por ellos mismos, intenten conservarlo e incrementarlo mediante la inversión. Por consiguiente, en ningún oficio está la riqueza tan en su hogar como en este.
En general, es normal encontrar que quienes han luchado ya con la verdadera necesidad y la carencia son, sin comparación, los que menos las temen; por eso tienen más tendencia al derroche que quienes las conocen solo de oídas. A los primeros pertenecen todos los que, gracias a un golpe de fortuna de cualquier clase o a un especial talento de la especie que sea, han pasado con bastante rapidez de la pobreza al bienestar: los otros, por el contrario, son los que han nacido y permanecido en el bienestar. Estos siempre piensan más en el futuro y son, por lo tanto, más ahorradores que aquellos. De ahí se podría inferir que la necesidad no es algo tan malo como parece vista de lejos. Pero la verdadera razón podría ser más bien que a quien ha nacido en medio de la riqueza familiar esta le parece algo imprescindible en cuanto elemento de la única vida posible, igual que el aire; de ahí que la custodie como su propia vida y, por consiguiente, sea en la mayoría de los casos amante del orden, precavido y ahorrativo. En cambio, al que ha nacido en medio de la pobreza familiar esta le parece el estado natural; la riqueza que después le ha recaído de cualquier manera le parece, en cambio, algo superfluo, simplemente apropiado para disfrutar y dilapidar; pues cuando la vuelve a perder se las arregla sin ella igual que antes, y además se le quita una preocupación. Ocurre lo que dice Shakespeare:
The adage must be verified,
That beggars mounted run their horse to death.
(El adagio ha de verificarse, que el mendigo montado hace
correr al caballo hasta la muerte.)
Enrique W p. 3, a. 1.
A eso se añade además que esa gente lleva, no tanto en la cabeza como en el corazón, una firme y desmesurada confianza, por una parte, en el destino y, por otra, en los propios medios que ya le han sacado de la necesidad y la pobreza; por eso no consideran, como hace el que ha nacido rico, que los abismos de estas carecen de fondo, sino que piensan que, al chocar con el suelo, volverán a elevarse. — Por esa peculiaridad humana se puede explicar que las mujeres que fueron muchachas pobres sean con frecuencia más exigentes y despilfarradoras que aquellas que aportaron un rico ajuar; porque en su mayor parte las muchachas ricas no solo aportan fortuna sino también más celo que las pobres, y hasta un impulso heredado de conservarla. Entretanto, quien pretenda afirmar lo contrario encontrará una autoridad en su favor en la primera sátira de Ariosto. En cambio, el doctor Johnson concuerda con mi opinión: A woman of fortune being used to the handling of money, spends it judiciously: but a woman who gets the command of money for the first time upon her marriage, has such a gust in spending it, that she throws it away with great profusion[413] (véase Boswell, Life of Johnson, ann. 1776, aetat. 67). En todo caso, me gustaría aconsejar al que se case con una mujer pobre que no le deje en herencia el capital sino solo una renta, pero en especial que tenga cuidado de que el patrimonio de los hijos no caiga en sus manos.
En manera alguna creo hacer algo indigno con mi pluma al recomendar el desvelo por el patrimonio adquirido y el heredado. Pues el hecho de poseer de familia lo suficiente, aunque sea solo para la propia persona y sin familia, para poder vivir cómodamente en una verdadera independencia, es decir, sin trabajar, es una inestimable ventaja: pues supone la exención y la inmunidad de la necesidad y la fatiga inherentes a la vida humana, es decir, la emancipación de la servidumbre universal, esa suerte natural del hijo de la tierra. Solo bajo esa protección del destino se nace como un verdadero hombre libre: pues solo así se es verdaderamente sui juris[414], señor del propio tiempo y las propias fuerzas, y se puede decir cada mañana: «El día es mío». Precisamente por eso, la diferencia entre quien tiene mil táleros de renta y quien tiene cien mil es infinitamente menor que la que existe entre el primero y quien no tiene nada. Pero la fortuna de familia alcanza su máximo valor cuando recae sobre alguien que está dotado de capacidades espirituales de tipo superior y tiene aspiraciones que no se llevan bien con el lucro: pues entonces está doblemente dotado por el destino y puede vivir de su genio: pero saldará centuplicada su deuda con la humanidad produciendo lo que ningún otro puede y creando algo que la beneficia en su conjunto y que redunda en su honor. Otro, a su vez, en una situación tan privilegiada se hará merecedor de la gratitud de la humanidad por sus aspiraciones filantrópicas. En cambio, el que no hace nada de todo eso ni aun en alguna medida o a modo de ensayo, el que ni siquiera con el estudio a fondo de una ciencia se abre al menos la posibilidad de fomentarla, — un hombre así con una fortuna heredada es un simple gandul y resulta despreciable. Tampoco será feliz: pues la exención de la necesidad le entrega en manos del otro polo de la miseria humana, el aburrimiento, el cual le atormenta tanto que sería mucho más feliz si la necesidad le hubiera dado ocupación. Mas precisamente ese aburrimiento le inducirá fácilmente a extravagancias que le harán perder aquel privilegio del que no era digno. En realidad innumerables hombres se encuentran en la indigencia simplemente porque cuando tuvieron dinero lo gastaron solamente para conseguir un momentáneo alivio del aburrimiento que les oprimía.
Pero totalmente distinto es el caso cuando la finalidad es llegar alto en la administración pública, en la que por tanto se han de 373 lograr favores, amigos y relaciones para, a través de ellos, escalonadamente, lograr la promoción quizás hasta los más altos puestos: en el fondo aquí es mejor haber venido al mundo sin fortuna ninguna. En especial a quien no es aristócrata pero está dotado de algún talento, le supondrá una ventaja y una recomendación el ser un pobre diablo. Pues lo que más busca y ama cada cual, ya en la simple conversación y mucho más en el empleo, es la inferioridad de los demás. Mas solo un pobre diablo está convencido y penetrado en el grado que aquí se requiere de su total, profunda, decidida y completa inferioridad, así como de su absoluta insignificancia y carencia de valor. En consecuencia, solo él se inclina con frecuencia y durante el tiempo suficiente y solo sus reverencias alcanzan los noventa grados; solo él lo aguanta todo sonriendo; solo él conoce la completa carencia de valor de los méritos; solo él elogia públicamente y en voz alta, o bien con grandes letras impresas, las chapuzas literarias de sus superiores o de los hombres influyentes como obras maestras; solo él sabe mendigar: en consecuencia, solo él puede tempranamente, es decir, en la juventud ser un iniciado[415] en aquella oculta verdad que Goethe nos ha revelado en las palabras:
De lo infame
Nadie se queje:
Pues es lo más poderoso,
Por mucho que te digan.
Diván de Oriente y Occidente[416]
En cambio, aquel que tiene para vivir en su familia se mostrará la mayoría de las veces rebelde: está acostumbrado a ir tète levée[417], no ha aprendido todas aquellas artes, y además quizá esté empeñado en conseguir algún talento cuya insuficiencia frente al médiocre et rampant[418] debería más bien comprender; al final está en condiciones de notar la inferioridad de sus superiores y, si esta llega a la indignidad, se volverá estático o desconfiado. A eso no se le da coba en el mundo: antes bien, al final se llegará a la situación de decir con el audaz Voltaire: nous n’avons que deux jours à vivre: ce n’est pas la peine de les passer à ramper sous des coquins méprisables[419]: — por desgracia, dicho sea de paso, ese coquin méprisable es un predicado para el que hay muchos sujetos en este endiablado mundo. Así pues, se ve que la sentencia de Juvenal:
Haud facile emergunt, quorum virtutibus obstat
Res angusta domi[420],
rige más para la carrera de los virtuosos que para la de la gente de mundo. —
Dentro de lo que uno tiene no he contado la mujer y los hijos, ya que más bien es tenido él por ellos. Antes se podrían incluir ahí los amigos, aunque también en ese caso el poseedor ha de ser en la misma medida posesión del otro.
DE LO QUE UNO REPRESENTA
Esto, es decir, nuestra existencia en la opinion de los demás, es algo que siempre se aprecia en exceso debido a una especial debilidad de nuestra naturaleza; si bien ya la más ligera reflexión nos podría enseñar que eso no es en sí mismo esencial para nuestra felicidad. Por consiguiente, apenas resulta explicable todo lo que un hombre se alegra interiormente tan pronto como observa indicios de la opinión favorable de los demás y su vanidad es de alguna manera lisonjeada. Tan inevitablemente como ronrronea el gato cuando se le acaricia, se dibuja un dulce deleite en el rostro del hombre al que se elogia, y más si el elogio entra en el campo de sus pretensiones, aunque se trate de una mentira palpable. Con frecuencia los signos de aprobación ajena le consuelan de la desgracia real o de la escasez con la que fluyen para él las dos fuentes principales de nuestra felicidad de las que hemos tratado: y, a la inversa, es asombroso cómo toda ofensa a su ambición en cualquier sentido, grado o respecto, todo menosprecio, humillación o falta de respeto, le mortifican de manera indefectible y con frecuencia le duelen hondamente. En la medida en que el sentimiento del honor se basa en esa cualidad, esta puede tener consecuencias ventajosas en cuanto sucedáneo de la moralidad, de cara a la buena conducta de muchos; pero en la propia felicidad del hombre, y ante todo en el sosiego y la independencia tan esenciales a ella, tiene más efecto perturbador y perjudicial que favorable. De ahí que sea aconsejable desde nuestro punto de vista ponerle sus límites y, por medio de una adecuada reflexión y una certera estimación del valor de los bienes, moderar en lo posible aquella gran sensibilidad a la opinión ajena, tanto cuando halague como cuando duela: pues ambas cosas penden del mismo hilo. En otro caso, se sigue siendo esclavo de la opinión y el parecer ajenos:
Sic leve, sic parvum est, animum quod laudis avarum
Subruit a. C. reficit[421].
En consecuencia, una correcta estimación del valor de lo que uno es en y para sí mismo frente a lo que simplemente es a los ojos de los demás puede aportar mucho a nuestra felicidad. En la primera se incluye llenar todo el tiempo de nuestra propia existencia, su contenido interno, con todos los bienes que hemos examinado bajo los títulos «Lo que uno es» y «Lo que uno tiene». Pues el lugar en el que todo eso tiene su esfera de acción es la propia conciencia. En cambio, el lugar de lo que somos para los demás es la conciencia ajena: es la representación bajo la cual nosotros aparecemos en ella junto a los conceptos que se le aplican[422]. Mas eso es algo que no existe inmediatamente para nosotros sino solo de forma indirecta, a saber: en la medida en que con ello se determina la conducta de los demás para con nosotros. Y tampoco eso mismo entra en consideración más que en cuanto influye sobre algo que puede modificar lo que somos en y para nosotros mismos. Además, lo que pase en una conciencia ajena nos es indiferente en cuanto tal, y también nosotros nos iremos haciendo paulatinamente indiferentes a ello si alcanzamos un conocimiento suficiente de la superficialidad y futilidad de los pensamientos, de la limitación de los conceptos, de la cortedad del ánimo, de lo absurdo de las opiniones y del número de los errores que hay en la mayoría de las cabezas, y si además aprendemos por propia experiencia con qué menosprecio se habla en ocasiones de cualquiera tan pronto como no hay que temerle o cuando se cree que no llega a sus oídos; pero en especial, después de haber oído cómo media docena de imbéciles hablan con desprecio de un gran hombre. Veremos entonces que quien da un gran valor a la opinión de los hombres les dispensa un honor excesivo.
En cualquier caso, está remitido a un triste recurso aquel que no encuentra su felicidad en las dos clases de bienes ya examinados, sino que ha de buscarla en esta tercera; es decir, no en lo que él es realmente sino en lo que es en la representación ajena. Pues nuestra naturaleza animal es en general la base de nuestro ser y, por lo tanto, también de nuestra felicidad. De ahí que lo esencial para nuestro bienestar sea la salud y, junto a esta, los medios para nuestro sustento, es decir, unos ingresos seguros. Honor, esplendor, rango, fama, por mucho valor que alguno les quiera atribuir, no pueden competir con aquellos bienes esenciales ni sustituirlos: antes bien, en caso necesario, serían sacrificados por aquellos sin pensarlo. Por esa razón, contribuirá a nuestra felicidad el que de vez en cuando alcancemos la simple comprensión de que cada cual vive, ante todo y realmente, en su propia piel, no en la opinión de los demás; y que, por consiguiente, nuestro estado real y personal, tal como viene determinado por la salud, el temperamento, las capacidades, los ingresos, la mujer, los hijos, los amigos, el lugar de residencia, etc., es cien veces más importante para nuestra felicidad que lo que los demás gusten pensar de nosotros. La ilusión opuesta nos hace infelices. Cuando se grita con énfasis: «El honor está por encima de la vida», en realidad se quiere decir: «La existencia y el bienestar no son nada; lo que piensan los demás de nosotros, esa es la cuestión». A lo sumo la sentencia puede valer como una hipérbole basada en la prosaica verdad de que, para salir adelante y subsistir entre los hombres, con frecuencia es ineludiblemente necesario el honor, es decir, la opinión de aquellos sobre nosotros; sobre esto volveré más adelante. En cambio, cuando se ve cómo casi todo a lo que los hombres aspiran sin tregua durante toda su vida, con incansable esfuerzo y mil peligros y penalidades, tiene como último fin el ascender en la opinión de los otros; porque, en efecto, no solo los cargos, títulos y condecoraciones, sino también la riqueza e incluso la ciencia[423] y el arte son perseguidos en el fondo y principalmente por esa razón, y conseguir un respeto mayor de los demás es el fin último al que se tiende; entonces, por desgracia, esto no demuestra más que la magnitud de la necedad humana. Otorgar excesivo valor a la opinión de los demás es un error que impera universalmente, al margen de que tenga su raíz en nuestra propia naturaleza o haya surgido como consecuencia de la sociedad y la civilización; en todo caso ejerce sobre todas nuestras acciones una influencia completamente desmesurada y opuesta a nuestra felicidad, influencia que se puede seguir desde allá donde se muestra como un temeroso y esclavo cuidado por el quen dira-t-on[424], hasta allá donde se topa con el puñal de Virginio en el corazón de su hija[425] o induce a los hombres a sacrificar la tranquilidad, la riqueza y la salud, e incluso la vida, por la gloria. Esa ilusión ofrece un cómodo pretexto al que tiene que gobernar a los hombres o guiarlos de cualquier otra manera; por eso en el arte del adiestramiento humano de todas clases ocupa un puesto principal el precepto de mantener vivo y agudizar el sentimiento del honor: pero en relación con la propia felicidad del hombre, que es aquí nuestro objetivo, las cosas son totalmente distintas y más bien hay que desaconsejar que se dé demasiado valor a la opinión de otros. Si no obstante, como enseña la experiencia cotidiana, eso ocurre; si precisamente la mayoría de los hombres dan el máximo valor a la opinión que los demás tienen de ellos y eso les importa más que lo que existe inmediatamente para ellos porque ocurre en su propia conciencia; si, por lo tanto, al invertirse el orden natural, aquella les parece ser la parte real de su existencia y esta la meramente ideal; si convierten, pues, lo derivado y secundario en la cuestión principal y les preocupa más la imagen de su ser en la mente de otros que ese ser mismo, entonces ese inmediato aprecio de lo que no existe inmediatamente para nosotros constituye aquella necedad que se ha denominado vanidad, vanitas, para designar así lo vacío y hueco de ese afán. A partir de lo anterior se puede también comprender fácilmente que en ella los medios hacen olvidar el fin, como ocurre con la avaricia.
De hecho, el valor que damos a la opinión de los demás y nuestra continua inquietud con respecto a ella superan de ordinario casi todas las aspiraciones razonables, de modo que pueden ser considerados una especie de manía ampliamente extendida o, más bien, innata. En todo lo que hacemos y omitimos tenemos en cuenta la opinión ajena casi por delante de todo lo demás y, si investigamos minuciosamente, vemos que de la preocupación por ella han nacido casi la mitad de las aflicciones y temores que jamás hayamos sentido. Pues en ella se basa toda nuestra dignidad personal, con tanta frecuencia humillada por ser tan morbosamente sentida; ella está en el fondo de todas nuestras vanidades y pretensiones, como también de nuestra ostentación y jactancia. Sin esa preocupación y afán, el lujo apenas sería una décima parte de lo que es. Todo orgullo, point d’honneur y puntiglio[426], por distinta que sea su especie y esfera, se funda en ella, — ¡y qué sacrificios exige con frecuencia! Se muestra ya en el niño y después en todas las edades, pero con la mayor intensidad en la vejez; porque entonces, al agotarse la capacidad para los placeres sensibles, la vanidad y el orgullo solo tienen que compartir el dominio con la avaricia. En quienes más claramente se puede observar es en los franceses, en quienes es totalmente endémica y a menudo se desahoga en la más insulsa ambición de honores, el orgullo nacional más ridículo y la más desvergonzada jactancia; con lo cual su afán se frustra a sí mismo, ya que ha hecho de ella un objeto de escarnio de las demás naciones y la grande nation se ha convertido en un nombre gracioso. Pero a fin de explicar de forma especial lo absurdo de la desmesurada preocupación por la opinión de los demás, puede ser oportuno aquí un ejemplo superlativo de aquella necedad arraigada en la naturaleza humana, ejemplo que se halla favorecido en un grado infrecuente por el efecto luminoso de la coincidencia de las circunstancias con el carácter adecuado; pues en él se puede apreciar la intensidad de ese móvil sumamente asombroso. Se trata del siguiente pasaje tomado del Times del 31 de marzo de 1846, a partir del detallado informe sobre la reciente ejecución de Thomas Wix, un oficial artesano que había asesinado a su maestro por venganza: «En la mañana fijada para la ejecución, el venerable capellán de la prisión acudió temprano junto a él. Pero Wix, aunque comportándose con tranquilidad, no mostró ningún interés en sus exhortaciones: antes bien, lo único que le preocupaba era conseguir conducirse con una gran valentía ante los espectadores de su ignominioso final. — Eso lo logró. En el patio que tenía que atravesar hasta el cadalso construido muy cerca de la prisión, dijo: “¡Adelante, como ha dicho el doctor Dodd, pronto conoceré el gran secreto!”. Aunque tenía las manos atadas, subió la escalera del patíbulo sin la menor ayuda: llegado allí, hizo a los espectadores reverencias a derecha e izquierda, que fueron respondidas con la atronadora aclamación de la multitud reunida, etc.». ¡Este es un soberbio ejemplar de la ambición de no preocuparse más que por la impresión ejercida sobre la multitud de mirones reunidos y la opinión que se dejará en sus mentes, cuando se tiene ante los ojos la muerte en su forma más horrible y la eternidad tras ella! — Y, sin embargo, también un tal Lecomte, ajusticiado en ese mismo año por el intento de asesinato del rey, durante su proceso estuvo enojado principalmente porque no pudo aparecer ante la Cámara de los Pares con una ropa decente, e incluso en su ejecución su principal disgusto fue que no se le hubiera permitido afeitarse antes. Que tampoco en tiempos pasados las cosas fueron diferentes podemos apreciarlo en lo que Mateo Alemán cita en la introducción (declaración) antepuesta a su famosa novela Guzmán de Alfarache: que muchos criminales trastornados, que deberían dedicar sus últimas horas exclusivamente a la salvación de su alma, se las quitan a esta para redactar y memorizar una pequeña plática que pretenden pronunciar en el cadalso. — Pero en tales rasgos podemos reflejarnos nosotros mismos: pues los casos colosales ofrecen siempre la más clara ilustración. Lo que afecta a todos nuestros desvelos, preocupaciones, aflicciones, disgustos, miedos y fatigas es, quizá en la mayoría de los casos, la opinión ajena, y eso es tan absurdo como lo de aquellos pobres diablos. No en menor medida nace la mayor parte de nuestra envidia y odio de la mencionada raíz.
Está claro que a nuestra felicidad, que en su mayor parte se basa en la tranquilidad de ánimo y la satisfacción, apenas nada podría contribuir tanto como la limitación y moderación de ese móvil a su medida racionalmente justificable, que sería quizás una quincuagésima parte de la actual; es decir, arrancar de nuestra carne ese aguijón que siempre martiriza. No obstante, eso es muy difícil: pues nos las vemos con un absurdo natural e innato. Etiam sapientibus cupido gloriae novissima exuitur[427], dice Tácito (Hist. IV, 6). El único medio de desembarazarse de aquella necedad generalizada sería reconocerla claramente como tal y, con ese fin, percatarnos de lo falsas, invertidas, erróneas y absurdas que suelen ser la mayoría de las opiniones en la mente de los hombres, por lo que no son merecedoras de atención en sí mismas; luego, del poco influjo real que puede tener sobre nosotros la opinión ajena en la mayor parte de las cosas y casos; además, de lo desfavorable que es en la mayoría de los casos, de modo que casi no habría quien no se indignara si se enterara de todo lo que se dice de él y el tono en el que sobre él se habla; por último, de que incluso el honor mismo tiene en realidad un simple valor mediato y no inmediato, etc. Si lográramos una conversión tal de la necedad general, el resultado sería un aumento increíblemente mayor de tranquilidad de ánimo y alegría, así como una conducta más firme y segura, un modo de comportamiento más despreocupado y natural. El influjo sumamente beneficioso que tiene un modo de vida retirado sobre nuestra tranquilidad de ánimo se debe en su mayor parte a que nos sustrae al constante vivir ante los ojos de los demás y, por ende, a la continua atención a su eventual opinión, devolviéndonos así a nosotros mismos. De ese modo evitaríamos muchas desgracias reales a las que nos arrastra aquel afán puramente ideal o, más exactamente, aquella funesta necedad, y también pondríamos mayor cuidado en los bienes sólidos y los disfrutaríamos sin estorbo. Pero, como se dijo, χαλεπά τα καλά[428].
La necedad de nuestra naturaleza, que aquí se ha descrito, engendra principalmente tres vástagos: la ambición, la vanidad y el orgullo. La diferencia entre estos dos últimos estriba principalmente en que el orgullo es la convicción ya asentada de la primacía del 382 propio valor en algún respecto; la vanidad, en cambio, es el deseo de despertar tal convicción en otros, acompañada la mayoría de las veces de la secreta esperanza de poder hacerla propia como resultado de ello. Por consiguiente, el orgullo es la alta estima de sí mismo que procede de dentro y es, por tanto, directa; en cambio, la vanidad es el afán por conseguirla desde fuera, es decir, indirectamente. Conforme a ello, la vanidad nos hace habladores; el orgullo, callados. Pero el vanidoso debería saber que la alta opinión ajena a la que aspira se puede alcanzar con facilidad y seguridad mayores mediante un incesante silencio que hablando, aun cuando uno tuviera las cosas más bellas que decir. — No es orgulloso el que quiere, sino que a lo sumo el que quiere puede afectar orgullo, pero pronto saldrá de él como de un papel ficticio. Pues solo la firme, interna e inquebrantable convicción de los rasgos preponderantes y el valor especial hace a uno verdaderamente orgulloso. Esa convicción puede ser errónea o basarse en rasgos meramente externos y convencionales; — eso no daña el orgullo si este existe real y seriamente. Así pues, dado que el orgullo tiene su raíz en la convicción no depende, como cualquier conocimiento, de nuestro arbitrio. Su peor enemigo, quiero decir, su mayor obstáculo, es la vanidad, que aspira al aplauso de los demás para fundar solo a partir de él la elevada opinión de sí mismo, mientras que el supuesto del orgullo se halla en estar ya consolidado en ella.
Por mucho que se censure y desacredite el orgullo, yo supongo que ese rechazo procede principalmente de quienes no tienen nada de lo que pudieran enorgullecerse. Ante la desvergüenza y desfachatez de la mayoría de los hombres, cualquiera que tenga algún mérito hará bien en no perderlo de vista para no dejar que caiga totalmente en el olvido: pues al que, ignorándolo bondadosamente, se comporte con aquellos como si fuera su igual enseguida le considerarán ingenuamente como tal. Pero sobre todo quisiera recomendar tal cosa a aquellos cuyos méritos son de clase superior, es decir, reales, y por lo tanto puramente personales, ya que estos no se recuerdan a cada instante mediante acciones sensibles, como ocurre con las condecoraciones y los títulos: pues, en otro caso, verán ejemplificado con frecuencia el sus Minervam[429]. «Bromea con el esclavo; pronto te mostrará el trasero» es un excelente proverbio árabe; y tampoco es de desestimar el sume superbiam quaesitam meritis[430] de Horacio. Pero la virtud de la modestia es un considerable invento para la canalla, ya que conforme a ella cada cual ha de hablar de sí mismo como si perteneciera también a esta, lo cual produce un excelente efecto nivelador, al resultar entonces que no habría nada más que canalla.
En cambio, la especie más barata del orgullo es el orgullo nacional. Pues denota en el que adolece de él la falta de cualidades individuales de las que pudiera estar orgulloso, ya que si no, no se aferraría a lo que comparte con tantos millones. Quien posee perfecciones personales relevantes más bien reconocerá con la mayor claridad los defectos de su propia nación, ya que los tiene constantemente ante sus ojos. Pero cualquier miserable tonto que no tiene en el mundo nada de lo que poder enorgullecerse adopta como último recurso el sentirse orgulloso de la nación a la que pertenece: con ello se siente aliviado y, en agradecimiento, está dispuesto a defender πΰξ και λάξ[431] todos los defectos y necedades, que son los suyos propios. De ahí que, por ejemplo, entre cincuenta ingleses apenas se encuentre más de uno que consienta en que se hable con merecido desprecio de la estúpida y degradante mojigatería de su nación: pero ese uno suele ser un hombre con cabeza. — Los alemanes están libres del orgullo nacional, dando así una prueba de su famosa honradez, al contrario de quienes entre ellos aparentan y fingen ridiculamente tenerlo, como hacen, sobre todo, los «hermanos alemanes» y los demócratas, que halagan al pueblo para engañarlo. Se dice, ciertamente, que los alemanes han inventado la pólvora: pero yo no puedo adherirme a esa opinión. Y Lichtenberg pregunta: «¿Por qué nadie que no lo sea se hace pasar fácilmente por alemán y sin embargo por lo común, cuando quiere pasar por algo, finge ser francés o inglés?»[432]. Además, la individualidad prevalece ampliamente sobre la nacionalidad, y en un hombre dado merece mil veces mayor consideración que esta. El carácter nacional, puesto que habla de la multitud, nunca se puede elogiar honradamente en gran medida. Antes bien, la limitación, el absurdo y la maldad humanos se manifiestan de forma diferente en cada país, y a eso se le llama el carácter nacional. Asqueados de uno de ellos, alabamos el otro hasta que nos ocurre igual con este. — Cada nación se burla de las otras y todas tienen razón. —
El objeto de este capítulo, es decir, lo que representamos en el mundo o lo que somos a ojos de los demás, se puede dividir, como ya antes se observó, en honor, rango y fama.
El rango, por importante que sea a los ojos de la gran masa y de los filisteos, y por grande que sea su utilidad en el engranaje de la maquinaria estatal, para nuestros fines puede despacharse en pocas palabras. Es un valor convencional, es decir, propiamente simulado: su efecto es un respeto fingido, y el conjunto, una comedia para la gran masa. — Las condecoraciones son letras de cambio libradas a la opinión popular: su valor se basa en el crédito del librador. Mas, prescindiendo del mucho dinero que ahorran al Estado como sustitutos de recompensas pecuniarias, son una institución totalmente adecuada, suponiendo que su reparto se haga con entendimiento y justicia. En efecto, la gran masa tiene ojos y oídos pero no mucho más; y sobre todo, casi nada de juicio e incluso poca memoria. Muchos méritos quedan totalmente fuera de la esfera de su comprensión, otros los entiende y vitorea cuando aparecen, pero poco después los ha olvidado. Ahí encuentro yo totalmente adecuado gritar a la masa con una cruz o una estrella en todo tiempo y lugar: «¡Este hombre no es igual a vosotros: él posee méritos!». Pero las condecoraciones pierden ese valor si se reparten injustamente, sin juicio o en demasía; por eso un príncipe ha de ser tan cuidadoso al otorgarlas como un comerciante al firmar las letras. La inscripción pour le mérite en una cruz es un pleonasmo: toda condecoración debería ser pour le mérite, — ça va sans dire[433]. —
Mucho más difícil y extensa que la del rango es la dilucidación del honor. Ante todo tendríamos que definirlo. Si a este fin dijera algo como: el honor es la conciencia [Gewissen] exterior, y la conciencia es el honor interior, quizá esto podría gustar a algunos; pero sería más una explicación brillante que clara y profunda. Por eso digo: el honor es, considerado objetivamente, la opinión ajena acerca de nuestro valor, y desde el punto de vista subjetivo, nuestro temor a esa opinión. En calidad de esto último tiene con frecuencia un efecto muy provechoso, aunque en modo alguno puramente moral, en el hombre de honor.
La raíz y el origen del sentimiento del honor y la vergüenza que habita en todo hombre que no esté totalmente depravado, como también del alto valor que se reconoce al primero, se encuentra en lo siguiente: el hombre puede hacer poco por sí solo y es un Robinson abandonado: solo en comunidad con los demás es y puede mucho. Él se percata de esa relación en cuanto comienza a desarrollarse su conciencia, y enseguida nace en él el empeño por ser considerado un miembro idóneo de la sociedad, es decir, capaz de participar pro parte virili[434] y así con derecho a participar de las ventajas de la sociedad humana. Pero él solo es tal en cuanto hace, en primer lugar, lo que se exige y espera de todos, y luego, de él en el puesto especial que ha asumido. Igual de pronto llega a conocer que lo importante no es ser de tal índole en su propia opinión sino en la de los demás. En consecuencia, de aquí nace su ferviente aspiración a la opinión favorable de los otros y el alto valor que otorga a esta: ambas cosas se muestran con la naturalidad de un sentimiento innato que se denomina sentimiento del honor o, según las circunstancias, sentimiento de la vergüenza (verecundia). Este es el que hace enrojecer sus mejillas en cuanto cree que ha de perder repentinamente en la opinión ajena, aun cuando se sepa inocente, e incluso cuando el defecto que se descubre afecta a una obligación meramente relativa que se ha asumido voluntariamente: y, por otro lado, nada fortalece tanto su ánimo como el hecho de lograr o renovar la certeza de la favorable opinión ajena; porque esta le promete el apoyo y la ayuda de las fuerzas unificadas de todos, que son un baluarte contra los males de la vida infinitamente mayor que el suyo propio.
De las distintas relaciones en las que se puede encontrar el hombre con los demás y con respecto a las cuales ellos han de profesar confianza en él, es decir, una cierta buena opinión, nacen distintas clases de honor. Esas relaciones son principalmente lo mío y lo tuyo; después, el cumplimiento de los compromisos y, finalmente, la relación sexual: a ellas corresponden el honor civil, el honor de cargo y el honor sexual, cada uno de los cuales tiene a su vez nuevas clases.
La esfera más amplia la tiene el honor civil: consiste en el supuesto de que nosotros respetamos incondicionalmente los derechos de cada cual y, por lo tanto, nunca nos serviremos de medios injustos o legalmente ilícitos en nuestro provecho. Es la condición para formar parte de toda relación pacífica. Se pierde con una sola acción que vaya manifiesta y pronunciadamente contra eso y, por consiguiente, también con cualquier condena criminal, aunque solo bajo el supuesto de que esta sea justa. Mas el honor siempre se basa en última instancia en la convicción de la inmutabilidad del carácter moral, en virtud de la cual una única mala acción garantiza la análoga índole moral de las siguientes, tan pronto como aparezcan unas circunstancias semejantes: prueba de esto es la expresión inglesa character como sinónimo de fama, reputación, honor. Precisamente por eso el honor perdido no se puede restablecer, a no ser que la pérdida se hubiera debido a un engaño, como una calumnia o una falsa apariencia. Conforme a ello, existen leyes contra la calumnia, el libelo y también las injurias: pues la injuria, el simple insulto, es una calumnia sumaria sin indicación de las razones: esto se podría expresar bien en griego: εστι ή λοιδορία διαβολή σύντομος[435], — lo cual, sin embargo, nunca ocurre. Está claro que quien insulta manifiesta que no tiene nada real y verdadero que aducir contra el otro, ya que en tal caso lo presentaría como premisas y dejaría la conclusión a cargo de los oyentes; en lugar de eso presenta la conclusión y queda deudor de las premisas: pero cuenta con la presunción de que solo lo ha hecho por razones de brevedad. — El honor civil recibe su nombre de esa clase social[436], pero su validez se extiende a todas las clases sin distinción, sin exceptuar ni siquiera las más altas: ningún hombre puede prescindir de él, y en él se trata de un asunto muy serio que todos deben guardarse de tomar a la ligera. Quien quebranta la lealtad y la confianza las ha perdido para siempre haga lo que haga y sea quien sea, y no faltarán los amargos frutos que esa pérdida acarrea.
El honor tiene en cierto sentido un carácter negativo, en particular, por oposición a la fama, que tiene un carácter positivo. Pues el honor no es la opinión sobre las especiales cualidades que corresponden a ese sujeto en exclusiva, sino solo sobre las que por norma se pueden suponer en él y tampoco le pueden faltar. Por eso dice únicamente que ese sujeto no constituye una excepción. De ahí que la fama haya que adquirirla primero, mientras que el honor solo precisa no perderse. Conforme a ello, la falta de fama es oscuridad, algo negativo; la falta de honor es vergüenza, algo positivo. — Mas esa negatividad no debe confundirse con la pasividad: antes bien, el honor tiene un carácter plenamente activo. En efecto, parte únicamente de su sujeto, se basa en su conducta, no en lo que hacen otros y lo que a él le ocurre: es, pues, των έφ’ ήμΐν[437]. Esta es, como pronto veremos, una nota distintiva del verdadero honor frente al caballeresco o pseudo-honor. Solo mediante la calumnia es posible un ataque externo al honor: el único medio en contra es su refutación, con su correspondiente publicidad y el desenmascaramiento del calumniador.
El respeto a la edad parece basarse en que el honor de los jóvenes se da por supuesto pero todavía no ha sido probado, por lo que en realidad se sostiene en el crédito. Mas en el caso de los de mayor edad, a lo largo de la vida se ha tenido que demostrar si podían afirmar su honor con su conducta. Pues ni los años en sí, que también alcanzan los animales y algunos en número mucho mayor, ni tampoco la experiencia en cuanto simple conocimiento cercano del curso del mundo, son razón suficiente del respeto que siempre se exige en los jóvenes hacia los mayores: la simple debilidad de la edad avanzada daría más derecho a la indulgencia que al respeto. Pero es curioso el hecho de que un cierto respeto a las canas sea innato al hombre y, por tanto, realmente instintivo. Las arrugas, una señal incomparablemente más segura de la edad, no despiertan en modo alguno ese respeto: nunca se habla de respetables arrugas, pero siempre de respetables canas.
El valor del honor es solo indirecto. Pues, como ya se expuso en la introducción de este capítulo, la opinión ajena sobre nosotros solo nos puede resultar de valor en cuanto determina su conducta hacia nosotros o puede determinarla ocasionalmente. Mas eso ocurre en la medida en que vivimos con o entre hombres. Pues, dado que nosotros, en el estado de civilización, debemos la seguridad y la propiedad únicamente a la sociedad, y puesto que necesitamos de los demás en todas nuestras empresas y hemos de ganar su confianza para que se arriesguen con nosotros en ellas, su opinión sobre nosotros nos es de gran valor, aunque siempre indirecto: un valor inmediato no se lo puedo reconocer. En concordancia con esto dice también Cicerón: de bona autem fama Chrysippus quidem et Diogenes, detracta utilitate, ne digitum quidem, ejus causa, porrigendum esse dicebant. Quibus ego vehementer assentior[438] (fin. III, 17). También Helvecio ofrece una amplia discusión de esa verdad en su obra maestra, De l’esprit (Disc. Ill, ch. 13), cuyo resultado es: nous n’aimons pas l’estime pour l’estime, mais uniquement pour les avantages qu’elle procure[439]. Puesto que el medio no puede tener más valor que el fin, la clásica sentencia «el honor está por encima de la vida» es, como se dijo, una hipérbole.
Hasta aquí sobre el honor civil. El honor del cargo es la generalizada opinión ajena de que un hombre que desempeña un cargo posee realmente las cualidades requeridas para ello y cumple puntualmente en todos los casos sus obligaciones del cargo. Cuanto más importante y grande es el campo de acción de un hombre en el Estado, es decir, cuanto más alto e influyente es el puesto que ocupa, mejor ha de ser la opinión sobre las capacidades intelectuales y las cualidades morales que le hacen apto para él: por lo tanto, él posee un grado tanto más alto de honor, del que son expresión sus títulos, condecoraciones, etc., así como la conducta de subordinación de los demás frente a él. — Según la misma medida, el cargo determina siempre el grado especial del honor, si bien este es modificado por la capacidad del pueblo para juzgar acerca de la importancia del cargo. Pero al que tiene y cumple obligaciones especiales siempre se le otorga más honor que al ciudadano común, cuyo honor se basa principalmente en cualidades negativas.
El honor del cargo exige además que quien desempeña un cargo, en consideración a sus colegas y sucesores, mantenga el cargo mismo en el respeto, cumpliendo puntualmente sus obligaciones y no dejando sin castigo los ataques al cargo y al él mismo en cuanto lo ejerce; es decir, afirmaciones como que no cumple puntualmente con el cargo o que el cargo mismo no redunda en el bien común; antes bien, ha de demostrar con sanciones legales que aquellos ataques eran injustos.
Subtipos de este son el honor de cargo del funcionario público, del médico, del abogado, de todo docente público, y hasta de todo graduado; en suma, de todo el que mediante una declaración pública ha sido considerado como cualificado para una determinada prestación de tipo intelectual y justamente por eso se ha comprometido a ella; es, pues, en pocas palabras, el honor de todos los compromisos oficiales en cuanto tales. Por eso se incluye aquí también el verdadero honor militar: consiste en que quien se ha comprometido a defender la patria común posee realmente las cualidades necesarias para ello, ante todo, valor, audacia y fuerza, y está seriamente dispuesto a defender su patria hasta la muerte y en general a no abandonar por nada en el mundo la bandera que un día juró. — He tomado aquí el honor del cargo en un sentido más amplio de lo habitual, en el que significa el respeto debido de los ciudadanos al cargo mismo.
Pienso que es necesario examinar de cerca el honor sexual y reducir sus principios a sus raíces, lo cual confirmará al mismo tiempo que todo honor se basa en última instancia en criterios de utilidad.
I Por su naturaleza el honor sexual se divide en honor femenino y honor masculino, y es por ambos lados un esprit de corps[440]bien entendido. El primero es con mucho el más importante de los dos, ya que en la vida de la mujer la cuestión principal es la relación sexual. — Así pues, el honor femenino es la opinión generalizada de que una joven no se ha entregado a ningún hombre y, en el caso de una mujer casada, de que solo se ha entregado a su marido. La importancia de esa opinión se basa en lo siguiente: el sexo femenino exige y espera del masculino todo, en concreto, todo lo que desea y necesita: el masculino exige del femenino primera e inmediatamente una sola cosa. Por eso tuvo que llegarse al arreglo de que el sexo masculino solo puede lograr esa cosa única del femenino a cambio de hacerse cargo del cuidado de todo, y también de los hijos que nazcan de esa relación: en esa disposición se basa todo el bienestar del sexo femenino. A fin de hacerla prevalecer, el sexo femenino ha de mantenerse necesariamente unido y mostrar esprit de corps. Mas entonces se enfrenta como un todo y cerrando filas al conjunto del sexo masculino —que, gracias a la supremacía de sus fuerzas corporales e intelectuales, está por naturaleza en posesión de todos los bienes terrenales— como frente al enemigo común que ha de ser vencido y conquistado para, tomándolo en su poder, apropiarse de los bienes terrenales. Con ese fin, la máxima de honor de todo el sexo femenino es que siempre se niegue al masculino toda cohabitación extramatrimonial, a fin de que cada individuo sea forzado al matrimonio, que es una especie de capitulación, y así se sustente a todo el sexo femenino. Pero ese fin solo puede alcanzarse plenamente mediante una estricta observancia de la máxima anterior: de ahí que todo el sexo femenino, con verdadero esprit de corps, vigile que se mantenga entre todos sus miembros. En consecuencia, toda joven que en virtud de una cohabitación extramatrimonial haya cometido una traición contra todo el sexo femenino será expulsada de él y cubierta de vergüenza, ya que con la generalización de ese comportamiento se destruiría el bienestar de todo él: ha perdido su honor. Ninguna mujer puede ya tratar con ella: se la evita como a una apestada. El mismo destino alcanza a la adúltera; porque no ha respetado la capitulación asumida por el marido y ese ejemplo hace a los hombres desistir de aceptarla, cuando en ella se basa la felicidad de todo el sexo femenino. Pero además la adúltera, debido a la burda ruptura de su palabra y al engaño de su acción, junto con el honor sexual pierde también el civil. Por eso se dice con una expresión de disculpa «una joven caída», pero no «una casada caída»; y el seductor puede restituir el honor a aquella con el matrimonio, pero el adúltero no podrá devolvérselo a esta después de que se haya separado. — Si como resultado de esta clara comprensión conocemos que el fundamento del principio del honor femenino es un esprit de corps provechoso y hasta necesario, pero bien calculado y basado en intereses, entonces podremos concederle la máxima importancia para la existencia femenina y por tanto un gran valor relativo, pero en modo alguno uno absoluto que trascienda la vida y sus fines y pueda obtenerse al precio de estos. En consecuencia, no podremos dar nuestra aprobación a los exaltados actos de Lucrecia y Virginio[441], que degeneran en farsas trágicas. Precisamente por eso la conclusión de Emilia Galotti[442] tiene algo tan indignante que uno abandona la sala totalmente disgustado. Sin embargo, y pese al honor sexual, no se puede por menos de simpatizar con la Klärchen de Egmont[443]. Aquella exageración del principio del honor femenino es un caso, como otros tantos, de olvido del fin en favor de los medios: pues con tal exageración se atribuye al honor sexual un valor absoluto, cuando el suyo es aún más relativo que el de todos los demás; de hecho, se diría que es meramente convencional, si a partir del De concubinatu de Thomasius se aprecia cómo en todos los países y épocas hasta la Reforma de Lutero el concubinato ha sido una relación legalmente permitida y reconocida en la que la concubina mantiene su honor; ello, por no mencionar a Mylita de Babilonia[444] (Heródoto [Historiae] I, 199), etc. También hay, en efecto, circunstancias burguesas que hacen imposible un matrimonio formal y externo, en especial en países católicos, en los que no hay divorcio; pero eso se da siempre en el caso de los soberanos, que en mi opinión obran mucho más moralmente si tienen una amante que si contraen un matrimonio morganático, cuya descendencia podría plantear reivindicaciones en caso de morir la descendencia legítima; por lo que, aun siendo una eventualidad remota, con tal matrimonio se genera la posibilidad de una guerra civil. Además, tal matrimonio morganático, es decir, el contraído a pesar de todas las circunstancias externas, es en último término una concesión hecha a las mujeres y a los curas, dos clases a las que hay que guardarse en lo posible de conceder algo. También hay que considerar que cada cual en su país puede casarse con la mujer de su elección, salvo uno que está privado de ese derecho natural: ese pobre hombre es el monarca. Su mano pertenece al país y es concedida por razones de Estado, es decir, en función del bienestar del pueblo. Pero es un hombre y también quiere seguir la tendencia de su corazón. Por eso es tan injusto e ingrato como provinciano el pretender impedir o reprochar al monarca que tenga una amante; por supuesto, mientras no se le permita ningún influjo sobre el gobierno. Por otra parte, y con respecto al honor sexual, tal amante es en cierta medida una persona excepcional que está eximida de la norma general: pues se ha entregado a un solo hombre que la ama y a quien ama, pero que nunca se puede casar con ella. — Mas, en general, del carácter no netamente natural del principio del honor femenino dan fe los muchos sacrificios cruentos que se le ofrecen, en el infanticidio y el suicidio de las madres. Desde luego, una mujer que se entrega ilegítimamente quebranta con ello la fidelidad a todo su sexo: pero esa fidelidad está solo tácitamente supuesta y no ha sido jurada. Y dado que, en los casos habituales, su propio provecho es lo más inmediatamente perjudicado con ello, su necedad es infinitamente mayor que su maldad.
El honor sexual de los varones es provocado por el de las mujeres como el esprit de corps opuesto, que exige que todo el que haya consentido en una capitulación tan favorable a la parte contraria cuide entonces de que sea observada; ello, a fin de evitar que ese pacto pierda su vigor resquebrajándose por una laxa observancia e impedir que los hombres, que lo han cedido todo, no puedan ni siquiera estar seguros de lo único que han adquirido a cambio: la posesión exclusiva de la mujer. Por consiguiente, el honor del hombre exige que sancione el adulterio de su mujer y lo castigue por lo menos separándose de ella. Si lo tolera a sabiendas, es deshonrado por la comunidad masculina: sin embargo, esta deshonra no es ni con mucho tan severa como la que se produce por la pérdida del honor sexual en la mujer; antes bien, no es más que una levions notae macula[445], ya que en el hombre la relación sexual es algo subordinado, al hallarse este en muchas otras y más importantes relaciones. Los dos grandes poetas dramáticos modernos han hecho de ese honor varonil su tema, cada uno dos veces: Shakespeare, en Otelo y El cuento de invierno; y Calderón, en El médico de su honra y A secreto agravio secreta venganza. Por lo demás, este honor solo exige el castigo de la mujer, no el de su amante, que es simplemente un opus supererogationis[446]: con ello se confirma que su origen está, como se ha señalado, en el esprit de corps de los hombres.
El honor, según lo he examinado hasta ahora en sus especies y principios, se encuentra en todos los pueblos y épocas como algo universalmente válido, si bien se pueden hallar algunas modificaciones locales y temporales en los principios del honor femenino. En cambio, existe aún una especie de honor totalmente distinta de aquellas que son válidas universalmente y en todas partes; de ella no tuvieron noción ninguna los griegos ni los romanos, ni tampoco los chinos, los hindúes y los mahometanos han sabido nada de ella hasta el presente. Pues no surgió hasta la Edad Media y no llegó a instalarse más que en la Europa cristiana, e incluso aquí solo lohizo en una fracción muy pequeña de la población, en concreto, en las clases altas de la sociedad y quienes las emulaban. Se trata del honor caballeresco o el point d’honneur. Puesto que sus principios son totalmente distintos de los del honor explicado hasta ahora, e incluso en parte se oponen a ellos por cuanto aquel primero conforma el hombre honorable y este, en cambio, el hombre de honor, quisiera exponer aquí en especial sus principios como un código o espejo del honor caballeresco.
1) El honor no consiste en la opinión de los demás sobre nuestra valía sino exclusivamente en las manifestaciones de tal opinión, sin importar si la opinión manifestada es real o no; por no hablar de si tiene fundamento. Por consiguiente, los demás podrán tener una mala opinión de nosotros y despreciarnos como consecuencia de nuestra conducta: mientras ninguno se atreva a manifestarla en voz alta, no perjudicará el honor. Pero, a la inversa, si por nuestras cualidades y acciones obligamos a los demás a tenernos un gran respeto (pues eso no depende de su arbitrio), solo hace falta que alguno —aunque sea el peor y el más tonto— exprese su menosprecio hacia nosotros para que nuestro honor quede herido o incluso perdido para siempre si no se restituye. — Una prueba superflua de que en modo alguno se trata de la opinión de los demás, sino solo de su manifestación, se encuentra en el hecho de que es posible retractarse de las infamias y en caso necesario pedir perdón por ellas, y entonces es como si no se hubieran producido: el que la opinión que la provocó haya o no cambiado y por qué no viene al caso: solo se anula la manifestación, y entonces todo está bien. Aquí, por lo tanto, no se ponen las miras en ganar el respeto sino en arrebatarlo.
2) El honor de un hombre no se basa en lo que hace sino en lo que sufre, lo que se le hace a él. Si, según los principios del honor universalmente válido que se explicó en primer lugar, este solo depende de lo que él mismo dice o hace, en cambio el honor caballeresco depende de lo que algún otro le dice o hace. Por tanto, está en manos de cualquiera y hasta depende de la punta de su lengua, y a cada instante puede perderse para siempre si se pone a ello, a no ser que el afectado se vuelva a apoderar de él mediante un proceso de restitución al que enseguida se aludirá, lo cual solo puede hacerse con peligro de su vida, su salud, su libertad, su patrimonio y su tranquilidad de ánimo. Conforme a ello, por mucho que la conducta de un hombre sea la más íntegra y noble, su ánimo, el más puro y su cabeza, la más eminente, su honor podrá perderse a cada momento en cuanto a uno cualquiera —que simplemente no ha infringido esa ley del honor, pero por lo demás puede ser el más indigno canalla, el animal más estúpido, un gandul, jugador, moroso, en suma, un hombre que no merece que se le mire— le apetezca insultarle. E incluso la mayoría de las veces será precisamente a un sujeto de tal clase a quien le apetezca; porque, como acertadamente observa Séneca, ut quisque contemtissimus et ludibrio est, ita solutissimae linguae est[447] (De constantia, 11): y alguien así será quien con más facilidad se excite contra uno como el primero que se describió, porque los extremos se odian y porque la vista de los méritos superiores suele provocar la rabia contenida de la bajeza; por eso dice Goethe:
¿Por qué te quejas de los enemigos?
¿Deberían hacerse amigos aquellos
Para quienes el ser como eres tú
Es para siempre un callado reproche?
Diván de Oriente y Occidente[448]
Se ve lo mucho que precisamente la gente de la clase descrita al final tiene que agradecer al principio del honor; porque le nivela con aquellos que en otro caso le resultarían inaccesibles en todo respecto. — Cuando un individuo tal ha insultado, es decir, ha atribuido al otro una mala cualidad, eso vale por lo pronto como un juicio objetivamente verdadero y fundado, un decreto con fuerza de ley, y de hecho seguirá siendo verdadero y válido en el futuro si no es borrado con sangre: es decir, el insultado sigue siendo (a ojos de toda la «gente de honor») lo que el insultante (aunque fuera el último de todos los hijos de la tierra) le ha llamado: pues él (este es el terminus technicus) «se lo ha tragado». En consecuencia, la «gente de honor» ahora le desprecia, huye de él como de un apestado y, por ejemplo, se niega en voz alta y públicamente a acudir a una reunión social en la que él tiene entrada, etc. — Creo que puedo reducir con seguridad el origen de esta sabia visión fundamental al hecho de que (según C. G. von Wächter, Contribuciones a la historia de Alemania, en especial del derecho penal alemán, 1845) en la Edad Media, hasta el siglo XV, en los procesos criminales no era el acusador quien debía demostrar la culpa, sino el acusado quien tenía que probar su inocencia. Esto podía hacerse mediante un juramento de purgación para el que, sin embargo, necesitaba conjurantes (consacramentales) que jurasen estar convencidos de que él no era capaz de perjurio. Si no los tenía o el acusador no los admitía, entonces tenía lugar el juicio de Dios, que consistía habitualmente en un duelo. Pues el acusado era entonces un «desprestigiado» y tenía que purificarse. Vemos aquí el origen del concepto de ser desprestigiado y de todo el curso de las cosas, tal y como aún hoy se da entre la «gente de honor», con la sola excepción del juramento. Aquí se encuentra también la explicación de la inevitable y suma indignación con que la «gente de honor» se toma la recriminación de mentirosa y exige venganza cruenta por ella, cosa que, dado el carácter habitual de la mentira, parece muy extraño, pero especialmente en Inglaterra ha llegado a ser una arraigada superstición. (Realmente, el que amenaza castigar la acusación de mentira con la muerte debería no haber mentido en su vida.) En efecto, en aquellos procesos criminales de la Edad Media la forma más corta era que el acusado replicara al acusador: «¡Mientes!», después de lo cual se pasaba acto seguido al juicio de Dios: por eso se escribe que, según el código de honor caballeresco, a la acusación de la mentira ha de seguir inmediatamente la apelación a las armas. — Esto por lo que respecta al insulto. Pero hay algo más indignante que el insulto, algo tan horroroso que he de pedir perdón a la «gente de honor» simplemente por mencionarlo en ese código del honor caballeresco; porque sé que simplemente de pensarlo se les estremece la piel y se les ponen los pelos de punta, ya que es el summum malum, el mayor mal del mundo, y más enojoso que la muerte y la condenación. En efecto, puede, horribile dictu[449], que uno dé a otro un cachete o un golpe. Este es un suceso espantoso y produce un deshonor tan completo que, si todas las demás ofensas al honor ya se han de remediar con derramamiento de sangre, esta para ser totalmente subsanada exige el homicidio.
3) El honor no tiene absolutamente nada que ver con lo que el hombre es en y para sí mismo o con la cuestión de si su índole moral puede cambiar alguna vez, y todas las pedanterías de ese estilo, sino que cuando es herido o momentáneamente perdido, siempre que se intervenga con rapidez puede ser inmediata y completamente restituido a través de un único medio universal: el duelo. Sin embargo, si el agresor no pertenece a las clases que se declaran partidarias del código del honor caballeresco, o si lo ha infringido ya una vez, entonces —sobre todo si la ofensa al honor ha sido de hecho, pero también aunque hubiera sido solo de palabra—, se puede proceder a una operación segura apuñalándolo en el sitio si uno va armado o, como mucho, una hora después; con ello queda subsanado el honor. Pero además, si se quiere evitar este paso por temor a las incomodidades que de él se derivan, o si simplemente no se tiene la certeza de si el ofensor está o no sometido a las leyes del honor caballeresco, se cuenta con un paliativo en la «ventaja». Esta consiste en que si él ha sido insolente, uno lo sea todavía más: si ya no es posible con insultos, se la emprende a golpes con él, y se produce aquí un clímax de la salvación del honor: el ser abofeteado se cura con bastonazos, y estos, con latigazos: incluso contra estos últimos algunos recomiendan como eficaz el escupitajo. Solamente en caso de que ya no se llegue a tiempo con estos medios hay que pasar a operaciones sangrientas. Este método paliativo tiene su verdadera razón en la siguiente máxima.
4) Así como ser insultado es una afrenta, insultar es un honor. Por ejemplo, mi oponente tiene de su parte la verdad, el derecho y la Razón; pero si yo le insulto, entonces todos estos tienen que fracasar y el derecho y el honor se ponen de mi parte: él, en cambio, ha perdido de momento su honor — hasta que lo restablezca, no con el derecho y la Razón sino con disparos y cuchilladas. Por consiguiente, la grosería es una cualidad que, en el punto del honor, 398 sustituye o supera a cualquier otra: el más grosero tiene siempre razón: quid multa?[450]. Sea cual sea la tontería, impertinencia o estupidez que uno haya cometido, con una grosería será expiada e inmediatamente legitimada. Si en una discusión o conversación otro muestra una erudición más acertada, un amor a la verdad más intenso, un juicio más sano o más entendimiento que nosotros, o si en general hace ver una preeminencia intelectual que nos deja en la sombra, podemos enseguida anular toda aquella superioridad y la indigencia propia que ella revela, y así ser por el contrario nosotros mismos superiores, insultando y poniéndonos groseros. Pues una grosería vence cualquier argumento y eclipsa todo espíritu: por tanto, si el oponente no hace caso ni responde con una grosería mayor, con lo que caeríamos en el noble combate de la ventaja, entonces quedamos como vencedores y el honor está de nuestra parte: verdad, conocimiento, entendimiento y espíritu tienen que retirarse y son vencidos por la divina grosería. De ahí que las «gentes de honor», en cuanto alguien manifiesta una opinión que difiere de la suya o simplemente muestra mayor entendimiento del que ellos pueden poner de manifiesto, hacen enseguida ademán de subirse en ese caballo de batalla; y si en una controversia les falta un contra-argumento, buscan una grosería, que de hecho les hace el mismo servicio y es más fácil de encontrar: y entonces se marchan triunfantes de allí. Ya aquí se ve con qué razón se elogia el principio del honor por ennoblecer el tono en la sociedad. — Esta máxima se basa a su vez en la siguiente, que es la verdadera máxima fundamental y el alma de todo el código.
5) El máximo tribunal del derecho al que se puede apelar en todas las discrepancias con cualquier otro en lo que respecta al honor es el poder físico, es decir, la animalidad. Pues aquella grosería es en realidad una apelación a la animalidad, al declarar incompetente la lucha de las fuerzas espirituales o del derecho moral y poner en su lugar la lucha de las fuerzas físicas, la cual en la especie «hombre», definida por Franklin como un toolmaking animal (animal que fabrica herramientas), es llevada a cabo en el duelo con las armas peculiares a ella y da lugar a una decisión inapelable. — Como es sabido, esa máxima fundamental es designada brevemente con la expresión tomarse la justicia por su mano [Faustrecht], análoga a la expresión desvarío [Aberwitz] y, como esta, irónica: en consecuencia, el honor caballeresco debería llamarse «honor de puño» [Faust-Ehre][451]. —
6) Más arriba habíamos visto que el honor civil es muy escrupuloso en la cuestión de lo mío y lo tuyo, de las obligaciones contraídas y de la palabra dada; en cambio, el código que aquí examinamos muestra en eso la más generosa liberalidad. En efecto, solo hay una palabra que no puede romperse: la palabra de honor, es decir, la palabra en la que se ha dicho: «¡Palabra de honor!» — de donde surge la presunción de que cualquier otra palabra puede romperse. Incluso cuando se rompe esa palabra de honor se puede en todo caso salvar el honor con el medio universal, el duelo, en este caso con quienes afirman que se había dado la palabra de honor. — Además: solo hay una deuda que ha de ser pagada sin condiciones: la deuda de juego, que conforme a ello lleva el nombre de «deuda de honor». En todas las demás deudas se puede estafar a judíos y cristianos: eso no perjudica en absoluto el honor caballeresco[452].
I Que ese extraño, bárbaro y ridículo código del honor no ha surgido de la esencia de la naturaleza humana o de una sana visión de las relaciones del hombre lo reconoce cualquier persona imparcial a primera vista. Pero además lo confirma el ámbito manifiestamente limitado de su validez: en efecto, dicho ámbito lo constituye exclusivamente Europa y solamente desde la Edad Media, y aquí solo entre la nobleza, los militares y quienes los imitan. Pues ni los griegos ni los romanos ni los muy cultos pueblos de Asia, ni en la época antigua ni en la moderna, saben nada de ese honor y sus principios. Ninguno de ellos conoce más honor que el analizado en primer lugar. Por consiguiente, entre todos ellos el hombre vale por lo que manifieste su conducta y no por lo que a alguna lengua suelta le apetezca decir de él. Entre todos ellos lo que uno dice o hace puede destruir su propio honor pero nunca el de otro. Para todos ellos un golpe es simplemente un golpe, como el que cualquier caballo o asno peligroso pueden asestar: podrá, según las circunstancias, excitar la ira o ser vengado en el sitio: pero no tiene nada que ver con el honor y en modo alguno se lleva un libro de cuentas sobre los golpes o las palabras insultantes junto con la «satisfacción» que por ellas se ha dado o se ha dejado de exigir. En valentía y desprecio a la vida no van a la zaga de los pueblos de la Europa cristiana. Los griegos y los romanos fueron verdaderos héroes: pero no sabían nada del point d’honneur. El duelo no era en ellos asunto de la población noble sino de venales gladiadores, de esclavos entregados y de criminales condenados que, alternándose con las fieras salvajes, se azuzaban entre sí para diversión del pueblo. Al implantarse el cristianismo se suprimieron las luchas de gladiadores: pero en su lugar apareció en la época cristiana el duelo, bajo la mediación del juicio de Dios. Si aquellos eran un cruel sacrificio ofrecido a la general afición a los espectáculos, este es un cruel sacrificio ofrecido al prejuicio general; pero no lo realizan, como aquellos, criminales, esclavos y prisioneros, sino hombres libres y nobles.
Que aquel prejuicio era totalmente ajeno a los antiguos lo atestigua una gran cantidad de noticias que se han conservado. Por ejemplo, cuando un jefe teutón retó a Mario[453] a duelo, este héroe mandó responderle: «Si está harto de su vida, que se ahorque»; sin embargo, le ofreció un gladiador retirado con el que pudiera pelear (Freinsh. suppl in Liv. Lib. LXVIII c. 12[454]). En Plutarco {Them. 11) leemos que el comandante Euribíades, en lucha con Temístocles, había levantado el bastón para golpearle; pero este no levantó la espada sino que le dijo: πάταξον μέν οΰν, ακουσον δέ: «Pégame, pero escúchame». ¡Con qué indignación el «lector de honor» ha de echar de menos aquí la noticia de que el cuerpo de oficiales ateniense había declarado enseguida que no quería seguir sirviendo bajo el mando de Temístocles! — Por eso dice con todo acierto un moderno escritor francés: si quelqu’un s’avisait de dire que Démosthène fut un homme d’honneur, on sourirait de pitié; Cicé ron n’était pas un homme d’honneur non plus[455] (Soirées littéraires, par C. Durand. Rouen 1828. vol. 2. p. 300). Además, el pasaje de Platon {De leg.[ibus] IX, las seis últimas páginas, y también XI, p. 131 Bip.) sobre la αίκια, es decir, el ultraje, muestra hasta la saciedad que los antiguos no tenían ni idea de la visión del punto de honor caballeresco en tales cosas. Sócrates fue de hecho ultrajado a menudo como consecuencia de sus frecuentes disputas, y lo llevó con tranquilidad: cuando en una ocasión alguien le dio una patada, lo soportó con paciencia y dijo a uno que se sorprendió por ello: «¿Denunciaría a un asno si me hubiera golpeado?» — (Diog. Laert. II, 21). Cuando otra vez alguien le dijo: «¿No te ultraja y te ofende aquel?», su respuesta fue: «No: pues lo que dice no va conmigo» (ibid. 36). — — Stobeo (Florileg., ed. Gaisford, vol. I, p. 327-330) nos ha conservado un largo pasaje de Musonio en el que se puede ver cómo consideraban los antiguos las injurias: no conocían más satisfacción que la judicial, y los hombres sabios rechazaban también esta. Que los antiguos no conocieron más satisfacción que la judicial por una bofetada recibida puede verse claramente en el Gorgias (p. 86 Bip.) de Platón; también ahí (p. 133) se halla la opinión de Sócrates al respecto. Lo mismo consta en el informe de Ge lio ([Noches áticas] XX, 1) sobre un cierto Lucio Veratio, que puso en práctica la petulancia de dar una bofetada sin motivo a los ciudadanos romanos que se encontraba en la calle; con tal propósito, y para prevenir todas las consecuencias del asunto, se hacía acompañar de un esclavo con una bolsa de monedas de cobre, que inmediatamente pagaba al sorprendido transeúnte la compensación legal de veinticinco ases. Crates, el famoso cínico, había recibido del músico Nicódromo una bofetada tal, que la cara se le puso hinchada y sanguinolenta: entonces pegó en su frente una tablilla con la inscrpción Νικόδρομος έποιει[456] (Nicodromus fecit), con lo que cayó una gran vergüenza sobre el flautista que había ejercido semejante brutalidad contra un hombre a quien toda Atenas veneraba como a un lar {Apul. Flor. p. 126 Bip.) (Diog. Laert. vi, 89). — De Diógenes de Sinope, al que los hijos de los atenienses habían dado una paliza estando borrachos, tenemos una carta dirigida a Melesipo en la que dice que el asunto no tiene importancia (Nota Casaub. Ad Diog. Laert VI, 33). — Séneca, en el libro De constantia sapientis, desde el capítulo 10 hasta el final, ha examinado detenidamente la ofensa, contumelia, para demostrar que el sabio no la tiene en cuenta. En el capítulo 14 dice: «At sapiens colaphis percussus, quid faciet?» quod Cato, quum illi os percussum esset: non excanduit, non vindicavit injuriam: nec remisit quidem, sed factam negavit[457].
I «¡Sí —gritáis—, esos eran sabios!» — ¿Pero vosotros sois necios? De acuerdo. —
Vemos, pues, que el principio del honor caballeresco era absolutamente desconocido para los antiguos, precisamente porque ellos permanecieron en todos los respectos fieles a la visión imparcial y natural de las cosas, y por eso no se dejaron persuadir por tales muecas siniestras e infames. Por tal motivo no podían tomar un golpe en la cara por nada más que lo que es, un pequeño perjuicio físico; mientras que para los modernos se ha convertido en una catástrofe y en tema de tragedias, por ejemplo, en El Cid de Corneille y también en una moderna tragedia burguesa alemana que se llama La fuerza de las circunstancias[458], pero debería llamarse La fuerza del prejuicio: mas si una vez se da una bofetada en la Asamblea Nacional de París, resuena en toda Europa. A la «gente de honor», que tendría que incomodarse con las anteriores anécdotas clásicas y los ejemplos de la Antigüedad citados, le recomiendo que lea como antídoto, en la obra maestra de Diderot, Jacques le fataliste, la historia del señor Desgland, un exquisito modelo de la moderna honorabilidad caballeresca, con la que podrán recrearse y edificarse.
De lo aducido se infiere suficientemente que el principio del honor caballeresco no puede ser originario ni estar fundado en la naturaleza humana misma. Es, pues, artificial y su origen no es difícil de encontrar. Es claramente un hijo de aquel tiempo en el que los puños se ejercitaban más que las mentes y los curas mantenían la razón encadenada, es decir, de la elogiada Edad Media y su hidalguía. En efecto, entonces no solo se dejaba que el buen Dios cuidara de uno, sino que juzgara por él. En consecuencia, muchos litigios difíciles se resolvieron con ordalías o juicios de Dios: estos consistían, con pocas excepciones, en duelos que en modo alguno se celebraban solo entre caballeros, sino también entre burgueses; — así lo atestigua un hermoso ejemplo en Enrique VI de Shakespeare (parte 2, acto 2, escena 3). También en las sentencias judiciales podía apelarse como última instancia al duelo, al juicio de Dios. De ese modo se sentaban en el tribunal la fuerza física y la agilidad, es decir, la naturaleza animal, en lugar de la razón; y sobre lo justo y lo injusto decidía, no lo que uno había hecho, sino lo que le ocurría — todo ello en total acuerdo con el principio del honor caballeresco aún hoy vigente. Quien todavía dude de ese origen de la existencia del duelo que lea el excelente libro de J. G. Mellingen. The history of duelling, 1849. De hecho, entre la gente que vive según el principio del honor caballeresco, y que, como es sabido, no suele ser precisamente la más instruida y reflexiva, todavía hoy en día se encuentran algunos que piensan que el éxito en el duelo es realmente una resolución divina de la disputa que lo provocó; ciertamente, esto es conforme a una opinión transmitida por tradición.
Prescindiendo de ese origen del principio del honor caballeresco, su tendencia consiste ante todo en que con la amenaza de la fuerza física se pretende forzar las manifestaciones externas de aquel respeto cuya adquisición real se considera demasiado gravosa o superflua. Esto es más o menos como si alguien que calentase la bola del termómetro con la mano, con el ascenso del mercurio quisiera demostrar que su habitación se ha calentado. Examinado más de cerca, el núcleo del asunto es este: así como el honor civil, que tiene por finalidad el trato amistoso con los demás, consiste en que estos opinen de nosotros que merecemos una total confianza porque respetamos incondicionalmente los derechos de todos, el honor caballeresco consiste en que los demás opinen que somos de temer porque estamos resueltos a defender incondicionalmente nuestros propios derechos. Puesto que poco se puede edificar sobre la justicia de los hombres, la máxima de que es más importante ser temido que disfrutar de confianza no sería en absoluto falsa si viviéramos en el estado de naturaleza en el que cada cual ha de protegerse a sí mismo y defender inmediatamente sus derechos. Pero en el estado de civilización, donde el Estado ha asumido la protección de nuestra persona y nuestra propiedad, no encuentra ya aplicación y, al igual que los castillos y atalayas de las épocas del tomarse la justicia por propia mano, se encuentra inútil y abandonada en medio de campos bien cultivados y animadas carreteras, o bien de vías férreas. Por consiguiente, también el honor caballeresco que se aferra a ella se ha hecho cargo de esos perjuicios a la persona que el Estado solo castiga levemente o, según el principio de minimis lex non curat[459], en absoluto, ya que son ofensas insignificantes y en parte simples bromas. Pero en relación con estas el honor caballeresco se ha elevado hasta convertirse en una sobrestimación del valor de la propia persona totalmente inadecuada a la naturaleza, condición y destino del hombre[460]; eleva ese valor hasta una especie de santidad y, por ende, considera del todo insuficiente la condena del Estado a las pequeñas ofensas del mismo, por lo que se encarga él mismo de castigarlas, y siempre en el cuerpo y la vida del ofensor. Está claro que en el fondo de todo esto se encuentran la arrogancia más desmesurada y la más indignante altanería que, olvidando por completo lo que verdaderamente es el hombre, reclaman para él una invulnerabilidad sin condiciones, como también una irreprochabilidad[461]. Pero todo el que se proponga imponerla por la fuerza y en consecuencia proclame la máxima: «quien me insulte o me golpee deberá morir», merece ya por eso ser expulsado del país. Para disculpar aquella insolente arrogancia se aducen todo tipo de pretextos. De dos hombres intrépidos, se dice, ninguno cede; por eso, del más leve motivo se llegaría a los insultos, luego a los golpes y finalmente al homicidio; de ahí que, en pro del decoro, sea mejor saltar los niveles intermedios y pasar directamente a las armas. El procedimiento más detallado en este punto se ha formulado en un rígido y pedante sistema, con leyes y reglas, que constituye la más seria bufonada de este mundo y un verdadero templo honorífico de la necedad. Pero la máxima fundamental misma es falsa: en asuntos de poca importancia (los de gran importancia quedan siempre al criterio de los tribunales), de dos hombres intrépidos cede uno, el más prudente, y las simples opiniones se dejan correr. La prueba de ello la proporciona el pueblo o, más bien, todas las numerosas clases sociales que no profesan el principio del honor caballeresco y en las que, por lo tanto, las disputas siguen su curso natural: en esas clases el homicidio es cien veces más infrecuente que en la fracción que profesa ese principio, equivalente quizás a una milésima parte del total; y hasta una bronca es en ellas algo raro. — Sin embargo, se sostiene que el buen tono y las exquisitas costumbres de la sociedad tienen por pilar fundamental aquel principio del honor con sus duelos, que serían el muro de defensa contra los estallidos de la brutalidad y la mala educación. Pero es seguro que en Atenas, Corinto y Roma se encontraba una buena y muy buena sociedad, y también exquisitas costumbres y buen tono, sin que tras ello se encerrase aquel espantajo del honor caballeresco. Pero, desde luego, allí tampoco las mujeres presidían la sociedad como ocurre entre nosotros; cosa que, al dar a la charla un carácter frívolo y pueril, y proscribir cualquier conversación con contenido, también contribuye en gran medida a que en nuestra sociedad la valentía personal ocupe el primer puesto frente a cualquier otra cualidad, cuando en realidad es una cualidad muy secundaria, una simple virtud de suboficiales, en la que de hecho incluso los animales nos sobrepasan; de ahí que se diga, por ejemplo: «valiente como un león». Pero incluso, en oposición a la afirmación anterior, el principio del honor caballeresco es el asilo seguro de la deshonestidad y la maldad en las cosas grandes, y de la descortesía, desconsideración y grosería en las pequeñas; pues una gran cantidad de vicios molestos son 407 soportados en silencio precisamente porque nadie tiene ganas de jugarse el cuello por reprenderlos. — Conforme a todo ello, vemos el duelo en su máxima floración y practicado con un celo sediento de sangre, precisamente en la nación que en los asuntos políticos y financieros ha demostrado una falta de verdadera honorabilidad: cómo le va en los asuntos privados se les puede preguntar a quienes tengan experiencia de ello. Pero por lo que respecta a su urbanidad y educación social, es famosa como modelo negativo.
Así pues, aquellos pretextos no resultan convincentes. Con más derecho se puede advertir que, igual que un perro al que se le gruñe gruñe a su vez, y uno al que se acaricia devuelve las caricias, también se halla en la naturaleza del hombre el responder con hostilidad a todo encuentro hostil y el ponerse irritado y enfurecido con cualquier indicio de menosprecio u odio; por eso dice ya Cicerón: habet quendam aculeum contumelia, quem pati prudentes a. C. viri boni difficillime possunt[462], y en ninguna parte del mundo (exceptuando algunas piadosas sectas) los insultos o los golpes son tolerados con calma. Sin embargo, la naturaleza no conduce en ningún caso más allá de una adecuada retribución del asunto, ni a castigar con la muerte el que se nos tache de mentirosos, tontos o cobardes; y la antigua máxima alemana «A una bofetada, una puñalada» es una indignante superstición judicial. En todo caso, la respuesta o represalia de las ofensas es cuestión de ira y en modo alguno de honor o deber, como las tilda el honor caballeresco. Antes bien, es del todo cierto que ninguna recriminación puede ofender más que en la medida en que acierta; esto se ve también en el hecho de que la más ligera insinuación que da en el blanco hiere más profundamente que la más grave inculpación que carezca de fundamento. Por eso, quien es realmente consciente de que no merece una recriminación puede despreciarla con toda confianza, y así lo hará. En cambio, el principio del honor le exige mostrar una sensibilidad que no tiene y vengar con sangre agravios que no le ofenden. Mas ha de tener una flaca opinión de su propia valía quien se apresura a perseguir cualquier manifestación que la ataque, a fin de que no se haga pública. Por consiguiente, un verdadero aprecio de sí mismo proporcionará una indiferencia real ante las injurias, y cuando esto no ocurra porque falte aquel, la prudencia y la cultura llevarán a salvar las apariencias y disimular la ira. En consecuencia, si la gente se liberase de la superstición del principio del honor caballeresco, de modo que ya nadie pensara que con insultos puede quitar el honor a otro o restituir el suyo, y ya no se pudiera legitimar enseguida cualquier injusticia, grosería o impertinencia por el hecho de estar dispuesto a dar satisfacción, es decir, a batirse por ello, entonces pronto se haría general la opinión de que, cuando se trata de injurias e insultos, el vencido en esa lucha es el vencedor; y que, como dice Vicenzo Monti, las injurias son como las procesiones de la iglesia, que siempre vuelven al lugar de donde partieron. Además, entonces para tener razón no sería suficiente, como ahora, que uno lanzara una grosería; con lo que la comprensión y el entendimiento tendrían otras ocasiones de intervenir que ahora, en que siempre han de tener primero en consideración si de algún modo pueden escandalizar a las opiniones de la limitación y la estupidez, que ya se han alarmado e irritado con su simple aparición, y si pueden así dar lugar a que la cabeza en que habitan haya de jugarse a los dados contra el cráneo plano en el que se alojan aquellas. Entonces la superioridad intelectual alcanzaría en la sociedad el justo primado que ahora, aunque a escondidas, ocupan la superioridad física y el coraje de húsares; y como resultado de ello, los hombres más destacados tendrían una razón menos que ahora para retirarse de la sociedad. En consecuencia, una transformación de esa clase produciría el verdadero buen tono y allanaría el camino a la auténtica buena sociedad en la forma en que, sin duda, ha existido en Atenas, Corinto y Roma. A quien desee ver una prueba de esto le recomiendo que lea El banquete de Jenofonte.
La última justificación del código caballeresco rezaría, sin duda, así: «¡Dios nos asista! ¿Entonces uno puede golpear a otro?» —, a lo que yo podría replicar brevemente que ese ha sido con frecuencia el caso en novecientos noventa y nueve de cada mil miembros de la sociedad que no reconocen aquel código, sin que ninguno haya muerto por ello, mientras que entre sus partidarios por lo regular cada golpe ha resultado mortal. Pero quisiera entrar en detalles. Con frecuencia me he esforzado por encontrar en la naturaleza animal o en la racional del hombre una razón sostenible o al menos plausible, y no consistente en simples frases sino réductible a claros conceptos, de la firme convicción que tiene una parte de la sociedad humana sobre el carácter espantoso de un golpe: pero ha sido en vano. Un golpe es y sigue siendo un pequeño mal físico que cualquier hombre puede causar a otro, pero con eso no se demuestra sino que es más fuerte o ágil, o que el otro no estaba prevenido. Más allá, el análisis no arroja nada. Luego veo que el mismo caballero al que un golpe por mano humana le parece el máximo mal recibe de su caballo un golpe cien veces más fuerte y, cojeando con un pertinaz dolor, asegura que no ha tenido importancia. Entonces pienso que la causa está en la mano humana. Pero veo a nuestro caballero recibir de esta estocadas y sablazos en la lucha y asegurar que es una nimiedad de la que no vale la pena hablar. Luego percibo que ni aun los golpes de plano con la espada son, ni de lejos, tan terribles como los de bastón, y de ahí que no hace mucho tiempo los cadetes se expusieran a aquellos pero no a estos: y el ser armado caballero con la hoja de la espada es el máximo honor. Entonces llego al final de mis razones psicológicas y morales, y no me queda más que considerar el asunto una antigua y arraigada superstición, un ejemplo más entre los muchos de todo lo que se puede hacer creer al hombre. Esto se halla confirmado también por el conocido hecho de que en China los golpes con la caña de bambú son una pena civil muy frecuente, incluso para funcionarios de todas clases; pues esto nos muestra que la naturaleza humana, incluso la sumamente civilizada, no declara allí lo mismo[463]. Pero hasta una mirada imparcial a la naturaleza del hombre enseña que el pegar es tan natural a este como el morder a las fieras y el embestir a los animales astados: él es justamente un animal que pega. De ahí que nos indignemos cuando, en casos infrecuentes, oímos que un hombre ha mordido a otro; en cambio, que dé golpes y los reciba es un acontecimiento tan natural como fácil de ocurrir. Que una educación superior se sustraiga a él mediante el autodominio recíproco resulta fácilmente explicable. Pero constituye una crueldad engañar a una nación o simplemente a una clase social diciendo que un golpe propinado es una terrible desgracia que ha de tener como resultado el asesinato y el homicidio. Hay demasiados males verdaderos en el mundo como para permitirnos aumentarlos con otros imaginarios que arrastran consigo nuevos males verdaderos: mas eso es lo que hace aquella estúpida y malvada superstición. Por lo tanto, he de desaprobar incluso que los gobiernos y los cuerpos legislativos la favorezcan al insistir con celo en la supresión de los castigos corporales en lo civil y lo militar. Con ello creen actuar en interés de la humanidad, cuando el caso es justamente el contrario, ya que de ese modo trabajan en confirmar aquella ilusión antinatural y perniciosa a la que tantas víctimas se han sacrificado. En todas las faltas, con excepción de las más graves, los golpes son el primer castigo que se le ocurre al hombre y, por lo tanto, el natural: quien no fue sensible a las razones, lo será a los palos: y es tan justo como natural que se castigue con una moderada zurra a quien no se le puede castigar en su propiedad, porque no la tiene, ni tampoco se le puede privar de libertad sin perjuicio propio porque se necesitan sus servicios. Contra esto tampoco se pueden alzar razones, sino meras frases sobre la «dignidad del hombre» que no se apoyan en conceptos claros sino justamente en la perniciosa superstición señalada. Que esta es la razón del asunto se confirma de forma casi ridícula en que aún hace poco tiempo, en algunos países, en el ámbito militar el castigo corporal era sustituido por el castigo de estacas[464] que, exactamente igual que aquel, causa un dolor corporal, pero no ha de ser oprobioso ni degradante.
I Con el fomento de la mencionada superstición se trabaja mano a mano con el principio del honor caballeresco y con el duelo, mientras que por otro lado se hacen esfuerzos por suprimirlo mediante leyes, o se aparenta hacerlo[465]. Como consecuencia de ello, aquel fragmento de la justicia tomada por propia mano que flota desde la época de la ruda Edad Media hasta el siglo XIX sigue corriendo en este de acá para allá para escándalo público: ya es hora de que sea expulsado ignominiosamente. Hoy en día ni siquiera se permite azuzar metódicamente perros o gallos entre sí (al menos en Inglaterra están penados tales acosos); pero los hombres son azuzados contra su voluntad a una lucha mortal entre ellos con la ridicula superstición del absurdo principio del honor caballeresco y con sus obtusos representantes y administradores, que les imponen la obligación de luchar entre sí como gladiadores por causa de cualquier nadería. Por eso propongo a nuestros puristas alemanes, en lugar de la palabra duelo —que probablemente no procede de la latina duellum sino de la española duelo, disgusto, queja, protesta—, la denominación «acoso de caballeros». La pedantería con la que se ejercita la extravagancia ofrece, desde luego, materia de risa. Entretanto, es indignante que aquel principio y su absurdo código funden un Estado dentro del Estado que, no reconociendo otro derecho que el de tomarse la justicia por propia mano, tiranice las clases sociales sometidas a él, mantenido abierto un tribunal de la santa Vehm[466] ante el que cualquiera, con motivos muy fáciles de provocar, puede citar a cualquier otro como un alguacil, para someterse a un juicio a vida o muerte sobre aquel y sobre sí mismo. Naturalmente, esto se convierte en el refugio desde el que los más abyectos, simplemente con pertenecer a aquellas clases sociales, pueden amenazar y hasta acabar con los más nobles y mejores, a los que en cuanto tales han de odiar necesariamente. Después de que hoy en día la justicia y la policía hayan conseguido en buena medida que ya no nos pueda gritar cualquier rufián en la carretera: «¡La bolsa o la vida!», también la sana razón debería conseguir por fin que, en medio de las relaciones pacíficas, ya no nos pueda gritar cualquier canalla: «¡El honor o la vida!». A las clases superiores se les debería sacar del pecho la angustia nacida de que cada cual, a cada instante, pueda hacerse responsable en cuerpo y vida de la grosería, brutalidad, estupidez o maldad de cualquier otro al que le plazca desahogarlas contra él. Que cuando dos jóvenes petulantes e inexpertos han tenido un enfrentamiento verbal deban repararlo con su sangre, su salud o su vida, clama al cielo, es vergonzoso. Lo dura que es la tiranía de aquel Estado dentro del Estado y lo grande que es el poder de aquella superstición se aprecia en que con frecuencia gente a la que le fue imposible la restitución de su honor caballeresco herido, bien debido a la clase demasiado alta o baja del agresor, o bien a una desproporcionada condición del mismo, se ha quitado la vida por la desesperación y ha encontrado así un final tragicómico. — Puesto que la mayoría de las veces lo falso y lo absurdo al final se desvelan porque en su cumbre despunta la contradicción como una flor, también aquí despunta esta al final en forma de la más manifiesta antinomia: en efecto, al oficial le está prohibido el duelo: pero se le condena a la destitución si, dado el caso, se abstiene de él.
Pero, dado que ya he llegado aquí, quisiera seguir hablando con libertad. Examinada a la luz y sin prejuicios, la diferencia que tan importante se ha hecho y tanto se ha explotado entre haber matado al enemigo en lucha abierta con armas iguales o en una emboscada se basa simplemente en que, como se dijo, aquel Estado dentro del Estado no conoce más derecho que el del más fuerte, es decir, el de tomarse la justicia por propia mano; y, elevado a la condición de juicio de Dios, ha basado en él su código. Pues con la primera opción no se ha demostrado sino que se es el más fuerte o el más diestro. Así pues, la justificación que se busca en la permanencia de la lucha abierta supone que el derecho del más fuerte es realmente un derecho. Pero en verdad, la circunstancia de que el otro se las entienda mal para defenderse me da la posibilidad, pero en modo alguno el derecho, de matarlo; antes bien, este último, es decir, mi justificación moral, solo se puede basar en los motivos que yo tengo para quitarle la vida. Si admitimos que estos existen en realidad y son suficientes, entonces no hay razón alguna para que ahora el asunto dependa de si es él o yo quien dispara o maneja el sable mejor, sino que entonces da igual de qué forma yo le quite la vida, si por delante o por detrás. Pues desde el punto de vista moral, el derecho del más fuerte no tiene más peso que el derecho del más astuto, que se aplica en el caso del asesinato a traición: aquí el derecho de la fuerza [Faustrecht] se equipara, pues, al de la inteligencia; obsérvese además que también en el duelo se hace valer el uno como el otro, por cuanto en la esgrima todo pase es una traición. Si yo me considero moralmente justificado para quitar la vida a uno, es una tontería hacerlo depender de si él dispara o maneja el sable mejor que yo; pues en ese caso él, a la inversa, deberá quitarme la vida a mí, a quien ya ha perjudicado. Que las ofensas no se han de vengar con el duelo sino con el asesinato a traición es la opinión de Rousseau, insinuada cautelosamente en la vigésimo primera observación al libro cuarto del Emilio (p. 173, Bip.), considerada tan misteriosa. Pero él se halla aquí tan sumido en la superstición caballeresca que ya el hecho de sufrir una recriminación de mentiroso lo considera una justificación para el asesinato a traición; cuando tendría que saber que todo hombre ha merecido ese reproche innumerables veces, incluso él mismo en sumo grado. Mas es evidente que el prejuicio que condiciona la justificación de matar al ofensor a la lucha abierta y las armas iguales considera el derecho de tomarse la justicia por propia mano como un derecho real, y el duelo, como un juicio de Dios. En cambio, el italiano, que enardecido de ira ataca sin más a su ofensor con el puñal allá donde lo encuentra, actúa al menos con consecuencia y naturalidad: es más astuto, pero no peor que el duelista. Si se pretendiera decir que yo, al matar a mi enemigo en duelo, estoy justificado porque él también se esfuerza en matarme, se ha de objetar que yo, con mi desafío, le he puesto en una situación de legítima defensa. Ese ponerse recíproca e intencionadamente en una situación de legítima defensa solo significa en el fondo buscar un pretexto plausible para el asesinato. Antes se hacía oír la justificación mediante la máxima volenti non fit injuria[467], en la medida en que de común acuerdo se ha puesto la vida en ese juego: pero a esto se opone el hecho de que no es exacto respecto del volenti, ya que la tiranía del principio del honor caballeresco y su absurdo código es el alguacil que ha arrastrado a ambos, o por lo menos a uno de los dos contrincantes, a ese sangriento tribunal de la santa Yehm.
Me he extendido ampliamente acerca del honor caballeresco, pero con buena intención y porque el único Hércules contra los monstruos morales e intelectuales de este mundo es la filosofía. Dos cosas principales son las que distinguen el estado social moderno del de la Antigüedad, en detrimento del primero, por cuanto le han dado una apariencia seria, tenebrosa y siniestra de la que está libre la Antigüedad, clara y natural como la mañana de la vida. Se trata del principio del honor caballeresco y la enfermedad venérea — par nobile fratrum![468]. Los dos juntos han envenenado νείκος και φνλια[469]. En efecto, la enfermedad venérea extiende su influencia mucho más allá de lo que a primera vista pudiera parecer, al no ser en modo alguno simplemente física sino también moral. Desde que la aljaba del amor lleva también flechas envenenadas, en la relación mutua de los sexos se ha introducido un elemento extraño, hostil y hasta diabólico, como consecuencia del cual se encuentra atravesada por una desconfianza sombría y recelosa; y el influjo indirecto de tal cambio en el fundamento de toda comunidad humana se extiende también en mayor o menor medida a las demás relaciones sociales; discutir esto me desviaría aquí demasiado. — Análoga, aunque de clase totalmente distinta, es la influencia del principio del honor caballeresco, esa seria bufonada que fue ajena a los antiguos y, en cambio, hace la sociedad moderna rígida, seria, y angustiada, debido a que cualquier manifestación pasajera es escrutada y rumiada. ¡Pero hay más! Aquel principio es un minotauro universal al que se sacrifican anualmente como tributo un número de hijos de las casas nobles, no de uno, como al antiguo, sino de todos los países de Europa. Por eso es hora de arremeter con valentía de una vez por todas contra ese espantajo, como aquí ocurre. ¡Ojalá en el siglo XIX encuentren su fin los dos monstruos de la época moderna! No queremos renunciar a la esperanza de que por fin los médicos consigan terminar con el primero a través de la profilaxis. Pero acabar con el espantajo es cosa del filósofo a través de la rectificación de los conceptos, ya que hasta ahora los gobiernos no lo han conseguido mediante la promulgación de leyes, y además el mal solo se puede atacar de raíz por la primera vía. Entretanto, si es que los gobiernos se toman realmente en serio la supresión del duelo y el poco éxito de su empeño solo se debe a su incapacidad, quiero proponerles una ley de cuyo éxito respondo, y además sin operaciones sangrientas, sin recurrir a patíbulos, horcas o cadenas perpetuas. Antes bien, se trata de un pequeño método homeopático totalmente sencillo: el que desafía a otro o se presenta a la lucha recibe, à la Chinoise, a la luz del día y ante el cuerpo de guardia, doce bastonazos del sargento, y seis el portador del cartel de desafío y cada uno de los padrinos. Respecto a las eventuales consecuencias de los duelos realmente celebrados, se mantendría el habitual procedimiento criminal. Quizás alguien de sentimientos caballerescos me objetara que, tras la ejecución de tal pena, algunos «hombres de honor» estarían en situación de matarse de un tiro; a lo que respondo: es mejor que semejante mentecato se mate a sí mismo de un tiro que a otros. — Pero en el fondo sé muy bien que los gobiernos no se toman en serio la abolición de los duelos. Los sueldos de los funcionarios civiles, pero aún más los de los oficiales, se hallan (con excepción de los altos cargos) muy por debajo del valor de su trabajo. La otra mitad se les paga con el honor. Este se halla representado en primer término por los títulos y las condecoraciones, y en sentido amplio, por el honor del cargo en general. Para ese honor del cargo es el duelo un útil caballo de reserva; de ahí que tenga su escuela preparatoria ya en las universidades. Por consiguiente, sus víctimas pagan con su sangre el déficit de los salarios. —
En pro de la compleción, sea mencionado aquí el honor nacional. Es el honor de todo un pueblo en cuanto parte de la comunidad de los pueblos. Dado que en esta no hay otro foro que el de la fuerza, y por lo tanto cada miembro de la misma ha de proteger sus propios derechos, el honor de una nación no consiste solo en la opinión que se ha ganado de que se puede confiar en ella (crédito) sino también en la de que es de temer: de ahí que no pueda nunca dejar impunes las agresiones a sus derechos. Así pues, aúna el punto de honor del ciudadano con el honor caballeresco. —
Entre lo que uno representa, es decir, lo que es a ojos del mundo, se contó antes, en último lugar, la fama: así pues, tenemos aún que examinarla. — Fama y honor son hermanos gemelos; pero al igual que los Dioscuros[470], de los cuales Pólux era inmortal y Cástor mortal, la fama es la hermana inmortal del mortal honor. Por supuesto, esto se ha de entender solamente de la fama de superior especie, de la fama verdadera y auténtica: pues hay, en efecto, diversas clases de fama efímera. — Además, el honor se refiere únicamente a las cualidades que se exigen de cualquiera que se halle en las mismas circunstancias; la fama, solo a las que no se pueden exigir a nadie; el honor, a las que cualquiera se puede atribuir a sí mismo públicamente; la fama, a las que nadie se puede atribuir a sí mismo. Mientras que nuestro honor llega hasta donde alcanzan las noticias de nosotros, la fama, a la inversa, se adelanta a las noticias sobre nosotros y las lleva hasta donde ella misma llega. Todos tienen derecho al honor; a la fama, solo las excepciones: pues solo mediante logros extraordinarios se consigue la fama. Esos logros son a su vez hechos u obras, con lo que a la fama se le abren dos caminos. Para la vía de los hechos capacita preferentemente el gran corazón; para la de las obras, la gran inteligencia. Cada uno de los dos caminos tiene sus propias ventajas e inconvenientes. La diferencia principal es que los hechos pasan, las obras permanecen. De los hechos solo queda la memoria, que se vuelve cada vez más débil, desfigurada e indiferente, e incluso ha de extinguirse gradualmente si la historia no la recoge y la transmite en estado petrificado a la posteridad. En cambio, las obras son ellas mismas inmortales y pueden ser testigos de todas las épocas, sobre todo las escritas. El hecho más noble solo tiene un influjo transitorio; la obra genial, en cambio, vive y actúa, benefactora y edificante, durante todas las épocas. De Alejandro Magno pervive el nombre y la memoria: pero Platón y Aristóteles, Homero y Horacio existen todavía, viven y actúan inmediatamente. Los Vedas con sus Upanishads están aquí: pero de todos los hechos que se produjeron en su época no nos ha llegado noticia alguna[471]. — Otra desventaja de los hechos es que dependen de la ocasión, que es la que les ha de dar la posibilidad; a ello se une que su fama no solo se orienta por su valor intrínseco sino también por las circunstancias que le otorgan relevancia y esplendor. Además, cuando, como en la guerra, los hechos son puramente personales, dependen de la declaración de unos pocos testigos: estos no siempre existen y además no siempre son justos e imparciales. Pero a cambio los hechos tienen la ventaja de que, al ser algo práctico, se hallan dentro del ámbito de la capacidad general de juzgar humana; de ahí que se les haga justicia enseguida, solo con que los datos se transmitan correctamente; a no ser que sus motivos tarden en ser adecuadamente conocidos o justamente evaluados: pues en la comprensión de cualquier acción se incluye el conocimiento de sus motivos. Lo contrario sucede con las obras: su nacimiento no depende de la ocasión sino de su autor, y lo que ellas son en y por sí mismas lo siguen siendo mientras permanecen. En cambio es difícil juzgarlas, y esa dificultad es mayor cuanto más elevado es su género: con frecuencia faltan jueces competentes, y a menudo, jueces imparciales y honrados. Sin embargo, su fama no es decidida por una sola instancia sino que se da la apelación. Pues mientras que, como se dijo, de los hechos solo llega a la posteridad la memoria, y ello tal como la transmiten sus contemporáneos, las obras, en cambio, llegan ellas mismas y, exceptuando algunos fragmentos perdidos, tal como son: así pues, aquí no hay ninguna adaptación de los datos; y el eventual influjo perjudicial del entorno que existió en su origen desaparece después. Antes bien, con frecuencia el tiempo va trayendo paulatinamente a los pocos jueces realmente competentes que, siendo ya ellos mismos excepciones, juzgan acerca de excepciones aún mayores: sucesivamente emiten sus autorizadas opiniones y así, a veces después de siglos, se establece un juicio totalmente justo que ninguna época posterior rebate. Así de segura y hasta inevitable es la fama de las obras. En cambio, que su autor la viva depende de las circunstancias externas y del azar: es tanto más infrecuente cuanto más elevado y difícil fue su género. Conforme a ello dice Séneca (Ep. 79) de forma incomparablemente bella que al mérito le sigue su fama de manera tan indefectible como al cuerpo su sombra, solo que, como ocurre con esta, a veces va por delante y a veces tras él; y tras esa ilustración añade: etiamsi omnibus tecum viventibus silentium livor indixerit, venient qui sine offensa, sine gratia judicent[472]; con esto apreciamos de paso que el arte de reprimir los méritos con el malicioso silenciar e ignorar, a fin de esconder al público lo bueno en favor de lo malo, era ya usual entre la canalla de los tiempos de Séneca igual que entre la de los nuestros, y que a aquella, como a esta, la envidia le sellaba los labios. — Por lo regular la fama aparece tanto más tarde cuanto más ha de durar, del mismo modo que todo lo excelente madura con lentitud. La fama que pretende convertirse en postuma se asemeja a un roble que va creciendo muy lentamente de su semilla; la fama leve, efímera, a las plantas de un año que crecen con rapidez; y la falsa fama, a la mala hierba que brota rápidamente y se arranca sin tardanza. Esto se debe a que, cuanto más pertenece uno a la posteridad, es decir, a la humanidad en general y en conjunto, más ajeno es a su época; porque lo que crea no está dedicado en especial a esta, es decir, no pertenece a esta en cuanto tal sino solo en cuanto parte de la humanidad, y por eso no está teñido de sus colores locales: pero como consecuencia de ello puede ocurrir fácilmente que la época, ajena a él, lo deje pasar desapercibido. Ella valora más bien a aquellos que sirven a los asuntos de su corto tiempo o al capricho del momento, y por eso le pertenecen por completo, con ella viven y con ella mueren. Según ello, la historia del arte y de la literatura enseñan continuamente que de ordinario las producciones supremas del espíritu humano han sido acogidas de forma desfavorable, y así han permanecido hasta que llegaron espíritus superiores que se interesaron por ellas y les dieron la importancia en la que después se han mantenido gracias a la autoridad así adquirida. Mas todo eso se debe en último término a que en realidad cada uno solo puede entender y valorar lo que le es homogéneo. Pero al trivial le resulta homogéno lo trivial; al vulgar, lo vulgar; al confuso, lo enrevesado; al descerebrado, el absurdo; y lo que más gusta a cada cual son sus propias obras, que son absolutamente homogéneas a él. Por eso canta ya el antiguo y legendario Epicarmo:
I Θαυμαστόν οΰδέν έστί, μέ ταϋθ’ ούτω λέγειν,
Καί άνδάνειν αύτοΐσιν αΰτους, καί δοκεΐν
Καλώς πεφυκεναι καί γάρ ο κιχον κυνί
Κάλλιστον έίμεν φαίνεται, καί βοϋς βοϊ,
’Όνος δέ ονω κάλλιστον, υς δε υί[473].
que yo, para que nadie se lo pierda, quisiera traducir:
No es asombroso que yo hable en mi sentido,
Y que aquellos, gustándose a sí mismos, se hallen en la ilusión
De que son dignos de elogio: así al perro le parece el perro
El ser más hermoso, así al buey, el buey,
También al burro, el burro, y al cerdo, el cerdo.
Así como ni siquiera el brazo más robusto que lance un cuerpo ligero puede transmitirle movimiento con el que pueda volar lejos y dar violentamente en el blanco, sino que este cae abatido en la cercanía porque le ha faltado un contenido material propio para asumir la fuerza ajena, la misma suerte corren los pensamientos bellos y grandiosos, y hasta las obras maestras del genio, cuando para acogerlas no hay más que mentes pequeñas, débiles u oblicuas. Eso han tenido que lamentar las voces de los sabios de todos los tiempos unidas a coro. Por ejemplo, el Eclesiástico dice: «Hablar con un necio es como hablar con un dormido. Al final, dice: “¿Qué pasa?”[474]». —Y Hamlet: a knavish speech sleeps in a fools ear[475] (un picaro discurso duerme en los oídos de un necio). Y Goethe:
La más feliz palabra es objeto de burla
Cuando el oyente es un oído tortuoso[476].
Y a su vez:
No produces efecto, todo sigue igual de abúlico.
¡Estate contento!
La piedra en el pantano
No forma anillo alguno[477].
Y Lichtenberg: «Cuando una cabeza y un libro chocan y suena a hueco, ¿se debe ello siempre al libro?»[478]; y a su vez: «Tales obras son espejos: cuando un mono se mira en ellas, no puede verse un apóstol[479]». Incluso el bello y conmovedor lamento de Geliert merece ser traído a la memoria:
Que con frecuencia las mejores dotes
Tienen los menores admiradores,
Y que la mayor parte del mundo
Considera bueno lo malo;
Ese mal lo vemos a diario.
¿Mas cómo defenderse de esa peste?
Dudo de que esa plaga
Pueda expulsarse de este mundo.
Un solo medio hay en la tierra
Pero infinitamente difícil:
Los necios tendrían que volverse sabios;
¡Y ved! No se vuelven nunca.
Nunca conocen el valor de las cosas.
Sus ojos juzgan, no su razón:
Alaban eternamente lo nimio,
Porque nunca conocieron lo bueno[480].
A esa incapacidad intelectual de los hombres, como consecuencia de la cual lo excelente, como dice Goethe, se conoce y se aprecia todavía con menos frecuencia de lo que se encuentra[481], se asocia aquí, como en todo, su maldad moral, que se presenta en forma de envidia. En efecto, con la fama que uno adquiere se eleva todavía más por encima de los de su clase: estos, pues, son rebajados en la misma medida, de modo que todo mérito destacado obtiene su fama a costa de los que no tienen ninguno.
Cuando honramos a otros
Hemos de censurarnos a nosotros mismos.
Goethe, Diván de Oriente y Occidente[482]
Así se explica que, cualquiera que sea el género en el que aparezca la excelencia, enseguida se asocie y se conjure todo el sinnúmero de los mediocres para no admitirla y, si es posible, asfixiarla.
Su lema oculto es: à bas le mérite[483]. Pero ni siquiera aquellos que poseen méritos propios y ya han alcanzado la fama por ellos ven con buenos ojos la aparición de una nueva fama, cuyo esplendor hará que la suya brille tanto menos. Por eso dice Goethe:
Si me lo hubiera pensado
Antes de serme dada la vida,
No estaría aún en la tierra,
Como podéis comprender,
Cuando veis cómo se comportan
Los que, para aparentar algo,
Quieren gustosos negarme[484].
Así pues, mientras que el honor por lo regular encuentra jueces justos y ninguna envidia lo ataca, siendo incluso adjudicado de antemano, a crédito, la fama, a pesar de la envidia, ha de alcanzarse luchando; y el laurel lo otorga un tribunal claramente desfavorable. Pues el honor podemos y queremos compartirlo con todos: la fama es restringida y obstaculizada por todos los que la alcanzan. — Además la dificultad para alcanzar la fama con las obras es inversamente proporcional al número de hombres que conforma el público de tales obras, por razones fáciles de comprender. De ahí que sea mucho mayor en las obras que prometen enseñanza que en las que prometen entretenimiento. Su grado máximo se da en las obras filosóficas, ya que la enseñanza que prometen es, por un lado, insegura y, por otro, carente de utilidad material; y además, tales obras aparecen primariamente ante un público compuesto de meros rivales. — De las dificultades señaladas que se oponen a la conquista de la fama se sigue que, si los que realizan obras dignas de ella no las hicieran por amor a ellas y por su propio gozo sino que necesitasen el estímulo de la fama, pocas o ninguna obra inmortal habría recibido la humanidad. De hecho, quien ha de producir lo bueno y justo, y evitar lo malo tiene incluso que hacer frente al juicio de la masa y de sus portavoces, y, por lo tanto, despreciarlo. En eso se basa la correcta observación, resaltada en especial por Osorio {De gloria), de que la fama huye de quienes la buscan y persigue a quienes la descuidan: pues aquellos se acomodan al gusto de sus contemporáneos y estos se enfrentan a él.
En consecuencia, la fama es tan difícil de alcanzar como fácil de conservar. También aquí se opone al honor. Este se concede a cualquiera, incluso a crédito: él solo tiene que preservarlo. Mas ahí está la tarea: pues una sola acción indigna hace que se pierda de forma irrecuperable. La fama, en cambio, nunca se puede perder: pues el hecho o la obra por los que se alcanzó se mantienen firmes para siempre y su fama permanece ligada a su autor aunque no añada ningún otro. Pero si la fama se extingue realmente, si se sobrevive a ella, entonces es que era falsa, es decir, inmerecida, nacida de una momentánea sobrevaloración; eso cuando no se trata de una fama como la que tuvo Hegel y describe Lichtenberg: «Pregonada a son de trompetas por una amistosa junta de candidatos y reproducida por el eco de cabezas vacías. — Pero cómo reirá la posteridad cuando un día llame a la puerta de las multicolores conchas de palabras, de los bellos nidos de modas que volaron y de las casas de convenciones muertas, y encuentre todo, todo vacío, ni aun el más mínimo pensamiento que pudiera decir con confianza: “¡Adelante!”[485]».— La fama se basa propiamente en lo que uno es en comparación con los demás. Por lo tanto es esencialmente relativa, así que solo puede tener un valor relativo. Desaparecería por completo si los demás llegaran a ser lo que es el famoso. Solo puede tener valor absoluto lo que la mantiene en toda circunstancia, es decir, lo que uno es inmediatamente y por sí mismo: por consiguiente, aquí ha de hallarse el valor y la felicidad del corazón grande y la gran inteligencia. Así pues, lo valioso no es la fama sino aquello por lo que se merece. Pues eso es, por así decirlo, la sustancia del asunto; y la fama, el accidente: de hecho esta actúa en el famoso principalmente como un síntoma externo mediante el cual él obtiene la confirmación de su alta opinión de sí mismo. En consecuencia, se podría decir que, como la luz no es visible cuando no es reflejada por un cuerpo, tampoco la excelencia está cierta de sí misma más que por la fama. Pero no se trata en modo alguno de un síntoma infalible, ya que también hay fama sin mérito y mérito sin fama; de ahí que resulte tan graciosa una expresión de Lessing: «Algunas gentes son famosas y otras merecen serlo». Además sería una miserable existencia aquella cuyo valor o falta de valor se basara en cómo apareciese a ojos de los demás: pero una existencia así sería la vida del héroe y del genio si su valor consistiera en la fama, es decir, en el aplauso ajeno. Antes bien, todo ser vive y existe por sí mismo, luego también y ante todo en y para sí mismo. — Lo que uno es, sea de la clase que sea, lo es ante todo y principalmente para sí mismo: y si ahí eso no vale mucho, entonces no vale mucho en general. En cambio, la imagen de su ser en la mente de los demás es algo secundario, derivado y sometido al azar, algo que solo de forma muy indirecta se refiere a lo primero. Además, las mentes de la masa son un escenario demasiado miserable como para que la verdadera felicidad pueda encontrar en él su lugar. Antes bien, ahí solo se puede encontrar una felicidad quimérica. ¡Pero qué entremezclada sociedad concurre en aquel templo de la fama universal! Generales, ministros, matasanos, impostores, bailarines, cantantes, millonarios y judíos: de hecho, los méritos de todos estos son allí mucho más sinceramente apreciados, encuentran mucha más estime sentie que los méritos espirituales, sobre todo los de especie superior, que en la gran mayoría solo obtienen una estime sur parole[486]. Así pues, desde el punto de vista de la eudemonología la fama es solo el bocado más infrecuente y exquisito de nuestro orgullo y vanidad. Pero estos se hallan presentes en exceso en la mayoría de los hombres aunque lo disimulen, y quizá incluso en su mayor medida en quienes de algún modo son aptos para adquirir fama, y por eso casi siempre han de cargar durante largo tiempo con la conciencia incierta de su valía superior, antes de que llegue la oportunidad de probarla y experimentar entonces el reconocimiento por ella: hasta entonces se sienten como si sufrieran una secreta injusticia[487]. Mas en general, como ya se explicó al comienzo de este capítulo, el valor que da el hombre a la opinión que los demás tienen de él es totalmente desproporcionado e irracional: de modo que Hobbes ha expresado la cuestión de forma muy enérgica, pero quizás con acierto, en las palabras: omnis I animi voluptas, omnisque alacritas in eo sita est, quod quis habeat quibuscum conferens se, possit magnifice sentire de se ipso[488] (De cive I, 5). Así se explica el alto valor que se atribuye umversalmente a la fama y los sacrificios que se hacen, en la mera esperanza de llegar algún día a conquistarla:
Fame is the spur, that the clear spirit doth raise
(That last infirmity of noble minds)
To scorn delights and live laborious days[489].
Y también:
how hard it is to climb
The hights where Fame’s proud temple shines afar[490].
Por último, así se explica también que la más vanidosa de todas las naciones lleve constantemente la gloire en los labios y la considere sin vacilar el principal móvil de los grandes hechos y las grandes obras. — Mas, dado que indiscutiblemente la fama no es más que lo secundario, el simple eco, reflejo, sombra o síntoma del mérito, y puesto que lo admirado ha de tener siempre más valor que la admiración, lo que realmente hace feliz no se ha de hallar en la fama sino en aquello por lo que se la alcanza, es decir, en el mérito mismo o, más exactamente, en el ánimo y las capacidades de los que procede, sean de clase moral o intelectual. Pues lo mejor que uno es ha de serlo necesariamente para sí mismo: lo que de ahí se refleje en las mentes de otros y lo que sea él en su opinión es una cuestión accesoria y no puede tener para él más que un interés subordinado. En consecuencia, quien merece la fama, aun sin alcanzarla, posee de sobra lo principal; y lo que le falta es algo de lo que eso le puede consolar. Pues lo que hace a un hombre envidiable no es ser considerado un gran hombre por la masa carente de juicio y a menudo trastornada, sino serlo; ni tampoco es una gran felicidad que la posteridad sepa de él, sino que en él se generen pensamientos que merezcan ser conservados y meditados durante siglos. Además, eso no se le puede arrebatar: es των έφ’ ήμΐν; aquello otro, των ούκ έφ’ ήμΐν[491]. En cambio, si la admiración fuera ella misma la cuestión principal, entonces lo admirado en ella no tendría valor. Ese es realmente el caso de la fama falsa, es decir, inmerecida. De ella ha de alimentarse quien la posee, sin tener realmente aquello de lo que ella ha de ser síntoma, mero reflejo. Mas incluso esa fama le ha de quitar a menudo las ganas, cuando a veces, a pesar de todo el autoengaño nacido del amor propio, se encuentre mareado en la altura para la que no es apto o se sienta como si fuera un ducado de cobre; entonces le asalta el miedo a que se le descubra y se le humille merecidamente, sobre todo cuando en la frente de los sabios lee ya el juicio de la posteridad. Se asemeja así al que es propietario gracias a un testamento falso. — La fama más auténtica, la fama postuma, nunca la percibe el que es objeto de ella, y sin embargo se le juzga dichoso. Así pues, su dicha consistió en las grandes cualidades que le hicieron alcanzar la fama y en que encontró la oportunidad de desarrollarlas, así que le fue dado obrar como era adecuado a él u ocuparse en lo que hacía con ganas y amor: pues solo las obras que nacen de estos alcanzan fama postuma. Su felicidad consistió en su gran corazón o en la riqueza de un espíritu, cuya impronta en sus obras recibe la admiración de los siglos venideros; consistió en el pensamiento mismo cuya meditación se convirtió en la ocupación y el placer de los más nobles espíritus de un inabarcable futuro. El valor de la fama estriba, pues, en merecerla, y eso constituye su propia recompensa. Que las obras que la lograron tuvieran o no fama también entre los contemporáneos dependió de circunstancias casuales y no fue de gran importancia. Pues, dado que de ordinario los hombres carecen de juicio propio y además no tienen capacidad ninguna de apreciar obras elevadas y difíciles, siempre siguen aquí la autoridad ajena; y la fama de especie superior, en el noventa y nueve por ciento de los que la otorgan, se basa simplemente en la confianza. De ahí que aun el aplauso mayoritario de los contemporáneos tenga poco valor para las mentes pensantes, ya que en él solo oyen el eco de unas pocas voces, que además son según las traiga el día. ¿Se sentiría halagado un virtuoso con los sonoros aplausos de su público si supiera que, aparte de uno o dos, estaba formado por personas completamente sordas que para ocultarse unos a otros su defecto aplaudían con vehemencia en cuanto veían ponerse en movimiento las manos de aquel? ¿Y si llegara a saber que aquel que aplaudía primero a menudo se dejaba sobornar para conseguirle el más sonoro aplauso al más miserable violinista? — Así se explica por qué la fama de los contemporáneos sufre tan raras veces la metamorfosis en fama postuma; por eso dice D’Alembert en su hermosa descripción del templo de la fama literaria: «El interior del templo está habitado por muertos que durante su vida no estaban allí, y por algunos vivos, de los cuales casi todos son expulsados cuando mueren». Obsérvese aquí de paso que erigir a uno un monumento en vida significa declarar que no se puede confiar en la posteridad por lo que respecta a él. — Si pese a todo uno experimenta en vida la fama que ha de convertirse en postuma, raramente ocurre eso antes de la vejez: a lo sumo hay excepciones de esa regla entre los artistas y los poetas, y donde menos, entre los filósofos. Una confirmación de esto la ofrecen las pinturas de hombres famosos por sus obras, ya que la mayoría no se hicieron hasta después de la aparición de su celebridad: por lo regular son representados viejos y canosos, en particular los filósofos. Pero desde el punto de vista eudemonológico el asunto está totalmente justificado. Fama y juventud a la vez son demasiado para un mortal. Nuestra vida es tan pobre que sus bienes han de ser repartidos con parquedad. La juventud tiene de sobra con su propia riqueza y puede estar satisfecha con ella. Pero en la vejez, cuando todos los placeres y alegrías se han extinguido como los árboles en invierno, entonces brota oportunamente el árbol de la fama como un auténtica gaulteria: también se la puede comparar a las peras de invierno, que crecen en verano pero son disfrutadas en invierno. No hay en la vejez más hermoso consuelo que haber inyectado toda la fuerza de la propia juventud a obras que no envejecen con uno.
Si queremos investigar más de cerca las vías por las que se alcanza la fama en las ciencias, que es lo que más cerca nos queda, se puede establecer la siguiente regla. La superioridad intelectual caracterizada por tal fama es siempre puesta de manifiesto por una nueva combinación de datos cualesquiera. Estos pueden ser de muy diversas clases; sin embargo, la fama que se ha de alcanzar con su combinación será mayor y más amplia cuanto más universalmente conocidos sean y más accesibles resulten a todos. Si, por ejemplo, los datos consisten en algunos números o curvas, o en algún especial hecho físico, zoológico, botánico o anatómico, o bien en algunos pasajes perdidos de autores antiguos, o en inscripciones medio borradas, o en aquellas de las que nos falta el alfabeto, o en puntos oscuros de la historia, entonces la fama que se va a alcanzar con su correcta combinación no llegará mucho más allá que el conocimiento de los datos mismos, es decir, a una pequeña cifra de personas vivas, en su mayoría retiradas y envidiosas de la fama en su especialidad. — En cambio, si los datos son tales que todo el género humano los conoce, si son, por ejemplo, cualidades esenciales del entendimiento o la afectividad humana comunes a todos, o fuerzas naturales cuya forma de acción tenemos continuamente ante los ojos, o el curso de la naturaleza de todos conocido, entonces la fama por haber arrojado la luz sobre ellos gracias a una importante y evidente combinación se extenderá con el tiempo hasta casi toda la humanidad civilizada. Pues si los datos son accesibles a todos, también lo será en la mayoría de los casos su combinación. — Sin embargo, aquí la fama se corresponderá siempre únicamente con la dificultad superada. Pues cuanto más conocidos son los datos, más difícil es combinarlos de una manera nueva y, sin embargo, correcta; porque ya un gran número de mentes se han ensayado con ellos y han agotado sus posibles combinaciones. Por el contrario, los datos que, inaccesibles al gran público, solo son alcanzables por vías fatigosas y difíciles casi siempre admitirán nuevas combinaciones: por eso, solo con que se aborden con recto entendimiento y sano juicio, es decir, con una mediana superioridad intelectual, es fácilmente posible tener la suerte de hacer una nueva y correcta combinación de los mismos. Mas la fama así alcanzada tendrá aproximadamente los mismos límites que el conocimiento de los datos. Pues, ciertamente, la solución de problemas de esa clase requiere un gran estudio y trabajo ya simplemente para obtener el conocimiento de los datos; mientras que en aquella otra clase en la que se puede alcanzar la mayor y más amplia fama los datos están dados gratuitamente: pero en la medida en que esta última clase requiere menos trabajo, para ella se necesita más talento y hasta genio, y ningún trabajo o estudio resiste la comparación con ella en lo que se refiere al valor y la estimación.
De aquí se infiere que quienes perciben en sí mismos un entendimiento capaz y un correcto juicio sin presumir de las más elevadas dotes intelectuales no han de reparar en desarrollar un enorme estudio y extenuante trabajo para, a través de ellos, salir de la gran masa ante la que se encuentran los datos generalmente conocidos y llegar a los lugares remotos que solo son accesibles a la aplicación en la ciencia. Pues aquí, donde el número de competidores es infinitamente escaso, una mente que simplemente sea en algo superior encontrará pronto ocasión para una nueva y correcta combinación de los datos: e incluso el mérito de su descubrimiento se apoyará en la dificultad de alcanzar los datos. Pero el aplauso que logre de los sabios de su tiempo, que son los únicos conocedores de la materia, solo será oído de lejos por la gran masa de los hombres. — Si se quiere llevar al extremo la vía aquí descrita, se puede mostrar el punto en el que los datos, debido a la gran dificultad de su consecución, por sí solos y sin necesidad de su combinación serían suficientes para justificar la fama. Eso consiguen los viajes a países muy remotos y poco visitados: uno se hace famoso por lo que ha visto, no por lo que ha pensado. Esta vía tiene además la gran ventaja de que es mucho más fácil comunicar a los demás lo que uno ha visto que lo que ha pensado, y lo mismo ocurre por lo que respecta a la comprensión: en consecuencia, se encuentran muchos más lectores para lo primero que para lo otro. Pues, como ya dice Asmus:
Cuando alguien hace un viaje
Tiene algo que contar[492].
Con todo esto concuerda también el que, al conocer personalmente a gente famosa de esta clase, a uno con frecuencia le venga a la cabeza la observación de Horacio:
Coelum, non animum, mutant qui trans mare currunt[493].
(Epist. I, 11, V. 27)
Por otra parte, por lo que se refiere a la mente dotada de altas capacidades, que es la única que se puede atrever a solucionar los problemas referentes a lo general y a la totalidad, y por lo tanto los más difíciles, tal mente hará bien en ampliar su horizonte todo lo posible, pero siempre por igual, en todas las direcciones y sin perderse demasiado en algunas de las regiones especiales que solo pocos conocen; es decir, sin entrar demasiado en las especialidades de alguna ciencia particular, por no hablar de ocuparse de micrologias. Pues no tiene necesidad de ocuparse de objetos de difícil acceso para escapar de la aglomeración de competidores, sino que precisamente lo que está presente a todos le dará materia de nuevas, importantes y verdaderas combinaciones. De acuerdo con ello, su mérito podrá ser apreciado por todos los que conocen los datos, es decir, por una gran parte del género humano. Ahí se funda la poderosa diferencia entre la fama que alcanzan los poetas y filósofos, y la que es asequible a físicos, químicos, anatomistas, minerálogos, zoólogos, filólogos, historiadores, etcétera.
PARÉNESIS Y MÁXIMAS
Menos que en ninguna parte busco aquí la compleción, ya que si no, habría tenido que repetir las muchas reglas de la vida, en parte excelentes, formuladas por pensadores de todas las épocas, desde Teognis y Pseudo-Salomón hasta Rochefoucauld; con lo que entonces tampoco podría evitar muchos lugares comunes ya transitados. Pero con la compleción desaparece también en gran medida el ordenamiento sistemático. Consuélese el lector pensando que en cosas de esta clase ambos llevan consigo casi inevitablemente el aburrimiento. Simplemente he ofrecido lo que se me ha ocurrido, lo que me pareció digno de comunicar y, por lo que recuerdo, todavía no ha sido dicho, al menos no del todo y justamente así, de modo que solamente presento un suplemento de lo ya logrado por otros en este campo inabarcable.
No obstante, a fin de poner algún orden en la gran variedad de las opiniones y consejos que aquí se incluyen, quisiera dividirlos en: generales, los referentes a nuestra conducta con nosotros mismos, con los demás y, finalmente, con el curso del mundo y el destino.
A. GENERALES
1) Como regla suprema de toda sabiduría de la vida considero el principio enunciado de pasada por Aristóteles en la Ética a Nicórnaco (VII, 12): ό φρόνιμος τό αλυπον διώκει, ού τό ήδΰ[494] {quod dolore vacat, non quod suave est, persequitur vir prudens. La versión latina del principio es lánguida: En nuestro idioma se podría expresar mejor, más o menos así: «No al placer, a la ausencia de dolor aspira el hombre razonable»; o: «El hombre razonable persigue la ausencia de dolor, no el placer»). Su verdad se basa en que todo placer y toda felicidad son de naturaleza negativa, mientras que el dolor es de naturaleza positiva. El desarrollo y fundamentación de este último principio se encuentra en mi obra principal, volumen I, §58. Sin embargo, quisiera ilustrarlo aquí con un hecho observable a diario. Cuando todo el cuerpo está sano y en buen estado, con excepción de una pequeña herida o un punto doloroso, aquella salud del conjunto no aparece ya en la conciencia sino que la atención se dirige constantemente al dolor de la parte lesionada y desaparece la sensación vital de bienestar. — Igualmente, cuando todos nuestros asuntos discurren a nuestra conveniencia con excepción de uno que marcha contra nuestros propósitos, entonces este se nos viene siempre a la cabeza aunque sea de poca relevancia: pensamos con frecuencia en él y menos en todas aquellas cosas más importantes que nos van bien. — En ambos casos se trata de un perjuicio de la voluntad tal y como se objetiva en el organismo y en las aspiraciones del hombre, respectivamente; y en ambos vemos que su satisfacción siempre actúa de forma meramente negativa y por lo tanto no es directamente sentida, sino que a lo sumo nos viene a la conciencia por la vía de la reflexión. En cambio, su obstaculización es lo positivo y por eso se advierte por sí misma. Todo placer consiste simplemente en la supresión de esa obstaculización, en la liberación de la misma, y de ahí que dure poco.
Así pues, en eso se basa la regla aristotélica antes encomiada, que nos instruye a no dirigir nuestra atención a los placeres y comodidades de la vida sino sustraernos en la medida de lo posible a los innumerables males de la misma. Si ese no fuera el camino correcto, entonces la sentencia de Voltaire: le bonheur nest qu’un rêve, et la douleur est réelle[495] tendría que ser tan falsa como verdadera es de hecho. Por consiguiente, quien quiera obtener el resultado de su vida desde un punto de vista eudemonológico tendrá que hacer la cuenta, no según las alegrías que ha disfrutado, sino según los males a los que se ha sustraído. De hecho, la eudemonología ha de comenzar por enseñar que su mismo nombre es un eufemismo y que por «vivir feliz» solo se puede entender «vivir menos infeliz», es decir, soportablemente. Es efecto, la vida no existe realmente para ser disfrutada sino para superarla, para despacharla: esto designan también algunas expresiones como degere vitam, vita defungi, la italiana si scampa cosí[496]; en nuestro idioma: «hay que intentar arreglárselas», «ya saldrá adelante en el mundo», etc. De hecho, en la vejez es un consuelo el haber dejado tras de sí el trabajo de la vida. En consecuencia, tiene la más feliz fortuna aquel que pasa su vida sin excesivos dolores espirituales ni corporales, y no aquel a quien le caen en suerte las más vivas alegrías o los mayores placeres. Quien pretenda medir la felicidad de una vida según estos últimos ha adoptado una falsa medida. Pues los placeres son y siguen siendo negativos: la idea de que hacen feliz es una ilusión que alberga la envidia para su propio castigo. En cambio, los dolores son positivamente sentidos: de ahí que su ausencia sea la medida de la felicidad en la vida. Si a un estado indoloro se añade además la ausencia de aburrimiento, se alcanza en esencia la felicidad terrenal: pues lo demás son quimeras. De aquí se sigue que nunca se deben obtener los placeres al precio de dolores, ni siquiera del peligro de estos; porque en tal caso se paga algo negativo, y por lo tanto quimérico, con algo positivo y real. Por el contrario, sigue siendo ventajoso sacrificar placeres a fin de evitar dolores. En ambos casos es indiferente que los dolores sigan o precedan a los placeres. Es realmente la mayor de las equivocaciones pretender convertir este escenario de miseria en un lugar de disfrute y proponerse como fin los placeres y las alegrías en lugar de la mayor ausencia de dolor posible; pero eso es lo que hacen muchos. Mucho menos yerra el que, con una mirada demasiado sombría, ve este mundo como una especie de infierno y, en consecuencia, solo se preocupa por agenciarse un aposento ignífugo. El necio persigue los placeres de la vida y se ve defraudado: el sabio evita los males. Pero si también esto hubiera de fracasar, entonces la culpa sería de su habilidad, no de su necedad. Mas en la medida en que lo logre, no queda defraudado: pues los males que eludió son sumamente reales. Incluso aunque los evitara en exceso y hubiera sacrificado placeres innecesariamente, nada se habría perdido: pues todos los placeres son quiméricos, y lamentarse de perdérselos sería mezquino y hasta ridículo.
El desconocimiento de esa verdad, favorecido por el optimismo, es la fuente de muchas desgracias. En efecto, mientras estamos libres de sufrimiento, agitados deseos nos hacen creer en las quimeras de una felicidad que no existe y nos inducen a perseguirlas: con ello nos echamos encima el dolor, que es innegablemente real. Después lamentamos la desaparición del estado indoloro que queda tras de nosotros como un paraíso perdido y deseamos en vano poder hacer de lo ocurrido algo que no sucedió. Así parece como si un demonio maligno nos sacara continuamente del estado indoloro, que es el verdadero bien supremo, con los espejismos de los deseos. — Sin el menor reparo cree el joven que el mundo existe para ser disfrutado, que es la sede de una felicidad positiva que solo se les malogra a quienes carecen de aptitud para dominarse a sí mismos. En esto le reafirman las novelas y los poemas, como también la hipocresía que siempre y en todo lugar practica el mundo con las apariencias externas, y sobre la que enseguida volveré. A partir de entonces su vida es una caza más o menos meditada de la felicidad positiva que, en cuanto tal, debe consistir en placeres positivos. Los peligros a los que en ella se expone tienen que ser afrontados. Esa caza de un animal que no existe conduce de ordinario a una desdicha positiva y muy real. Esta se plantea como dolor, sufrimiento, enfermedad, pérdida, preocupación, pobreza, ignominia y mil necesidades. El desengaño llega demasiado tarde. — En cambio, si siguiendo la regla que aquí examinamos el plan de la vida se orienta a evitar el sufrimiento, es decir, a alejar la carencia, la enfermedad y cualquier necesidad, entonces el fin es real: ahí se puede conseguir algo, y tanto más cuanto menos perturbado esté ese plan por la aspiración a la quimera de la felicidad positiva. Con esto concuerda también lo que Goethe, en Las afinidades electivas, pone en boca de Mittler, siempre ocupado en la felicidad de los demás: «El que quiere librarse de un mal sabe siempre lo que quiere: el que quiere algo mejor que lo que posee, está totalmente ciego[497]». Esto recuerda el bello aforismo francés: le mieux est l’ennemi du bien[498]. Incluso se puede deducir de aquí el pensamiento fundamental del cinismo, según lo he expuesto en mi obra principal, volumen 2, capítulo 16. ¿Pues qué movió a los cínicos al rechazo de todos los placeres sino precisamente el pensamiento de los dolores que están próxima o remotamente vinculados a ellos, cuyo alejamiento les pareció mucho más importante que la consecución de aquellos? Ellos estuvieron profundamente conmovidos por el conocimiento de la negatividad del placer y la positividad del dolor; de ahí que, consecuentes, lo hicieran todo por evitar el mal, para lo cual juzgaron necesario el rechazo pleno e intencionado de los placeres; porque en estos solo vieron trampas que nos entregan al dolor.
Nacidos en Arcadia, como dice Schiller[499], lo somos todos: es decir, llegamos al mundo llenos de pretensiones de felicidad y placer, y abrigamos la necia esperanza de obtenerlos. Pero por lo regular pronto llega el destino, nos agarra con aspereza y nos enseña que nada es nuestro sino que todo es suyo, ya que tiene un derecho incuestionable, no solo a todas nuestras posesiones y adquisiciones y a nuestra mujer e hijos, sino incluso a nuestros brazos y piernas, ojos y oídos, y hasta a nuestra nariz en medio del rostro. En cualquier caso, pasado poco tiempo llega la experiencia y nos lleva a comprender que la felicidad y el placer son una Fata Morgana[500] que, visible solo de lejos, desaparece cuando uno se aproxima; y que, en cambio, el sufrimiento y el dolor tienen realidad, se sustentan por sí mismos y no necesitan ilusión ni esperanza. Si la enseñanza da frutos, dejamos de perseguir la felicidad y el placer, y nos ocupamos más bien en no dar entrada en lo posible al dolor y al sufrimiento. Entonces sabemos que lo mejor que tiene el mundo que ofrecer es una existencia indolora, tranquila y soportable, y limitamos nuestras pretensiones a esta, a fin de lograrlas con mayor seguridad. Pues el medio más seguro para no ser muy infeliz es no pretender ser muy feliz. Esto lo sabía también Merck, amigo de juventud de Goethe, cuando escribió: «La abominable pretensión de felicidad, y en la magnitud en que la soñamos, corrompe todo en este mundo. El que se puede librar de ella y no desea más que lo que tiene ante sí puede salir adelante» (Correspondencia con Merck, p. 100). Según ello, conviene reducir las propias pretensiones de placer, posesiones, rango, honor, etc., a una total moderación; porque precisamente el afán y la lucha por la felicidad, el lujo y el placer es lo que provoca las grandes desgracias. Mas esa actitud es sabia y aconsejable ya por el hecho de que es fácil ser muy infeliz; en cambio, ser feliz no es difícil sino totalmente imposible. Con gran razón canta, pues, el gran poeta de la sabiduría de la vida:
Auream quisquis mediocritatem
Diligit, tutus caret obsoleti
Sordibus tecti, caret invidenda
Sobrius aula.
Saevius ventis agitatur ingens
Pinus: et celsae graviore casu
Decidunt turres: feriuntque summos
Fulgura montes[501].
Pero quien ha asimilado la doctrina de mi filosofía y sabe por ello que toda nuestra existencia es algo que mejor sería que no fuese, y que negarla y rechazarla constituye la máxima sabiduría, ese tampoco albergará grandes esperanzas en cosa o estado alguno, no aspirará con pasión a nada en el mundo ni elevará grandes quejas porque se le malogre alguna cosa, sino que estará penetrado del platónico ούτε τν των ανθρωπίνων αξνον μεγάλης σπουδής[502] (Rep. X, 604). Véase el lema del Gulistan de Sadi, traducido por Graf:
Si la posesión de un mundo se te ha desvanecido,
No sufras por ello, no es nada;
Y si has ganado la posesión de un mundo,
No te alegres de ello, no es nada.
Pasan los dolores y las dichas,
Pasa de largo en el mundo, no es nada.
Anwari Soheili
No obstante, lo que dificulta especialmente la consecución de esos beneficiosos conocimientos es la ya mencionada hipocresía del mundo, que por eso debería ser tempranamente descubierta a la juventud. La gran mayoría de las cosas magníficas son mera apariencia, como la decoración teatral, y les falta la esencia. Por ejemplo, barcos empavesados y engalanados, disparos de cañones, iluminaciones, timbales y trompetas, aclamaciones y gritos, etc.: todo eso es el reclamo, la señal, el jeroglífico de la alegría: pero en la mayoría de los casos la alegría no se encuentra: solo ella se ha excusado en la fiesta. Allá donde se presenta realmente, llega, por lo regular, sin ser invitada y sin avisar, por sí misma y san façon[503] y hasta se va acercando furtivamente, a menudo con las ocasiones más insignificantes y fútiles, en las circunstancias más cotidianas e incluso en situaciones que son todo menos brillantes y gloriosas: está, como el oro en Australia, diseminada aquí y allá, al capricho del azar, sin regla ni ley, la mayoría de las veces en pepitas muy pequeñas y muy raramente en grandes masas. En cambio, en todas las cosas antes mencionadas la finalidad no es más que hacer creer a los demás que aquí se hospeda la alegría: crear esa ilusión en la mente de los demás es el propósito. No otra cosa que con la alegría ocurre con la tristeza. ¡Qué desconsolado marcha aquel largo y lento cortejo fúnebre! La hilera de los carruajes no tiene fin. Pero mirad hacia dentro: todos están vacíos y en realidad el difunto solo es conducido a la tumba por todos los cocheros de la ciudad. ¡Elocuente imagen de la amistad y la estima de este mundo! Esta es pues, la falsedad, vanidad e hipocresía de la conducta humana. — Otro ejemplo lo ofrecen los muchos invitados de recepciones solemnes en sus trajes de gala; son el reclamo de la vida social noble y elevada: pero de ordinario en el lugar de esta solo ha llegado la coacción, el tormento y el aburrimiento: pues donde hay muchos invitados hay mucha gentuza, por muchas estrellas que tengan sobre el pecho. En efecto, la auténtica buena sociedad es siempre y necesariamente muy reducida. Pero en general las fiestas y diversiones fastuosas y lujosas llevan siempre un vacío y hasta una disonancia en su interior, ya por el mero hecho de que contradicen de forma patente la miseria e indigencia de nuestra existencia, y el contraste acrecienta la verdad. Sin embargo, visto desde fuera todo aquello tiene efecto: y este era el propósito. Por eso dice Chamfort 438 con toda gracia: la société, les cercles, les salons, ce qu’on appelle le monde, est une pièce misérable, un mauvais opéra, sans intérêt, qui se soutient un peu par les machines, les costumes, et les décorations[504]. —Igualmente las academias y las cátedras de filosofía son el reclamo de la apariencia externa de sabiduría: pero también esta ha declinado la invitación la mayoría de las veces y hay que encontrarla en cualquier otra parte. — Repicar de campanas, trajes sacerdotales, gestos devotos y actos grotescos son el reclamo, la falsa apariencia del fervor, etc. — Así pues, a casi todas las cosas de este mundo se les puede llamar nueces huecas: la carne es infrecuente y todavía más lo es que se esconda en la cáscara. Hay que buscarla en algún otro sitio y en la mayor parte de los casos se la encuentra solo por casualidad.
2) Si pretendemos evaluar el estado de un hombre por lo que respecta a su felicidad, no debemos preguntar por lo que le complace sino por lo que le aflige: pues cuanto más insignificante sea esto último tomado en sí mismo, más feliz será el hombre; porque es preciso un estado de bienestar para ser sensible a nimiedades: en la desgracia no las percibimos.
3) Guardémonos de construir la felicidad de nuestra vida sobre un amplio fundamento, estableciendo muchas exigencias para ella: pues, estando sobre un fundamento así, lo más fácil es que se derrumbe, ya que dan ocasión a ello muchas más desgracias, que nunca faltan. Así pues, con el edificio de nuestra felicidad ocurre en este sentido lo contrario que con todos los demás, que se asientan más firmes sobre un amplio fundamento. Por consiguiente, aminorar en lo posible las propias pretensiones en relación con los propios medios de cualquier clase es el camino más seguro para escapar de una gran desdicha.
En general, una de las mayores y más frecuentes necedades es realizar amplios preparativos para la vida, cualquiera que sea la forma en que se hagan. En efecto, en ellos se cuenta ante todo con una vida humana plena y completa que, sin embargo, muy pocos alcanzan. Luego, incluso para los que viven tanto, la vida resulta demasiado corta para los planes realizados, ya que su ejecución siempre requiere mucho más tiempo del que se había supuesto: además, como todas las cosas humanas, esos planes están tan expuestos al fracaso y a los obstáculos que muy raras veces son llevados a su fin. Por último, aunque al final se consiga todo, no se tuvieron en cuenta ni se calcularon las transformaciones que el tiempo provoca en nosotros mismos; así que no se pensó que ni nuestra capacidad de producir ni la de disfrutar duran toda la vida. A eso se debe el que con frecuencia nos afanemos por cosas que, finalmente conseguidas, ya no nos resultan convenientes; como también el que haciendo los preparativos de una obra empleemos los años que, sin darnos cuenta, nos están robando las fuerzas para ejecutarla. Así, ocurre a menudo que la riqueza adquirida con largo esfuerzo y mucho riesgo no podemos ya disfrutarla, y hemos estado trabajando para otros; o que no estamos ya en condiciones de desempeñar el puesto que finalmente hemos conseguido tras muchos años de esfuerzos: las cosas han llegado demasiado tarde para nosotros. O, a la inversa, nosotros llegamos demasiado tarde a las cosas; en particular, cuando se trata de trabajos o producciones: el gusto de la época ha cambiado, ha crecido una nueva generación que no tiene interés en esas cosas, otros se nos han adelantado por caminos más cortos, etc. Todo lo que se ha citado en este apartado lo tiene Horacio en mente cuando dice:
Quid aeternis minorem
Consiliis animum fatigas? [505].
El motivo de ese frecuente desatino es la inevitable ilusión óptica del ojo espiritual, en virtud de la cual la vida, vista desde el comienzo, parece interminable, pero cuando se vuelve la mirada desde el final del camino, parece muy breve. Esta ilusión tiene, desde luego, su parte buena: pues sin ella difícilmente se llevaría a cabo algo grande.
Pero en general en la vida nos va como al caminante, ante el que, a medida que va avanzando, los objetos adoptan formas distintas de las que mostraban de lejos y, por así decirlo, se transforman según se acerca. En especial ocurre esto con los deseos. A menudo encontramos algo distinto y hasta mejor que lo que buscábamos; y también muchas veces encontramos lo mismo que buscábamos por una vía totalmente distinta de la que al principio habíamos tomado en vano. Sobre todo es frecuente que cuando hemos buscado placer, felicidad o alegría, en su lugar hayamos encontrado enseñanza, comprensión y conocimiento — un bien verdadero y permanente en vez de uno efímero y aparente. Esa es también la idea que recorre como tono fundamental el Guillermo Meister, ya que esta es una novela intelectual y, precisamente por eso, de tipo superior a todas las demás, incluyendo las de Walter Scott, que en su conjunto son solamente éticas, es decir, conciben la naturaleza humana únicamente desde el lado de la voluntad. Igualmente, en La flauta mágica, ese jeroglífico grotesco pero significativo y equívoco, se simboliza ese pensamiento fundamental a rasgos grandes y toscos, como los de las decoraciones teatrales; e incluso sería perfecta si al final Tamino, repuesto del deseo de poseer a Tamina, en lugar de conseguirla a ella solo hubiera alcanzado la iniciación en el Templo de la Sabiduría; en cambio, es adecuado que su opuesto necesario, Papageno, consiguiera su Papagena. — Los hombres superiores y nobles descubren pronto aquella enseñanza del destino y se avienen dúctiles y agradecidos a ella: comprenden que en el mundo se puede encontrar enseñanza pero no felicidad; entonces se acostumbran y se satisfacen con cambiar esperanzas por conocimientos, y finalmente dicen con Petrarca:
Altro diletto, che ‘mparar, non provo[506].
La cosa puede incluso llegar al punto de que en cierta medida solo persigan sus deseos y aspiraciones en apariencia y coqueteando, pero que en realidad y en la seriedad de su interior solo esperen enseñanza; lo cual les da entonces una apariencia contemplativa, genial y sublime. — También se puede decir en ese sentido que nos ocurre como a los alquimistas, los cuales, no buscando nada más que oro, descubrieron la pólvora, la porcelana, fármacos y hasta leyes naturales.
B. REFERENTES A NUESTRA CONDUCTA CON NOSOTROS MISMOS
4) Así como el trabajador que ayuda a construir un edificio, o bien no conoce el plan de conjunto, o bien no siempre lo tiene presente, lo mismo le ocurre al hombre, al deshilar los días y horas particulares de su vida, con respecto a la totalidad del curso de su existencia y el carácter de esta. Cuanto más digna, relevante, planificada e individual es la vida, tanto más necesario y beneficioso es que tenga de vez en cuando a la vista el esbozo reducido de la misma, el plan. En esto se incluye, por supuesto, que haya tenido una pequeña iniciación en el γνώΤι σαυτον[507], es decir, que sepa lo que quiere verdadera, principal y primeramente, lo que es, pues, más esencial para su felicidad; después, lo que ocupa el segundo y tercer lugar detrás de aquello; también se incluye que sepa cuál es en conjunto su vocación, su papel y su relación con el mundo. Si estos son de una especie relevante y grandiosa, la visión del plan de su vida a menor escala le fortalecerá, le animará y le elevará más que ninguna otra cosa, le estimulará a la actividad y le impedirá que se extravíe.
Así como el caminante no divisa y conoce en conjunto el camino recorrido con todas sus vueltas y recodos hasta que llega a un punto elevado, solo al final de un periodo de nuestra vida, o de la totalidad de la misma, conocemos la verdadera conexión de nuestros actos, producciones y obras, su exacta consecuencia y encadenamiento, y hasta su valor. Pues mientras estamos inmersos en ellos siempre obramos conforme a las cualidades estables de nuestro carácter, bajo el influjo de los motivos y en la medida de nuestras capacidades; es decir, siempre con necesidad, haciendo a cada momento lo que precisamente entonces nos parece lo justo y adecuado. Solo el resultado muestra lo que de ahí ha surgido, y la ojeada retrospectiva a todo el conjunto pone de manifiesto el cómo y por medio de qué. Justamente por eso, mientras realizamos grandes acciones o creamos obras inmortales no somos conscientes de ellas en cuanto tales, sino solo en tanto que adecuadas a nuestros fines presentes y conformes a nuestras intenciones momentáneas, es decir, convenientes precisamente ahora: solo a partir del conjunto en su conexión se distinguen después nuestro carácter y nuestras capacidades: y vemos entonces en los detalles que, como por una inspiración, hemos tomado el único camino correcto entre mil errados, — guiados por nuestro genio. Todo esto vale de lo teórico como de lo práctico, y en el sentido inverso, de lo malo y lo defectuoso. — La importancia del presente no se suele conocer inmediatamente sino mucho después.
5) Un punto importante de la sabiduría de la vida consiste en dirigir nuestra atención al presente y al futuro en una correcta proporción, a fin de que el uno no eche a perder el otro. Hay muchos que viven demasiado en el presente: los irreflexivos; — otros, demasiado en el futuro: los temerosos y preocupados. Raras veces hay uno que mantenga la justa medida. Los que con sus aspiraciones y esperanzas solo viven en el futuro miran siempre hacia delante y corren con impaciencia al encuentro de las cosas venideras, que para ellos son las únicas que les han de traer la verdadera felicidad; pero entretanto dejan que el presente pase desapercibido sin degustarlo: a pesar de sus ademanes presumidos, son comparables a aquellos asnos de Italia cuyo paso se acelera cuando se fija a su cabeza una vara de la que cuelga un fardo con heno, que siempre ven así muy cerca delante de ellos y esperan alcanzar. Pues aquellos se engañan a sí mismos acerca de toda su existencia, al vivir siempre solamente ad iterim[508] — hasta que están muertos. — Así pues, en lugar de estar exclusiva y constantemente ocupados con los planes y preocupaciones por el futuro, o entregarnos a la nostalgia del pasado, no deberíamos olvidar nunca que el presente es lo único real y cierto; en cambio, el futuro casi siempre resulta distinto de lo que pensamos, y hasta el pasado fue también de otra manera; y ambos, en su totalidad, tienen menor importancia de la que nos parecen. Pues la distancia, que hace los objetos más pequeños al ojo, los hace más grandes al pensamiento. Solo el presente es verdadero y real: él es el tiempo realmente lleno y solo en él se ubica nuestra existencia. Por eso deberíamos distinguirlo siempre con una alegre acogida y, en consecuencia, disfrutar conscientemente cada hora soportable y libre de contratiempos inmediatos o dolores; es decir, no enturbiarlo con caras de disgusto por las esperanzas fallidas en el pasado o las inquietudes por el futuro. Pues es absolutamente necio rechazar una buena hora presente o echarla a perder intencionadamente a causa del disgusto por el pasado o la inquietud por lo venidero. Dediquemos a la preocupación, o incluso al arrepentimiento, el tiempo preciso: pero luego debemos pensar del pasado:
Άλλα τα μέν προτετΰχΟαι εάσομεν άχνΰμενοι περ,
Θυμόν ενί στήΟεσσι φίλον δαμάσαντες ανάγκη[509].
Y del futuro:
’Ήτοι ταΰτα θεών εν γοΰνασι κεΐταί[510].
Del presente, en cambio: singulas dies singulas vitas puta[511] (Sén.); y ese tiempo, el único real, hemos de hacerlo tan agradable como sea posible.
Solamente está justificado que nos inquieten los males futuros que son ciertos y cuyo momento de aparición es igualmente cierto.
Pero estos serán muy pocos: pues los males, o bien son meramente posibles —a lo sumo probables—, o bien son ciertos; solamente el momento de su aparición es totalmente incierto. Si hacemos caso de esas dos clases, no tendremos ya un instante de paz. Así pues, para no quedar privados de la tranquilidad de nuestra vida por causa de males inciertos o indeterminados, hemos de acostumbrarnos a ver aquellos como si nunca llegaran, y estos, como si no fueran a llegar tan pronto.
Pero cuanto más tranquilo le deja a uno el temor, más le inquietan los deseos, la avidez y las pretensiones. La popular canción de Goethe «He puesto mi confianza en nada[512]» significa en realidad que solo después de que al hombre se le han quitado todas las posibles pretensiones y ha sido remitido a la desnuda y pelada existencia, se hace partícipe de aquella tranquilidad de ánimo que constituye el fundamento de la felicidad humana, ya que es necesaria para encontrar agradable el presente y, con él, la vida entera. Con este fin, deberíamos tener siempre presente que el día de hoy solo llega una vez y nunca más. Pero nos figuramos que volverá mañana: sin embargo mañana es otro día, que también llega una sola vez. Mas olvidamos que cada día es una parte integrante y, por lo tanto, insustituible de la vida, y consideramos más bien que está contenido en ella como los individuos en el concepto común. — Igualmente, apreciaríamos y disfrutaríamos mejor el presente si en los días de bienestar y salud siempre fuéramos conscientes de cómo en las enfermedades o aflicciones la memoria nos presenta cada hora sin dolor ni privación como infinitamente envidiable, como un paraíso perdido, como un amigo no debidamente apreciado. Pero pasamos nuestros días hermosos sin notarlos: solo cuando llegan los malos añoramos aquellos. Con cara de mal humor dejamos pasar ante nosotros miles de horas alegres y agradables sin disfrutarlas, para después, en los tiempos tristes, suspirar por ellas con vana nostalgia. En lugar de eso deberíamos respetar todo presente soportable —hasta el cotidiano, que con tanta indiferencia dejamos ahora pasar y con tanta impaciencia echamos atrás—, teniendo siempre en cuenta que precisamente ahora rebosa en aquella apoteosis del pasado, donde en adelante, iluminado por la luz de lo imperecedero, será conservado en la memoria para que, cuando esta alguna vez, sobre todo en las horas malas, levante el telón, se presente como un objeto de nuestra nostalgia interior.
6) Toda limitación hace feliz. Cuanto más estrecho es nuestro campo de visión, de acción y de relaciones, más felices somos: cuanto más amplio, con mayor frecuencia nos sentimos atormentados o angustiados. Pues con él se multiplican y se agrandan las preocupaciones, los deseos y los horrores. De ahí que ni siquiera los ciegos sean tan infelices como nos parece a priori: de ello da fe la tranquilidad afable y hasta alegre de sus rasgos faciales. En parte se basa también en esa regla el hecho de que la segunda mitad de la vida resulte más triste que la primera. Pues en el curso de la vida se va ampliando el horizonte de nuestros fines y relaciones. En la niñez está limitado al entorno inmediato y las relaciones más estrechas; en la juventud se amplía ya considerablemente; en la edad adulta abarca todo nuestro curso vital y a menudo incluso se extiende a las relaciones más lejanas, a Estados y pueblos; en la vejez abarca a los descendientes. — En cambio, toda limitación, aun la espiritual, fomenta nuestra felicidad. Pues cuanto menor excitación de la voluntad, menos sufrimiento: y sabemos que el sufrimiento es lo positivo y la felicidad es meramente negativa. La limitación del campo de acción priva a la voluntad de las ocasiones externas de excitarse; la limitación espiritual, de las internas. La última tiene la desventaja de abrir la puerta al aburrimiento, que de forma indirecta se convierte en fuente de innumerables sufrimientos; pues, con tal de conjurarlo, uno se aferra a todo, es decir, ensaya la diversión, la sociedad, el lujo, el juego, la bebida, etc., que sin embargo solo traen consigo daños, ruina y desgracia. Difficilis in otio quies[513]. En cambio, lo beneficiosa y hasta necesaria que es la limitación externa para la felicidad humana, hasta donde esta pueda alcanzar, se puede apreciar en que el único género poético que se propone describir hombres felices, el idilio, los presenta siempre y esencialmente en una situación y entorno sumamente limitados. El sentimiento de esto fundamenta también nuestro placer en las llamadas «pinturas de género». — Por consiguiente, la mayor simplicidad posible de nuestras relaciones, e incluso la uniformidad de nuestra forma de vida en la medida en que no genere aburrimiento, nos hacen felices; porque nos permiten notar lo menos posible la vida misma y, por consiguiente, también su carga esencial: la vida fluye como un arroyo, sin olas ni remolinos.
7) Lo que importa en última instancia con respecto a nuestro placer y dolor es con qué se llena y ocupa la conciencia. Aquí cualquier ocupación puramente intelectual ofrecerá al espíritu capaz de ella mucho más que la vida real con su constante alternancia de éxitos y fracasos, junto con sus conmociones y molestias. Pero, desde luego, para eso se requieren ya disposiciones intelectuales superiores. Además hay que observar aquí que, así como la vida que actúa hacia el exterior nos dispersa y aparta de los estudios, y priva al espíritu de la tranquilidad y concentración necesarias, igualmente, por otro lado, la actividad intelectual sostenida nos hace más o menos incapaces para el ajetreo y el movimiento de la vida real: por eso es aconsejable suspenderla totalmente durante un rato cuando surgen circunstancias que de alguna manera requieren una enérgica actividad práctica.
8) Para vivir con perfecto discernimiento y extraer de la propia experiencia toda la enseñanza que contiene, es preciso recordar el pasado con frecuencia y recapitular lo que se ha vivido, hecho, experimentado y sentido, como también comparar el propio juicio de entonces con el de ahora, y las intenciones y aspiraciones, con el resultado y la satisfacción obtenidos. Esta es la repetición del privatissimum[514] que a cada cual le da la experiencia. También podemos considerar la propia experiencia como el texto, y la reflexión y los conocimientos como su comentario. Mucha reflexión y conocimientos con poca experiencia se asemejan a las ediciones cuyas páginas ofrecen dos líneas de texto y veinte de comentario. Mucha experiencia con poca reflexión y exiguos conocimientos se parece a las ediciones bipontinas[515], sin notas, que dejan muchas cosas sin entender.
A la recomendación aquí dada apunta también la regla de Pitágoras según la cual por la noche, antes de dormirnos, debemos examinar lo que hemos hecho a lo largo del día. El que vive en el tumulto de los negocios o los placeres sin rumiar su pasado, más bien devanando continuamente su vida, ha perdido el claro discernimiento: su ánimo se convierte en un caos y en sus pensamientos se produce una confusión de la que da fe lo abrupto, fragmentario y entrecortado de su conversación. Esto se da tanto más cuanto mayor es la agitación externa, la cantidad de las impresiones, y cuanto menor es la actividad interior de su espíritu.
Aquí es oportuno observar que, después de largo tiempo y una vez que pasaron las circunstancias y entorno que nos influyeron, no somos capaces de evocar el ánimo y la sensación que entonces nos causaron: pero sí podemos recordar las manifestaciones que estos suscitaron en nosotros. Mas aquellas son el resultado, la expresión y la medida de estos. Por eso la memoria o el papel deberían conservarlos cuidadosamente en los puntos que merezcan ser pensados. Para ello son muy útiles los diarios.
9) Bastarse a sí mismo, ser para uno mismo todo en todo y poder decir omnia mea mecían porto[516] es, ciertamente, la cualidad necesaria para nuestra felicidad: de ahí que la sentencia de Aristóteles ή ευδαιμονία των αύτάρκων έστιν[517] {felicitas sibi sufficientium est. Eth. End. 7, 2.) nunca pueda ser repetida en demasía. (Este es en esencia el mismo pensamiento que, en una aplicación muy hermosa, expresa la sentencia de Chamfort que he antepuesto como lema a este escrito.) Pues, por una parte, uno no puede contar con alguna seguridad con nadie más que consigo mismo; y, por otra, las molestias e inconvenientes, los peligros y disgustos que lleva consigo la sociedad, son innumerables e inevitables.
No hay camino más erróneo para la felicidad que vivir en el gran mundo, llevar una vida disipada (high life): pues con él se pretende convertir nuestra miserable existencia en una sucesión de alegría, placer y diversión en la que no puede faltar la decepción; no más de lo que en su obligada compañía puede aparecer el mutuo engaño[518].
Toda sociedad requiere necesariamente una acomodación y moderación recíprocas: por eso será más insulsa cuanto más grande. Cada cual solo puede ser él mismo plenamente mientras está solo: así pues, quien no ama la soledad tampoco ama la libertad: pues únicamente cuando uno está solo es libre. La coacción es el vehículo inseparable de toda sociedad, y toda exige sacrificios que resultan tanto más duros cuanto más relevante es la propia individualidad. Por consiguiente, cada uno rehuirá, soportará o amará la soledad en proporción exacta con el valor de su propio yo. Pues en ella siente el miserable toda su miseria, y el gran espíritu, toda su grandeza; en suma, cada uno se siente como lo que es. Además, cuanto más alto se encuentra uno en el escalafón de la naturaleza, más solo está, y ello de forma esencial e irremediable. Pero eso es un beneficio para él si la soledad física se corresponde con la espiritual: en caso contrario, la frecuente vecindad de seres heterogéneos se entremete de forma perturbadora, le roba su propio yo y no tiene más que sucedáneos que darle a cambio. Además, mientras que la naturaleza ha establecido entre los hombres la más amplia diversidad en lo moral y en lo intelectual, la sociedad, estimándola en nada, los iguala a todos o, más bien, pone en lugar de aquella las artificiales distinciones y los niveles de clase y rango, que con gran frecuencia son diametralmente opuestos al escalafón de la naturaleza. En esta ordenación aquellos a los que la naturaleza ha colocado muy abajo se encuentran en muy buen puesto; sin embargo, los pocos a los que colocó en alto se quedan con las ganas; por eso estos suelen retirarse de la sociedad y en ella, en cuanto es numerosa, siempre predomina lo vulgar. Lo que quita a los grandes espíritus el gusto por la sociedad es la igualdad de derechos, por lo tanto, de pretensiones, dentro de una desigualdad de capacidades, por lo tanto, de producciones (sociales) de los otros. La llamada buena sociedad admite toda clase de méritos con la única excepción de los del espíritu: estos son incluso contrabando. Nos obliga a mostrar una paciencia ilimitada con toda necedad, extravagancia, absurdo y torpeza; en cambio, los méritos personales deben mendigar el perdón u ocultarse; pues la superioridad del espíritu ofende por su sola existencia, sin intervención alguna de la voluntad. Por consiguiente, la sociedad a la que se llama buena no solo tiene el inconveniente de ofrecernos hombres que no podemos elogiar ni amar, sino que tampoco permite que nosotros mismos seamos según es adecuado a nuestra naturaleza; antes bien, nos fuerza a encogernos o incluso a desfigurarnos para estar en consonancia con los demás. Discursos y ocurrencias ingeniosos solo son adecuados ante una sociedad de ingenio: en la sociedad común son directamente odiados; pues para gustar en esta es absolutamente necesario ser vulgar y cerril. De ahí que en una sociedad así tengamos que renunciar a tres cuartas partes de nuestro propio yo con una dura autonegación, a fin de asemejarnos a los demás. A cambio tenemos entonces a los demás: pero cuanto más valor propio tiene uno, más descubrirá que aquí la ganancia no cubre la pérdida y el negocio redunda en perjuicio suyo; porque la gente por lo regular es insolvente, es decir, no tiene en su trato nada que indemnice por el aburrimiento, las molestias y las incomodidades del mismo, ni por la negación de sí mismo que impone: en consecuencia, la mejor sociedad es de tal condición que quien la cambia por la soledad hace un buen negocio. A esto se añade además que la sociedad, para sustituir la auténtica superioridad, es decir, la superioridad espiritual, que ella no soporta y que es difícil de encontrar, ha adoptado a discreción una superioridad falsa, convencional, basada en principios arbitrarios, que se propaga tradicionalmente entre las clases superiores y es cambiante como las consignas: se trata de lo que se llama «buen tono», bon ton, fashionableness. No obstante, cuando alguna vez entra en colisión con la auténtica, muestra su debilidad. — Además, quand le bon ton arrive, le bon sens se retire[519].
Pero nadie puede estar en completa consonancia más que consigo mismo; no con sus amigos, ni con su amante: pues las diferencias de la individualidad y de los sentimientos llevan siempre consigo una disonancia, aunque sea pequeña. De ahí que la verdadera paz profunda del corazón y la perfecta tranquilidad del ánimo, ese supremo bien terrenal junto con la salud, solo se puedan encontrar en la soledad y, en cuanto disposiciones duraderas, solo en la más profunda vida retirada. Si entonces el propio yo es grande y rico, se disfruta del más feliz estado que se pueda encontrar en esta pobre tierra. Incluso, dicho sea con toda franqueza: por muy estrechamente que la amistad, el amor y el matrimonio liguen a los hombres, con toda sinceridad al final cada cual solo se considera unido a sí mismo y, a lo sumo, con sus hijos.— Cuanta menos necesidad tenga uno, por condiciones objetivas o subjetivas, de entrar en contacto con los hombres, tanto mejor le irá. La soledad y el desierto le permiten, no sentir todo su mal de una vez, pero sí abarcarlo con la mirada: la sociedad, en cambio, es insidiosa: tras la ilusión del entretenimiento, la comunicación, el placer social, etc., esconde un gran mal, con frecuencia irreparable. Una asignatura fundamental de la juventud debería ser la de aprender a soportar la soledad; porque ella es una fuente de felicidad, de tranquilidad de ánimo. — De todo esto se sigue que al que le va mejor es al que solo ha contado consigo mismo y puede ser para sí mismo todo en todo; incluso dice Cicerón: nemo potest non beatissimus esse, qui est totus aptus ex sese, quique in se uno ponit omnia[520] (Paradox. II). Además, cuanto más tiene uno en sí mismo, menos pueden ser los demás para él. Un cierto sentimiento de suficiencia es lo que retiene a la gente de valor y riqueza interiores de ofrecer a la compañía ajena los importantes sacrificios que esta exige, por no hablar de buscarla con notable negación de sí. Lo contrario de eso es lo que hace a la gente corriente tan sociable y acomodaticia: en efecto, para ellos es más fácil soportar a los demás que a sí mismos. A esto se añade que lo que tiene valor real no es apreciado en el mundo y lo que es apreciado no tiene valor. Prueba y consecuencia de ello es la vida retirada de todos los hombres dignos y destacados. Según todo esto, en quien tiene en sí mismo algo justo la auténtica sabiduría de la vida consistirá en restringir sus necesidades cuando sea preciso con el único fin de defender o ampliar su libertad, y en consecuencia, puesto que le resulta inevitable mantener relaciones con el mundo humano, resarcirse con su propia persona tan pronto como sea posible.
Por otra parte, lo que hace sociables a los hombres es su incapacidad para soportar la soledad y, en esta, a sí mismos. El vacío interior y el hastío son lo que les impulsa tanto a la sociedad como a desplazarse al extranjero y a los viajes. A su espíritu le falta elasticidad para comunicarse su propio movimiento: de ahí que intenten elevarlo con el vino, y por ese camino muchos terminen en el alcoholismo. Precisamente por eso necesitan una constante estimulación externa y, por cierto, la más intensa, es decir, la provocada por seres semejantes a ellos. Sin ella su espíritu se hunde bajo su propio peso y cae en un opresor letargo[521]. Igualmente se podría decir que cada uno de ellos no es más que una pequeña fracción de la idea de la humanidad, por lo que necesita mucha complementación ajena para que de ahí resulte en alguna medida una conciencia humana completa: en cambio, el que es un hombre completo, un hombre par excellence, representa una unidad y no una fracción, por lo que tiene suficiente consigo mismo. En este sentido, se puede comparar la sociedad común con aquella música rusa de trompa en la que cada trompa solo tiene una nota y la música no se produce más que en virtud de la concurrencia puntual de todas. Pues monótono como una trompa de un tono es el sentido y el espíritu de la mayoría de los hombres: ya desde fuera muchos de ellos parecen como si no tuvieran nunca más que uno y el mismo pensamiento, incapaces de pensar ninguna otra cosa. Así se explica, pues, no solo por qué son tan aburridos sino también por qué son tan sociables y lo que más les gusta es marchar como un rebaño: the gregariousness of mankind[522]. La monotonía de su propio ser es lo que a cada uno de ellos se le hace insoportable: — omnis stultitia laborat fastidio sui[523]: solo son algo juntos y en unión, como aquellas trompas. En cambio, el hombre de espíritu es comparable con un virtuoso que ejecuta solo su concierto, o también con el piano. En efecto, así como este es por sí solo una pequeña orquesta, él es un pequeño mundo; y lo que todos aquellos son únicamente en su acción conjunta lo representa él en la unidad de su conciencia. Como el piano, él no es una parte de la sinfonía sino que es apto para el solo y la soledad: si ha de actuar en conjunción con los demás, solo puede hacerlo como voz principal con acompañamiento, como el piano; o para dar el tono en la música vocal, como el piano. — Entretanto, quien ame la sociedad puede abstraer de esta comparación la regla de que lo que a las personas de su entorno les falta de cualidad ha de ser sustituido de alguna manera por la cantidad. En un solo hombre de espíritu puede él tener entorno suficiente: pero si no se puede encontrar más que la especie común, entonces es bueno tener mucha cantidad de esta a fin de que de la variedad y la cooperación resulte algo, — en analogía con la mencionada música de trompa: — y que el cielo le dé paciencia.
Pero aquel vacío interior y aquella indigencia de los hombres se pueden atribuir también a esto: que cuando alguna vez se constituyen en unión hombres de mejor clase buscando un fin noble e ideal, el resultado es casi siempre que, de entre aquella plebs de la humanidad que en incontable multitud lo llena y lo cubre todo como sabandijas y siempre está dispuesta a aferrarse a cualquier cosa sin distinción para remediar su aburrimiento, como en otras circunstancias su necesidad, de entre ella, como digo, también ahí se cuelan o se entrometen algunos que enseguida destruyen todo el proyecto, o bien lo alteran de tal forma que se convierte casi en lo contrario de la primera intención. —
Por lo demás, también puede considerarse la sociabilidad como un calentamiento espiritual de los hombres entre sí, semejante al calentamiento corporal que, cuando hace mucho frío, producen apiñándose. Pero el que tiene por sí mismo mucho calor espiritual no necesita tal agrupamiento. Una fábula que me inventé en este sentido se encuentra en el segundo volumen de esta obra, en el último capítulo[524]. De acuerdo con todo esto, la sociabilidad de cada uno está más o menos en proporción inversa a su valor intelectual; y «es muy insociable» significa más o menos «es un hombre de grandes cualidades».
Al hombre intelectualmente elevado la soledad le brinda una doble ventaja: primero, la de estar consigo mismo; y segundo, la de no estar con los demás. Esta última se apreciará en mucho si se tiene en cuenta cuánta coacción, molestia y hasta peligro llevan consigo todas las relaciones. Tout notre mal vient de ne pouvoir être seuls[525], dice Labruyère. La sociabilidad pertenece a las tendencias más peligrosas y hasta dañinas, ya que nos pone en contacto con seres de los cuales la gran mayoría son moralmente malos e intelectualmente obtusos o equivocados. El insociable es un individuo que no necesita de ellos. Poseer en sí mismo tanto como para no necesitar la sociedad es ya una gran felicidad, por el simple hecho de que casi todos nuestros sufrimientos nacen de la sociedad, y esta pone en peligro la tranquilidad de ánimo, que tras la salud constituye el elemento más esencial de nuestra felicidad, por lo que no puede perdurar sin una medida considerable de soledad. Para participar en la felicidad de la tranquilidad de ánimo los cínicos renunciaron a toda posesión: el que con el mismo propósito renuncia a la sociedad ha elegido el medio más sabio. Pues tan acertado como bello es lo que dice Bernardin de St. Pierre: la diète des alimens nous rend la santé du corps, et celle des hommes la tranquillité de l’âme[526]. Según ello, el que se familiariza tempranamente con la soledad y hasta le toma cariño ha logrado una mina de oro. Pero no todos son capaces de esto. Pues como originariamente la necesidad unió a los hombres, tras la supresión de esta los une el aburrimiento. Si no fuera por ambos, todos permanecerían solos, ya por el simple hecho de que únicamente en la soledad el entorno se corresponde con la importancia exclusiva y hasta el carácter único que cada cual posee a sus propios ojos y que es empequeñecido hasta la nada por la aglomeración mundana, donde a cada paso recibe un doloroso démenti[527]. En ese sentido la soledad es incluso el estado natural de cada cual: le vuelve a instalar, como a un primer Adán, en la primigenia felicidad adecuada a su naturaleza.
¡Pero Adán no tuvo padre ni madre! Por eso, en otro sentido, la soledad no es natural al hombre, por cuanto al venir al mundo no se ha encontrado solo sino entre padres y hermanos, es decir, en comunidad. En consecuencia, el amor a la soledad no puede existir como una tendencia primigenia, sino que solo ha podido surgir como resultado de la experiencia y la reflexión: y ello ocurrirá en función del desarrollo de la propia fuerza espiritual, pero a la vez con el aumento de la edad; según ello, y visto en conjunto, el impulso social de cada cual estará en proporción inversa a su edad. El niño pequeño alza un grito de angustia y lamento tan pronto como lo dejan unos minutos solo. Para el muchacho estar solo es una gran penitencia. Los jóvenes se juntan entre sí con facilidad: únicamente los más nobles y de más elevados sentimientos buscan a veces la soledad: sin embargo, pasar solos todo un día se les hace todavía duro. Al adulto, en cambio, le resulta fácil: puede estar ya mucho tiempo solo, y más cuanta más edad tiene. El anciano, que ha quedado solo de entre varias generaciones desaparecidas y que además en parte se ha desvinculado de los placeres de la vida y en parte se ha vuelto indiferente a ellos, encuentra en la soledad su elemento propio. Pero en los individuos concretos el aumento de la tendencia al aislamiento y la soledad se presentará en la medida de su valor intelectual. Pues, como se ha dicho, esa tendencia no es puramente natural y suscitada directamente por las necesidades, sino que más bien es un simple efecto de la experiencia habida y de la reflexión sobre ella; en particular, es el resultado de haber llegado a comprender la miserable índole moral e intelectual de la mayoría de los hombres, en la que lo peor es que en los individuos las imperfecciones morales e intelectuales conspiran y trabajan en mutua cooperación, de donde resultan una variedad de fenómenos sumamente repulsivos que hacen desagradable y hasta insoportable el trato con la mayoría de los hombres. Así ocurre que, aunque en este mundo hay muchas cosas malas, lo peor de todo sigue siendo la sociedad; de modo que hasta Voltaire el sociable francés, tuvo que decir: la terre est couverte de gens qui ne méritent pas qu’on leur parle[528]. La misma razón ofrece también para esa inclinación el delicado Petrarca, que tan intensa y tenazmente amó la soledad:
Cercato ho sempre solitaria vita
(Le rive il sanno, e le campagne, e i boschi),
Per fuggir quest’ ingegni storti e loschi,
Che la strada del ciel’ hanno smarrita[529].
En el mismo sentido presenta el asunto dentro de su hermoso libro De vita solitaria, que parece haber servido de modelo a Zimmermann para su famoso libro sobre la soledad[530]. Precisamente ese origen meramente secundario y mediato de la insociabilidad lo expresa Chamfort con su sarcasmo habitual, cuando dice: on dit quelquefois d’un homme qui vit seul, il n’aime pas la société. C’est souvent comme si on disait d’un homme, qu’il n’aime pas la promenade, sous le prétexte qu’il ne se promène pas \ volontiers le soir dans la forêt de Bondy[531][532]. Pero también el delicado y cristiano Angel Silesio dice exactamente lo mismo, a su estilo y en lenguaje mítico:
Herodes es un enemigo; José, el entendimiento,
Al que Dios da a conocer el peligro en sueños (en el espíritu).
El mundo es Belén, Egipto es la soledad:
¡Huye, alma mía! Huye o muere de dolor[533].
En el mismo sentido se hace oír Giordano Bruno: tanti uomini, che in terra hanno voluto gustare vita celeste, dissero con una voce: «ecce elongavi fugiens, et mansi in solitudine»[534]. En el mismo sentido informa de sí mismo Sadi el persa, en el Gulistan: «Harto de mis amigos de Damasco, me retiré al desierto de Jerusalén a buscar la compañía de los animales». En suma, en el mismo sentido han hablado todos a los que Prometeo modeló con mejor arcilla. ¿Qué placer les puede ofrecer el trato con seres con los que no tienen más relaciones para fundar una comunidad que a través de lo más bajo e innoble de su propia naturaleza: lo cotidiano, lo trivial y lo vulgar; seres que no son capaces de elevarse a su nivel, por lo que no les queda más opción que descender al de ellos, lo cual se convierte así en su aspiración? Según ello, es un sentimiento aristocrático el que alimenta la tendencia al aislamiento y la soledad. Todos los bribones son sociables, por desgracia: en cambio, que un hombre es de índole más noble se muestra ante todo en que no ve con agrado a los demás sino que cada vez más prefiere a soledad a su sociedad; y poco a poco, con los años, llega a comprender que, descontadas raras excepciones, el mundo no ofrece más elección que entre la soledad y la vulgaridad. Y ni siquiera esto, por duro que suene, ha podido dejar de decirlo el propio Angel Silesio, a pesar de su dulzura y amor cristianos:
La soledad es necesaria: pero simplemente no seas vulgar;
Así podrás estar por doquier en un desierto[535].
Por lo que a los grandes espíritus respecta, es muy natural que esos verdaderos educadores de todo el género humano sientan tan poca inclinación a la frecuente compañía de los demás como ganas tiene el pedagogo de mezclarse en el juego de la chiquillería que alborota a su alrededor. Pues ellos, que han venido al mundo para guiarlo en el mar de sus errores hacia la verdad, y elevarlo desde el tenebroso abismo de su barbarie y vulgaridad hacia la luz, al encuentro de la instrucción y el ennoblecimiento, deben ciertamente vivir entre ellos sin pertenecer a ellos; por eso se sienten desde la juventud como seres notablemente distintos de los demás, pero solo paulatinamente, con los años, van llegando a un claro conocimiento de la cuestión; entonces se preocupan de que a su distanciamiento espiritual de los demás se añada también el físico, y ninguno puede acercarse a ellos a no ser que esté más o menos exento de la vulgaridad general.
De todo esto resulta, pues, que el amor a la soledad no aparece directamente y como un impulso originario, sino que se desarrolla de forma indirecta, sobre todo en los espíritus más nobles y solo paulatinamente, no sin superar el natural instinto de sociabilidad e incluso con una ocasional oposición a la insinuación mefistofélica:
Deja de jugar con tu pesar,
Que como un buitre te devora en vida:
La peor compañía te hace sentir
Que eres un hombre entre hombres[536].
La soledad es la suerte de todos los espíritus destacados: a veces se lamentarán de ella; pero siempre la eligen como el menor de dos males. Mas, según se cumplen años, el sapere aude[537] se va haciendo cada vez más fácil y natural en ese punto, y a los sesenta años el impulso a la soledad es realmente natural y hasta instintivo. Pues entonces se une todo para favorecerlo. El impulso más fuerte hacia la sociabilidad —el amor de las mujeres y el instinto sexual— deja ya de actuar, e incluso la asexualidad de la vejez sienta las bases de una cierta autosuficiencia que poco a poco absorbe el instinto sexual; uno está de vuelta de mil engaños y necedades; la vida activa ha concluido en su mayor parte, no se tiene nada más que esperar, ya no quedan planes ni propósitos; la generación a la que en verdad se pertenece ha dejado de existir; rodeado de una generación ajena, uno se encuentra ya objetiva y esencialmente solo. El vuelo del tiempo se ha acelerado y uno quiere aprovecharlo aún espiritualmente. Pues con tal de que la mente haya conservado sus fuerzas, los muchos conocimientos y experiencias adquiridos, los pensamientos amasados poco a poco y la destreza práctica de todas las capacidades hacen el estudio de cualquier tipo más interesante y fácil que nunca. Se ven con claridad mil cosas que antes se hallaban como en la niebla: uno llega a resultados y experimenta toda su superioridad. Como resultado de una larga experiencia se ha dejado de esperar mucho de los hombres; porque, tomados en su conjunto, no pertenecen a la clase de gente que sale ganando cuando se la conoce de cerca: antes bien, uno sabe que, exceptuando unos pocos casos felices, no encontrará más que ejemplares muy defectuosos de la naturaleza humana que es mejor no tocar. Por eso uno no está ya expuesto a los engaños habituales, enseguida percibe a cada cual en lo que es y raras veces sentirá el deseo de entablar una relación más estrecha con él. Finalmente, sobre todo cuando se reconoce en la soledad una amiga de juventud, el aislamiento y el trato consigo mismo se convierten en costumbre y en una segunda naturaleza. En consecuencia, el amor a la soledad, que antes tuvo que serle arrancado al impulso social, es ahora plenamente natural y simple: uno está en la soledad como pez en el agua. De ahí que a toda individualidad destacada, que en consecuencia es diferente de las demás y se encuentra sola, ese aislamiento esencial a ella le haga sentirse oprimida en la juventud, pero aliviada en la vejez.
Por supuesto, de esa ventaja real de la edad participará cada cual únicamente en la medida de sus fuerzas intelectuales; así pues, la disfrutará sobre todo la cabeza eminente, pero todos en menor grado. Solamente las naturalezas sumamente pobres y vulgares serán en la vejez tan sociables como antes: son molestas para la sociedad, con la que ya no encajan, y a lo sumo alcanzan a ser toleradas, mientras que antes se las buscaba.
En la relación inversa antes expuesta entre nuestra edad y el grado de nuestra sociabilidad se puede descubrir además un aspecto teleológico. Cuanto más joven es el hombre, más tiene que aprender aún en todos los respectos: la naturaleza le ha remitido a la lección recíproca que cada cual recibe en el trato con sus semejantes y en relación con la cual la sociedad humana puede ser denominada una gran institución educativa Bell-Lancaster[538]; porque los libros y las escuelas son instituciones artificiales debido a que están alejados de los planes de la naturaleza. Así pues, es conveniente que el hombre visite la institución educativa natural, y con más frecuencia cuanto más joven es.
Nihil est ab omni parte beatum[539], dice Horacio; y «No hay loto sin tallo», reza un refrán hindú: y así también la soledad, junto con sus muchas ventajas, tiene sus pequeños inconvenientes y molestias que, no obstante, son exiguos en comparación con los de la sociedad; por eso quien tiene algo justo en sí mismo siempre encontrará más fácil pasarse sin los hombres que con ellos. — Por lo demás, entre aquellos inconvenientes hay uno del que no somos tan fácilmente conscientes como de los demás, a saber: así como cuando permanecemos mucho tiempo seguido en casa nuestro cuerpo se vuelve tan sensible a los influjos exteriores que cualquier airecillo frío lo hace enfermar, con el retiro y la soledad continuada nuestro ánimo se vuelve tan sensible que nos sentimos inquietos, ofendidos o heridos con el más nimio acontecimiento o palabra, o incluso con meros gestos; mientras que quien siempre permanece en el tumulto ni siquiera lo nota.
Pero a aquel al que, sobre todo en los años de juventud, el justificado desagrado con los hombres le ha ahuyentado hacia la soledad, y sin embargo a la larga no es capaz de soportar su vacío, le aconsejo que se acostumbre a llevarse una parte de su soledad a la sociedad, es decir, que aprenda a estar solo en un cierto grado incluso en la sociedad; en consecuencia, a no comunicar inmediatamente a los demás lo que piensa y, por otra parte, a no tomarse al pie de la letra lo que dicen sino, antes bien, no esperar mucho de ello ni moral ni intelectualmente y, por lo tanto, con respecto a las opiniones ajenas afianzar en sí mismo aquella indiferencia que constituye el medio más seguro para ejercitar siempre una laudable tolerancia. Entonces, aunque en medio de ellos, no se hallará tan plenamente dentro de la sociedad, sino que se comportará hacia ella de manera puramente objetiva: eso le protegerá de un contacto demasiado estrecho con la sociedad y con ello de cualquier contaminación u ofensa. De esa sociabilidad restringida o atrincherada poseemos incluso una descripción dramática, digna de ser leída, en la comedia El café o la comedia nueva de Moratín, en concreto en el carácter de don Pedro, sobre todo en las escenas segunda y tercera del primer acto. En este sentido podemos también comparar la sociedad con un fuego al que el prudente se calienta a una distancia adecuada pero no pone la mano en él como el necio, que después de haberse quemado huye hacia el frío de la soledad y se lamenta de que el fuego queme.
10) La envidia es natural al hombre: sin embargo es, al mismo tiempo, un vicio y una desgracia[540]. De ahí que debamos considerarla enemiga de nuestra felicidad e intentar sofocarla como a un malvado demonio. A ello nos instruye Séneca con las bellas palabras: nostra nos sine comparatione delectent: nunquam erit felix quem torquebit felicior[541] (De ira III, 30), y también: quum adspexerisquât te antecedant, cogita quot sequantur[542] (Ep. 15): así pues, debemos pensar más a menudo en los que están peor que en quienes parecen estar mejor. E incluso cuando se presenten males reales, el consuelo más eficaz, aunque nacido de la misma fuente que la envidia, nos lo ofrecerá la consideración de males mayores que los nuestros, y después de esto el trato con los que se encuentran en el mismo caso que nosotros, con los sociis malorum[543].
Hasta aquí sobre el aspecto activo de la envidia. Sobre el aspecto pasivo hay que considerar que ningún odio es tan irreconciliable como la envidia; por eso no deberíamos empeñarnos constante y celosamente en provocarla, sino que mejor haríamos en abstenernos de ese placer, como de algunos otros, en consideración a sus peligrosas consecuencias.
Existen tres aristocracias: 1) la del nacimiento y el rango, 2) la aristocracia del dinero, 3) la aristocracia del espíritu. La última es verdaderamente la más distinguida, y es también reconocida como tal con solo darle tiempo: pero ya Federico el Grande dijo: les âmes privilégiées rangent à l’égal des souverains[544]; y se lo dijo, por cierto, a su mayordomo, que se escandalizó de que, mientras los ministros y generales comían en la mesa de los mariscales, Voltaire hubiera de tomar asiento en una mesa en la que solo debían sentarse los soberanos y sus príncipes. — Cada una de esas aristocracias está rodeada de una legión de envidiosos que se irritan calladamente con todo el que pertenece a ella y, cuando no tienen nada que temer de él, se esfuerzan de diversas maneras en darle a entender: «¡Tú no eres más que nosotros!». Pero precisamente esos esfuerzos delatan su convicción de lo contrario. Frente a esto, el procedimiento a aplicar por los envidiados consiste en mantenerse alejados de esa cuadrilla de allegados y evitar en lo posible cualquier contacto con ellos, de modo que permanezcan separados por un amplio abismo; y si esto no funciona, en soportar con mucha paciencia sus esfuerzos, que de hecho son neutralizados por su fuente: — también este método lo vemos aplicar constantemente. En cambio, los que pertenecen a una aristocracia la mayoría de las veces se comportarán bien y sin envidia con los miembros de las otras dos; porque cada uno pone en la balanza su privilegio frente al de los otros.
11) Es preciso meditar en detalle y repetidamente un proyecto antes de ponerlo en marcha, e incluso después de haberlo analizado a fondo, reconocer la insuficiencia de todo conocimiento humano, a consecuencia de la cual puede aún haber circunstancias que son imposibles de investigar o prever y que podrían hacer incorrecto todo el cálculo. Tener esto en cuenta pondrá siempre un peso en la balanza negativa y nos recomendará no mover nada sin necesidad en cuestiones importantes: quieta non movere[545]. Pero una vez que se ha llegado a una decisión y se han puesto manos a la obra, de modo que entonces todo ha de seguir su curso y solo queda esperar el desenlace, no hay que inquietarse volviendo a reflexionar sobre lo ya realizado y pensando reiteradamente en el posible peligro: antes bien, hemos de desembarazarnos totalmente del asunto, considerar cerrado todo pensamiento al respecto y tranquilizarnos con la convicción de que todo se ha ponderado en detalle a su debido tiempo. Ese consejo nos lo da también el proverbio italiano légala bene, e poi lascia la andare[546], que Goethe traduce: «Tú ensilla bien y cabalga tranquilo[547]»; — dicho sea de paso, una gran parte de las máximas que ofrece bajo la rúbrica «Proverbial» son traducciones de refranes italianos. — Si, no obstante, se produce un mal desenlace, es porque todos los asuntos humanos están sometidos al azar y el error. El hecho de que Sócrates, el más sabio de los hombres, necesitara un demonio que le previniese, simplemente para acertar en sus propios asuntos personales o al menos para evitar errores, demuestra que para eso no basta con ningún entendimiento humano. Por eso aquella sentencia, presuntamente procedente de un Papa, según la cual nosotros somos culpables al menos en alguna medida de todas las desgracias que nos afectan, no es incondicionalmente y en todos los casos verdadera, pero sí en gran medida y la mayor parte de las veces. El sentimiento de esto parece incluso tener mucho que ver en el hecho de que la gente intente ocultar en lo posible su desgracia y, en la medida en que lo consigue, haga un gesto de satisfacción. Les preocupa que del sufrimiento se infiera la culpa.
12) En el caso de un suceso desgraciado que se ha producido ya, y por lo tanto no se puede cambiar, no debemos permitirnos una sola vez el pensamiento de que podría haber sido de otra manera, y todavía menos el de cómo podríamos haberlo evitado: pues eso hace el dolor insoportable, de tal modo que uno se convierte en un έαυτοντιμορούμενος[548]. Antes bien, hemos de hacer como el rey David que, mientras su hijo estaba enfermo, asedió sin cesar a Jehová con ruegos y súplicas; pero una vez que murió, bromeó y no volvió a pensar en ello. Quien no sea lo bastante frívolo para eso, que se refugie en el punto de vista fatalista, ya que este le esclarece la gran verdad de que todo lo que ocurre, ocurre necesariamente, es decir, es inevitable.
Con todo, esta regla es parcial. Es útil para aliviarnos y tranquilizarnos de manera inmediata en nuestras desgracias: pero cuando, como ocurre en la mayoría de los casos, la culpa de ellas la tiene, al menos en parte, nuestra propia negligencia o temeridad, repetir la dolorosa reflexión de cómo se podría haber evitado constituye una beneficiosa corrección para nuestra advertencia y mejora, esto es, para el futuro. Las faltas claramente cometidas no debemos, como solemos hacer, intentar disculparlas ante nosotros mismos, o disimularlas o minimizarlas, sino admitirlas y ponerlas claramente ante nuestros ojos en toda su magnitud, a fin de poder hacer el propósito firme de evitarlas en el futuro. Aquí, desde luego, uno ha de producirse el gran dolor de la insatisfacción consigo mismo: pero ό μή δαρει’ς άνθρωπος ού παιδεύεται[549].
13) En todo lo que se refiere a nuestro placer y dolor debemos mantener a raya la fantasía: ante todo, pues, no construir castillos en el aire, ya que estos resultan demasiado costosos y enseguida tenemos que derribarlos entre suspiros. Pero aún más hemos de guardarnos de inquietar nuestro corazón imaginando desgracias meramente posibles. En efecto, si estas estuvieran tomadas del aire o fueran poco razonables, al despertar de tal sueño sabríamos inmediatamente que todo había sido una simple bufonada, así que nos alegraríamos de que la realidad fuera mejor y en todo caso extraeríamos de ahí una advertencia frente a desgracias muy remotas pero posibles. Pero nuestra fantasía no juega fácilmente con tales cosas: a lo sumo construye de forma totalmente ociosa agradables castillos en el aire. La materia de sus ensoñaciones sombrías son desgracias que, aunque de lejos, en cierta medida nos amenazan realmente: ella las agranda, presenta su posibilidad mucho más próxima de lo que en verdad está y la pinta de la forma más terrible. Ese sueño no nos lo podemos sacudir inmediatamente al despertar, como ocurre con el sueño agradable: pues a este la realidad lo contradice inmediatamente y a lo sumo solo deja una débil esperanza en el seno de la posibilidad. Pero cuando nos hemos entregado a siniestras fantasías (blue devils), hemos evocado imágenes que no ceden tan fácilmente: pues la posibilidad del asunto se mantiene en general, y no somos capaces de medir en todo momento su grado: fácilmente se convierte en probabilidad, y nosotros nos hemos entregado en manos del miedo. De ahí que debamos considerar las cosas referentes a nuestro placer y dolor únicamente con los ojos de la razón y del juicio, y en consecuencia, operar en una árida y fría reflexión con meros conceptos e in abstracto. La fantasía debe quedar ahí fuera de juego: pues ella no es capaz de juzgar sino que pone ante la vista simples imágenes que conmueven el ánimo de manera inútil y a menudo dolorosa. Esta regla debería observarse con mayor rigor por la noche. Pues así como la oscuridad nos vuelve temerosos y nos hace ver por todas partes figuras espantosas, de forma análoga actúa la confusión de los pensamientos; porque toda incertidumbre produce inseguridad: por eso de noche, cuando el cansancio ha cubierto el entendimiento y el juicio con una oscuridad subjetiva, cuando el intelecto está fatigado y θορυβούμενος[550], y no es capaz de llegar hasta el fondo de las cosas, los objetos de nuestra meditación referentes a nuestras circunstancias personales adoptan fácilmente un aspecto peligroso y se convierten en imágenes de horror. Esto se da sobre todo de noche cerrada, en la cama, cuando el espíritu está totalmente rendido y el juicio no es ya capaz de hacer frente a sus asuntos, pero la fantasía está aún activa. Entonces la noche da a todas y cada una de las cosas su tinte sombrío. De ahí que la mayoría de nuestros pensamientos antes de dormirnos o al despertar por la noche sean unas desfiguraciones e inversiones de las cosas casi tan malas como lo son los sueños, y que además, cuando afectan a asuntos personales, sean usualmente oscuros como boca de lobo y hasta espantosos. Por la mañana todas esas imágenes espantosas han desaparecido igual que los sueños: eso significa el refrán español: «Noche tinta, blanco el día[551]». Pero también por la noche, en cuanto se enciende la luz, el entendimiento, igual que el ojo, deja de ver tan claro como de día: de ahí que ese tiempo no sea apropiado para meditar asuntos serios y sobre todo desagradables. El tiempo adecuado para eso es la mañana, como lo es en general para todos los trabajos sin excepción, tanto intelectuales como corporales. Pues la mañana es la juventud del día: todo es claro, fresco y ligero: nos sentimos con fuerzas y tenemos todas nuestras capacidades plenamente disponibles. No debemos acortarla levantándonos tarde ni desperdiciarla con ocupaciones indignas o con conversaciones, sino que hemos de considerarla la quintaesencia de la vida y, en cierta medida, sagrada. La noche, en cambio, es la vejez del día: por la noche estamos fatigados, locuaces y aturdidos. Cada día es una pequeña vida cuyo nacimiento es el despertar y que concluye, a modo de muerte, con el sueño. — Así, por último, dormirse es una muerte cotidiana, y cada despertar, un nuevo nacimiento. Incluso, y por llevar la comparación hasta el final, podríamos considerar la incomodidad y dificultad para levantarse como los dolores de parto.
Pero en general el estado de salud, el sueño, la alimentación, la temperatura, el clima, el entorno y muchos otros factores externos ejercen un poderoso influjo en nuestro ánimo, y este, en nuestros pensamientos. Por eso, al igual que ocurre con nuestra visión de un asunto, también nuestra capacidad para un trabajo está sometida al tiempo y hasta al lugar. Por eso
No solo hay que aguardar a que las concepciones objetivas y los pensamientos originales aparezcan si y cuando les venga en gana, sino que ni siquiera la profunda meditación de un asunto personal da siempre resultado en el tiempo que de antemano se le ha destinado y cuando uno se ha sentado a ello; antes bien, también ella elige su tiempo; y entonces el curso de pensamientos acorde con ella se pone en movimiento sin haber sido requerido y lo seguimos con total interés.
En la contención de la fantasía que se ha recomendado se incluye también no permitirle que nos vuelva a recordar y a pintar las injusticias, daños, pérdidas, ofensas, humillaciones, agravios, etc., que una vez sufrimos; pues con ello volvemos a suscitar la indignación, la ira y todas las pasiones hostiles dormidas durante largo tiempo, con lo que nuestro ánimo se contamina. Pues, de acuerdo con un hermoso ejemplo aducido por el neoplatónico Proclo, así como en toda ciudad, junto con los hombres nobles y destacados, vive también el populacho de todas clases (όχλος), también en todo hombre, aun el más noble y sublime, está presente lo más abyecto y vulgar de la naturaleza humana y hasta animal por lo que a su disposición se refiere. Ese populacho no debe ser agitado al tumulto ni tampoco debe asomarse a la ventana, porque tiene una cara muy fea: pero las fantasías señaladas son sus demagogos. Aquí se incluye también que la más nimia contrariedad, proceda de los hombres o de las cosas, al meditar continuamente sobre ella y teñirla de llamativos colores aplicándole una medida exagerada, puede hincharse hasta convertirse en un monstruo que ponga al hombre fuera de sí. Antes bien, todo lo desagradable debe concebirse de forma sumamente prosaica y desapasionada, a fin de podérselo tomar de la forma más leve posible.
Así como los objetos pequeños mantenidos cerca de los ojos esconden el mundo al limitar nuestro campo visual, también ocurre con frecuencia que los hombres y cosas de nuestro entorno inmediato, por muy insignificantes e indiferentes que sean, ocupan nuestra atención y pensamientos más de lo debido, con frecuencia de forma desagradable, y desbancan pensamientos y asuntos importantes. Eso se debe contrarrestar.
14) A la vista de lo que no poseemos se eleva fácilmente en nosotros el pensamiento: «¿Y si eso fuera mío?», que nos hace sentir la privación. En lugar de eso deberíamos preguntar con más frecuencia: «¿Y si eso no fuera mío?»; quiero decir que de vez en cuando deberíamos esforzarnos por ver lo que tenemos tal y como lo recordaríamos después de haberlo perdido; y así con todo, sea lo que sea: propiedades, salud, amigos, amante, mujer, hijo, caballo y perro: pues en la mayoría de los casos la pérdida es la única que nos alecciona acerca del valor de las cosas. Sin embargo, la consecuencia de esta forma de consideración recomendada será, en primer lugar, que su posesión nos hará inmediatamente felices; y, en segundo lugar, que evitaremos a toda costa la pérdida, es decir, no pondremos las posesiones en peligro, no enojaremos a los amigos, no tentaremos la confianza de la mujer, vigilaremos la salud de los hijos, etc. — A menudo intentamos aclarar las sombras del presente especulando sobre posibilidades favorables e imaginamos todo tipo de esperanzas quiméricas, cada una de las cuales está preñada de una decepción que no falta cuando se estrella contra la dura realidad. Mejor sería convertir en objeto de nuestra especulación las muchas malas posibilidades, lo cual, por un lado, ocasionaría los preparativos para defenderse y, por otro, agradables sorpresas en el caso de no hacerse realidad. Pues siempre estamos visiblemente contentos después de haber pasado miedo. De hecho, es incluso bueno que a veces nos hagamos presentes grandes desgracias que nos podrían afectar, a fin de soportar con más facilidad las otras mucho más pequeñas que después nos afectarán realmente; pues entonces nos consolaremos volviendo la mirada a las desgracias grandes que no nos han sucedido. Pero a propósito de esta regla no hay que descuidar la precedente.
15) Puesto que los asuntos y acontecimientos que nos afectan se presentan y van de un lado a otro de forma aislada, sin orden ni conexión entre sí, en el más llamativo contraste y sin otra cosa en común que el ser nuestros asuntos, nuestro pensamiento y nuestra preocupación por ellos han de ser igual de abruptos para que les sean conformes. — Según ello, cuando emprendemos algo hemos de hacer abstracción de todo lo demás y desembarazarnos del asunto, a fin de cuidar, disfrutar y sufrir cada cosa a su tiempo, sin preocuparnos para nada de lo demás: hemos de tener algo así como cajones para nuestros pensamientos y abrir uno de ellos mientras los otros permanecen cerrados. De este modo conseguimos que una preocupación grave no arruine cualquier pequeño placer del presente y nos robe toda la paz; que una reflexión no suplante a otra; que la preocupación por un asunto importante no lleve al descuido de muchos pequeños, etc. Pero sobre todo, quien es capaz de altas y nobles consideraciones nunca debe permitir que los asuntos personales y las preocupaciones nimias invadan y llenen su espíritu hasta tal punto que cierren el camino a aquellas: pues eso sería verdaderamente propter vitam vivendi perdere causas[553]. — Desde luego, para esa dirección y desvío de nosotros mismos se requiere, como para tantas otras cosas, una gran coacción interior: pero en esto nos debería fortalecer el pensar que cada hombre ha de soportar muchas y grandes coacciones externas que no faltan en ninguna vida; que, sin embargo, una pequeña coacción sobre sí mismo practicada en el lugar oportuno previene después muchas coacciones externas, al igual que un pequeño corte muy cerca del centro corresponde a uno con frecuencia cien veces mayor en la periferia. Nada nos permite eludir la coacción externa tanto como la interna: eso dice la sentencia de Séneca: si tibí vis omnia subjicere, te subjice rationi[554] (Ep. 37). Además seguimos teniendo dominio sobre nuestra coacción interna y en último caso, o cuando afecta a nuestro punto sensible, podemos rebajarla algo: en cambio, la coacción externa no tiene consideración ni miramiento y es despiadada. Por eso es sabio prevenir esta con aquella.
16) Poner un límite a nuestros deseos, refrenar nuestros apetitos, reprimir nuestra ira, teniendo siempre presente que el individuo solo puede alcanzar una parte infinitamente pequeña de todo lo deseable y en cambio le han de afectar muchos males; así pues, en pocas palabras, άπέχενν και άνέχενν, abstinere et sustinere[555], es una regla sin cuya observancia ni la riqueza ni el poder pueden impedir que nos sintamos miserables. A eso apunta Horacio:
Inter cuneta leges, et percontabere doctos
Qua ratione queas traducere leniter aevum;
Ne te semper inops agitet vexetque cupido,
Ne pavor, et rerum mediocriter utilium spes[556].
17) 'o βιος εν xfj κννησεν έσχι[557] (vita motu constat), dice Aristóteles con manifiesta razón: y así como nuestra vida física solo existe en y a través de un movimiento incesante, también nuestra vida interna, espiritual, exige una ocupación constante, un emplearse en algo a través del hacer o el pensar: una prueba de ello la ofrece ya el redoble con las manos o con algún aparato, al que recurren enseguida los hombres desocupados y distraídos. En efecto, nuestra existencia es por esencia infatigable: de ahí que la completa inactividad nos resulte pronto insoportable, al provocar el espantoso aburrimiento. Ese impulso se debe regular a fin de satisfacerlo metódicamente y, por tanto, mejor. Así pues, la actividad, el ocuparse en algo, hacer algo cuando sea posible o al menos aprender algo, es indispensable para la felicidad del hombre: sus fuerzas reclaman ser usadas y él quiere percibir de alguna manera el resultado. Pero la máxima satisfacción a este respecto la ofrece el hacer algo, confeccionarlo, bien sea un canasto o un libro; mas el hecho de que vea crecer a diario una obra entre sus manos y alcanzar finalmente su término le hace inmediatamente feliz. Eso lo logra una obra de arte, un escrito o incluso un simple trabajo manual: por supuesto, cuanto más noble es la obra, mayor es el placer. Los más felices a este respecto son los altamente dotados, que son conscientes de su capacidad para producir obras relevantes, grandes y coherentes. Pues con ello se extiende sobre toda su existencia un interés de superior especie que le otorga un condimento que falta en la de los demás, la cual es por tanto sosa comparada con aquella. En efecto, para ellos la vida y el mundo, junto al interés común y material, tiene además un segundo interés más elevado, de índole formal, por cuanto contiene la materia para sus obras, que ellos se ocupan diligentemente de reunir a lo largo de su vida en cuanto la necesidad personal les deja un momento de respiro. También su intelecto es en cierta medida doble: por una parte, para las relaciones usuales (asuntos de la voluntad), igual que todos los demás; por otra, para la captación puramente objetiva de las cosas. Así viven doblemente, son espectadores y actores al mismo tiempo, mientras que los demás solo son lo último. — Entretanto, cada cual se ocupa de algo según la medida de sus capacidades. Pues el efecto tan dañino que produce en nosotros la falta de una actividad planificada en cualquier trabajo se observa en los largos viajes de placer, en los que de vez en cuando uno se siente muy desdichado; porque sin una verdadera ocupación está como desgarrado de su elemento natural. Esforzarse y luchar con la contrariedad es la necesidad del hombre, como cavar la del topo. La inacción a la que conduciría la completa satisfacción de un placer permanente le resultaría insoportable. Superar obstáculos constituye la dicha cumplida de su existencia; pueden ser de índole material, como en los negocios y en la actividad, o de índole espiritual, como en el aprendizaje y la investigación: la lucha contra ellos y la victoria le hacen feliz. Si le falta la ocasión para ello, se la procura como puede: según lo exija su individualidad, se dedicará a la caza, o a jugar al bilboquet[558] o, guiado por rasgos inconscientes de su naturaleza, buscar camorra, urdir intrigas o meterse en estafas y perversidades de todas clases, simplemente por poner fin al estado de quietud insoportable para él. Difficilis in otio quies[559].
18) No debemos tomar como norte de nuestras aspiraciones imágenes de la fantasía sino conceptos claramente pensados. Sin embargo, la mayoría de las veces ocurre lo contrario. En efecto, examinándolo de cerca, descubriremos que lo que determina en última instanda nuestras dedsiones no son en la mayor parte de las ocasiones los conceptos y juicios sino una imagen de la fantasía que representa y sustituye una de las alternativas. No recuerdo en qué novela de Voltaire o de Diderot, al héroe, cuando era un joven Hércules en la encrucijada[560], la virtud siempre se le presentaba en la figura de un antiguo preceptor que sostenía en la mano izquierda una bolsa de tabaco y en la derecha una toma de rapé, y así moralizaba; el vicio, en cambio, en la figura de la doncella de su madre. — Especialmente en la juventud se fija el fin de nuestra felicidad en la forma de algunas imágenes que se presentan ante nosotros y con frecuencia persisten durante la mitad y hasta la totalidad de la vida. Son en realidad fantasmas bromistas: pues, una vez que los hemos alcanzado, se desvanecen en la nada, ya que experimentamos que no hacen nada de lo que prometían. De esta clase son algunas escenas individuales de la vida doméstica, civil, social o rural, imágenes de la casa, del entorno, de condecoraciones, de testimonios de respeto, etc., etc.: chaque fon a sa marotte[561]: también la imagen de la amada se incluye a menudo ahí. Que nos pase esto es muy natural: pues lo intuitivo, al ser lo más inmediato, actúa también sobre nuestra voluntad con mayor inmediatez que el concepto, el pensamiento abstracto, que solo ofrece lo general sin lo particular, lo cual es sin embargo lo que precisamente contiene la realidad: por eso solo puede actuar de forma mediata sobre nuestra voluntad. Y, no obstante, es el concepto el que mantiene su palabra: por eso es cultura confiar solo en él. Desde luego, también él necesitará de vez en cuando la ilustración y paráfrasis a través de algunas imágenes: pero solo cum grano salis[562].
19) La regla precedente se puede subsumir en otra más general: que siempre hemos de dominar la impresión de lo presente e intuitivo en general. Esta es, sin comparación, mucho más intensa que lo simplemente pensado y sabido, no en virtud de su materia y contenido, que son muy exiguos, sino debido a su forma, intuitiva e inmediata, que penetra en el ánimo y perturba su tranquilidad o quebranta sus propósitos. Pues lo presente e intuitivo, al ser fácilmente abarcable, actúa siempre de una vez y con todo su poder: en cambio, los pensamientos y las razones requieren tiempo y tranquilidad para ser examinados parte por parte; por eso no podemos tenerlos presentes por completo a cada instante. En consecuencia, las cosas agradables a las que hemos renunciado como consecuencia de la reflexión nos estimulan al verlas; igualmente nos ofende un juicio que sabemos desautorizado, nos enoja un agravio que comprendemos que es despreciable; del mismo, modo, diez razones contra la existencia de un peligro serán superadas por la falsa apariencia de su presencia real, etc. En todo eso se hace valer la originaria irracionalidad de nuestra esencia. Las mujeres sucumbirán con frecuencia a este tipo de impresiones, y pocos hombres poseen tal predominio de la razón que no hubieran de sufrir sus efectos. Cuando no podamos vencerla totalmente, con simples pensamientos, lo mejor será neutralizar una impresión con su opuesta, por ejemplo, frente a la impresión de una ofensa, buscar a quienes nos tienen en alta estima; frente a la impresión de un peligro que nos amenaza, la consideración real de aquello que lo contrarresta. Aquel italiano del que habla Leibniz (en los Nouveaux essais, liv. I, c. 2, § 11) pudo incluso resistir el dolor del tormento al no permitir, según se había propuesto, que durante el mismo se apartase un solo instante de su fantasía la imagen del patíbulo al que le habría conducido su confesión; por eso de vez en cuando gritaba lo ti vedo[563]; palabras estas que él explicó después. Precisamente por la razón aquí examinada, es difícil que, cuando todos los que nos rodean tienen una opinión distinta de la nuestra y se comportan según ella, nosotros no vacilemos a causa de ellos, aunque estemos convencidos de su error. A un rey que huye perseguido y viaja de estricto incógnito, el ceremonial de sometimiento de su acompañante fiel, ambos a solas, ha de ser un fortalecimiento del ánimo casi necesario, para que al final no llegue a dudar de sí mismo.
20) Tras haber subrayado ya en el segundo capítulo el gran valor de la salud, que es lo primero y más importante para nuestra persona, quiero indicar aquí algunas normas de conducta generales para fortalecerla y preservarla.
Debemos fortalecernos imponiendo al cuerpo, mientras estemos sanos, mucho esfuerzo y trabajo, tanto en su conjunto como en cada una de sus partes, y acostumbrándonos a resistir influencias adversas de todo tipo. En cambio, tan pronto como se manifieste un estado de enfermedad, sea del conjunto o de una parte, se ha de adoptar inmediatamente el procedimiento opuesto y aliviar y cuidar de todas las formas posibles el cuerpo enfermo o su órgano: pues lo que sufre y está debilitado no es susceptible de fortalecimiento.
Con el uso intenso el músculo se fortalece; el nervio, en cambio, se debilita. Así pues, debemos ejercitar nuestros músculos con aquel esfuerzo adecuado y, sin embargo, guardar los nervios de él; así pues, proteger los ojos de la luz demasiado intensa, en especial la refleja, de todo esfuerzo en el crepúsculo y también del examen continuado de objetos pequeños; igualmente, guardar los oídos del ruido demasiado intenso; pero ante todo, preservar el cerebro de esfuerzos constreñidos, demasiado continuados o a destiempo: en consecuencia, hemos de dejarlo descansar durante la digestión, ya que entonces la misma fuerza vital que forma los pensamientos en el cerebro trabaja intensamente en el estómago y los intestinos para preparar el quimo y el quilo; y lo mismo durante un importante esfuerzo muscular o aun después. Pues con los nervios motores ocurre lo mismo que con los sensitivos; y así como el dolor que sentimos en los miembros heridos tiene su verdadero asiento en el cerebro, no son en realidad las piernas y los brazos los que andan y trabajan, sino el cerebro; en concreto, la parte del mismo que, a través de la médula oblonga y la médula espinal, excita los nervios de aquellos miembros y así pone estos en movimiento. Por consiguiente, también el cansancio que sentimos en las piernas o los brazos tiene su verdadero asiento en el cerebro; precisamente por eso solo se fatigan aquellos músculos cuyo movimiento es voluntario, es decir, nace del cerebro, pero no los que trabajan involuntariamente, como el corazón. Así pues, es evidente que el cerebro se perjudica si se le arranca una fuerte actividad muscular y una tensión espiritual al mismo tiempo, o simplemente una inmediatamente después de la otra. Esto no obsta para que, al comienzo de un paseo o en general en marchas cortas, se experimente con frecuencia una elevada actividad espiritual: pues entonces no se ha producido la fatiga de las mencionadas partes cerebrales y, por otra parte, una ligera actividad muscular de esa clase y la respiración incrementada por ella favorecen el ascenso al cerebro de la sangre arterial, entonces mejor oxidada. — Pero en especial debemos dar al cerebro toda la medida de sueño necesaria para su refección; pues el sueño es al hombre en su conjunto lo que la cuerda al reloj (véase El mundo como voluntad y representación II, 217 [3.a ed. II, 240]). Esa medida será tanto mayor cuanto más desarrollado y activo sea el cerebro; mas superarla sería una pérdida de tiempo, ya que entonces el sueño perdería en intensidad lo que ganase en extensión (véase El mundo como voluntad y representación II, 247 [3.a ed. II, 275][564]). En general hemos de comprender que nuestro pensamiento no es más que la función orgánica del cerebro y, por consiguiente, se comporta de forma análoga a cualquier otra actividad orgánica por lo que al esfuerzo y el descanso se refiere. Como el esfuerzo exagerado echa a perder los ojos, así también el cerebro. Con razón se ha dicho: el cerebro piensa, igual que el estómago digiere. La ilusión de un alma inmaterial, simple, esencial y continuamente pensante, y por lo tanto incansable, que simplemente se aloja en el cerebro y no necesita nada del mundo, ha conducido a algunos a métodos absurdos y a un embotamiento de sus fuerzas espirituales; así, por ejemplo, Federico el Grande intentó una vez desacostumbrarse totalmente al sueño. Los profesores de filosofía harían bien en no fomentar esa ilusión, perniciosa incluso en el aspecto práctico, a través de su filosofía de rueca que pretende justificar el catecismo. — Debemos acostumbrarnos a considerar nuestras capacidades espirituales como funciones fisiológicas, a fin de manejarlas, protegerlas, fatigarlas, etc., como tales, y tener en cuenta que todo sufrimiento, molestia y desorden corporal, sea en el órgano que sea, afecta al espíritu. Quien mejor contribuye a esto es Cabanis, con sus Rapports du physique et du moral de l’homme.
El descuido de los consejos que aquí se ofrecen es la causa de que algunos grandes espíritus, y también grandes eruditos, en la vejez se hayan vuelto deficientes, pueriles y hasta dementes. El que, por ejemplo, celebrados poetas ingleses de este siglo, como Walter Scott, Wordsworth y Southey, entre otros, en la vejez, o incluso ya a los sesenta años, se volvieran intelectualmente torpes e incapaces, llegando hasta la imbecilidad, se explica sin duda porque todos ellos, seducidos por honorarios elevados, ejercieron la escritura como una profesión, es decir, escribieron por dinero. Eso induce a un esfuerzo antinatural, y quien pone el yugo a su Pegaso y fustiga a su musa con el látigo tendrá que expiarlo de la misma forma que quien ha realizado trabajos forzados para Venus. Sospecho que también Kant, en sus últimos años, cuando por fin llegó a ser famoso, trabajó en exceso, dando así lugar a la segunda niñez de sus últimos cuatro años. En cambio, los señores de la corte de Weimar: Goethe, Wieland y Knebel, han permanecido intelectualmente capaces y activos hasta la edad más avanzada, porque no eran escritores a sueldo: y así también Voltaire.
Cada mes del año tiene una influencia peculiar e inmediata, es decir, independiente del clima, sobre nuestra salud y nuestro estado corporal en general, e incluso también sobre el estado espiritual.
C. REFERENTES A NUESTRA CONDUCTA CON LOS DEMÁS
21) Para andar por el mundo es conveniente llevar consigo un gran acopio de precaución e indulgencia: con la primera nos protegemos de daños y pérdidas; con la última, de disputas y litigios.
Quien ha de vivir entre hombres no puede rechazar incondicionalmente ninguna individualidad, aun la peor, la más miserable o ridicula, por cuanto está establecida y dada por la naturaleza. Antes bien, ha de aceptarla como algo irremediable que tiene que ser como es, como consecuencia de un principio eterno y metafísico; y en el peor de los casos debe pensar: «También han de existir semejantes tipos raros». Si obra de otra manera, entonces comete injusticia y desafía a los demás a luchar a vida o muerte. Pues nadie puede cambiar su verdadera individualidad, es decir, su carácter moral, sus capacidades cognoscitivas, su temperamento, su fisonomía, etc. Si reprobamos su esencia, no le queda más opción que enfrentarse en nosotros a un enemigo mortal: pues nosotros pretendemos concederle el derecho a existir solamente a condición de que sea distinto de como él irremediablemente es. Por eso, para poder vivir entre los hombres hemos de dejar estar y admitir a cada cual con su individualidad dada, al margen de cómo resulte, y solo podemos pensar en utilizarla según lo permita su especie y naturaleza; pero no podemos esperar que cambie ni condenarla tal cual es. Este es el verdadero sentido de la sentencia: «Vivir y dejar vivir». Sin embargo, la tarea no es tan fácil como justa; y hay que tener por feliz a quien pueda evitar para siempre semejantes individualidades. — Entretanto, para aprender a soportar a los hombres hemos de ejercitar nuestra paciencia con objetos inertes que se resisten tenazmente a nuestra acción en virtud de una necesidad mecánica o física; oportunidades para ello las hay a diario. Aprendemos después a trasladar la paciencia lograda a los hombres acostumbrándonos a pensar que, cuando nos suponen un obstáculo, también ha de ser en virtud de una necesidad surgida de su naturaleza y tan estricta como aquella con la que actúan las cosas inertes; de ahí que sea tan necio enojarse por sus acciones como por una piedra que rueda en nuestro camino. En algunos casos lo más prudente es pensar: «No puedo cambiarlo, luego voy a utilizarlo».
22) Es asombroso con qué facilidad y rapidez se manifiesta en el lenguaje la homogeneidad o heterogeneidad del espíritu y el ánimo de los hombres: se deja sentir en cualquier detalle insignificante. Aunque la conversación se refiera a las cosas más inusuales o indiferentes, entre dos hombres esencialmente heterogéneos casi cada frase de uno disgustará más o menos al otro, y algunas le resultarán totalmente enojosas. En cambio, las personas homogéneas sienten enseguida y en todo un cierto acuerdo que, en el caso de una gran homogeneidad, confluye en una plena armonía y hasta en el unísono. Así se explica ante todo por qué las personas corrientes son tan sociables y encuentran siempre con tanta facilidad buena compañía, — gente tan justa, amable y honrada. En las personas inusuales ocurre lo contrario, y tanto más cuanto más destacadas son; de tal modo que, en su aislamiento, a veces bien pueden alegrarse de haber encontrado en otro alguna fibra homogénea con ellos mismos, por muy pequeña que sea. Pues cada cual solo puede ser para el otro tanto como este es para él. Los espíritus verdaderamente grandes hacen sus nidos en las alturas, como las águilas. — En segundo lugar, a partir de ahí se entiende que las personas de sentimientos semejantes se encuentren con tanta rapidez, igual que si se atrajeran magnéticamente entre sí: — las almas afines se saludan desde lejos. Por supuesto, tendremos ocasión de observar esto con mayor frecuencia en las personas de bajos sentimientos o mal dotadas; pero solo porque estas existen en legiones, mientras que las naturalezas mejores y destacadas son y se llaman raras. Y así, por ejemplo, en una gran comunidad orientada a fines prácticos dos buenos rufianes se conocerán tan rápidamente como si llevaran una insignia y enseguida se unirán para tramar abusos o traiciones. Igualmente, si per impossibile[565] nos imaginamos una gran sociedad de gente muy razonable e ingeniosa, con excepción de dos tontos que allí hubiera, estos se sentirán atraídos simpatéticamente y enseguida cada uno de los dos se alegrará en su corazón por haber encontrado al menos un hombre razonable. Es realmente curioso ser testigo de cómo dos individuos, en especial de inferioridad moral e intelectual, se reconocen mutuamente a primera vista, se afanan con ahínco por aproximarse el uno al otro, se saludan amistosa y alegremente, y acuden uno al encuentro del otro como si fueran viejos conocidos; — esto es tan chocante que uno está tentado de admitir, de acuerdo con la doctrina budista de la metempsicosis, que habían sido ya amigos en una vida anterior.
Sin embargo, lo que aun dentro de una gran consonancia separa a los hombres y genera una desarmonía transitoria entre ellos es la diversidad de ánimo en el momento presente, que casi siempre es distinto en cada uno de acuerdo con su actual situación, ocupación y entorno, su estado corporal, el curso momentáneo de sus pensamientos, etc. De ahí nacen disonancias incluso entre las personalidades más armoniosas. Ser capaz de efectuar siempre la corrección necesaria para la supresión de ese desajuste, y de introducir una temperatura equilibrada, sería una obra de la más elevada educación. Lo mucho que contribuye la igualdad de los ánimos a la comunidad social se puede apreciar en el hecho de que incluso una sociedad numerosa es incitada con placer general a la viva participación mutua y a una leal cooperación tan pronto como algo objetivo —sea un peligro, una esperanza, una noticia, una visión infrecuente, una representación teatral, una música o cualquier otra cosa— influye sobre todos a la vez y de la misma forma: pues algo así, al subyugar todos los intereses privados, genera una unidad universal de ánimo. A falta de tal acción objetiva, se recurre por lo regular a una subjetiva y, en consecuencia, las botellas son el medio usual para dar a la sociedad un ánimo común. Incluso el té y el café sirven a este propósito.
Pero precisamente aquella desarmonía que con tanta facilidad es provocada en toda la sociedad por la diversidad del ánimo momentáneo explica en parte el hecho de que en el recuerdo, liberado de ese y de otros semejantes influjos perturbadores, aunque transitorios, cada uno se presente idealizado y a veces incluso glorificado. El recuerdo actúa como la lente convergente en la cámara oscura: lo concentra todo y produce así una imagen mucho más bella que su original. La ventaja de ser visto así la obtenemos en parte ya con cada ausencia. Pues aunque el recuerdo idealizante requiere largo tiempo hasta completar su obra, el comienzo de la misma se realiza enseguida. Por esa razón es incluso prudente no dejarse ver ante los conocidos y buenos amigos más que después de considerables periodos de tiempo, ya que entonces, al volverlos a ver, notaremos que el recuerdo ha estado trabajando.
23) Nadie puede ver más allá de sí mismo. Con esto quiero decir: cada uno ve en los demás tanto como él mismo es: pues solo puede concebir y comprender según la medida de su propia inteligencia. Si esta es de ínfima especie, entonces todas las dotes del espíritu, aun las mayores, errarán en su acción sobre él, y en su poseedor solo verá lo más bajo de su individualidad, es decir, sus debilidades y defectos de temperamento y de carácter. De estos estará aquel compuesto a sus ojos. Sus altas capacidades espirituales no existen para él más que los colores para el ciego. Pues todo espíritu resulta invisible para quien no lo tiene: y toda valoración es un producto del valor de lo evaluado y la esfera cognoscitiva de quien evalúa. De ahí se sigue que uno se nivela con todo aquel con quien habla, al desaparecer toda ventaja que pueda tener sobre él e incluso permanecer totalmente desconocida la autonegación que se requiere para ello. Si ponderamos los bajos sentimientos y escasas dotes de la mayoría de los hombres, es decir, lo absolutamente vulgares que son, comprenderemos que no es posible hablar con ellos sin que durante ese tiempo (en analogía con la distribución eléctrica) nos volvamos vulgares nosotros mismos; entonces entenderemos a fondo el verdadero sentido y el acierto de la expresión alemana sich gemein machen[566], pero también evitaremos cualquier compañía con la que solo podamos comunicarnos a través de la partie honteuse[567] de nuestra naturaleza. Asimismo se comprenderá que, frente a los tontos y los mentecatos, solo hay un camino para que uno manifieste su entendimiento: no hablar con ellos. Mas, desde luego, algunos se sentirán entonces en la sociedad como un bailarín que fuera a un baile donde solo encontrara cojos: ¿con quién habría de bailar?
24) Merece mi respeto, como un ser excelso entre cien, aquel hombre que cuando ha de aguardar algo, es decir, está sentado ocioso, no se pone enseguida a martillear o golpetear acompasadamente con lo que le viene a mano, acaso su bastón, o el cuchillo y el tenedor o cualquier otra cosa. Probablemente está pensando en algo. En cambio, vemos que en mucha gente la visión ha ocupado totalmente el lugar del pensamiento: haciendo ruido intentan hacerse conscientes de su existencia, en particular cuando no tienen en la mano un cigarro que sirva a ese fin. Por la misma razón son continuamente todo ojos y oídos para todo lo que sucede a su alrededor.
25) Rochefoucauld[568] ha observado con acierto que es difícil tener una gran respeto por alguien y al mismo tiempo amarle mucho. En consecuencia, tendríamos que elegir si queremos aspirar al amor de los hombres o a su respeto. Su amor es siempre interesado, aunque de formas muy diversas. Además, el modo en que se adquiere no es siempre apropiado para sentirse orgulloso. Principalmente uno será amado en la medida en que rebaje sus pretensiones de hallar espíritu y corazón en los demás, y lo será en serio y sin simulación, y no simplemente por aquella indulgencia que arraiga en el desprecio. Si evocamos aquí la muy verdadera sentencia de Helvecio: le degré d’esprit nécessaire pour nous plaire, est une mesure assez exacte du degré d’esprit que nous avons[569], la conclusion se sigue de esas premisas. — En cambio, con el respeto de los hombres sucede a la inversa: solo se les arranca contra su voluntad y, precisamente por eso, se disimula. De ahí que nos proporcione una satisfacción interior mucho mayor: está vinculado a nuestra valía, lo cual no rige de forma inmediata respecto del amor: pues este es subjetivo, y el respeto, objetivo. Más útil nos es, por supuesto, el amor.
26) La mayor parte de los hombres son tan subjetivos que en el fondo nada les interesa más que exclusivamente ellos mismos. A eso se debe el que en todo lo que se dicen piensen enseguida en sí mismos y aun la más remota relación con algo relativo a su persona atraiga toda su atención y se apodere de ella; de modo que no les queda ninguna capacidad para captar la parte objetiva de lo que se dice, al tiempo que ninguna razón vale para ellos tan pronto como se opone a su interés o su vanidad. Por eso es tan fácil que se distraigan, tan fácil que se ofendan, se molesten o se sientan ultrajados, que cuando se les habla de algo objetivo, sea lo que sea, nunca se tendrá suficiente cuidado frente a cualquier posible relación, quizás perjudicial, entre lo dicho y el valioso y delicado yo que uno tiene ante sí: pues solo eso les importa, y nada más que eso; y mientras que carecen de todo sentido y sentimiento para la verdad y el acierto, o para la belleza, finura y agudeza del discurso ajeno, poseen la más delicada sensibilidad frente a todo lo que, aun de la forma más remota e indirecta, pudiera herir su mezquina vanidad o de algún modo reflejarse perjudicialmente en su yo sumamente precioso; de manera que en su susceptibilidad se asemejan al perro pequeño al que de improviso le pisamos la pata y cuyos gruñidos tenemos luego que oír; o también podemos compararlos con un enfermo cubierto de heridas y magulladuras con el que hemos de evitar cuidadosamente cualquier posible contacto. En algunos la cosa llega tan lejos que toman directamente como una ofensa que en la conversación se manifieste espíritu y entendimiento, o bien que no se oculte lo suficiente, aunque de momento lo disimulan; pero después el novato discurre y cavila en vano pensando cómo ha podido atraer su rencor y su odio. Debido a la misma subjetividad es tan fácil halagarlos y ganárselos. Por eso la mayoría de las veces su juicio está corrompido y no es más que una declaración a favor de su partido o su clase, no un juicio objetivo y justificado. Todo esto se debe a que en ellos la voluntad supera ampliamente el conocimiento y su pequeño intelecto está plenamente al servicio de la voluntad, de la que no se puede liberar un solo instante.
Un grandioso ejemplo de la miserable subjetividad de los hombres, debido a la cual todo lo refieren a sí mismos y desde cada pensamiento vuelven enseguida en línea recta a su yo, lo ofrece la astrologia, que refiere el curso de los grandes cuerpos del universo al miserable yo, a la vez que pone en conexión los cometas en el cielo con los negocios y canalladas terrenas. Pero esto ha pasado en todas las épocas, incluidas las más antiguas (véase, por ejemplo, Stob. Eclog. 1.1, c. 22, 9, p. 478).
27) Cada vez que se dice algo absurdo en público o en la sociedad, o se escribe en literatura, y es bien acogido o al menos no refutado, no debemos desesperarnos y pensar que las cosas se quedan ahí, sino que hemos de saber, para nuestro consuelo, que con posterioridad el asunto será poco a poco rumiado, iluminado, pensado, sopesado, hablado, y en la mayoría de los casos al final se lo juzgará justamente; de modo que, tras un periodo adecuado a la dificultad del tema, al final casi todos comprenderán lo que la mente clara vio enseguida. Mientras tanto hay que tener paciencia. Pues un hombre de cabal inteligencia en medio de necios se asemeja a aquel cuyo reloj funciona bien en una ciudad en la que todos los relojes de torre están mal ajustados. Solo él sabe la hora buena: ¿pero de qué le sirve? Todo el mundo se rige por relojes de ciudades que dan mal la hora, incluso aquellos que saben que su reloj es el único que da la hora buena.
28) Tos hombres se parecen a los niños en que se vuelven malcriados en cuanto se les mima; por eso no se puede ser demasiado complaciente y afectuoso con nadie. Así como por lo regular no perderemos un amigo por denegarle un préstamo pero sí fácilmente por hacérselo, tampoco lo perderemos a causa de una conducta arrogante y algo despectiva, pero será frecuente que ello ocurra como resultado de una complacencia y gentileza excesivas, las cuales le vuelven arrogante e insoportable, con lo que se producirá la ruptura. Pero en especial los hombres no pueden soportar el pensamiento de que se les necesita: la altanería y la insolencia son su acompañamiento inseparable. En algunos esta idea surge en un cierto grado ya por el hecho de que se tenga trato con ellos con alguna frecuencia o porque se les hable en confianza: enseguida pensarán que se les tiene que aguantar todo e intentarán ensanchar los límites de la cortesía. De ahí que sean tan pocos los hombres aptos para algún trato de confianza, y que debamos guardarnos en especial de familiarizarnos \gemein zu machen] con naturalezas inferiores. Pero si uno concibe la idea de que me es más necesario que yo a él, enseguida parece como si yo le hubiera robado algo: él intentará vengarse y recuperarlo. La superioridad en el trato solo se origina si uno no necesita a los otros en ningún modo y manera, y lo hace ver. Por esa razón es aconsejable hacer notar de vez en cuando a todos, sean hombres o mujeres, que podemos prescindir de ellos: eso consolida la amistad; de hecho, en la mayoría de la gente no puede suponer un perjuicio dejar caer de vez en cuando un grano de menosprecio: así dan más valor a nuestra amistad: chi non estima vien stimato (el que no aprecia es apreciado), dice un sutil refrán italiano. Pero si realmente valoramos mucho a uno, no hemos de ocultárselo como si fuera un crimen. Eso no es precisamente agradable, pero es verdad. Apenas soportan los perros la excesiva amabilidad; y para qué hablar de los hombres.
29) Los hombres de más noble especie y dotes superiores delatan, sobre todo en su juventud, una llamativa falta de conocimiento del hombre y de sabiduría mundana, y por eso son fácilmente engañados o, si no, se desconciertan, mientras que las naturalezas inferiores se saben encontrar más rápidamente y mejor en el mundo; todo ello se debe a que, a falta de la experiencia, se ha de juzgar a priori, pero ninguna experiencia se iguala a lo a priori. En efecto, ese a priori se lo proporciona a la gente de clase ordinaria su propio yo, pero no a los nobles y destacados: pues precisamente en cuanto tales, son muy diferentes de los demás. Por eso, al calcular el pensamiento y obrar de estos según el suyo, la cuenta no les sale.
Mas cuando uno ha aprendido por fin a posteriori, es decir, por instrucción ajena y experiencia propia, lo que se puede esperar de los hombres tomados en su conjunto: que aproximadamente las cinco sextas partes de ellos son de una índole moral o intelectual tal, que quien no esté en relación con ellos en virtud de las circunstancias hará mejor en evitarlos de antemano y, en la medida en que lo logre, permanecer al margen de todo contacto con ellos: entonces, aun así, apenas llegará nunca a tener una idea suficiente de su carácter mezquino y miserable, sino que a lo largo de su vida tendrá que ir continuamente ampliándola y completándola, y mientas tanto se equivocará con frecuencia en perjuicio propio. Pero luego, una vez que haya asimilado realmente la enseñanza recibida, a veces se encontrará con que, cuando vaya a parar a una sociedad de hombres que aún no conoce, tendrá que sorprenderse de cómo en su manera de hablar y sus gestos todos ellos parecen completamente razonables, honrados, sinceros, honorables y virtuosos, e incluso también inteligentes e ingeniosos. Pero eso no ha de inducirle a error: pues se debe únicamente a que la naturaleza no hace como los malos poetas, que cuando representan canallas o mentecatos se ponen manos a la obra de forma tan burda y con tan claras intenciones, que de alguna manera se ve detrás de cada uno de esos personajes al poeta desautorizando continuamente sus sentimientos y discurso, y gritando con voz de advertencia: «Este es un canalla, este es un mentecato; no hagáis caso de lo que dice». La naturaleza, en cambio, actúa como Shakespeare y Goethe, en cuyas obras cada personaje, aunque sea el mismo diablo, tiene razón mientras está presente y habla; porque está concebido de forma tan objetiva que nos implicamos en sus intereses y somos forzados a participar con él: pues, como las obras de la naturaleza, está desarrollado a partir de un principio interno en virtud del cual su decir y obrar se presenta como natural y, por lo tanto, como necesario. — Así pues, quien espera que los demonios vayan por el mundo con cuernos y los bufones con cascabeles será siempre su botín o su objeto de juego. A esto se añade además que, en el trato, la gente hace como la luna y los jorobados: solo enseña un lado; e incluso cada cual tiene un talento innato para transformar su fisonomía a través de la mímica en una máscara que representa exactamente lo que en realidad debería ser y que, al estar calculada exclusivamente para su individualidad, se le ajusta y acomoda tan exactamente que el efecto resulta totalmente engañoso. Él se la coloca cada vez que le importa ganarse las simpatías de alguien. Se le debe hacer el mismo caso que si estuviera hecha de tela encerada, teniendo presente el excelente aforismo italiano: non è si tristo cane, che non meni la coda (no hay perro tan enojado que no menee la cola). I En todo caso, debemos guardarnos bien de hacernos una opinión muy favorable de un hombre al que acabamos de conocer; si no, en la mayoría de los casos sufriremos un desengaño para nuestra vergüenza o perjuicio. — Aquí merecen ser tenidas en cuenta las palabras de Séneca: argumenta morum ex minimis quoque licet capere[570] (Ep. 52). Precisamente en las cosas pequeñas, en las que uno no se contiene, es donde muestra su carácter, y con frecuencia podemos observar cómodamente en conductas insignificantes o en simples modales el ilimitado egoísmo carente de la menor consideración con los demás y que después no se desmiente en las cosas importantes, si bien queda larvado. Y no debemos perder tal oportunidad. Cuando uno, en los pequeños y cotidianos acontecimientos y relaciones de la vida, en las cosas en las que rige el de minimis lex non curat[571], se conduce de forma desconsiderada y busca únicamente su provecho o su comodidad en perjuicio de otros; cuando se apropia de lo que es para todos, etc., entonces convenzámonos de que en su corazón no habita justicia alguna, sino que también en las cosas importantes será un infame en cuanto la ley y el poder no le aten las manos; y no le permitamos traspasar nuestra puerta. De hecho, quien rompe sin reparo las leyes de su club también quebrantará las del Estado en cuanto pueda hacerlo sin peligro[572].
Perdonar y olvidar significa tirar por la ventana experiencias adquiridas a alto precio. Si uno con el que nos hallamos en relación o trato nos ha hecho algo desagradable o vejatorio, tenemos que preguntarnos si tiene tanto valor para nosotros como para admitir que nos vuelva a hacer lo mismo o algo peor en otra ocasión y con frecuencia; — o no. En caso afirmativo no habrá mucho que decir al respecto, porque hablar poco ayuda: así pues, tenemos que dejar pasar el asunto, con o sin advertencia, pero debemos saber que con ello estamos pidiendo que se repita. En caso negativo, en cambio, hemos de romper inmediatamente y para siempre con el valioso amigo o, si es un sirviente, deshacernos de él. Pues será inevitable que, llegado el caso, vuelva a hacer exactamente lo mismo, o algo muy parecido, aun cuando él ahora afirme con toda solemnidad y franqueza lo contrario. Todo, todo lo puede uno olvidar excepto a sí mismo, su propia esencia. Pues el carácter es absolutamente incorregible, ya que todas las acciones del hombre fluyen de un principio interno en virtud del cual él, en las mismas circunstancias, tendrá que hacer siempre lo mismo y no podrá actuar de otra manera. Léase mi escrito de concurso acerca de la llamada «libertad de la voluntad» y libérese de esa ilusión. Por eso también reconciliarse con un amigo con el que se había roto es una debilidad que se expía cuando este, a la primera ocasión, vuelve a hacer exactamente lo mismo que provocó la ruptura, e incluso con un descaro aún mayor, en la callada conciencia de que es indispensable. Lo mismo vale de los sirvientes despedidos a los que se readmite. Tampoco, por la misma razón, podemos esperar que uno, en circunstancias distintas, haga lo mismo que antes. Los hombres cambian su ánimo y su conducta con la misma rapidez que sus intereses; de hecho, sus propósitos giran sus letras de cambio a tan corto plazo que uno mismo tendría que ser aún más corto de vista para no protestarlas.
En consecuencia, en el supuesto de que quisiéramos saber cómo actuará uno en una situación en la que pensamos ponerle, no podemos fiarnos de sus promesas y aseveraciones. Pues, aun suponiendo que hablara con franqueza, habla de un asunto que no conoce. Así pues, hemos de calcular su conducta atendiendo exclusivamente a las circunstancias en las que se ha de encontrar y al conflicto de estas con su carácter.
A fin de alcanzar la tan necesaria comprensión clara y profunda de la verdadera y triste condición de los hombres tal como son en su mayoría, resulta sumamente ilustrativo utilizar sus actos y su conducta en la literatura como comentario de sus actos y su conducta en la vida práctica, y vice versa. Eso es muy conveniente para no equivocarse ni sobre uno mismo ni sobre ellos. Pero ningún rasgo de vileza o estupidez con el que topemos en la vida o en la literatura debe convertirse para nosotros en materia de disgusto o enojo sino solo de conocimiento, por cuanto en él vemos una nueva contribución a la caracterización del género humano y como tal lo retenemos. Entonces lo examinaremos más o menos como el mineralogista examina un espécimen muy característico de un mineral. — Existen excepciones, incluso incomprensiblemente grandes, y las diferencias de las individualidades son enormes: pero tomado en su conjunto, y como se ha dicho desde hace tiempo, el mundo va de mal en peor: los animales salvajes se devoran unos a otros y los domésticos se engañan entre sí, y a eso se le llama el curso del mundo. ¿Pues qué son los Estados, con toda su artificiosa maquinaria orientada hacia fuera y hacia dentro y con sus instrumentos de poder, más que dispositivos para poner límites a la ilimitada injusticia de los hombres? ¿No vemos en toda la historia que cada rey, tan pronto como está consolidado y su país goza de alguna prosperidad, utiliza esta para caer con sus tropas como con una banda de ladrones sobre los estados vecinos? ¿No son en el fondo casi todas las guerras invasiones de saqueo? En la temprana Antigüedad, como también en parte de la Edad Media, los vencidos se convertían en esclavos del vencedor, es decir, en el fondo tenían que trabajar para él: pero lo mismo tienen que hacer los que pagan contribuciones de guerra: entregan, en efecto, el rendimiento del trabajo anterior. Dans toutes les guerres il ne s’agit que de voler[573], dice Voltaire; y los alemanes deben darse por avisados.
30) Ningún carácter es tal que pueda abandonarse a sí mismo y marchar por sí solo, sino que todos necesitan ser guiados por conceptos y máximas. Pero si pretendemos llevar esto hasta el extremo de buscar un carácter totalmente adquirido y artificial, no surgido de nuestra naturaleza innata sino de una reflexión racional, entonces pronto encontraremos confirmado el
Naturam expelles furca, tamen usque recurret [574].
En efecto, uno podrá muy bien reconocer una regla para su comportamiento con los demás, incluso descubrirla y formularla con acierto, y sin embargo, en la vida real, infringirla a renglón seguido. No obstante, no debemos dejarnos desalentar por ello y pensar que es imposible guiar nuestra conducta en el mundo por reglas abstractas y máximas, y que, por lo tanto, lo mejor es dejarnos ir. Antes bien, con esto ocurre como con todos los preceptos e indicaciones teóricas para la vida práctica: comprender la regla es lo primero; lo segundo, aprender a ejercitarla. Lo primero se logra con la razón y de una sola vez; lo segundo, con la práctica y progresivamente. Al alumno se le muestran los acordes en el instrumento y las defensas y golpes con el florete: él falla enseguida, pese a los mejores propósitos, y piensa que es poco menos que imposible observar las instrucciones en la rápida lectura de las notas o en el calor de la batalla. Sin embargo, lo aprende poco a poco, con el ejercicio, en medio de tropiezos, caídas y vueltas a levantar. Lo mismo ocurre con las reglas de la gramática al escribir y hablar en latín. No de otro modo se convierte el paleto en cortesano, el colérico, en exquisito caballero, el abierto se hace cerrado y el noble, irónico. No obstante, un autoadiestramiento tal adquirido mediante una larga costumbre actuará siempre como una violencia procedente de fuera a la que la naturaleza nunca deja del todo de resistirse y a veces la rompe de manera inesperada. Pues todo obrar según máximas abstractas es al obrar por inclinación originaria e innata lo que un artefacto humano, acaso un reloj en el que la forma y el movimiento se imponen a una materia extraña a ellos, a un organismo vivo, en el que la forma y la materia están penetradas una por la otra y son una misma cosa. En esta relación del carácter adquirido con el innato se confirma una sentencia del emperador Napoleón: tout ce qui nest pas naturel est imparfait[575], esta es en general una regla que vale de todas y cada una de las cosas, sean físicas o morales, y de la que no se me ocurre más excepción que la que conocen los geólogos: la aventurina[576] natural, que no iguala a la artificial.
Por eso hemos de tener aquí cuidado con cualquier afectación. Esta provoca siempre el menosprecio: en primer lugar, por ser un engaño que, en cuanto tal, es cobarde, ya que se basa en el miedo; en segundo lugar, porque es un juicio de condena de uno mismo por uno mismo, ya que se aparenta ser lo que no se es y lo que, por consiguiente, se considera mejor que lo que uno es. Afectar alguna cualidad, jactarse de ella, es confesar que no se posee. Bien sea de valentía, erudición, espíritu, agudeza, éxito con las mujeres, riqueza, un puesto distinguido o cualquier otra cosa de lo que se fanfarronea, de ahí se puede inferir que eso es justamente de lo que en alguna medida se carece: pues a quien realmente posee de forma plena una cualidad no se le ocurre exponerla y afectarla sino que no tiene a ese respecto preocupación alguna. Este es también el sentido del refrán español: herradura que chacolotea clavo le falta[577]. Desde luego, como se dijo al principio, nadie puede soltar las riendas sin condiciones y mostrarse plenamente como es; porque lo mucho que hay de malo y bestial en nuestra naturaleza requiere ser encubierto: mas esto solo justifica lo negativo, el disimulo, y no lo positivo, la simulación. — También deberíamos saber que la afectación es reconocida incluso antes de que se haga claro lo que uno realmente afecta. Y, por último, a la larga no resulta convincente sino que alguna vez la máscara se cae. Nemo potest personam diu ferre fictam: ficta cito in naturam suam recidunt[578] (Séneca, De clementia 1. I, c. 1).
31) Así como soportamos el peso de nuestro propio cuerpo sin sentirlo igual que sentimos un cuerpo extraño que queremos mover, no notamos los defectos y vicios propios sino solamente los ajenos. — Pero a cambio cada uno tiene en los demás un espejo en el que ve claramente sus propios vicios, defectos, malas costumbres y aspectos repugnantes de todo tipo. Solo que en la mayoría de los casos actúa como el perro, que gruñe frente a un espejo, porque no sabe que se está viendo a sí mismo sino que cree que se trata de otro perro. Quien critica a los demás trabaja en su propia mejora. Así pues, quienes tienen la tendencia y la costumbre de someter a una atenta y aguda crítica, calladamente y para sí mismos, la conducta ajena, las acciones de los demás, trabajan con ello en su propia mejora y perfeccionamiento: pues tendrán la suficiente justicia, o al menos el orgullo y la vanidad necesarios para evitar ellos mismos lo que a menudo censuran con tanta severidad. De los tolerantes vale lo contrario, a saber: hanc veniam damus petimusque vicissim[579]. Ya el Evangelio moraliza bien acerca de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio: pero la naturaleza del ojo lleva consigo que vea hacia fuera y no a sí mismo: de ahí que sea un medio muy apropiado de percatarse de los propios defectos observarlos y censurarlos en los demás. Para nuestra mejora necesitamos un espejo.
También con respecto al estilo y la forma de escribir rige esta regla: quien admira una nueva necedad en ellos, en lugar de censurarla, la imitará. Por eso en Alemania se propagan todas tan rápidamente. Los alemanes son muy tolerantes: se nota. Hanc veniam damus petimusque vicissim es su lema.
32) El hombre de noble especie cree en su juventud que las relaciones esenciales y decisivas, y los vínculos entre los hombres que de ahí surgen, son los ideales, es decir, los que se basan en la afinidad de los sentimientos, del modo de pensar, del gusto, de las capacidades espirituales, etc.: solo más tarde se percata de que son los reales, es decir, los que se basan en algún interés material. En ellos se fundan casi todas las relaciones: e incluso la mayor parte de los hombres no tienen noción de otros vínculos. En consecuencia, cada uno es tomado de acuerdo con su cargo, su oficio, su nación o su familia, es decir, según el puesto y el papel que la convención le ha otorgado: de acuerdo con ellos se le clasifica y se le trata como un producto de fábrica. En cambio, lo que él es en y por sí, es decir, en cuanto hombre, en virtud de sus cualidades personales, solo entra en consideración a voluntad y por lo tanto de forma excepcional, y es dejado de lado e ignorado por todos siempre que les resulte cómodo, o sea, la mayoría de las veces. Pero cuanto mayores sean esas cualidades, menos le gustará aquella clasificación, así que intentará sustraerse a su alcance. Sin embargo, esta se debe a que en este mundo de necesidad y carencia los medios para afrontarlas son siempre lo esencial y, por tanto, lo predominante.
33) Como papel moneda en lugar de la plata, así circulan en el mundo, en lugar del verdadero respeto y la verdadera amistad, las demostraciones externas y los ademanes que los imitan de la forma más natural posible. Pero, por otra parte, también se puede preguntar si realmente hay gente merecedora de aquellos. En todo caso, aprecio más el meneo de la cola de un perro leal que cien demostraciones y ademanes de esa clase.
La amistad verdadera y auténtica presupone una intensa participación, puramente objetiva y totalmente desinteresada, en el placer y el dolor del otro, y esta, a su vez, una identificación real con el amigo. A eso se opone el egoísmo de la naturaleza humana hasta tal punto que la verdadera amistad pertenece a las cosas de las que, como las colosales hidras, no se sabe si son fábulas o existen en alguna parte. Entretanto, existen distintas relaciones entre hombres que en lo fundamental se basan en motivos egoístas encubiertos de diversa índole y que, sin embargo, están mezcladas con un grano de aquella verdadera y auténtica amistad que las ennoblece de tal modo que, en este mundo de imperfecciones, pueden llevar con alguna justicia el nombre de amistad. Se hallan muy por encima de los vínculos cotidianos, los cuales son más bien de tal clase que no volveríamos a dirigir la palabra a la mayoría de nuestros conocidos si oyésemos cómo hablan de nosotros en nuestra ausencia.
La mejor oportunidad de probar la autenticidad de un amigo la tenemos, además de en los casos en que necesitamos una seria ayuda y un sacrificio importante, en el momento en que se le informa de una desgracia que nos acaba de ocurrir. Entonces, en efecto, o bien se dibuja en sus rasgos una verdadera y pura aflicción interior, o bien estos, con su serena calma o con un gesto pasajero, confirmarán la conocida sentencia de Rochefoucauld: dans l’adversité de nos meilleurs amis, nous trouvons toujours quelque chose qui ne nous déplaît pas[580]. Los que usualmente llamamos amigos apenas son capaces en tales ocasiones de reprimir la contracción de una leve y satisfecha sonrisa. — Pocas cosas hay que con tanta seguridad pongan a la gente de buen humor como que se les cuente una importante desgracia que se acaba de sufrir o se les desvele abiertamente una debilidad personal. — ¡Característico! —
La distancia y la larga ausencia perjudican toda amistad, por mucho que nos cueste reconocerlo. Pues los hombres a los que no vemos, aun cuando sean nuestros más queridos amigos, se van secando a lo largo de los años y se convierten en conceptos abstractos, con lo que nuestra participación en ellos se va haciendo meramente racional e incluso tradicional: la participación viva y sentida queda reservada a quienes tenemos ante la vista, aunque sean simplemente animales queridos. Así de sensitiva es la naturaleza humana. Así pues, también aquí se demuestra la sentencia de Goethe:
El presente es un poderoso dios.
(Tasso, acto IV, escena 4)
Los amigos de la casa se llaman así en su mayoría con razón, ya que son más amigos de la casa que del amo, es decir, se parecen más a los gatos que a los perros.
Los amigos se llaman sinceros; los enemigos lo son: por eso deberíamos usar su censura para el autoconocimiento, a modo de amarga medicina.
¿Son escasos los amigos en la necesidad? — ¡Al contrario! Apenas hemos hecho un amigo, y ya se encuentra en necesidad y quiere que le prestemos dinero. —
34) ¡Pero qué novato es el que se figura que mostrar espíritu y entendimiento es un medio de hacerse querer en la sociedad! Antes bien, en una incalculable mayoría aquellos suscitan un odio y un rencor tanto más amargos cuanto quien los siente no está autorizado a denunciar su causa e incluso la oculta ante sí mismo. El proceso detallado es este: si uno observa y siente una gran superioridad espiritual en aquel con quien habla, de forma tácita y sin una clara conciencia llega a la conclusión de que en la misma medida nota y siente el otro su inferioridad y limitación. Este entimema provoca su más amargo odio, rencor y rabia. [Véase en El mundo como voluntad y representación, 3.a ed., vol. II, 256, las palabras que se citan del doctor Johnson y Merck, el amigo de juventud de Goethe.] Con razón dice Gracián: «para ser bien quisto, el único medio vestirse la piel del más simple de los brutos[581]» (véase Oráculo manual, y arte de prudencia, 240 [Obras, Amberes, 1702, P. II, p. 287]). Pero manifestar espíritu y entendimiento es solo una manera indirecta de reprochar a todos los demás su incapacidad y estupidez. Además, la naturaleza vulgar se subleva cuando ve su contraria, y la oculta instigadora de la sublevación es la envidia. Pues, como se puede ver a diario, para la gente la satisfacción de su vanidad es un placer por encima de todos, y que, sin embargo, solo es posible mediante la comparación de sí mismo con los demás. De ninguna preeminencia se siente el hombre tan orgulloso como de la espiritual: solo en ella se basa su primacía sobre los animales[582]. Mostrarle una clara superioridad a ese respecto es por ello el mayor de los atrevimientos. Con ello se siente invitado a la venganza y en la mayoría de los casos buscará la ocasión de llevarla a cabo por la vía de la ofensa, con la cual pasa del ámbito de la inteligencia al de la voluntad, en el que, a este respecto, todos somos iguales. Por eso, mientras que en la sociedad el rango y la riqueza pueden siempre contar con el aprecio, los méritos del espíritu no han de esperarlo en modo alguno: en el mejor de los casos son ignorados; si no, son vistos como una especie de impertinencia o como algo a lo que su poseedor ha llegado de forma ilícita y de lo que ahora tiene la osadía de enorgullecerse; así, todos se proponen calladamente aplicarle a cambio alguna humillación de otro tipo y simplemente esperan la oportunidad para ello. Difícilmente el comportamiento más humilde conseguirá mendigar el perdón por la superioridad espiritual. Sadi dice en el Gulistan (p. 146 de la traducción de Graf): «Sepamos que en el hombre insensato se encontrará un rechazo del hombre inteligente cien veces mayor que la aversión que el inteligente siente por el insensato». — En cambio, la inferioridad de espíritu constituye una verdadera recomendación. Pues lo que es el calor al cuerpo es al espíritu el beneficioso sentimiento de superioridad; de ahí que cada cual se acerque al objeto que se lo augura, tan instintivamente como a la estufa o al rayo del sol. Mas solo es un objeto tal aquel que se encuentra en clara inferioridad: en los hombres, con respecto a las cualidades del espíritu; en las mujeres, con respecto a la belleza. Desde luego, mostrar una clara inferioridad ante algunas personas cuesta ya algún trabajo. Sin embargo, véase con qué cordial amabilidad va una muchacha pasable al encuentro de una fea. La preeminencia corporal no tiene mucha importancia en los hombres, si bien uno se siente más a gusto junto a uno más bajo que junto a uno más alto que él. En consecuencia, entre los hombres se aprecia y busca generalmente a los tontos e ignorantes; entre las mujeres, a las feas: todos ellos obtienen fácilmente la fama de tener buen corazón; porque todo necesita una excusa de su afecto ante sí mismo y ante los demás. Precisamente por eso la superioridad de espíritu en cualquiera de sus formas es una cualidad muy aislada: es rehuida y odiada, y como pretexto para ello se atribuyen a su poseedor toda clase de defectos[583]. Justamente así actúa la belleza entre las mujeres: las muchachas muy bellas no encuentran ninguna amiga, ni siquiera una acompañante. Mejor harán en no aspirar a puestos de dama de compañía, pues ya con su aparición se ensombrece el rostro de la esperanzada nueva ama, que en modo alguno necesita un realce semejante ni para ella ni para su hija. — Lo contrario ocurre, en cambio, con los privilegios del rango; porque estos no actúan a través del contraste y la distancia como los personales, sino a través del reflejo, como los colores del entorno sobre la cara.
35) La mayor parte de nuestra confianza en los demás radica a menudo en la pereza, el egoísmo y la vanidad: en la pereza, cuando, por no investigar, vigilar y actuar nosotros mismos, preferimos confiar en otro; el egoísmo, cuando la necesidad de hablar de nuestros asuntos nos llevan a confiarle algo; vanidad, cuando se trata de algo de lo que nos ufanamos. De todos modos, exigimos que se honre nuestra confianza.
Sin embargo, no debemos enojarnos por la desconfianza: pues en ella se encuentra un cumplido a la honradez, en concreto, el franco reconocimiento de su gran infrecuencia, debido a la cual pertenece a las cosas de cuya existencia se duda.
36) En mi Ética[584], p. 201 [2.a ed., p. 198], he señalado una razón de la cortesía, esa virtud cardinal de los chinos: la otra es la siguiente: es un acuerdo tácito ignorar recíprocamente la miserable índole moral de unos y otros y no dejarla emerger; — de este modo se manifiesta con menor facilidad, para ventaja de ambas partes.
La cortesía es prudencia; por consiguiente, la descortesía es estupidez: hacerse enemigos a causa de ella de forma innecesaria e intencionada es una demencia igual que cuando uno prende fuego a su casa. Pues la cortesía, igual que las fichas, es una falsa moneda de carácter público: ser ahorrativo con ella demuestra falta de sensatez; la liberalidad con ella, en cambio, inteligencia. En todas las naciones se concluyen las cartas con votre très-humble serviteur, — your most obedient servant, — suo devotissimo servo[585]: solamente los alemanes se contienen en lo de «servidor», — ¡porque no es verdad! En cambio, quien practica la cortesía hasta sacrificar intereses reales se asemeja al que da monedas de oro auténticas en vez de fichas. — Así como la cera, dura y quebradiza por naturaleza, con un poco de calor se vuelve tan flexible que adopta cualquier forma, incluso a los hombres obstinados y hostiles se les puede hacer dóciles y complacientes con algo de cortesía y amabilidad. Así que la cortesía es al hombre lo que el calor a la cera.
La cortesía es, desde luego, una difícil tarea en la medida en que exige que mostremos a todo el mundo el mayor respeto, cuando la mayoría no merece ninguno; luego, que simulemos el más vivo interés por ellos, cuando nos hemos de alegrar de no tener ninguno. — Conciliar la cortesía con el orgullo es una obra maestra. —
Las ofensas, que en realidad siempre consisten en manifestaciones de falta de respeto, nos harían perder mucho menos la serenidad si, por una parte, no tuviéramos una imagen exagerada de nuestro alto valor y dignidad, es decir, si no albergáramos un orgullo desmesurado; y, por otra, si tuviéramos claro lo que de ordinario considera y piensa cada cual de los demás. ¡Qué llamativo contraste hay entre la sensibilidad de la mayoría de la gente a la más leve indicación de una crítica que les afecta, y lo que oirían si espiasen la conversación de sus conocidos acerca de ellos! — Deberíamos más bien tener presente que la cortesía habitual no es más que una máscara sonriente: entonces no pondríamos el grito en el cielo si alguna vez se desplazase un poco o fuera quitada durante un momento. Pero cuando alguien se vuelve directamente grosero, es como si se hubiera quitado la ropa y se quedara in puris naturalibus[586]. Por supuesto, y como la mayoría de los hombres en ese estado, tiene entonces un mal aspecto.
37) No debemos tomar a ningún otro como modelo de nuestra conducta; porque la situación, circunstancias y relaciones nunca son las mismas, y porque la diversidad del carácter da al comportamiento un diferente matiz; por eso duo cum faciunt idem, non est idem[587]. Hemos de obrar conforme a nuestro propio carácter, después de una madura reflexión y un penetrante examen. Así pues, también en lo práctico es indispensable la originalidad: sin ella lo que se hace no concuerda con lo que se es.
38) No debemos discutir la opinión de ningún hombre, sino pensar que si pretendiéramos disuadirle de todos los absurdos en los que cree, podríamos alcanzar la edad de Matusalén sin haber terminado.
También debemos abstenernos en la conversación de toda observación correctiva, aunque sea bien intencionada: pues ofender a la gente es fácil; mejorarla, difícil, cuando no imposible.
Cuando los absurdos que hemos de escuchar en una conversación comiencen a irritarnos, tenemos que pensar que se trata de una escena de comedia entre dos necios. Probatum est[588]. — Quien haya venido al mundo para instruirlo seriamente y en las cosas más importantes puede considerarse dichoso si sale ileso.
39) Quien quiera que su juicio encuentre crédito, hable con frialdad y sin apasionamiento. Pues toda vehemencia nace de la voluntad: de ahí que el juicio se atribuya a esta y no al entendimiento, que es frío por naturaleza. En efecto, dado que lo radical en el hombre es la voluntad, mientras que el entendimiento es meramente secundario y añadido, antes se creerá que el juicio ha nacido de la voluntad excitada y no que la excitación de la voluntad haya surgido meramente del juicio.
40) Aunque tengamos todo el derecho a ello, no caigamos en la tentación de elogiarnos a nosotros mismos. Pues la vanidad es una cosa tan usual, y el mérito tan inusual, que siempre que aparentemos elogiamos a nosotros mismos, aunque sea indirectamente, todos apostarán cien contra uno a que lo que habla en nosotros es la vanidad, que carece del suficiente entendimiento para comprender lo ridículo del asunto. — No obstante, y con todo esto, puede que no le falte del todo razón a Bacon de Verulam cuando dice que el semper aliquid haeret[589] vale tanto para la calumnia como para el autoelogio, y por eso recomienda este en dosis moderadas (véase De augmentis scient. Lib. 8, p. 228).
41) Cuando sospechemos que uno miente, hagámonos los crédulos: entonces se envalentonará, mentirá más y se pondrá en evidencia. En cambio, si notamos que se le escapa parte de una verdad que quiere encubrir, hagámonos los incrédulos para que él, provocado por la contradicción, permita que avance la retaguardia de toda la verdad.
42) Hemos de considerar secretos todos nuestros asuntos personales, y permanecer totalmente desconocidos para nuestros amigos en lo que trascienda lo que ellos ven con sus propios ojos. Pues con el tiempo y las circunstancias, su conocimiento de las cosas más inofensivas puede resultarnos perjudicial. — En general, es más conveniente mostrar el propio entendimiento con lo que se calla que con lo que se dice. Lo primero es cuestión de prudencia; lo segundo, de vanidad. La ocasión de ambas se presenta con la misma frecuencia: pero a menudo preferimos la satisfacción efímera que nos brinda la última a la utilidad duradera que aporta la primera. Incluso el alivio interior de hablar alguna vez en voz alta con nosotros mismos, cosa que sienta bien a las personas muy vivaces, deberíamos negárnoslo a fin de que no se convierta en costumbre; porque de ese modo el pensamiento se amiga y se hermana tanto con la palabra que poco a poco también el hablar con los otros se convierte en un pensar en voz alta, cuando la prudencia exige que entre nuestro pensamiento y nuestro hablar se mantenga abierto un amplio abismo.
A veces pensamos que otros no pueden creer algo que nos concierne, cuando a ellos no se les ocurre dudarlo: pero si hacemos que se les ocurra, entonces ellos ya no podrán creerlo. Con frecuencia nos delatamos simplemente porque nos figuramos que es imposible que algo no se nos note; — del mismo modo que nos precipitamos desde una altura por el vértigo, es decir, por pensar que es imposible mantenerse fijo ahí, y que el tormento de seguir allí es tan grande que más vale acortarlo: esa ilusión se llama vértigo.
Por otra parte, debemos saber que la gente, incluso la que en otras cuestiones no delata mucha agudeza, es una excelente algebrista en los asuntos personales de los demás, en los que a través de una sola magnitud dada resuelve el más intrincado problema. Si por ejemplo, se le cuenta un suceso pasado omitiendo todo nombre y toda especial designación de personas, hay que guardarse de introducir cualquier detalle positivo e individual, por nimio que sea, como acaso un lugar o momento, o el nombre de una persona circunstancial, o cualquier otra cosa que aun indirectamente pueda estar conectada con ello: pues con eso tiene una magnitud positivamente dada por medio de la cual su agudeza algebraica resuelve todo lo demás. En efecto, el entusiasmo de la curiosidad es aquí tan grande que, en virtud de él, la voluntad espolea los flancos del intelecto, que es así impulsado a alcanzar los más lejanos resultados. Pues tan insensible e indiferente como es la gente a las verdades generales, así de aficionada es a las individuales.
Conforme a todo ello, la discreción ha sido recomendada por todos los maestros de la prudencia mundana de la forma más encarecida y con los más variados argumentos; de ahí que me baste con lo dicho. Solo quisiera traer a colación algunas máximas árabes que son especialmente eficaces y poco conocidas. «Lo que no debe saber tu enemigo no se lo digas a tu amigo.» — «Si guardo mi secreto, él es mi prisionero: si lo dejo escapar, soy yo su prisionero.» — «Del árbol del silencio cuelga su fruto, la paz.»
43) Ningún dinero se ha empleado con más provecho que aquel que nos han estafado: pues con él hemos comprado inmediatamente prudencia.
44) En lo posible no debemos abrigar animadversión hacia nadie, pero sí hay que tomar buena nota de los procédés[590] de cada cual y conservarlos en la memoria a fin de constatar conforme a ellos su valía, al menos en relación con nosotros, y regular según eso nuestra actitud y comportamiento con él, — convencidos siempre de la inmutabilidad del carácter: olvidar alguna vez un rasgo negativo de un hombre es como tirar el dinero adquirido con dificultad. Así se protege uno de la necia confianza y la necia amistad. —
«No amar ni odiar» contiene la mitad de toda prudencia mundana: «no decir nada ni creer nada», la otra mitad. Desde luego, a un mundo que hace necesarias reglas como esta y la siguiente se le volverá con gusto la espalda.
45) Dejar ver ira u odio en palabras o en gestos es inútil, es peligroso, es imprudente, es ridículo, es vulgar. Así pues, la ira o el odio no se deben mostrar más que en los hechos. Esto último se podrá hacer con perfección tanto mayor cuanto más perfectamente se evite lo primero. — Solo los animales de sangre fría son venenosos.
46) Parler sans accent[591]: esta antigua regla de la gente de mundo tiene el propósito de dejar al entendimiento del otro descubrir lo que se ha dicho: si es lento, antes de que haya terminado uno 498 ya está lejos. En cambio, parler avec accent significa hablar a los sentimientos, y entonces todo resulta al contrario. A algunos, con gesto cortés y tono amistoso, se les pueden decir incluso verdaderos desatinos sin peligro inmediato.
D. REFERENTES A NUESTRA CONDUCTA CON EL CURSO DEL MUNDO Y EL DESTINO
47) Sea cual fuere la forma que adopte la vida humana, sus elementos son siempre los mismos y, por lo tanto, es en esencia siempre la misma: aunque se desarrolle en la cabaña o en la corte, en el convento o el ejército. Por variados que sean sus acontecimientos, sus aventuras, sus fortunas y desdichas, con ella ocurre como con los confites. Son muchas figuras de formas y colores diversos: pero todas están amasadas con una misma pasta; y lo que le sucedió a uno se parece a lo que le ocurrió al otro mucho más de lo que este piensa al oírlo contar. Los acontecimientos de nuestra vida se asemejan también a las imágenes del caleidoscopio, en el que a cada vuelta vemos algo distinto pero en realidad siempre tenemos lo mismo ante los ojos.
48) Existen tres poderes en el mundo, dice un antiguo con gran acierto: σΰνεσνς, κράτος, και τύχη: inteligencia, fuerza y suerte. Yo creo que la última es la preponderante. Pues nuestra vida es comparable al rumbo de un barco. El destino, la τύχη, la secunda aut adversa fortuna[592], desempeña el papel el viento, ya que nos impulsa con gran rapidez o nos hace retroceder; contra él poco pueden hacer nuestros propios esfuerzos y actuaciones. Estos, en efecto, desempeñan el papel de los remos: cuando nos han hecho avanzar un trecho a base de muchas horas de largo trabajo, un repentino golpe de viento nos hace retroceder otro tanto. En cambio, cuando es favorable nos impulsa de tal modo que no necesitamos los remos. Ese poder de la fortuna lo expresa de forma insuperable un refrán español: «Da ventura a tu hijo, y echa lo [sic] en el mar[593]».
Mas el azar es un poder maligno al que hay que abandonarse lo 499 menos posible. ¿Pero quién es entre todos los que dan algo el único que al darlo nos muestra con la máxima claridad que no tenemos ningún derecho a sus dones, que no se los hemos de agradecer a nuestros merecimientos sino exclusivamente a su bondad y su favor, y que justamente de ahí podemos sacar la alegre esperanza de seguir recibiendo humildemente algunos dones inmerecidos? — Es el azar: él, que entiende el arte soberano de hacer evidente que ante su favor y su merced todo mérito es impotente y no vale nada. —
Cuando uno vuelve la vista sobre su vida, cuando contempla el «curso laberínticamente extraviado[594]» de la misma y tiene que ver tanta felicidad frustrada, tanta desgracia arrostrada, es fácil que llegue demasiado lejos en los reproches a sí mismo. Pues nuestro curso vital no es propiamente obra nuestra, sino el producto de dos factores: la serie de los acontecimientos y la serie de nuestras decisiones, que se mezclan entre sí y se modifican mutuamente. A esto se añade además que en ambas nuestro horizonte es siempre muy limitado, por cuanto no podemos predecir con mucha anticipación nuestras decisiones ni aún menos prever los acontecimientos, sino que en realidad solo conocemos bien de ambas el presente. Por eso, mientras el fin está todavía lejano, no podemos ni siquiera ir directamente a él sino solo orientarnos de forma aproximada y por conjeturas, así que con frecuencia hemos de dar rodeos. En efecto, todo lo que podemos hacer es concebir siempre nuestras decisiones conforme a las circunstancias presentes, en la esperanza de tener la suerte de que nos acerque al fin principal. Pues la mayor parte de los acontecimientos y de nuestros propósitos fundamentales son comparables a dos fuerzas que tiran en direcciones opuestas; y la diagonal que de ahí surge es nuestro curso vital. Terencio ha dicho: In vita est hominum quasi cum ludas tesseris: si illud, quod maxime opus est jactu, non cadit, illud quod cecidit forte, id arte ut corrigas[595]; aquí debió tener a la vista alguna especie de tablero de dados. En resumen, podemos decir: el destino baraja las cartas y nosotros jugamos. Pero el mejor ejemplo para expresar mi presente consideración sería el siguiente: en la vida ocurre como en el ajedrez: trazamos un plan: este queda, no obstante, condicionado por lo que tenga a bien hacer en el juego el oponente y, en la vida, el destino. Las modificaciones que con ello sufre nuestro plan son la mayoría de las veces tan grandes que en la ejecución apenas se reconocen algunos rasgos básicos.
Por lo demás, en nuestra vida hay todavía algo que trasciende todo eso. Se trata de una verdad trivial y confirmada con excesiva frecuencia: que a menudo somos más necios de lo que creemos: en cambio, que seamos más sabios de lo que pensamos es un descubrimiento que solo hacen los que se hallan en tal caso, y solo más tarde. En nosotros hay algo más sabio que la mente. En efecto, en los grandes trazos, en los pasos principales de nuestra vida, no obramos tanto por un claro conocimiento de lo justo como por un impulso interno, diríamos que un instinto, que procede de lo profundo de nuestro ser; y luego glosamos nuestra acción conforme a conceptos claros, pero también pobres, adquiridos e incluso prestados, y de acuerdo con reglas generales, ejemplos ajenos, etc., sin ponderar lo suficiente el «lo de uno no es conveniente para todos[596]»: entonces es fácil que nos volvamos injustos con nosotros mismos. Pero al final se muestra quién tenía razón; y solo la vejez felizmente alcanzada es capaz de juzgar el asunto de manera subjetiva y objetiva.
Quizás aquel impulso interior esté dirigido de modo inconsciente por sueños proféticos olvidados al despertar, que precisamente así otorgan a nuestra vida el tono regular y la unidad dramática que no es capaz de darle la conciencia cerebral, tan a menudo oscilante y errática y tan fácilmente indeterminada, y a consecuencia de la cual, por ejemplo, el que está llamado a realizar grandes obras de una clase determinada lo siente ya interna y ocultamente desde la juventud y trabaja para ello como las abejas en la construcción de su panal. Eso es para cada cual lo que Baltasar Gradan llama «la gran sindéresis[597]»: la gran custodia instintiva de sí mismo, sin la cual perece. — Obrar según principios abstractos es difícil y solo se consigue tras mucha práctica, y aun así, no siempre: además es frecuente que tales principios no basten. En cambio, cada cual cuenta con soi ciertos principios concretos innatos que lleva en la sangre y los jugos, ya que son el resultado de todo su pensar, sentir y querer. La mayoría de las veces no los conoce in abstracto sino que únicamente cuando vuelve la mirada sobre su vida se percata de que siempre los ha seguido y ha sido tirado por ellos como por un hilo invisible. Según cómo sean, le conducirán a la felicidad o a la desgracia.
49) Deberíamos tener constantemente a la vista la acción del tiempo y la inconstancia de las cosas, y así, en todo lo que ahora ocurre, imaginar enseguida su contrario: en la felicidad, representarnos vivamente la desdicha; en la amistad, la enemistad; en el buen tiempo, el malo; en el amor, el odio; en la confianza y la confidencia, la traición y el arrepentimiento; y así también en el sentido contrario. Esto proporcionaría una fuente duradera de prudencia mundana, ya que seríamos siempre sensatos y no se nos engañaría tan fácilmente. En la mayoría de los casos lo único que habríamos hecho con ello es anticipar la acción del tiempo. — Pero quizá para ningún conocimiento sea tan indispensable la experiencia como para una correcta evaluación de la inconstancia y el cambio de las cosas. Justo porque todo estado existe necesariamente durante el tiempo en que dura, y por lo tanto con pleno derecho, también cada año, cada mes y cada día parecen como si quisieran mantener el derecho por toda la eternidad. Mas ninguno lo mantiene, y el cambio es lo único permanente. El prudente es aquel a quien la aparente estabilidad no engaña y que prevé además la dirección que tomará el cambio[598]. Por el contrario, el hecho de que, por lo regular, los hombres consideren permanente el estado transitorio de las cosas o el rumbo de su curso se debe a que tienen ante los ojos los efectos pero no comprenden las causas, cuando son estas las que llevan en sí mismas el germen de los cambios futuros; mientras que el efecto, que no existe más que para ellos, no contiene nada al respecto. Ellos se atienen a este y suponen que las causas desconocidas que fueron capaces de producir tal efecto también estarán en condiciones de mantenerlo. Aquí tienen la ventaja de que cuando yerran lo hacen siempre unisono; de ahí que la calamidad que surge como consecuencia de ello sea siempre general, mientras que la cabeza pensante, cuando yerra, lo hace sola. — De paso tenemos aquí una confirmación de mi tesis de que el error nace de inferir la causa a partir del efecto. Véase El mundo como voluntad y representación, volumen I, p. 90 [3.a ed., p. 94].
No obstante, solo debemos anticipar el tiempo en teoría y mediante la previsión de su acción, no en la práctica; en concreto, no de tal modo que nos adelantemos a él reclamando antes de tiempo lo que solo él puede traer. Pues quien haga eso experimentará que no hay un usurero peor y más inflexible que precisamente el tiempo, y que, cuando es obligado a pagar por adelantado, cobra más intereses que cualquier judío. Por ejemplo, con cal viva y calor se puede estimular un árbol de tal modo que en el plazo de pocos días dé hojas, flores y frutos: pero luego muere. — Si el joven pretende ejercitar ya la fuerza generativa del hombre, aunque sea solo algunas semanas, y hacer con diecinueve años lo que fácilmente podría con treinta, el tiempo le dará el pago por adelantado, pero el interés será una parte de las fuerzas de sus años futuros y hasta de su propia vida. — Hay enfermedades de las que uno solo se restablece convenientemente y a fondo dejándoles seguir su curso natural, tras el cual desaparecen por sí mismas sin dejar huella alguna. Pero si se pretende estar sano inmediatamente y ahora, nada más que justamente ahora, también aquí el tiempo dará su pago anticipado: la enfermedad se cura: pero el interés es la debilidad y el mal crónico de por vida. — Si en tiempos de guerra o de agitación uno necesita dinero de inmediato, justo en ese momento, se verá obligado a vender bienes inmuebles o bonos del Estado por un tercio y todavía menos de su valor, valor que obtendría en su totalidad si permitiera al tiempo ejercer su derecho, es decir, si quisiera esperar unos años: pero él obliga al tiempo a darle el anticipo. — O bien uno necesita una suma de dinero para un largo viaje: en el plazo de uno o dos años podría ahorrarlo de su salario. Pero no quiere esperar: así que lo pide prestado o lo toma provisionalmente del capital: es decir, el tiempo tiene que anticiparlo. Su interés es, en ese caso, el desorden producido en la caja, un déficit permanente y creciente del que nunca se librará. — Esa es, pues, la usura del tiempo: sus víctimas son todos los que no pueden esperar. Pretender apresurar el curso del tiempo, que transcurre pausadamente, es la empresa más costosa. Así pues, guardémonos de adeudar intereses al tiempo.
50) Una distinción característica y muy destacada en la vida común entre las mentes vulgares y las sensatas es que aquellas, al meditar y evaluar los posibles peligros, siempre preguntan y consideran únicamente qué sucesos de esa clase han ocurrido ya; estas, en cambio, qué es lo que potencialmente puede ocurrir; con lo que tienen en cuenta que, como dice un refrán español, «Lo que no acaece en un año, acaece en un rato[599]». La diferencia en cuestión es, por supuesto, natural: pues abarcar lo que puede ocurrir requiere entendimiento; lo que ha ocurrido, simple sentido.
Pero sea nuestra máxima: ¡sacrificad los demonios malignos! Es decir, no debemos reparar en un cierto despliegue de esfuerzo, tiempo, incomodidad, formalidades, dinero o privación para cerrar las puertas a la posibilidad de una desgracia: y que cuanto mayor sea esta, menor, más remota e improbable sea aquella posibilidad. La ejemplificación más clara de esa regla es la prima de seguros. Es un sacrificio ofrecido públicamente y por todos en el altar de los demonios malignos.
51) No debemos prorrumpir en gran júbilo o en gran lamento a causa de ningún acontecimiento; por una parte, debido a la variabilidad de todas las cosas, que a cada instante lo puede modificar; y en parte, debido a la índole engañosa de nuestro juicio sobre lo que nos es provechoso o perjudicial; como consecuencia de ella, casi todos nos hemos lamentado alguna vez de algo que después se demostró ser lo mejor para nosotros, o nos hemos alegrado por algo que se convirtió en fuente de nuestros mayores sufrimientos. La disposición que se recomienda contra eso la expresó ya Shakespeare con gran belleza:
I have felt so many quirks of joy and grief
That the first face of neither, on the start,
Can woman me unto it[600].
(All’s well, A. 3, esc. 2)
Pero en general, el que se mantiene tranquilo en todas las desgracias muestra que sabe lo colosales que son y las mil formas que tienen los posibles males de la vida; por eso ve el que entonces le acontece como una parte muy pequeña de lo que podría venir: ese es el ánimo estoico, de acuerdo con el cual nunca se debe estar conditonis humanae oblitus[601], sino tener presente cuán triste y miserable es la suerte de la existencia humana y qué innumerables los males a los que está expuesta; para refrescar este conocimiento solo se necesita echar una mirada alrededor: donde quiera que estemos, pronto tendremos a la vista esa lucha, agitación y tormento por la miserable y estéril existencia que nada reporta. Conforme a ello, moderaremos nuestras pretensiones, aprenderemos a acomodarnos a la imperfección de todas las cosas y estados, y nos enfrentaremos a las desgracias para eludirlas o soportarlas. Pues las desgracias, grandes y pequeñas, son el elemento de nuestra vida: esto deberíamos, pues, tenerlo siempre presente; mas no por ello lamentarnos y hacer muecas como un δύσκολος[602], junto con Beresford[603], por las continuas miseries of human life; y todavía menos in pulicis morsu Deum invocare[604], antes bien, como un ευλαβής[605], llevar la cautela en la prevención y evitación de las desgracias, procedan de los hombres o de las cosas, hasta tal punto y con tanto refinamiento que, al igual que un astuto zorro, evitemos con todo esmero cualquier infortunio grande o pequeño (que la mayoría de las veces no es más que una torpeza encubierta).
El hecho de que una desgracia nos resulte menos difícil de soportar si de antemano la hemos considerado posible y, como se suele decir, nos hemos dispuesto para ella, puede deberse principalmente a que, cuando meditamos tranquilamente el caso como una mera posibilidad antes de que se produzca, contemplamos la extensión de la desgracia claramente y desde todos los puntos de vista, y así conocemos al menos que es limitada y abarcable; como consecuencia de ello, cuando nos afecta realmente ya no puede actuar más que con su verdadera gravedad. En cambio, si no hemos hecho eso sino que nos afecta de improviso, entonces el espíritu horrorizado no puede en el primer momento medir exactamente la magnitud de la desgracia: para él es entonces inabarcable, por lo que es fácil que le parezca inmensa o al menos mayor de lo que realmente es. De manera semejante, la oscuridad y la incertidumbre hacen que cualquier peligro parezca mayor. A esto se añade, por supuesto, que, al mismo tiempo que sobre la desgracia anticipada como posible, hemos reflexionado sobre los consuelos y los remedios para ella, o al menos nos hemos hecho a su idea.
Pero nada nos hace más capaces de soportar tranquilamente las desgracias que nos acontecen, que estar convencidos de la verdad que en mi escrito de concurso Sobre la libertad de la voluntad he deducido y constatado a partir de sus razones últimas; en él, p. 62 [2.a ed., p. 60], se dice: «Todo lo que ocurre, desde lo más grande a lo más pequeño, ocurre necesariamente[606]». Pues el hombre sabe conformarse pronto con lo irremediablemente necesario, y aquel conocimiento le permite considerar todo, incluso lo que se produce por las más extrañas coincidencias, exactamente igual de necesario que lo que ocurre según las reglas más conocidas y de forma totalmente prevista. Remito aquí a lo que he dicho (El mundo como voluntad y representación vol. I, pp. 345 y 346 [3.a ed., p. 361]) acerca del tranquilizador efecto de conocer lo inevitable y necesario. Quien esté penetrado de él primero estará dispuesto a hacer lo que pueda, pero luego, a sufrir lo que sea necesario.
Las pequeñas contrariedades que a todas horas nos molestan pueden considerarse destinadas a que mantengamos la práctica a fin de que en la felicidad no flaqueen las fuerzas para soportar las grandes desgracias. Frente a los fastidios diarios, los pequeños roces en el trato con los hombres, los choques insignificantes, las impertinencias de los demás, los chismorreos y cosas por el estilo, hay que ser un Sigfrido calloso[607], es decir, no sentir nada, y mucho menos tomarse algo a pecho y darle vueltas; antes bien, no dejar que se venga encima nada de eso, darle una patada como a las piedras que se encuentran en el camino, y en modo alguno asumirlo en el interior de la propia reflexión y meditación.
52) Pero lo que la gente denomina usualmente el destino no son la mayoría de las veces más que sus propias necedades. Por eso nunca se puede considerar bastante el bello pasaje de Homero (Il.[íada] XXIII, 313 sqq.) en el que recomienda la μητις[608], es decir, la reflexión prudente. Pues, aunque las malas acciones no se expían hasta el más allá, las necias se expían ya en este mundo; — si bien de vez en cuando puede haber indulgencia.
No aparenta ser terrible y peligroso el que mira con ira sino con prudencia: — pues con certeza el cerebro humano es un arma más temible que las garras del león. —
El perfecto hombre de mundo sería el que no se quedase parado por la indecisión ni cayera en al apresuramiento.
53) Junto con la prudencia, la valentía es una cualidad esencial para nuestra felicidad. Por supuesto, uno no puede darse a sí mismo ni la una ni la otra, sino que hereda aquella de la madre y esta del padre: no obstante, con el propósito y la práctica se puede fomentar lo que se tiene de ellas. En este mundo donde «la suerte se echa férreamente[609]» se necesita un ánimo férreo, acorazado frente al destino y armado frente a los hombres. Pues toda la vida es una lucha, cada paso nos es disputado, y con razón dice Voltaire: on ne réussit dans ce monde qu’à la pointe de l’épée, et on meurt les armes à la main[610]. De ahí que sea un alma cobarde la que tan pronto como se acumulan las nubes, o simplemente se dejan ver en el horizonte, se encoge, se desanima y se lamenta. Antes bien, sea nuestro lema:
Tu ne cede malis, sed contra audentior ito [611].
Mientras siga siendo dudoso el desenlace de un asunto arriesgado, mientras exista la posibilidad de que sea feliz, no debemos pensar en vacilar sino en resistir; igual que no debemos desesperar del tiempo mientras siga habiendo en el cielo un fragmento azul. De hecho, hemos de llegar a decir:
Si fractus illabatur orbis,
Impavidum ferient ruinae[612].
La misma vida en su totalidad, por no hablar de sus bienes, no merece un estremecimiento tan cobarde ni que se encoja tanto el corazón:
Quocirca vivite fortes,
Fortiaque adversis opponite pectora rebus[613].
Sin embargo, también aquí es posible el exceso: pues el valor puede degenerar en temeridad. Una cierta medida de temor es incluso necesaria para nuestra supervivencia en el mundo: la cobardía es simplemente su exceso. Esto lo ha expresado con gran acierto Bacon de Verulam en su explicación etimológica del terror panicus, que deja muy atrás la más antigua de Plutarco (De Iside et Osir. c. 14) que se ha conservado. Él, en concreto, lo deduce de Pan como la naturaleza personificada, y dice: Natura enim rerum omnibus viventibus indidit metum, ac formidinem, vitae atque essentiae suae conservatricem, ac mala ingruentia vitantem et depellentem. Verumtamen eadem natura modum tenere nescia est: sed timoribus salutaribus semper vanos et inanes admiscet: adeo ut omnia (si intus conspici darentur) Panicis terroribus plenissima sint, praesertim humana[614] (De sapientia veterum VI). Por lo demás, lo característico del terror pánico reside en que no es claramente consciente de sus razones, sino que más que conocerlas las supone e incluso, de ser preciso, hace valer directamente el miedo como razón del miedo.
DE LA DIFERENCIA DE LAS EDADES DE LA VIDA
Con gran belleza ha dicho Voltaire:
Qui n’a pas l’esprit de son âge,
De son âge a tout le malheur[615].
Por eso será conveniente que, a la conclusion de estas consideraciones eudemonológicas, echemos un vistazo a los cambios que producen en nosotros las edades de la vida.
A lo largo de toda nuestra vida solo nos percatamos del presente y de nada más. La diferencia es que al comienzo vemos ante nosotros un largo futuro y hacia el final dejamos tras de nosotros un largo pasado; y también que nuestro temperamento, pero no nuestro carácter, pasa por algunas conocidas transformaciones debido a las cuales el presente adquiere cada vez un color diferente. —
En mi obra principal, volumen II, cap. 31, pp. 394 ss. [3.a ed., 449 ss.], he analizado cómo y por qué en la infancia nos comportamos de forma más cognoscente que volente. Precisamente en eso se basa la felicidad del primer cuarto de nuestra vida, debido a la cual queda después tras nosotros como un paraíso perdido. En la infancia tenemos pocas relaciones y escasas necesidades, luego poca excitación de la voluntad: la mayor parte de nuestro ser queda absorbida, pues, por el conocimiento. — El intelecto, al igual que el cerebro, que ya a los siete años alcanza su pleno tamaño, está tempranamente desarrollado aunque no maduro, y busca sin cesar alimento en el mundo de la nueva existencia en la que todo, todo, está barnizado por el estímulo de la novedad. De ahí resulta que nuestros años de infancia son una constante poesía. En efecto, la esencia de la poesía, como de todo arte, consiste en la captación de las ideas platónicas, es decir, de lo que en cada individuo hay de esencial y, por lo tanto, de común a todo el género; de este modo cada cosa aparece como representante de su especie y un caso vale por mil. Aunque parece que en las escenas de nuestros años infantiles siempre estamos ocupados con el objeto o suceso individual de cada momento, y además solamente en la medida en que interesa a nuestro momentáneo querer, en el fondo las cosas son diferentes. En efecto, la vida, en toda su significación, se presenta ante nosotros aún tan nueva, tan fresca, sin que sus impresiones se hayan embotado por la repetición, que nosotros, en medio de nuestra actividad infantil, de forma callada y sin una clara intención estamos siempre ocupados en captar en las escenas y acontecimientos individuales la esencia de la vida misma y los tipos fundamentales de sus formas y representaciones. Vemos todas las cosas y personas, como lo expresa Spinoza, sub specie aeternitatis[616]. Cuanto más jóvenes somos, más representa cada individuo a toda su especie. Esto va decreciendo de año en año: y en ello se basa la gran diferencia de la impresión que sobre nosotros ejercen las cosas en la juventud y en la vejez. De ahí que la experiencia y las relaciones de la niñez y la primera juventud se conviertan después en los tipos y rúbricas fijos de todo conocimiento y experiencia posteriores, algo así como sus categorías, bajo las que subsumimos todo lo que viene después aun sin una clara conciencia[617]. Por consiguiente, ya en los años de la niñez se forma la base firme de nuestra visión del mundo, y, por lo tanto, también su superficialidad o profundidad: después es desarrollada y completada, pero no modificada en lo esencial. Así pues, como consecuencia de esa visión puramente objetiva y poética, que es esencial a los años de infancia y está apoyada en el hecho de que la voluntad ha de tardar todavía en aparecer en su plena energía, cuando de niños somos mucho más cognoscentes que volentes. De ahí la seria mirada contemplativa de algunos niños, que con tanta fortuna ha utilizado Rafael para sus ángeles, sobre todo los de la Madonna de la Capilla Sixtina. Precisamente por eso los años de la infancia son tan dichosos que su recuerdo va siempre acompañado de nostalgia. — Mientras nos dedicamos con tal seriedad a la primera comprensión intuitiva de las cosas, la educación se esfuerza por otro lado en enseñarnos conceptos. Pero los conceptos no proporcionan lo verdaderamente esencial: lo esencial, el fondo y el auténtico contenido de todos nuestros conocimientos, se halla más bien en la captación intuitiva del mundo. Mas esta solo podemos lograrla por nosotros mismos y en modo alguno nos puede ser enseñada. Por eso, al igual que ocurre con nuestro valor moral, tampoco nuestro valor intelectual procede de fuera sino que nace de lo profundo de nuestro propio ser; y ningún arte educativo a lo Pestalozzi[618] puede hacer de un tonto de nacimiento un hombre pensante: ¡nunca! Ha nacido tonto y tonto ha de morir. — La profunda captación del primer mundo externo intuitivo descrita explica también por qué los entornos y experiencias de nuestra niñez se graban tan firmemente en la memoria. En efecto, nosotros nos hemos entregado por entero a ellos sin que nada nos distrajera, y hemos considerado las cosas que estaban ante nosotros como si fueran las únicas de su especie e incluso las únicas existentes en absoluto. Más tarde, la cantidad de objetos ya conocidos exige ánimo y paciencia. — Si ahora recordamos lo que he expuesto en las páginas 372 ss. [3.a ed., pp. 423 ss.] del volumen antes señalado de mi obra principal: que la existencia objetiva de todas las cosas, es decir, su existencia en la mera representación, es algo totalmente alegre, mientras que su existencia subjetiva, consistente en el querer, está fuertemente mezclada de dolor y tribulación, entonces bien podremos admitir como breve expresión del tema la proposición: todas las cosas son magníficas de ver pero terribles de ser[619]. Como consecuencia de lo anterior, en la infancia las cosas nos son conocidas más por el lado del ver, es decir, de la representación, de la objetividad, que del lado del ser, que es el de la voluntad. Dado que aquel es el lado alegre de las cosas pero el subjetivo y terrible sil nos es aún desconocido, el joven intelecto considera todas aquellas formas que le presentan realidad y arte como seres igualmente felices: cree que tan bellos como son de ver, y aún más bellos, lo son de ser. En consecuencia, el mundo se presenta ante él como un Edén: esa es la Arcadia en la que todos hemos nacido. De ahí surge algo después la sed de la auténtica vida, el ansia de hacer y padecer que nos empuja hacia el tumulto del mundo. En este llegamos entonces a conocer el otro lado de las cosas, el del ser, es decir, del querer, que es contrariado a cada paso. Entonces va avanzando poco a poco el gran desengaño, tras cuya aparición se dice: l’âge des illusions est passé[620]: y avanza cada vez más, se va haciendo más completa. Por consiguiente, se puede decir que en la infancia la vida se nos presenta como un decorado teatral visto de lejos; en la vejez, como el mismo decorado visto muy de cerca.
Por último a la felicidad de la infancia contribuye también lo siguiente. Así como al comienzo de la primavera todas las hojas tienen el mismo color y casi la misma forma, también nosotros somos iguales en la primera niñez y por ello armonizamos de modo excelente. Pero con la pubertad empieza la divergencia, que se va haciendo cada vez mayor, como la de los radios de un círculo.
Lo que enturbia y hasta hace infeliz el resto de la primera mitad de la vida que tantas ventajas tiene sobre la segunda, es decir, la juventud, es la persecución de la felicidad, en el firme supuesto de que se tiene que poder encontrar en la vida. De ahí nace la esperanza constantemente frustrada, y de esta, la insatisfacción. Ante nosotros flotan imágenes engañosas de una imprecisa felicidad soñada, bajo formas caprichosamente elegidas; y buscamos en vano su original. De ahí que, en nuestros años jóvenes, estemos la mayoría de las veces insatisfechos con nuestra situación y entorno, sean cuales sean; porque les atribuimos lo que corresponde siempre al vacío y la miseria de la vida humana, que entonces llegamos por vez primera a conocer después de haber esperado cosas totalmente distintas.—Mucho se habría ganado si con una temprana instrucción se pudiera extirpar en la juventud la ilusión de que en el mundo hay mucho que ganar. Pero ocurre lo contrario, por cuanto la mayoría de las veces conocemos la vida antes por la poesía que por la realidad. Las escenas descritas por aquella resplandecen ante nuestra mirada en la aurora de nuestra propia juventud, y nos atormenta el anhelo de verlas hacerse realidad — de agarrar el arco iris. El joven espera que su vida tenga la forma de una interesante novela. Y así surge el engaño que he descrito ya en la p. 374 [3.a ed., pp. 425 s.] del mencionado segundo volumen. Pues lo que otorga su atractivo a todas aquellas imágenes es justamente eso, que son meras imágenes y no son reales, y que por lo tanto, al contemplarlas nos hallamos en la tranquilidad y la plena satisfacción del conocimiento puro. Hacerse real significa colmarse del querer; un querer que origina dolores inevitables. Remito también al lector interesado al pasaje de la página 427 [3.a ed., p. 486] del mencionado volumen.
Si el carácter de la primera mitad de la vida es un anhelo insatisfecho de felicidad, el de la segunda es una preocupación por la desdicha. Pues en ella ha aparecido de forma más o menos clara el conocimiento de que toda felicidad es quimérica, mientras que el sufrimiento es real. De ahí que entonces, al menos los caracteres más racionales, aspiren más a la ausencia de dolor y a un estado de quietud que al placer. — Cuando en mis años jóvenes llamaban a mi puerta, me alegraba: pues pensaba: «Por fin llega». Pero en los años posteriores, mi sensación con el mismo motivo era más bien afín al horror: pensaba: «Vaya, ya llegó». — Igualmente, existen dos sensaciones opuestas con respecto al mundo humano en los individuos destacados y de altas dotes que, justamente en cuanto tales, no pertenecen del todo a él y por ello están más o menos solos según el grado de sus perfecciones: en la juventud tienen con frecuencia la sensación de estar abandonados por él; en los años posteriores, en cambio, la de haber huido de él. La primera, desagradable, se basa en el desconocimiento del mundo; la segunda, agradable, en su conocimiento. — A consecuencia de ello, la segunda mitad de la vida, como la segunda mitad de un periodo musical, contiene menos ambición, pero más tranquilidad que la primera, lo cual se debe en general a que en la juventud se piensa que en el mundo se pueden encontrar una felicidad y un placer prodigiosos, que simplemente son difíciles de alcanzar; mientras que en la vejez se sabe que ahí no hay nada que ganar; y así, completamente tranquilo al respecto, se disfruta un presente soportable e incluso se alegra uno con pequeñeces.
Lo que el hombre maduro ha conseguido con la experiencia de su vida, y lo que le hace ver el mundo de otra manera que el joven y el muchacho, es ante todo la imparcialidad. Él ve las cosas con total simplicidad y las toma por lo que son, mientras que al muchacho y al joven un espejismo compuesto de extravagancias creadas por ellos mismos, prejuicios transmitidos y extrañas fantasías, les oculta o desfigura el verdadero mundo. Pues lo primero que la experiencia encuentra por hacer es liberarnos de las quimeras y los falsos conceptos que se nos han adherido en la juventud. Preservar a la juventud de ellos sería, desde luego, la mejor educación, aunque solo negativa; pero es muy difícil. Con este fin, habría que mantener desde el principio el horizonte del niño lo más estrecho posible pero, al mismo tiempo, introducir en él conceptos claros y correctos; y solo después de que hubiera conocido adecuadamente todo lo depositado en él, ir ampliándolo poco a poco, cuidando siempre de que no quedara nada confuso ni entendido a medias o equivocadamente. Como resultado de ello, sus conceptos de las cosas y de las relaciones humanas seguirían siendo limitados y muy simples, pero a cambio, claros y correctos, de modo que solo necesitarían ser ampliados y no corregidos; y así, hasta llegar a la juventud. Este método requiere en especial que no se permita la lectura de novela alguna sino que se sustituya con biografías adecuadas como, por ejemplo, la de Franklin, el Anton Reiser de Moritz, y otras por el estilo. —
Cuando somos jóvenes, creemos que los acontecimientos y personas importantes y de trascendencia en nuestra vida aparecerán con timbales y trompetas: en la vejez, sin embargo, el examen retrospectivo muestra que se han deslizado en total silencio, por la puerta trasera y casi inadvertidos.
Además, desde el punto de vista considerado hasta aquí, la vida puede compararse a un tejido bordado del que cada cual en la primera mitad de su vida llega a ver el derecho, y en la segunda, el revés: este último lado no es tan bello, pero sí más instructivo, ya que deja conocer la trama de los hilos. —
La superioridad espiritual, incluso la mayor, no hace valer su clara ventaja en la conversación hasta después de los cuarenta años. Pues la madurez de los años y el fruto de la experiencia pueden ser sobrepasados por tal superioridad, pero nunca sustituidos por ella: ellos proporcionan al hombre corriente un cierto contrapeso frente a las fuerzas del gran espíritu mientras este es joven. Me refiero aquí solo a lo personal, no a las obras. —
Cualquier hombre destacado, cualquiera que simplemente no pertenezca a las cinco sextas partes de la humanidad tan tristemente dotadas por la naturaleza, difícilmente quedará después de los cuarenta años libre de un cierto asomo de misantropía. Pues, como es natural, había juzgado a los demás desde sí mismo y se ha ido desengañando poco a poco; ha comprendido que, o bien por el lado de la cabeza o del corazón, y la mayoría de las veces de ambos, ellos se quedarán atrás y no estarán a su nivel; por eso evita gustosamente trabar relaciones con ellos; y en general, cada uno amará u odiará la soledad, es decir, la compañía de sí mismo, según la medida de su propio valor interior. De esta clase de misantropía trata también Kant en la Crítica del juicio, hacia el final de la observación general al § 29 de la primera parte.
Tanto desde el punto de vista intelectual como desde el moral, es una mala señal en un hombre joven que sepa pronto orientarse bien en las actividades de los hombres, que se encuentre en ellas como pez en el agua y, como si estuviera preparado, se incorpore a ellas: es presagio de vulgaridad. En cambio, un comportamiento extrañado, perplejo y torpe a este respecto indica una naturaleza de noble especie.
La alegría y el ánimo de nuestra juventud se basa en parte en que, al marchar monte arriba, no vemos la muerte porque se encuentra al pie del otro lado de la montaña. Mas una vez que hemos alcanzado la cumbre divisamos la muerte, que hasta entonces solo conocíamos de oídas, en su realidad; con ello, y puesto que al mismo tiempo comienza a declinar la fuerza vital, también decrecen los ánimos, de modo que la desbordante alegría de la juventud queda desbancada por una lúgubre seriedad que se expresa también en el rostro. Mientras somos jóvenes, por mucho que se nos diga, consideramos la vida infinita y manejamos el tiempo como si fuera infinito. Cuanto mayores nos hacemos, más economizamos nuestro tiempo. Pues en la edad avanzada cada día vivido provoca una sensación afín a la que tiene un delincuente a cada paso que le conduce al patíbulo.
Desde el punto de vista del joven, la vida es un futuro infinitamente largo; desde el punto de vista del anciano, un pasado muy breve; de modo que al inicio se nos presenta como las cosas cuando se coloca en los ojos la lente de los gemelos de ópera, y al final, como cuando se coloca el ocular. Hay que hacerse viejo, es decir, haber vivido mucho, para saber lo corta que es la vida. — El tiempo mismo tiene en nuestra juventud una marcha mucho más lenta; de ahí que la primera cuarta parte de nuestra vida no solo sea la más feliz sino también la más larga, de manera que deja atrás muchos más recuerdos, y todos, llegado el caso, podrían contar más de ella que de dos de las siguientes. E incluso, como en la primavera del año, también en la de la vida los días son de una penosa longitud. En el otoño de ambos se vuelven cortos, pero más alegres y consistentes.
Cuando la vida llega a su fin, no se sabe dónde se ha quedado. ¿Pero por qué en la vejez vemos tan corta la vida que hemos dejado atrás? Porque la consideramos tan corta como el recuerdo de ella. De él, en efecto, se ha excluido todo lo irrelevante y muchas cosas desagradables, por lo que poco ha quedado. Pues, así como nuestro intelecto en general es muy imperfecto, también la memoria: lo aprendido ha de practicarse y el pasado rumiarse, si ambos no han de precipitarse poco a poco en el abismo del olvido. Mas nosotros no solemos rumiar lo irrelevante, y la mayoría de las veces tampoco lo desagradable, lo cual sería necesario para 5ié conservarlo en la memoria. Pero de lo insignificante habrá cada vez más: pues con la frecuente e interminable repetición, muchas cosas que al principio nos parecían importantes se irán volviendo irrelevantes; por eso recordamos mejor los primeros años que los posteriores. Cuanto más vivimos, menos acontecimientos nos parecen lo bastante importantes o significativos como para reflexionar después sobre ellos, única forma esta en la que se podrían fijar en la memoria: son, pues, olvidados en cuanto han pasado. Así transcurre el tiempo siempre sin dejar huella. — Además, sobre las cosas desagradables no reflexionamos de buen grado, sobre todo cuando ello hiere nuestra vanidad, lo cual es casi siempre el caso; porque pocos sufrimientos nos han afectado sin culpa ninguna por nuestra parte. Por eso se olvidan también muchas cosas desagradables. Son ambas pérdidas las que hacen nuestro recuerdo tan exiguo, y proporcionalmente más cuanto mayor es su materia. Como los objetos de la orilla se van haciendo más pequeños, irreconocibles y difíciles de distinguir a medida que nos vamos alejando de ellos en el barco, lo mismo ocurre con nuestros años pasados con sus vivencias y sus acciones. A eso se añade que a veces el recuerdo y la fantasía nos representan una escena de nuestra vida ocurrida hace tiempo con tanta vivacidad como el día de ayer, por lo que nos resulta muy cercana: esto se debe a que nos es imposible imaginar el largo tiempo transcurrido entre entonces y ahora, ya que no se puede abarcar en una imagen y además los acontecimientos de ese intervalo se han olvidado en su mayor parte y solo queda de ellos un conocimiento general in abstracto, un simple concepto y ninguna intuición. De ahí que lo que ocurrió hace tiempo nos parezca en detalle tan próximo como si acabara de ocurrir ayer, mientras que el tiempo que se halla en medio desaparece y toda la vida se representa como inconcebiblemente corta. En la vejez incluso el largo pasado que tenemos detrás, y con él nuestra propia edad, pueden a veces parecemos ilusorios durante un instante; esto se debe principalmente a que sobre todo seguimos teniendo ante nosotros el mismo presente inmóvil. Semejantes procesos internos se basan en último término en que no es nuestro ser en sí sino únicamente su fenómeno el que se halla en el tiempo, y en que el presente es el punto de contacto entre objeto y sujeto. — ¿Y por qué a su vez en la juventud uno ve la vida que tiene aún por delante tan inmensamente larga? Porque ha de tener lugar para las ilimitadas esperanzas de las que está lleno, y para cuya realización Matusalén moriría demasiado joven; luego, porque como medida se toman los pocos años que se tienen detrás y cuyo recuerdo está lleno de contenido, por lo tanto es largo, ya que la novedad hace que todo parezca importante; por eso después se sigue rumiando, es decir, se repite en el recuerdo y así se graba en él.
A veces creemos añorar un lugar remoto cuando en realidad solo añoramos el tiempo que hemos vivido allí, en el que éramos jóvenes y frescos. Así nos engaña el tiempo bajo la máscara del espacio. Si viajamos allí, nos percatamos del engaño. —
Para alcanzar una edad avanzada, bajo el supuesto de una constitución sin defectos como conditio sine qua non, existen dos caminos que se pueden explicar con la combustión de dos lámparas: una arde durante mucho tiempo porque, teniendo poco aceite, tiene una mecha muy fina; la otra, porque teniendo una mecha gruesa, también tiene mucho aceite: el aceite es la fuerza vital; la mecha, el uso de la misma en cualquiera de sus formas.
Con respecto a la fuerza vital, hasta los treinta y seis años somos comparables a quienes viven de las rentas: lo que hoy se gasta mañana vuelve a estar ahí. Pero a partir de ese punto nos asemejamos a un rentista que comienza a tocar su capital. Al principio la cosa no es apreciable: la mayor parte del gasto se restituye siempre por sí solo: un pequeño déficit no se nota. Pero este crece progresivamente, se va notando y su incremento es cada día mayor: se extiende cada vez más, cada hoy es más pobre que el ayer, sin esperanza de que el proceso se detenga. Así se aceleran cada vez más las pérdidas como la caída de los cuerpos, — hasta que al final no queda nada. Un caso sumamente triste se da cuando los dos factores aquí comparados, la fuerza vital y la propiedad, se funden simultáneamente: precisamente por eso en la vejez crece el amor sis por las posesiones. — En cambio, al principio, hasta la mayoría de edad o incluso más allá, en lo que respecta a la fuerza vital nos parecemos a los que todavía incorporan al capital algo de los intereses: no solo se restablece por sí mismo lo gastado sino que el capital crece. Y a su vez también ocurre en ocasiones eso con el dinero, gracias a la vigilancia de un tutor honrado. ¡Oh, feliz juventud! ¡Oh, triste vejez! —No obstante, se deben tratar con cuidado las fuerzas de la juventud. Aristóteles observa (Polit. 1. últ. c. 5) que de los campeones olímpicos solo dos o tres habían vencido una vez siendo muchachos y después siendo hombres; porque con el esfuerzo temprano que requiere el entrenamiento preparatorio, las fuerzas se agotan de tal modo que fallan después en la edad adulta. Esto vale de la fuerza muscular y aún más de la nerviosa, cuya manifestación son todas las producciones intelectuales: por eso los ingenia praecocia, los niños prodigio, los frutos de una educación de invernadero que como muchachos provocan admiración, se convierten después en mentes muy corrientes. Incluso puede que el empeño temprano y forzado en el aprendizaje de las lenguas antiguas tenga la culpa del posterior entumecimiento y falta de juicio de tantas mentes eruditas.
He observado que el carácter de casi todos los hombres parece adecuarse preferentemente a una edad de la vida, de modo que es en ella donde produce mejor efecto. Algunos son amables jovencitos, y luego se acabó; otros son hombres fuertes y activos a los que la vejez les roba toda su valía; algunos hacen su mejor efecto en la vejez, en la que son dulces por ser experimentados y tranquilos: esto ocurre con frecuencia con los franceses. La cuestión ha de deberse a que el carácter mismo tiene en sí algo de juvenil, de adulto o de viejo, con lo que cada edad de la vida concuerda con él o se le contrapone como un correctivo.
Así como cuando nos encontramos en un barco solo notamos el avance en que los objetos de la orilla retroceden y se hacen más pequeños, también nos percatamos de que nos vamos haciendo mayores en que la gente de más edad nos parece joven.
Ya antes se ha explicado cómo y por qué todo lo que vemos, hacemos y vivimos va dejando menos huella en el espíritu cuanto más viejos nos hacemos. En ese sentido, se podría afirmar que únicamente en la juventud vivimos con plena conciencia; en la vejez, solo con la mitad de ella. Cuanto mayores nos hacemos, con menos conciencia vivimos. Las cosas pasan rápidamente sin hacer impresión alguna, como no la hace la obra de arte que se ha visto mil veces: se hace lo que se tiene que hacer y después no se sabe si se ha hecho. Así pues, al hacerse la vida más inconsciente, y cuanto más se apresura hacia la inconsciencia total, su curso se hace más rápido. En la niñez, la novedad de todos los objetos y acontecimientos hace que todo se lleve a la conciencia: por eso el día es inmensamente largo. Lo mismo nos ocurre en los viajes, donde precisamente por eso un mes nos parece más largo que cuatro en casa. Sin embargo, esa novedad de las cosas no impide que en ambos casos ese tiempo que parece más largo con frecuencia «se alargue» realmente en ambos, más que en la vejez y más que en casa. Pero, poco a poco, al acostumbrarse durante largo tiempo a las mismas percepciones, el intelecto se vuelve tan refinado que todas ellas se deslizan cada vez más por él sin surtir efecto; entonces los días se van haciendo más irrelevantes y con ello más cortos: las horas del muchacho son más largas que los días del anciano. Por consiguiente, el tiempo de nuestra vida tiene un movimiento acelerado como el de una esfera que rueda hacia abajo; y así como en un disco que gira cada punto marcha más veloz cuanto más alejado está del centro, también para cada cual el tiempo transcurre más rápido cuanto más distante se halla del comienzo de la vida. En consecuencia, se puede admitir que en la evaluación inmediata de nuestro ánimo, la longitud de un año está en proporción inversa al cociente de este dividido por nuestra edad: cuando, por ejemplo, el año supone una quinta parte de nuestra edad, nos parece diez veces más largo que cuando constituye una quincuagésima parte. Esa diferencia en la velocidad del tiempo tiene la más decisiva influencia sobre nuestra forma de existencia en cada edad. Ante todo es causa de que la edad infantil, aun comprendiendo solo unos quince años, sea sin embargo la época más larga de la vida y por ello la más rica en recuerdos; y después, de que estemos sometidos al aburrimiento en proporción inversa a nuestra edad. Los niños necesitan continuamente entretenerse, sea jugando o trabajando; si dejan de hacerlo, son al instante víctimas de un terrible aburrimiento. También los jóvenes están aún en gran medida sometidos a él y ven con temor las horas vacías. Pero en la edad adulta el aburrimiento desaparece cada vez más: para los ancianos el tiempo es siempre demasiado breve y los días pasan como un rayo. Se entiende aquí que hablo de hombres y no de reses envejecidas. En virtud de esa aceleración del curso del tiempo, en la edad avanzada el aburrimiento desaparece en la mayoría de los casos; y dado que, por otra parte, también han enmudecido las pasiones con su tormento, la carga de la vida es, tomada en su conjunto, realmente menor que en la juventud, siempre y cuando se haya conservado la salud: por eso al periodo que precede a la aparición de la debilidad y los achaques de la vejez avanzada se le llama «los mejores años». En relación con nuestro bienestar puede que lo sean realmente: sin embargo, a los años jóvenes, en los que todo hace impresión y todo se presenta vivamente en la conciencia, les queda la ventaja de ser el tiempo fructífero para el espíritu, su floreciente primavera. En efecto, las verdades profundas solo se pueden contemplar, no calcular; es decir, su primer conocimiento es inmediato y está suscitado por la impresión momentánea: en consecuencia, solo puede darse mientras esta es fuerte, vivaz y profunda. Por consiguiente, todo depende a este respecto del uso de los años de juventud. En los años posteriores podemos ejercer mayor influencia en otros e incluso en el mundo; porque nosotros mismos estamos ya completos y acabados, y no nos hallamos ya vinculados a la impresión: pero el mundo influye menos en nosotros. Esos años son, por lo tanto, el tiempo de actuar y producir; aquellos, en cambio, el de la captación y el conocimiento primigenios.
En la juventud predomina la intuición; en la vejez, el pensamiento: de ahí que aquel sea el tiempo de la poesía y este más el de la filosofía. También en la práctica durante la juventud nos determinamos por lo intuido y su impresión; en la vejez, solo por el pensamiento. Esto se debe en parte a que solo en la vejez han existido casos intuitivos en número suficiente y se han subsumido en 521 conceptos, a fin de proporcionar a estos pleno significado, contenido y crédito, y al mismo tiempo, por medio de la costumbre, moderar la impresión de la intuición. En cambio, en la juventud, en especial en las mentes vivas y dotadas de fantasía, predomina tanto la impresión de lo intuitivo, y con ella también la cara externa de las cosas, que ven el mundo como un cuadro; por eso les interesa principalmente cómo figuran en él y qué efecto hacen — más que cómo se sienten interiormente en él. Esto se muestra ya en la vanidad personal y la coquetería de los jóvenes.
La máxima energía y la más alta tensión de las fuerzas espirituales se da, sin duda, en la juventud, lo más tarde hasta los treinta y cinco años: a partir de entonces disminuye, aunque muy lentamente. Pero los años posteriores, incluso la vejez, no carecen de compensación espiritual por ello. Es entonces cuando la experiencia y la erudición se han hecho verdaderamente ricas: se ha tenido tiempo y ocasión de examinar y pensar las cosas en todos sus aspectos, se ha confrontado todo con todo y se han descubierto los correspondientes puntos de contacto y nexos de unión; con lo cual por primera vez se comprenden entonces las cosas en sus relaciones. Todo se ha clarificado. Por eso, incluso lo que se sabía ya en la juventud, se sabe entonces con profundidad mucho mayor, porque para cada concepto se tienen muchas más pruebas: lo que en la juventud se creía saber en la vejez se sabe realmente, aparte de que se sabe realmente mucho más y se posee un conocimiento examinado en todos los aspectos y verdaderamente coherente; mientras que en la juventud nuestro saber es siempre defectuoso y fragmentario. Solo quien llega a viejo alcanza una completa y adecuada representación de la vida, abarcándola en su totalidad y en su curso natural, pero, en particular, no desde su entrada, como los demás, sino también desde su salida; y entonces conoce plenamente y en especial la nihilidad de aquella, mientras que los demás están todavía inmersos en la ilusión de que lo bueno ha de llegar aún. Por el contrario, en la juventud hay más concepción; por eso, con lo poco que entonces se conoce se está en condiciones de hacer más: pero en la vejez hay más juicio, penetración y profundidad. La materia de sus conocimientos propios, de sus ideas originales, es decir, aquello que un espíritu privilegiado está destinado a ofrecer al mundo, se reúne ya en la juventud: pero hasta los años posteriores no dominará su materia. Conforme a ello, encontraremos que en la mayoría de los casos los grandes autores han producido sus obras maestras en torno a los cincuenta años. Sin embargo, la juventud sigue siendo la raíz del árbol del conocimiento, aunque solamente la copa dé frutos. Pero así como toda época, aun la más miserable, se considera más sabia que la que le precede y las anteriores, lo mismo ocurre con las edades de la vida del hombre: mas ambas se equivocan con frecuencia. En los años del crecimiento corporal, en los que también crecemos a diario en fuerzas espirituales y conocimientos, se acostumbra a mirar el hoy con menosprecio del ayer. Esta costumbre arraiga y se mantiene también cuando ha aparecido la decadencia de las fuerzas espirituales y el hoy debería más bien mirar el ayer con veneración; por eso a menudo apreciamos demasiado poco tanto las producciones como los juicios de nuestros años jóvenes[621].
En general hay que observar aquí que, aunque también el intelecto o la cabeza es, como el carácter o el corazón del hombre, innato en sus cualidades fundamentales, no permanece tan invariable como este, sino que está sometido a algunas transformaciones que incluso en su conjunto se producen de manera regular; porque en parte se deben a que tiene un fundamento físico y, en parte, a que su materia es empírica. Así su propia fuerza experimenta un crecimiento progresivo hasta alcanzar el acmé, y luego una progresiva decadencia hasta llegar a la imbecilidad. Pero, por otro lado, la materia que mantiene todas esas fuerzas ocupadas y en actividad, es decir, el contenido del pensamiento y el saber, la experiencia, los conocimientos, la práctica y con ello la plenitud de la inteligencia, es una magnitud en continuo crecimiento, más o menos hasta la aparición de la clara debilidad, que hace caer todo. El hecho de que el hombre esté compuesto de una parte absolutamente inmutable y otra que cambia de forma regular y de dos formas opuestas explica la diversidad de su fenómeno y de su validez en las distintas edades de la vida.
En sentido amplio se puede decir también: los primeros cuarenta años de la vida proporcionan el texto; los treinta siguientes, el comentario que nos enseña a comprender el verdadero sentido y conexión del texto, junto con la moral y todos los matices del mismo.
Hacia el final de la vida ocurre como al término de un baile de máscaras, cuando se levantan los antifaces. Entonces se ve quiénes han sido realmente aquellos con quienes uno estuvo en contacto durante el curso de su vida. Pues los caracteres se han puesto de manifiesto, los hechos han dado sus frutos, las obras han recibido su justo aprecio y todas las imágenes engañosas se han desmoronado. Para todo eso, en efecto, hacía falta tiempo. — Pero lo más extraño es que uno ni siquiera llega a conocerse verdaderamente y a comprenderse a sí mismo, sus propios fines y objetivos, hasta el final de la vida, sobre todo en lo que respecta a su relación con el mundo, con los demás. A menudo, aunque no siempre, uno habrá de asignarse un puesto inferior al que antes había supuesto; a veces, uno superior; esto último se debe a que no se había tenido una noción suficiente de la bajeza del mundo, por lo que puso su fin más alto que él. Uno se entera de pasada de cuál es su índole.
Se suele denominar la juventud la época más feliz de la vida, y la vejez, la más triste. Eso sería verdad si las pasiones nos hicieran felices. La juventud es arrastrada por ellas aquí y allá, con pocas alegrías y muchas penas. Pero dejan tranquila la fría vejez, que adquiere entonces un matiz contemplativo: pues el conocimiento se hace libre y alcanza el primado. Y dado que este es en sí mismo indoloro, la conciencia se vuelve más feliz cuanto más predomina en ella. En la vejez se saben prevenir mejor las desgracias; en la juventud, soportarlas. Solo hace falta considerar que todo placer es de naturaleza negativa y el dolor de naturaleza positiva, para comprender que las pasiones no pueden dar la felicidad y que la vejez no ha de lamentar que algunos placeres le estén vedados. Pues todo placer es siempre un simple acallamiento de una necesidad: el hecho de que con esta desaparezca aquel es tan poco lamentable como que uno no pueda seguir comiendo después del postre y que haya de permanecer despierto después de haber dormido toda la noche. Con mejor acierto considera Platón (en la Introducción a la República) que la vejez es feliz por cuanto está por fin liberada del instinto sexual que hasta entonces nos inquieta incesantemente. Incluso se podría afirmar que los múltiples e interminables caprichos que genera el instinto sexual, así como los afectos que de ellos nacen, alimentan en el hombre una locura benigna permanente mientras se halla bajo el influjo de aquel instinto o de aquel demonio por el que está siempre poseído; de modo que, tras liberarse de él, se vuelve totalmente racional. Pero es cierto que, en general y al margen de todas las circunstancias y estados individuales, es propia de la juventud una cierta melancolía y tristeza, y de la vejez, una cierta alegría: y la razón no es otra sino que la juventud está aún bajo el dominio y hasta la servidumbre de aquel demonio, que no le concede fácilmente una hora libre y que es al mismo tiempo el autor directo o indirecto de casi todas y cada una de las calamidades que afectan o amenazan al hombre: pero la vejez posee la alegría de quien se ha librado de una cadena largamente soportada y ahora se mueve libre. — Mas, por otro lado, se podría decir que, tras extinguirse el instinto sexual, se destruye el verdadero núcleo de la vida y solo queda la cáscara, y que de hecho la vida se asemeja a una comedia que comenzó siendo representada por hombres y terminó con autómatas vestidos con sus ropas.
Sea como fuere, la juventud es el tiempo de la intranquilidad; la vejez, el de la tranquilidad: ya de ahí se puede inferir su respectivo bienestar. El niño alarga las manos ávidamente, a lo lejos, hacia todo lo que ve ante él con tan variados colores y formas: pues eso le estimula, ya que su sensorio es todavía joven y fresco. Lo mismo ocurre, con mayor energía, en el joven. También él es estimulado por el variopinto mundo y sus múltiples formas: enseguida su fantasía saca de ahí más de lo que el mundo le puede proporcionar. Por eso está lleno de una avidez y un anhelo de lo indeterminado que le quitan la tranquilidad, sin la cual no hay felicidad alguna. Mientras que el joven cree que es prodigioso lo que se podría ganar en el mundo con solo saber dónde, el viejo está penetrado del «todo es vanidad» del Eclesiastés[622] y sabe que todas las nueces están vacias por muy recubiertas de oro que se hallen. Pues en la vejez todo se ha calmado; por una parte, porque la sangre es más fría y la irritabilidad del sensorio se ha hecho menor; por otra, porque la experiencia nos ha abierto los ojos sobre el valor de las cosas y el contenido de los placeres, con lo que nos hemos librado poco a poco de las ilusiones, quimeras y prejuicios que antes ocultaban y desfiguraban la libre y pura visión de las cosas; de manera que entonces conocemos todo de forma más correcta y clara, y lo tomamos por lo que es, llegando también en mayor o menor medida a comprender la nihilidad de todas las cosas terrenas. Eso es precisamente lo que da a casi todos los ancianos, incluso los de capacidades muy normales, un cierto viso de sabiduría que les distingue ante los más jóvenes. Pero es principalmente eso lo que ha originado toda tranquilidad espiritual: mas esta es un componente importante de la felicidad; en realidad es incluso su condición y su esencia.
Se cree que la suerte de la vejez es la enfermedad y el aburrimiento. La primera no es en absoluto esencial a la vejez, sobre todo si esta ha de prolongarse mucho: pues crescente vita, crescit sanitas et morbus[623]. Y por lo que al aburrimiento respecta, ya antes he mostrado por qué la vejez está incluso menos expuesta a él que la juventud: tampoco es este un acompañante necesario de la soledad a la que, por razones obvias, la vejez nos conduce; solo es tal para aquellos que no han sido capaces de más placeres que los sensibles y sociales, y han dejado sin enriquecer su espíritu y sin desarrollar sus capacidades. Ciertamente, en la edad avanzada también disminuyen las capacidades del espíritu: pero donde hubo muchas, siempre quedarán las suficientes para luchar contra el aburrimiento. También, como antes se mostró, con la experiencia, los conocimientos, la práctica y la reflexión aumenta la correcta inteligencia, el juicio se agudiza y se clarifican las relaciones; en todas las cosas se va ganando cada vez mayor visión sintética de conjunto: y así luego, mediante combinaciones siempre nuevas de los conocimientos acumulados y la ocasional ampliación de los mismos, sigue desarrollándose en todos los aspectos la propia formación interna que ocupa, satisface y recompensa el espíritu. Con todo ello se compensa en cierto grado el mencionado declive. Además, como se dijo, en la vejez el tiempo pasa más rápido, lo cual contrarresta el aburrimiento. La disminución de las fuerzas corporales perjudica poco, si no se necesita de ellas para vivir. La pobreza en la vejez es una gran desgracia. Si se la ha conjurado y se ha mantenido la salud, la vejez puede ser una parte muy llevadera de la vida. La comodidad y la seguridad son sus requisitos principales: de ahí que en la vejez se ame el dinero más que antes, ya que es el sustituto de las fuerzas que faltan. Abandonado por Venus, uno buscará alguna alegría en Baco. En lugar de la necesidad de ver, de viajar y de aprender ha surgido la necesidad de enseñar y de hablar. Pero es una suerte que al anciano le haya quedado aún el amor a su estudio, a la música, al teatro, y en general una cierta sensibilidad a lo exterior, como en efecto persiste en algunos hasta la edad más avanzada.
Solo en la vejez tardía alcanza el hombre verdaderamente el nil admirari[624] de Horacio, es decir, la inmediata, sincera y firme convicción de la vanidad de todas las cosas y de la futilidad de toda la magnificencia del mundo: las quimeras han desaparecido. El hombre no se hace ya la ilusión de que en alguna parte, sea en un palacio o en una choza, habita una especial felicidad, mayor de la que en esencia goza cuando está libre de dolores corporales o espirituales. Lo grande y lo pequeño, lo distinguido y lo ordinario según la medida del mundo no son ya diferentes para él. Eso da al anciano una especial tranquilidad de ánimo con la que contempla sonriente las bufonadas del mundo. Está totalmente desengañado y sabe que la vida humana, se haga lo que se haga para engalanarla y adornarla, pronto se trasluce en su indigencia a través de todas esas baratijas de feria y, al margen de cómo se la coloree y atavíe, siempre sigue siendo en esencia lo mismo: una existencia cuyo verdadero valor siempre se ha de estimar únicamente por la ausencia de dolores, y no por la presencia de placeres, y aún menos de esplendor (Hor. Epist. 1. I, 12, v. 1-4)[625]. El rasgo de carácter fundamental de la vejez avanzada es el desengaño: se han desvanecido las ilusiones que hasta entonces otorgaban su estímulo a la vida y su acicate a la actividad; se ha conocido la nihilidad y el vacío de todas las magnificencias del mundo, sobre todo de la pompa, el esplendor y la grandeza aparente; se ha experimentado que tras la mayoría de las cosas deseadas y los placeres ansiados se esconde muy poco, y así se ha llegado paulatinamente a conocer la gran pobreza y vacuidad de toda nuestra existencia. Hasta los setenta años no se entiende del todo el primer versículo del Eclesiastés[626]. Mas eso es también lo que da a la vejez un cierto toque melancólico. — Lo que uno «tiene en sí mismo» nunca le favorece más que en la vejez.
Por supuesto, la mayoría de los hombres, que siempre fueron obtusos, en la vejez avanzada se convierten cada vez más en autómatas: piensan, dicen y hacen siempre lo mismo, y ninguna impresión externa es ya capaz de cambiar algo o de suscitar algo nuevo en ellos. Hablar a tales ancianos es como escribir en la arena: la impresión se borra casi de inmediato. Una vejez de esa clase es, desde luego, el simple caput mortuum[627] de la vida. — La aparición de la segunda niñez en la postrera vejez parece quererla simbolizar la naturaleza con la tercera dentición que en casos raros se produce en esa época.
Es, desde luego, muy triste que, al avanzar la edad, disminuyan las fuerzas, y cada vez más: pero es necesario y hasta beneficioso; porque si no, la muerte, cuyo terreno prepara la vejez, sería demasiado dura. Por eso la mayor ganancia que reporta el alcanzar una edad muy avanzada es la eutanasia, una muerte fácil, no precedida de ninguna enfermedad ni acompañada de agonía, no sentida en absoluto; una descripción de la misma se encuentra en el segundo volumen de mi obra principal, capítulo 41, p. 470 [3.a ed., p. 534][628].
Por mucho que se viva, nunca se posee más que el presente indivisible: el recuerdo pierde a diario con el olvido más de lo que gana con el incremento. — Cuanto más viejo se es, más insignificantes parecen las cosas humanas sin excepción: la vida, que en la juventud se hallaba ante nosotros firme y estable, se nos muestra ahora como la rápida huida de fenómenos efímeros: la nihilidad de todo se pone de relieve.
La diferencia fundamental entre juventud y vejez sigue siendo siempre que aquella tiene en perspectiva la vida y esta, la muerte; que, por lo tanto, aquella tiene un breve pasado y un largo futuro; esta, lo contrario. La vida en los años de la vejez se asemeja al quinto acto de una tragedia: sabemos que se acerca un final trágico, pero no sabemos aún cuál será. Por supuesto, cuando se es viejo solo se tiene la muerte ante sí; pero cuando se es joven se tiene la vida por delante; y se plantea la pregunta de cuál de las dos es más grave y si, tomada en conjunto, la vida no es una cosa que es mejor tener por detrás que por delante: ya dice el Eclesiastés (7, 2)[629]: «El día de la muerte es mejor que el día del nacimiento». Anhelar una vida muy larga es, en cualquier caso, un temerario deseo. Pues «quien larga vida vive mucho mal vive», dice un refrán español[630]. —
Ciertamente, el curso vital de los individuos no está, como pretende la astrologia, trazado en los planetas; pero sí el curso vital del hombre en general, en la medida en que a cada edad del mismo le corresponde un planeta conforme a su secuencia, por lo que su vida está sucesivamente dominada por todos los planetas. — A los diez años de vida rige Mercurio. Como este, el hombre se mueve rápido y ligero, en el más estrecho círculo: cambia de opinión por pequeñeces; pero aprende mucho y fácilmente, bajo el gobierno del dios de la astucia y la elocuencia. — Con los veinte años aparece el dominio de Venus: el amor y las mujeres lo poseen completamente. A los treinta años de vida gobierna Marte: el hombre es entonces vehemente, fuerte, atrevido, belicoso y rebelde. — A los cuarenta rigen los cuatro planetoides: su vida, por lo tanto, se ensancha: es frugi[631], es decir, está sometido a la utilidad, en virtud de Ceres; tiene su propio hogar, en virtud de Vesta; ha aprendido lo que necesita saber, gracias a Palas: y en calidad de Juno gobierna la señora de la casa, su esposa[632]. — A los cincuenta años domina Júpiter. Para entonces el hombre ha sobrevivido ya a la mayoría y se siente superior a la generación actual. Aún en pleno disfrute de su fuerza, es rico en experiencia y conocimientos: tiene (conforme a su individualidad y situación) autoridad sobre todos los que le rodean. Por consiguiente, no dejará que le den órdenes sino que las dará él mismo. En su esfera es entonces el más adecuado como guía y jefe. Así culmina Júpiter y, con él, el hombre de cincuenta años. — Pero luego, a los sesenta años, sigue Saturno y con él la pesadez, lentitud y resistencia del plomo:
But old folks, many feign as they were dead:
Unwieldy, slow, heavy and pale as lead[633].
Rom. and Jul. A. 2. sc. 5.
Al final viene Urano: entonces uno, como se suele decir, se va al cielo. A Neptuno (así lo ha bautizado, por desgracia, la irreflexión) no lo puedo tener aquí en cuenta, ya que no puedo llamarlo por su verdadero nombre, que es Eros. En otro caso, intentaría mostrar cómo el comienzo se vincula con el final, cómo, en efecto, el eros se halla en una secreta conexión con la muerte, en virtud de la cual el Horco o el Amenthes[634] de los egipcios (según Plutarco, De Iside et Os. c. 29), el λαμβάνων και δνδοΰς[635], no es solo el que recibe sino también el que da, y la muerte es el gran depósito de la vida. De ahí, pues, del Horco, viene todo, y allí ha estado ya todo lo que ahora vive: — si fuéramos capaces de comprender el juego de prestidigitación en virtud del cual eso ocurre, entonces todo estaría claro.
ARTHUR SCHOPENHAUER (Danzig, 22 de febrero de 1788 - Fráncfort del Meno, Reino de Prusia, 21 de septiembre de 1860) fue un filósofo alemán.
Su filosofía, concebida esencialmente como un «pensar hasta el final» la filosofía de Kant, es deudora de Platón y Spinoza, sirviendo además como puente con la filosofía oriental, en especial con el budismo, el taoísmo y el vedanta. En su obra tardía, a partir de 1836, presenta su filosofía en abierta polémica contra los desarrollos metafísicos postkantianos de sus contemporáneos, y especialmente contra Hegel, lo que contribuyó en no escasa medida a la consideración de su pensamiento como una filosofía «antihegeliana».
Su trabajo más famoso, Die Welt als Wille und Vorstellung (El mundo como voluntad y representación), constituye desde el punto de vista literario una obra maestra de la lengua alemana de todas las épocas. Supone además una de las cumbres del idealismo occidental, y el pesimismo profundo (que no profundo pesimismo), que perdura en la obra de escritores y pensadores de los siglos XIX y XX, de la talla de Richard Wagner, León Tolstói, Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud, Thomas Mann, Carl Gustav Jung, Albert Einstein, Otto Weininger, Otto Rank, Erwin Schrödinger, Ludwig Wittgenstein, Jorge Luis Borges, Pío Baroja o Émile Cioran, entre otros.
[1] Sobre la historia de las primeras ediciones de El mundo como voluntad y representación véase la introducción a la edición española del segundo volumen de dicha obra, Trotta, Madrid, 2005. <<
[2] Véase carta a Brockhaus del 26.6.1850, en Arthur Schopenhauer Gesammelte Briefe, ed. de A. Hübscher, Bouvier, Bonn, 2 1987, p. 242. (Se cita B.) <<
[3] Cf. carta a Brockhaus, 8.7.1850, en B, p. 243. <<
[4] Carta a Brockhaus, 3.9.1850, en B, p. 244. <<
[5] Arthur Schopenhauer, Gespräche, ed. de A. Hübscher, Stuttgart, Frommann-Holzboog, 1971, p. 157. (Se cita G.) <<
[6] Cf. R. Safranski, Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, Alianza, Madrid, 1991, p. 473. <<
[7] Cf. G, pp. 306 y 308. <<
[8] Parerga und Paralipomena I, p. 419 [p. 409 de la presente traducción]. (Se cita PP.) Las obras de Schopenhauer se citan por la edición de A. Hübscher, Sämtliche Werke, Brockhaus, Mannheim, 1988. La referencia a las páginas de la presente traducción, y también de las demás traducciones citadas, figuran a continuación entre corchetes. <<
[9] Cf. R. Safranski, op. cit., pp. 451 ss. <<
[10] PPI, p. VII [p. 35]. <<
[11] Cf. loc. cit. <<
[12] Carta a Brockhaus, 1.3.1860, en B, pp. 471-472. <<
[13] G, p. 395. <<
[14] PP I, p. 140 [p. 160], <<
[15] Die Welt als Wille und Vorstellung I, p. 103, trad, esp., El mundo como voluntad y representación I, Trotta, Madrid, 2004, p. 137. (Se cita WWV.) <<
[16] WWI, p. 107 [p. 141], <<
[17] WWII, pp. 172-173 [p. 194], <<
[18] PP I, p. 91 [p. 118]. <<
[19] PP I, p. 141 [p. 160]. <<
[20] PPI, p. 163 [p. 180], <<
[21] Cf. PP I, pp. 164-165 [pp. 180-182], <<
[22] L. Wittgenstein, Tractatus logico-phiiosophicus 4116. <<
[23] Cf. G, pp. 47-48. <<
[24] Cf. carta a Boeckh, 31.12.1819, en B, p. 55. <<
[25] Cf. Die beiden Grundprobleme der Ethik, pp. 276 y V-XLII, trad, esp., Los dos problemas fundamentales de la ética, pp. 299 y 3-34, Siglo XXI, Madrid, 2 2002. (Se cita E.) <<
[26] PP I, p. 235 [p. 246]. <<
[27] Cf. G, p. 90. <<
[28] PPI, p. 282 [pp. 286-287], <<
[29] G, p. 153. <<
[30] E, p. 150 [p. 177], <<
[31] WWI, p. 320 [p. 327], <<
[32] Cf., entre otros, E, pp. 229-230 [pp. 253-255] y § 22. <<
[33] WWI, p. 231 [p. 250], <<
[34] WWII, p. 271 [p. 279]. <<
[35] [Pues no hay más lugar para ese universo que el alma.] <<
[36] [No se puede aceptar el tiempo fuera del alma ni la eternidad más allá de lo que se denomina el ser.] <<
[37] [Esta vida engendra el tiempo; por eso se dice que ha surgido con este universo, pues el alma lo ha engendrado a la vez que el universo.] <<
[38] [«Dudo, pienso, luego existo», Descartes, Principios de filosofía, I, 7.] <<
[39] Trad, cit., pp. 19 s. [N. de la T.] <<
[40] Eth., P. II, prop. 7: Ordo et connexio idearum idem est, ac ordo et connexio rerum. [El orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas]. — P. V, prop. 1: Prout cogitationes rerumque ideae concatenantur in Mente, ita corporis affectiones, seu rerum imagines ad amussim ordinantur et concatenantur in Corpore. [Según los pensamientos y las ideas de las cosas se conectan en la mente, así se ordenan y conectan exactamente en el cuerpo las afecciones corporales o las imágenes de las cosas.] — P. II, prop. 5: Esse formale idearum Deum, quatenus tantum ut res cogitans consideratur, pro causa agnoscit, et non quatenus alio atributo explicatur. Hoc est, tam Dei attributorum, quam rerum singularium ideae non ipsa ideata, sive res perceptas pro causa efficiente agnoscunt: sed ipsum Deum, quatenus est res cogitans. [El ser formal de las ideas reconoce por causa a Dios solo en cuanto es considerado como sustancia pensante y no en cuanto es explicado por otro atributo. Es decir, ni las ideas de los atributos de Dios ni las de las cosas singulares reconocen como causa eficiente los mismos objetos de las ideas o las cosas percibidas, sino al mismo Dios en cuanto es sustancia pensante.] <<
[41] [Así también.] <<
[42] [El modo de la extensión y la idea de aquel modo son una y la misma cosa.] <<
[43] [Las ideas de las cosas singulares no reconocen por causa los objetos mismos de las ideas o cosas percibidas, sino a Dios mismo en cuanto sustancia pensante.] <<
[44] [El orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas.] <<
[45] En el Tractatus de emend, inteil., p. 414/25 pone de manifiesto un decidido realismo, de modo que idea vera est diversum quid suo ideato [La idea verdadera es algo distinto de su objeto]; etc. No obstante, ese tratado es, sin duda, más antiguo que su Ética. <<
[46] [«Y por ahora no puedo explicar esto con más claridad», Spinoza, Ética II, prop. 7 esc., al final.] <<
[47] [La claridad es la buena fe de los filósofos.] <<
[48] Nota musical que solo contiene la frecuencia fundamental, sin sobretonos. [N. de la T.] <<
[49] [«Cualquier cosa que me enseñes la aborrezco incrédulo», Horacio, Arte poética, 188.] <<
[50] [Con ambigüedad.] <<
[51] [Una y la misma cosa.] <<
[52] [Por voluntad entiendo la facultad de afirmar y negar […] Tomemos una determinada volición particular, en concreto un modo de pensamiento en el que la mente afirma que los tres ángulos del triángulo son iguales a dos rectos […] La voluntad y el intelecto son una y la misma cosa.] <<
[53] A los profanos de la filosofía, entre los que se cuentan muchos doctores en la misma, se les debería quitar de las manos la palabra «idealismo», ya que no saben lo que significa y hacen con ella toda clase de payasadas: por idealismo entienden, bien el esplritualismo, bien algo así como lo contrario del filisteísmo; y en este respecto son apoyados y confirmados por los literatos vulgares. Las palabras «idealismo y realismo» no carecen de dueño sino que poseen su significado filosófico fijo; quien quiera significar otra cosa debe utilizar otra palabra. — La oposición de idealismo y realismo se refiere a lo conocido, al objeto, mientras que la de esplritualismo y materialismo afecta al cognoscente, al sujeto. (Los ignorantes autores de garabatos de hoy en día confunden idealismo y esplritualismo.) <<
[54] No existe iglesia más oscurantista que la inglesa, precisamente porque ninguna otra se juega tan grandes intereses pecuniarios como ella; sus ingresos ascienden a cinco millones de libras esterlinas, lo que supone cuarenta mil libras más que los de todo el restante clero de ambos hemisferios tomado en conjunto. Por otro lado, no hay una nación que sea tan penoso ver atontada por una degradante fe de carbonero como la inglesa, superior en inteligencia a todas las demás. La raíz del mal estriba en que en Inglaterra no hay un Ministerio de Enseñanza Pública, por lo que hasta ahora esta ha permanecido por completo en manos del clero, que se ha preocupado de que las dos terceras partes de la nación no sepan leer ni escribir, y en ocasiones hasta se atreve a ladrar contra las ciencias naturales con la más ridícula temeridad. Es por ello un imperativo de la humanidad introducir luz, ilustración y ciencia en Inglaterra por todos los canales imaginables, con objeto de impedir finalmente los planes de aquellos, los mejor cebados de todos los curas. En el continente a los ingleses cultos que exhiban su judaica superstición del Sabbath y otras estúpidas mojigaterías se les debe tratar con abierta burla, until they be shamed into common sense [hasta que se avergüencen al punto de adquirir sentido común]. Pues eso es un escándalo para Europa y no se puede tolerar por más tiempo. De ahí que nunca, ni siquiera en la vida corriente, se deba hacer la menor concesión a la superstición eclesial inglesa, sino que allá donde quiera hacerse pública haya que oponerse a ella de la forma más tajante: porque ninguna arrogancia sobrepasa la de los clérigos ingleses: por eso esta ha de sufrir en el continente una humillación de tal magnitud que se lleve una parte de ella a su tierra, en la que hace falta. La osadía de los clérigos anglicanos y de sus vasallos es hasta el día de hoy totalmente increíble, por lo que debe quedar proscrita a su propia isla y, si osa dejarse ver en el continente, verse forzada inmediatamente a jugar el papel de las lechuzas de día. <<
[55] Spinoza, loc. cit. — Descartes, Meditationes de prima philosophia, Med. 4,
p. 28. <<
[56] [Amante de sí mismo / Filósofo, amante de la sabiduría.] <<
[57] La pseudosabiduría hegeliana es verdaderamente aquella piedra de molino en la cabeza del estudiante en el Fausto. Si se pretende atontar a un joven intencionadamente y hacerlo totalmente incapaz de pensar, no hay medio más eficaz que el estudio diligente de las obras originales de Hegel: pues esas monstruosas uniones de palabras que se anulan y contradicen, de modo que el espíritu se tortura en vano por pensar algo con ellas hasta que al final se derrumba agotado, destruyen gradualmente en él la capacidad de pensar hasta tal punto que las fórmulas huecas termina por considerarlas como pensamientos. ¡Y a ello se añade además la presunción, refrendada ante el joven mediante la palabra y el ejemplo de todas las personas respetables, de que toda aquella palabrería es la verdadera y suprema sabiduría! Si un tutor temiera que su pupilo pudiera resultar demasiado listo para sus planes, podría prevenir esa desgracia con un aplicado estudio de la filosofía hegeliana. <<
[58] [Patraña.] <<
[59] [«La sustancia pensante y la sustancia extensa son una y la misma sustancia, que se concibe bien bajo este, bien bajo aquel atributo», Etica II, prop. 7, escolio.] <<
[60] [«Es decir, que mente y cuerpo son una y la misma cosa, concebida bien bajo el atributo del pensamiento, bien bajo el de la extensión», Etica III, prop. 2, escolio.] <<
[61] Sobre la cuádruple raíz del principio de razón , 2.a ed., § 26. <<
[62] [Dentro y fuera de la naturaleza.] <<
[63] [Ganapanes.] <<
[64] Véase la Introducción al presente volumen, p. 22. [N. de la T.] <<
[65] [«Con la misma base con la que se desdeña a un hombre de mérito se puede también admirar a un tonto», Los Caracteres, capítulo de los juicios.] <<
[66] [Sobre la opinión.] <<
[67] [Sobre la verdad.] <<
[68] [«En la teoría de la verdad dice que el ser es uno, en la teoría de la opinión dice que es doble», Filoponos, Escolio a la Física de Aristóteles, II, 6.] <<
[69] [Pensamiento/homeomerías.] <<
[70] [Amor y odio.] <<
[71] [Imágenes.] <<
[72] [Lo bueno [se puede decir] dos y tres veces.] <<
[73] [Todo está en todo.] <<
[74] [Pues todo se mezclaba en todo.] <<
[75] [H. Diels-W Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker, Empédocles, fr. 121.] <<
[76] [Consenso de los pueblos.] <<
[77] La abreviatura Bip. se refiere a las llamadas «ediciones bipontinas». Véase infra, p. 446 [p. 434], nota 155. [N. de la T] <<
[78] Estudio cuantitativo de reactivos y productos en una reacción química. [N.
de la T] <<
[79] [Pues las modificaciones y relaciones de los números son la causa de las modificaciones y relaciones de los seres, como el doble, los cuatro tercios o los tres medios.] <<
[80] [Los pitagóricos dijeron que en el medio y el centro de la Tierra hay un fuego creador que calienta y vivifica la Tierra.] <<
[81] [Diez principios.] <<
[82] [«En el principio era el Verbo», Juan 1,1.] <<
[83] [«Los afectos son razones numéricas materiales»; y poco después: «Pues la razón numérica es la forma de la cosa», pp. 403a 25 y 403b 2.] <<
[84] [Razón seminal.] <<
[85] [Mas no pasemos por alto a los partidarios de Pitágoras, que dicen: Dios es uno; pero no está, como algunos suponen, fuera de la totalidad del cosmos sino dentro de él, todo El en todo el orbe, como guardián de todo nacer, penetrándolo todo; existiendo eternamente, maestro de todas sus fuerzas y obras propias, una antorcha en el cielo, padre de todo, espíritu y alma de todo el orbe, movimiento de todo.] <<
[86] [«Entre los filósofos naturales corre cierta antigua opinión: que lo semejante es conocido por lo semejante. Mox: pero Platón en el Timeo se sirvió de una demostración del mismo género para demostrar el carácter incorpóreo del alma. Pues —dice— si la vista al ser sensible a la luz es luminosa y el oído, al juzgar la sacudida del aire que es la voz, es considerado al punto como aéreo, y el olfato que percibe el vapor es en todo de la especie del vapor, y el gusto que percibe sabores tiene la forma del sabor, entonces es necesario que también el alma, que aprehende las ideas incorpóreas, como las que están en los número y en las formas de los cuerpos [es decir, la matemática pura] sea algo incorpóreo», Adversus matemáticos VII, 116 y 119.] <<
[87] [«Pues si también el pensamiento es una clase de fantasía o no puede producirse sin fantasía, entonces no puede darse tal cosa sin el cuerpo.» Sobre el alma I, 1, p. 403a.] <<
[88] [«Nada hay en el entendimiento que no estuviera antes en los sentidos», Tomás de Aquino, Quaestiones de veritate fidei catholicae, quaest. II, art. Ill, 19.] <<
[89] Véase, p. 29 [p. 61], nota 25. [N. de la T.] <<
[90] [«Pensar es sentir», máxima del sensualismo francés.] <<
[91] [«Tomemos otro punto de partida de la investigación», fórmula utilizada frecuentemente por Aristóteles.] <<
[92] [«¡Qué hará de importante este que promete abriendo tanto la boca!», Horacio, Arte poética, 138.] <<
[93] [Lugares comunes.] <<
[94] [«Todo ser natural quiere conservarse a sí mismo», Cicerón, De los fines de los bienes y los males V, 9, 26.] <<
[95] Los autores más antiguos, que atribuyen a Aristóteles un verdadero teísmo, toman sus pruebas de los libros De mundo, que decididamente no son suyos, según es hoy en día generalmente aceptado. <<
[96] [Razón seminal.] <<
[97] [Diogenes Laercio, Vida, opiniones y sentencias de los filósofos ; Plutarco, De las opiniones de los filósofos ; Stobeo, Eclogae physicae et ethicae.] <<
[98] [Impasibilidad.] <<
[99] [Lo que no depende de nosotros tampoco iría con nosotros.] <<
[100] [Del Oriente viene la luz.] <<
[101] [«Los deseos de las almas (antes de nacer) conforman en la mayor medida la vida, y no parecemos seres formados desde fuera sino que sacamos de nosotros mismos las inclinaciones conforme a las que vivimos», Comentario al Alcibiades 1,1.] <<
[102] [No parecemos seres formados desde fuera.] <<
[103] Literalmente, «desde el trípode», del latín tripus y del griego τριπους, referido al Oráculo de Delfos y, en particular, al trípode en el que se sentaba la Pitia o Pitonisa. Expresión que se aplica al hablar en forma de oráculo. [N. de la T.] <<
[104] [Sobre la esencia del alma.] <<
[105] [Sobre si todas las almas son una.] <<
[106] En el lenguaje de la hipnosis el término designa la especial relación que se establece entre el hipnotizador y el hipnotizado. [N. de la T] <<
[107] Véase p. 4 [p. 39], nota 1. [N. de la T] <<
[108] Véase p. 4 [p. 39], nota 2. [N. de la T] <<
[109] [Mundo inteligible y mundo sensible.] <<
[110] [Lo de arriba y lo de abajo.] <<
[111] [«La purificación y plenitud del alma y la liberación del nacimiento», See. 5, cap. 6.] <<
[112] [«El fuego en los sacrificios nos libera de los lazos del nacimiento», See. 5, cap. 12.] <<
[113] Pléroma (πλήρωμα): en el gnosticismo, y en particular en Valentín, mundo luminoso y divino formado por treinta eones o seres intermedios emanados de la unidad divina. El último de ellos, la Sophia, fue desterrado del Pléroma, convirtiéndose en sabiduría inferior, y dio origen a la materia eterna y al Demiurgo artífice del mundo. [N. de la T.] <<
[114] [Por las buenas o por las malas.] <<
[115] [El mal no tiene causa… en el fondo no tiene causa ni sustancia.] <<
[116] [«(Y Dios vio que) todo (era) muy bueno», Génesis, 1, 31.] <<
[117] [«De ahí esas lágrimas», Terencio, Andria I, 1, 99; Horacio, Epístolas I, 19, <<
[118] [De buena gana.] <<
[119] [«El obrar se sigue del ser», principio de la escolástica.] <<
[120] Sankbya Karika: escrito por Ishvara Krishna, es el texto más importante del sistema Sankhya, cuya fundación se atribuye al sabio Kapila. [N. de la T.] <<
[121] Además, los spiritus animales aparecen ya en Vanini, De naturae arcanis, dial. 49, como cosa reconocida. Quizás su autor sea Willisius (De anatome cerebri; De anima brutorum, Genevae, 1680, pp. 35 ss.). En De la vie et de l’intelligence II, p. 72, Flourens se la atribuye a Galeno. Incluso ya Jámblico, en Stobeo (Eclog. 1. I, c. 52, § 29), la menciona con bastante claridad como doctrina de los estoicos. <<
[122] [«Todo lo vemos en Dios», Malebranche, De la búsqueda de la verdad, vol. I, libro 3, 2.a parte, cap. 6.] <<
[123] [«Primer error»; error en la premisa, de donde nace el error en la conclusión. Cf. Aristóteles, Analíticos posteriores, cap. 18, 66a.] <<
[124] [«Lo último en lugar de lo primero». Confusión de lo anterior y posterior o de la razón y la consecuencia.] <<
[125] Véase supra, pp. 13-14 [p. 48]. [N. de la T.] <<
[126] Instrumento de tortura utilizado por la Inquisición. [N. de la T.] <<
[127] [El hábito no hace al monje.] <<
[128] Según la Vulgata. En la version de las lenguas originales, 7, 3. [N. de la T.] <<
[129] [«¡Salta, marqués!», exclamación de un pillo en la ejecución del marqués de Favras, que fue ahorcado por conspiración durante la Revolución Francesa.] <<
[130] [Hedor judaico.] <<
[131] [Aparte de los hombres, no conocemos otro ser individual en la naturaleza con cuyo ánimo nos podamos alegrar y con el que podamos vincularnos por amistad o por cualquier otra clase de trato.] <<
[132] En español en el original, y traducido al alemán a continuación por Schopenhauer. [N. de la T.] <<
[133] [«Que vio como entre la niebla»; cf. Plauto, Pseudolus I, 5, 47: Quae quasi per nebulam nosmet scimus atque audivimus.] <<
[134] [«Lo simple es el sello de lo verdadero», adagio latino.] <<
[135] [Empieza dudando de todo y termina creyéndolo todo.] <<
[136] [Con razón o sin ella.] <<
[137] [Puesto que es razonable dudar de la mayoría de las cosas, deberíamos ante todo dudar de esta razón nuestra, que pretende demostrar todo.] <<
[138] Hago notar aquí de una vez por todas que la paginación de la primera edición de la Crítica de la razón pura, por la que yo suelo citar, está incluida también en la edición de Rosenkranz. <<
[139] [Lo que transciende la capacidad del álgebra.] <<
[140] La Crítica de la razón pura ha convertido la ontología en dianología. <<
[141] Afín a esta es una de las argumentaciones que expone Nietzsche en favor del eterno retorno. Cf. Así hablo Zaratustra, «De la visión y el enigma». [N. de la T.] <<
[142] Así como es nuestro ojo el que produce el verde, rojo y azul, también es nuestro cerebro el que produce el tiempo, el espacio y la causalidad (cuya abstracción objetivada es la materia). — Mi intuición de un cuerpo en el espacio es el producto de mi función sensorial y cerebral por X. <<
[143] [Esto se pudo decir y no se pudo refutar.] <<
[144] Todas las cosas tienen dos tipos de cualidades: las que se pueden conocer a priori y las que solo pueden serlo a posteriori: las primeras surgen del intelecto que las concibe; las segundas, del ser en sí de las cosas, que es lo que descubrimos en nosotros como voluntad. <<
[145] Hoy en día el estudio de la filosofía kantiana tiene la especial utilidad de enseñar lo hondo que ha caído la literatura filosófica en Alemania desde la Crítica de la razón pura: tanto contrastan sus profundas investigaciones frente a la burda verborrea actual en la que se cree oír, por un lado, candidatos esperanzados y, por otro, ayudantes de barbero. <<
[146] Véase el Prólogo a mis Problemas fundamentales de la ética. <<
[147] En español en el original y traducido a continuación al alemán por Schopenhauer. [N. de la T.] <<
[148] [«Es preciso que sea sabio quien hade reconocer al sabio», Jenó fanes en Diogenes Laercio IX, 20. Diels-Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker, Jenófanes, Al.] <<
[149] [«Solo el espíritu percibe el espíritu», Helvecio, Del espíritu II, c. IV] <<
[150] Desde que se escribió lo anterior, las cosas han cambiado entre nosotros. Como resultado del resurgimiento del antiguo y ya cien veces explotado materialismo, han salido filósofos de la farmacia y el hospital; gente que no ha aprendido más de lo que corresponde a su profesión y que ahora, con total inocencia y honradez, como si Kant estuviera aún por nacer, exponen sus especulaciones de vieja, disputan sobre «cuerpo y alma» y sus relaciones mutuas, e incluso (credite posteri! [«¡Créelo, posteridad!», Horacio, Carmina II, 19]) demuestran que el asiento de la mencionada alma está en el cerebro. Su atrevimiento merece la reprimenda de que uno tiene que haber aprendido algo para poder tomar parte en una discusión, y sería más prudente que no se expusieran a desagradables alusiones a los emplastos y el catecismo. <<
[151] Véase El mundo como voluntad y representación I, pp. 560-561 [pp. 537-539]. [N. de la T.] <<
[152] [«En el principio creó Dios el cielo y la tierra», Génesis 1,1.] <<
[153] Tomadas las cosas de forma plenamente realista y objetiva, resulta claro como el sol que el mundo se sostiene a sí mismo: los seres orgánicos existen y se propagan en virtud de su propia fuerza vital interna; los cuerpos inorgánicos llevan en sí mismos las fuerzas de las que la física y la química son simple descripción, y los planetas siguen su curso por fuerzas internas, en virtud de su inercia y gravitación. Así que el mundo no necesita a nadie fuera de él para existir. Pues él mismo es Visnu.
Pero decir que hubo un tiempo en que este mundo, con todas las fuerzas que lo habitan, no existía sino que ha sido creado de la nada por una fuerza ajena y externa a él es una ocurrencia ociosa y no comprobable por nada; tanto más, cuanto que todas sus fuerzas se hallan vinculadas a la materia, cuyo nacer o perecer no somos capaces de pensar.
Esta concepción del mundo llega hasta el spinozismo. Es muy natural que los hombres, en su aflicción, se hayan inventado siempre seres que dominan las fuerzas naturales y su curso, para poder invocarlos. Sin embargo, los griegos y romanos se conformaron con que cada uno dominara en su ámbito, y no se les ocurrió decir que uno de ellos hubiera creado el mundo y las fuerzas naturales. <<
[154] [«La existencia no pertenece a la esencia de una cosa», Analíticos posteriores II, 7, 92b.] <<
[155] [«Causa de sí misma», es decir, «que existe por sí y se concibe por sí, por lo que no necesita ninguna otra cosa para existir»; Spinoza, Etica, def. 1 y 3; Descartes, Principios de filosofía, I, 51.] <<
[156] [Truco de prestidigitador.] <<
[157] «Con las debidas limitaciones», «con reservas» o «con discernimiento». Literalmente, «con un grano de sal». La frase se remonta a la Historia natural de Plinio el Viejo (XXIII, 8, 149), donde en la receta de un antídoto se dice: aditto salis grano (añadiendo un grano de sal). [N. de la T] <<
[158] De la génesis de esa conciencia de Dios hemos recibido hace poco una representación gráfica notable en ese respecto: un grabado en cobre que nos muestra una madre que enseña a rezar a su hijo de tres años, arrodillado sobre la cama con las manos juntas; — ciertamente, un episodio frecuente que constituye precisamente la génesis de la conciencia de Dios; pues es indudable que, después de que en la más tierna edad se ha conformado así el cerebro en su primer crecimiento, la conciencia de Dios ha quedado adherida con tanta fijeza como si fuera innata. <<
[159] [«La prueba corresponde al que afirma», regla de la lógica.] <<
[160] [Derecho del primer ocupante.] <<
[161] Kaspar Hauser (1812-1833): misterioso niño expósito, de origen y destino controvertidos. En 1849, Friedrich Dorguth, uno de los primeros partidarios de Schopenhauer, comparó a este con Kaspar Hauser. Cf. p. 145 [p. 164]. [N. de la T] <<
[162] «El Zaradobura, supremo rahan (sumo sacerdote) de los budistas en Ava, en un artículo sobre su religión que entregó a un obispo católico, entre las seis herejías condenadas incluye la doctrina de que existe un ser que ha creado el mundo y todas las cosas en el mundo, y que es el único digno de ser adorado»; Francis Buchanan, On the religion of the Burmas, en Asiatic researches, vol. 6, p. 268. También merece ser citado aquí lo que se menciona en la misma colección, vol. 15, p. 148: que los budistas no inclinan la cabeza ante ningún ídolo, aduciendo como razón que el ser originario penetra toda la naturaleza y, por consiguiente, se halla también en sus cabezas. E, igualmente, que el erudito orientalista y académico de San Petersburgo, I. J. Schmidt, en sus Investigaciones en el campo de la cultura en el Asia Central, San Petersburgo, 1824, p. 180, dice: «El sistema del budismo no conoce ninguna divinidad eterna, increada y única, que existiera antes de todos los tiempos y haya creado todo lo visible e invisible. Esa idea le es completamente ajena, y no se encuentra en los libros budistas el menor indicio de ella. Tampoco existe una creación», etc. — ¿Dónde queda entonces la «conciencia de Dios» de los profesores de filosofía, acosados por Kant y la verdad? ¿Cómo se puede siquiera conciliar con ella el hecho de que la lengua de los chinos, que constituyen aproximadamente las dos quintas partes de todo el género humano, no tenga ninguna expresión para Dios y Creación? De ahí que no se pueda traducir a ella el primer versículo del Pentateuco, para gran perplejidad de los misioneros, en cuya ayuda ha querido venir sir George Staunton con un libro suyo; se titula: An inquiry into the proper mode of rendering the word God in translating the Sacred Scriptures into the Chinese language, London, 1848 (Investigación sobre la forma apropiada de expresar la palabra Dios al traducir al chino las Sagradas Escrituras.) <<
[163] [Génesis 1, 27.] <<
[164] Al Dios que originariamente era Jehová los profesores de filosofía le han ido quitando una envoltura tras otra, hasta que al final no ha quedado más que la palabra. <<
[165] De espíritus malvados. [N. de la T.] <<
[166] Culto demoníaco originario de Ceilán, representado por el kapu o la casta de los exorcistas, magos y ejecutores de danzas demoníacas. [N. de la T.] <<
[167] [Por lo tanto, bien sea ese Dios considerado su peculiar patrón o el soberano general del cielo, sus devotos se esforzarán por todos los medios en ganarse su favor; y suponiendo que El se complacerá, como ellos mismos, con alabanzas y halagos, no hay elogio o exageración que se ahorren al dirigirse a El. A medida que los temores y miserias se hacen más urgentes, inventan nuevas variedades de adulación; e incluso el que supera a sus predecesores hinchando los títulos de su divinidad está seguro de ser superado por sus sucesores con epítetos de alabanza nuevos y más pomposos. Así continúan; hasta que al final llegan a la infinitud misma, más allá de la cual no hay avance ulterior.] <<
[168] [Parece cierto que, aunque las originales nociones del vulgo representan la divinidad como un ser limitado y la consideran solamente como la particular causa de salud o enfermedad, abundancia o escasez, prosperidad o adversidad, cuando se le sugieren ideas más grandiosas estiman que es peligroso rechazar su asentimiento. ¿Diría alguien que su deidad es finita y limitada en sus perfecciones; que puede ser vencida por una fuerza superior; que está sometida a pasiones humanas, dolores y enfermedades; que tiene un comienzo y puede tener un fin? Eso no se atreven a afirmarlo; pero, pensando que lo más seguro es acceder a los mayores encomios, con un afectado arrobamiento y devoción se esfuerzan por congraciarse con ella. Como confirmación de esto podemos observar que el asentimiento del vulgo es en este caso meramente verbal, y que son incapaces de concebir aquellas sublimes cualidades que supuestamente atribuyen a su deidad. Su idea real de ella, no obstante su pomposo lenguaje, sigue siendo tan pobre y frívola como siempre.] <<
[169] Véase p. 122 [p. 144], nota 94. [N. de la T.] <<
[170] […] einem apagogischen Gegenbeweise: sobre el concepto de απαγωγή y su uso en Schopenhauer, véase El mundo como voluntad y representación II, p. 117 [p. 138], nota 2. [N. de la T.] <<
[171] [Un ser que lo ha recibido todo no puede obrar más que por lo que le ha sido dado; y todo el poder divino, que es infinito, no sabría hacerlo independiente.] <<
[172] [Fábula convencional.] <<
[173] [«Rebaño, que se inclina a la tierra y sirve a su vientre», Salustio, La conjuración de Catilina, c. 1] <<
[174] [«Yo soy todas esas criaturas en su totalidad, y fuera de mí no hay nada», Oupnekhat, I, p. 122, ed. A. du Perron, 1801-1802.] <<
[175] La verdadera religión judía, tal y como es expuesta y enseñada en el Génesis y en todos los libros históricos hasta el final de las Crónicas, es la más burda de todas las religiones, ya que es la única que no tiene una doctrina de la inmortalidad ni indicio alguno de ella. Todos los reyes y todos los héroes o profetas cuando mueren son enterrados junto a sus padres, y con ello acaba todo: no hay huella de una existencia tras la muerte e incluso, como a propósito, todo pensamiento de esa clase parece ser eliminado. Por ejemplo, Jehová dedica al rey Josías un largo discurso laudatorio que concluye con la promesa de una recompensa; dice: ιδού προστιθημΐ σε προς τους πατέρας σου, καί προστεθηστι προς τά μνήματά σου έν ειρήνη [He aquí que quiero reunirte con tus padres y que seas recogido con paz en tu tumba.] (2 Crónicas, 34, 28) y que él, por tanto, no llegará a ver a Nabucodonosor. Mas no hay ninguna idea de otra existencia tras la muerte y con ella de una recompensa positiva, en lugar de la mera negativa de morir y no soportar más sufrimientos. Por el contrario, una vez que el señor Jehová ha desgastado y agotado su obra y juguete, lo arroja al estiércol: esa es la recompensa. Precisamente porque la religión judía no conoce ninguna inmortalidad, y por consiguiente tampoco ningún castigo tras la muerte, al pecador al que le va bien en la tierra Jehová no puede amenazarle más que castigando sus fechorías en sus hijos y los hijos de sus hijos, hasta la cuarta generación, como puede verse en Exodo, c. 34 v. 7 y Números, c. 14 v. 18. — Esto demuestra la ausencia de una doctrina de la inmortalidad. Igualmente, el pasaje de Tobías, c. 3, 6, donde este pide a Dios la muerte όπως απολυθώ καί γενώμαι γή [para que me salve y me convierta en tierra] y nada más, no contiene ninguna idea de una existencia tras la muerte. — En el Antiguo Testamento se promete como recompensa a la virtud una larga vida sobre la tierra (por ejemplo, Deuteronomio c. 5, v. 16 y 33); en el Veda, en cambio, no volver a nacer. — El desprecio que profesaron hacia los judíos todos sus pueblos contemporáneos puede haberse debido en gran parte a la pobre naturaleza de su religión. Lo que dice el Eclesiastés, 3, 19 y 20, constituye el verdadero ánimo de la religión judía. Si acaso, como en Daniel 12, 2, se hace alusión a una inmortalidad, se trata de una doctrina extraña importada, como se infiere de Daniel, 1, 4 y 6. En el segundo libro de los Macabeos, c. 7, aparece claramente la doctrina de la inmortalidad: de origen babilonio. Todas las demás religiones: la de los hindúes —tanto brahmanes como budistas—, egipcios, persas, y hasta la de los druidas, enseñan la inmortalidad y también, exceptuando los persas en el Zend-Avesta, la metempsicosis. D. G. von Ekendahl, en su recensión de los Svenska Stare och Skalder de Atterbom, atestigua que la Edda, en concreto la Voluspa, enseña la transmigración de las almas (en los Cuadernos de entretenimiento literario, 25 de agosto de 1843). Incluso los griegos y los romanos tenían algo post letum [después de la muerte], el Tártaro y el Elíseo, y decían:
Sunt aliquid manes, letum non omnia finit Luridaque evictos effugit umbra rogos.
Propert. Eleg. IV, 7.
[Algo son los manes, la muerte no acaba todo Pálida del rescoldo se eleva triunfante la sombra.]
En general, la verdadera esencia de una religión en cuanto tal consiste en la convicción que nos da de que nuestra verdadera existencia no se limita a nuestra vida sino que es infinita. Mas eso no lo ofrece en absoluto esa deplorable religión judía, y ni siquiera lo intenta. Por eso es la más burda y peor de todas la religiones, consiste solamente en un absurdo e indignante teísmo y acaba en que el κύριος [señor] que ha creado el mundo quiere ser venerado; por eso es sobre todas las cosas celoso, envidioso de sus camaradas, los restantes dioses: si se les ofrecen sacrificios se irrita, y a sus judíos les va mal. Todas esas restantes religiones y sus dioses son tachados en la Septuaginta de βδέλυγμα [atrocidad]: pero es el burdo judaismo sin inmortalidad el que verdaderamente merece ese nombre. Es sumamente lamentable que se haya convertido en el fundamento de la religión dominante en Europa. Pues es una religión sin ninguna tendencia metafísica. Mientras que todas las demás religiones intentan enseñar al pueblo el significado metafísico de la vida con imágenes y parábolas, la religión judía es totalmente inmanente y no ofrece más que un simple grito de guerra en la lucha contra otros pueblos. La educación del género humano de Lessing debería llamarse La educación de los judíos: pues todo el género humano estaba convencido de aquella verdad, salvo esos elegidos. Pero precisamente los judíos son el pueblo elegido de su Dios y él es el Dios elegido de su pueblo. Y nadie tiene que preocuparse por eso. (”Εσομαι αυτών Οεος, καί αυτοί εσονται μου λαός [«Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo», Exodo 6, 7] — es un pasaje de un profeta, según Clemente de Alejandría.) Pero no puedo ocultar mi pesar cuando observo que los pueblos europeos actuales se consideran en cierta medida los herederos de aquel pueblo elegido de Dios. Sin embargo, no se le puede disputar al judaismo la fama de ser la única religión realmente monoteísta de la tierra: ninguna otra puede ostentar un Dios objetivo, creador de cielo y tierra. <<
[176] [«El espíritu se enamora de su propio origen», Sankun-yaton, Phoenicum teología, ed. Orelli, p. 8.] <<
[177] [«El mismo no conocía su propia creación», ibid., p. 10.] <<
[178] [«El pensamiento de la verdad se expresa con simplicidad», Eurípides, Fenicias, V. 469, no literal.] <<
[179] [«La simplicidad es un signo de lo verdadero», expresión del médico Hermann Boerhaave, inscrita en su monumento, en Leiden.] <<
[180] [Con las mismas palabras. / Con las mismas letras.] <<
[181] [«Perezcan los que dijeron antes que nosotros lo que es nuestro», Elio Donato, según Eusebius Hieronymus Stridonensis, Commentarius in Ecclesiasten, in Migne, Patro log., tom. XXIII, pp. 1018-1019.] <<
[182] [Así pues, el querer precede a todo, pues las fuerzas de la razón son siervas del querer.] <<
[183] [El deseo es precisamente la naturaleza o esencia de cada uno.] <<
[184] [Ese impulso se llama voluntad cuando se refiere solo a la mente; pero se llama apetito cuando se refiere a la vez a la mente y al cuerpo, y no es nada más que
la esencia misma del hombre.] <<
[185] [No hay medio que el envidioso, bajo la apariencia de la justicia, no utilice para degradar el mérito… Es la sola envidia la que nos hace encontrar en los antiguos todos los descubrimientos modernos. Una frase vacía de sentido o, cuando menos, ininteligible antes de esos descubrimientos basta para hacer elevar la acusación de plagio.] <<
[186] [Cualquiera que tenga el placer de considerar el espíritu humano ve que en cada siglo cinco o seis hombres de espíritu giran alrededor del descubrimiento que hace el hombre de genio. Si el honor queda para este último, es porque ese descubrimiento es en sus manos mucho más fecundo que en las manos de todos los demás; es porque el expresa sus ideas con mayor fuerza y claridad; en suma, porque siempre, en la diferente manera en que los hombres sacan partido de un principio o de un descubrimiento, se ve a quién pertenece ese principio o descubrimiento.] <<
[187] [«Al contemplar la liga de los necios contra las gentes de espíritu, se creería ver una conjuración de criados para derrocar a sus amos», Bibliothèque Nationale, Oeuvres choisies de Chamfort, Tome II, p. 44.] <<
[188] [Los que enseñan cosas diferentes se anulan.] <<
[189] Véase p. 119 [p. 141], nota 92. [N. de la T.] <<
[190] Véase El mundo como voluntad y representación II, p. 181 [p. 203]. [N. de
la T.] <<
[191] Se trata de Karl Friedrich Bachmann, profesor en la Universidad de Jena. Véase El mundo como voluntad y representación I, p. 607 [p. 579], nota 55 [N. de laX] <<
[192] Es completamente natural que, cuanto más devoto se exija ser a un profesor, menor sea su ciencia; — exactamente igual que en la época de Altenstein, cuando era suficiente que uno se declarara partidario del sinsentido hegeliano. Pero desde entonces, en la provisión de las plazas de profesorado, se puede sustituir la ciencia por la devoción: los señores no se encargan de la primera. — Los tartufos harían mejor en arreglárselas y preguntarse: «¿Quién nos creerá que creemos esto?». — Que los señores sean profesores importa a quienes los han convertido en tales: yo sólo los conozco como malos escritores en contra de cuya influencia trabajo. — Yo he buscado la verdad y no una plaza de profesor: a eso se debe, en último término, la diferencia entre los llamados filósofos postkantianos y yo. Esto se irá sabiendo más con el tiempo. <<
[193] [Goethe, Fausto I, 288-290, «Prólogo en el cielo».] <<
[194] [Sobre la piedad de la verdadera filosofía hacia la religión.] <<
[195] Véase mi Crítica de la filosofía kantiana , 2.a ed., p. 572. [3.a ed., p. 603]. [En El mundo como voluntad y representación I.] <<
[196] Cf. Goethe, «A los originales». <<
[197] Cf. Giordano Bruno, Expulsión de la bestia triunfante. [N. de la T.] <<
[198] [Goethe, Fausto I, 2099 s., «Bodega de Auerbach».] <<
[199] [«Nada que ver con Dioniso», refrán griego sobre la relación entre el dios y la tragedia; cf. Menandro, Proverbios griegos, trad, de F. García Romero y R. M. Mariño Sánchez-Elvira, Gredos, Madrid, 1999.] <<
[200] Referendarien: aspirantes a la carrera de función pública, que se hallan en servicios preparatorios tras haber pasado el examen. Sería equivalente al funcionario en prácticas en España. [N. de la T.] <<
[201] [Goethe, Fausto I, 2093 ss., «Bodega de Auerbach».] <<
[202] [Fin último de los bienes.] <<
[203] [«Que se mueve por cuerdas ajenas», cf. Horacio, Sátiras II, 7, 82.] <<
[204] [«Primero vivir, luego filosofar», refrán.] <<
[205] [Según la norma convenida.] <<
[206] [¡Dios nos guarde!] <<
[207] [No sucedida.] <<
[208] [«El silencio que impone la envidia», Epístolas a Lucilio 79, 17.] <<
[209] [Inusual sacrilegio.] <<
[210] Susceptibles de electrizarse por fricción. [N. de la T.] <<
[211] [En presencia del pueblo.] <<
[212] [Excepción que confirma la regla.] <<
[213] [«Pero no conviene, contra lo que se aconseja, que el hombre sienta como hombre por ser hombre o como mortal por ser mortal sino que, en cuanto sea posible, debe volverse inmortal y hacer todo por vivir conforme a lo más noble que hay en él», Etica a Nicómaco X, 7, 1177b.] <<
[214] [«Es preciso que vivas para otro si quieres vivir para ti mismo», Epístolas a Lucilio 48, 2.] <<
[215] [Es preciso que pienses para ti si quieres haber pensado para todos.] <<
[216] [«Hay quienes dicen que practican la sofística y transmiten por una paga las doctrinas de la filosofía; y quienes sospechan que en la sofística se encierra algo malo, como traficar con los pensamientos, y piensan que no se debe negociar con los que buscan la educación, pues esa actitud de lucro es inferior a la dignidad de la filosofía», Eclogae physicae et ethicae II, c. 7.] <<
[217] [«A los que venden la sabiduría a quien la quiera por dinero les llaman sofistas», Memorabilia I, 6, 13, no 17.] <<
[218] [«Si los filósofos se han de contar entre los profesores. Y no lo creo, no porque no sea un asunto respetable sino porque conviene primeramente que declaren rechazar una actividad retribuida», Ulpiano en Digesta de extraordinaria cognitione 1.13,1, §4.] <<
[219] [«Traficar con la sabiduría», Filóstrato, Vida de Apolonio I, 13.] <<
[220] [«Algunos te censuran que hubieras aceptado dinero del emperador; lo cual no sería insólito si no pareciera que aceptabas una retribución por la filosofía tantas veces y en tal cantidad, y de quien confiaba en que eras filósofo», Apolonio, Epístolas 51.] <<
[221] [Si alguien da dinero a Apolonio y el que lo da es juzgado digno, lo aceptará si está necesitado. Pero nunca aceptará un pago por la filosofía aunque esté necesitado.] <<
[222] [Filosofía asalariada.] <<
[223] [«Nada hay más atento que cuando dos mulos se rascan mutuamente»; cf. el título de una sátira de Marco Terencio Varrón, Mutuum muli scabunt.] <<
[224] Proverbio árabe. [N. de la T.] <<
[225] [«Por nuestra parte, señores, tenemos la costumbre / De redactar largamente y con cuidado / Lo que se piensa, mas nosotros no pensamos», Voltaire, le temple du goût, éd. de Louis Moland, Garnier, Paris, 1877, tom. VIII, p. 557.] <<
[226] [«Yace abatida toda virtud si no se abre ampliamente la fama», verso 266, n.º 280.] <<
[227] En español en el original. [N. de la T] <<
[228] Véase p. 77 [p. 105], nota 59. [N. de la T] <<
[229] [«Pues los necios admiran y aman sobre todo / Lo que disciernen oculto bajo palabras embrolladas», Lucrecio, De la naturaleza de las cosas I, 641-642.] <<
[230] [Es como la metafísica alemana.] <<
[231] [Es tan claro como un tintero.] <<
[232] [«Cada cual alaba lo que espera poder imitar»; cf. Tucídides II, 35 y Salustio, La conjuración de Catilina 3.] <<
[233] Véase p. 144 [p. 163], [N. de la T] <<
[234] [En el jugo y en la sangre.] <<
[235] Véase la Introducción al presente volumen, p. 22, y p. 31 [p. 63], nota 30. [N. de la T.] <<
[236] Se refiere a la Psychologische Diatribe de Carl Fortlage (1806-1881). [N. de la T.] <<
[237] [Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas , § 192.] <<
[238] La barba, se dice, es natural en el hombre: desde luego, y por eso es totalmente adecuada al hombre en el estado de naturaleza; pero igualmente lo es el afeitado al hombre en estado civilizado; porque indica que la fuerza bruta animal, cuya señal inmediatamente perceptible para todos es aquella excrecencia peculiar del sexo masculino, ha tenido que ceder aquí ante la ley, el orden y la civilización.
La barba agranda la parte animal del rostro y la resalta: así le da ese aspecto tan llamativamente brutal: ¡contémplese simplemente a un hombre barbudo de perfil mientras come!
Les gusta hacer pasar la barba por un adorno. Desde hace doscientos años ese adorno solo era habitual en los judíos, cosacos, capuchinos, prisioneros y salteadores de caminos. —
La ferocidad y atrocidad que confiere la barba a la fisonomía se debe a que una masa relativamente inerte ocupa la mitad del rostro y, por cierto, la mitad que expresa el aspecto moral. Además, todo estar cubierto de pelo es animal. El afeitado es el símbolo (insignia, divisa) de la civilización superior. Además, la policía está autorizada a prohibir las barbas porque son semi-máscaras bajo las cuales es difícil reconocer a su hombre: de ahí que fomenten todo desorden. <<
[239] [Goethe, Epílogo a La canción de la campana de Schiller.] <<
[240] [De día y de noche.] <<
[241] Trasposición de la sentencia latina ut nos poma natamus, que tiene también variantes medievales. La frase se completa con el añadido: «en el estiércol». [N.
de la T.] <<
[242] [¡Qué vergüenza!] <<
[243] [3, 4.] <<
[244] [Cf. Fausto I, 549, Gabinete.] <<
[245] Véase p. 63 [p. 92], nota 38. [N. de la X] <<
[246] [Transmisión, comunicación.] <<
[247] «¡No hay una filosofía única [< alleinseligmachende: término utilizado en la dogmática católica para referirse a la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación]!», exclama el congreso de filosofastros en Gotha; es decir, en nuestro idioma: «¡No hay una aspiración a la verdad objetiva! ¡Viva la mediocridad! ¡No hay aristocracia espiritual, no hay monarquía de los privilegiados de la naturaleza, sino gobierno de la plebe! ¡Que cada uno de nosotros hable con toda naturalidad y uno valga tanto como el otro!» ¡Buen juego tienen ahí los granujas! Quieren desterrar de la historia de la filosofía la constitución monárquica habida hasta ahora para introducir una república del proletariado: pero la naturaleza formula su protesta; ¡ella es estrictamente aristocrática! <<
[248] Su postulado de la libertad, basado en el imperativo categórico, es de validez meramente práctica, no teórica. Véase mis Problemas de la ética, páginas 80 y 146. [2.a ed., pp. 81 y 144.] <<
[249] [«La mejor situación es la del último», Epístolas a Lucilio 79, 6.] <<
[250] Como no sucedido. [N. de la T.] <<
[251] [«Ingenios sórdidos y mercenarios, poco o nada solícitos con relación a la verdad, se contentan con saber según sea estimado comúnmente el saber, poco amigos de la verdadera sabiduría, ansiosos de fama y su reputación, ávidos de aparentar, poco preocupados de ser», Giordano Bruno, De l’infinito, universo e mondi, diálogo 5.] <<
[252] [Filosofía lucrativa.] <<
[253] Se refiere a El sueño de una noche de verano de Shakespeare. [N. de la T.] <<
[254] De un atolladero análogo nace el elogio que ahora, puesto que ya mis méritos no son callados, me tributan algunos de ellos a fin de salvar la honra de su buen gusto: pero a toda prisa le añaden la aseveración de que en lo fundamental no tengo razón: pues ellos se guardarán de aprobar una filosofía que sea algo totalmente distinto de una mitología judía envuelta en una grandilocuente palabrería y asombrosamente adornada, según es de rigueur [de rigor] en ellos. <<
[255] [«Sierva de la teología». Fórmula utilizada en la escolástica medieval para expresar que la filosofía era una ciencia auxiliar de la teología.] <<
[256] [Dominicos.] <<
[257] [«Así lo quiero, así lo ordeno, esté la voluntad en lugar de la razón», Juvenal, Sátiras VI, 233.] <<
[258] [A mayor gloria de Dios.] <<
[259] [Qué se puede establecer de la conciencia de Dios, que se dice inscrita en la mente humana.] <<
[260] Fiestas celebradas en Roma en honor del dios Saturno, al concluir en el campo la labor de siembra del invierno. En ellas se levantaban todo tipo de prohibiciones e incluso se eliminaban las barreras sociales entre amos y esclavos, permitiéndose a estos últimos decir a sus señores verdades incómodas. [N. de la T] <<
[261] [Fausto I, 529, «Gabinete».] <<
[262] [Fábula convencional.] <<
[263] Según Voltaire, Carta a Horace Walpole de 15 de julio de 1768. [N. de la T.] <<
[264] Véase p. 66 [p. 96], nota 51. [N. de la T.] <<
[265] [Δος μοι που στώ καί κινώ την γην: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», expresión de Arquímedes según Pappus VIII, p. 1060, ed. Hultsch.] <<
[266] [«Pues el tronante Zeus arrebata la mitad de la excelencia / Del hombre, el mismo día en que es sometido a la esclavitud», Homero, Odisea XVII, 322 s.] <<
[267] [«Pues todo hombre sometido a la penuria nada puede / Decir ni hacer, le falta la lengua», Theognis, 177-178.] <<
[268] [Tomado de Willian Shenstone, Obras poéticas.] <<
[269] [«Un madero que se mueve por fuerzas ajenas», Horacio, Sátiras II, 7,
82.] <<
[270] [«Las personas letradas que mayor servicio han prestado al escaso número de seres pensantes repartidos por el mundo son los eruditos aislados, los verdaderos sabios, encerrados en sus gabinetes, que no han argumentado en las bancas de la universidad ni han dicho cosas en mitad de las academias: y esos han sido casi siempre perseguidos», Voltaire, Dictionnaire philosophique, art. Lettres, gens de Lettres.] <<
[271] [«La naturaleza lo hizo y después rompió el molde», Orlando furioso X, 84.] <<
[272] [«Con todo, navegaba bien cuando naufragué», proverbio latino recogido por Erasmo de Rotterdam en Adagios II, 9.78.] <<
[273] Zweite Gesicht. Véase infra, p. 253 [p. 261]. [N. de la T] <<
[274] En el Times del 2 de diciembre de 1852 aparece el siguiente testimonio judicial: en Newent (Glocestershire), el juez Lovegrove llevó a cabo una investigación forense sobre el cadáver del hombre Mark Lane descubierto en el agua. El hermano del ahogado declaró que él, al recibir la noticia de que había desaparecido su hermano Markus, al punto respondió: «Entonces se ha ahogado: pues eso he soñado esta noche, y también que yo, sumergido en el fondo del agua, me esforzaba por sacarlo». En la noche siguiente soñó de nuevo que su hermano estaba ahogado cerca, en la presa de Oxenhall, y que junto a él nadaba una trucha. A la mañana siguiente fue a Oxenhall en compañía de su otro hermano: allí vio una trucha en el agua. Enseguida se convenció de que su hermano tenía que encontrarse allí, y realmente encontró el cadáver en el lugar. — ¡Así pues, algo tan fugaz como el deslizarse de una trucha al lado es visto varias horas antes con la precisión de un segundo! <<
[275] Al nacer Edipo, el oráculo de Delfos augura a Layo que su hijo le dará muerte y se casará con su mujer. Para evitarlo, Layo ordena a un súbdito que mate a Edipo, pero este lo abandona en el monte Citerón colgado de un árbol por los pies. Un pastor halla al bebé y lo entrega al rey Pólibo de Corinto, que lo cría como su hijo. Al llegar a la adolescencia Edipo visita al oráculo de Delfos, quien le reitera el augurio. Edipo, creyendo que sus padres son quienes lo han criado, decide no regresar nunca a Corinto para huir de su destino. En su viaje, en el camino hacia Tebas, Edipo encuentra a Layo y lo mata en una contienda sin saber que es el rey de Tebas y su propio padre. Más tarde Edipo encuentra a la esfinge, un monstruo que daba muerte a todo aquel que no pudiera adivinar su acertijo, atormentando al reino de Tebas. Edipo responde correctamente el acertijo, tras lo cual la esfinge, furiosa, se suicida, salvando así a Tebas. Como consecuencia, Edipo es nombrado rey y se casa con la viuda de Layo, Yocasta, su verdadera madre, y tiene con ella cuatro hijos.
Creso, rey de Lidia, ve en sueños a su hijo Atis traspasado por una punta de hierro. Creso hace retirar todas las armas de las habitaciones de los hombres, deja de encomendar a su hijo tareas arriesgadas y dispone los preparativos para su boda. Entretanto, Atis insiste en participar en la caza de un jabalí que está asolando los campos. Creso envía a Adrasto, que se había refugiado en su corte, para proteger a su hijo. En la cacería Adrasto traspasa con su jabalina el cuerpo de Atis, que repentinamente se había interpuesto entre él y el jabalí. [N. de la T.] <<
[276] [Lo que sobreviene al azar.] <<
[277] Si examinamos minuciosamente algunas escenas de nuestro pasado, todo en él nos parece tan tramado como en una novela trazada conforme a un plan. <<
[278] Ni nuestra conducta ni nuestra vida son obra nuestra; sí lo es, en cambio, lo que nadie considera tal: nuestra esencia y existencia. Pues sobre la base de estas y de las circunstancias y acontecimientos externos que tienen lugar en el estricto encadenamiento causal, se desarrollan nuestras acciones y nuestra vida con completa necesidad. Por consiguiente, ya desde el nacimiento del hombre está irrevocablemente determinado su curso vital, hasta en el detalle, de modo que un sonámbulo en la máxima potencia se lo podría predecir con exactitud. Deberíamos tener en cuenta esa verdad grande y segura al considerar y juzgar nuestra vida, nuestros hechos y sufrimientos. <<
[279] Néstor: célebre y venerable anciano que aparece en la llíada y la Odisea homéricas como sabio consejero. [N. de la T.] <<
[280] [Movimientos reflejos.] <<
[281] [«Vanos proyectos que nunca se realizan», Orlando furioso XXXIV, 75.] <<
[282] [«Así lo quiso el destino», Ovidio, Fasti I, 481.] <<
[283] [Suerte fatal, la Parca, destino, hado, sino, lo inevitable.] <<
[284] [πρόνοια: previsión; νους: entendimiento.] <<
[285] Es extraordinario hasta qué punto los antiguos estaban imbuidos y penetrados de la idea de un destino soberano (ειμαρμένη, fatum); de ello dan testimonio, no solo los poetas, sobre todo las tragedias, sino también los filósofos e historiadores. En la época cristiana ese concepto ha sido relegado a un segundo plano y se ha hecho menos apremiante, al haber sido desbancado por el de la providencia, πρόνοια, que supone un origen intelectual y, en cuanto nacida de un ser personal, no es tan fija e inevitable, como tampoco tan profunda y secreta, por lo que no puede suplantar a aquel sino que más bien le ha lanzado el reproche de incredulidad. <<
[286] El conde, alentado por las intrigas de Robert, da orden en la herrería de que maten al primero que llegue preguntando si se han cumplido sus órdenes, y envía allí a Fridolin. Este se para en el camino para asistir a misa, según le ha indicado la condesa, lo que hace que llegue tarde a la herrería. En ese intervalo, Robert se ha adelantado y se presenta allí preguntando si se han cumplido las órdenes del conde, por lo que corre la suerte que había maquinado para Fridolin. [N. de la T] <<
[287] [«El destino conduce a quien se conforma y arrastra a quien se resiste», Séneca, Epístolas a Lucilio 107, 11.] <<
[288] [«A todos los hombres les asiste ya desde el nacimiento / Un genio bueno en los secretos de la vida», Menandro en Plutarco, De la tranquilidad del ánimo, c. 15, 474b; Stobeo, Eclogae physicae et ethicae I, 6, § 4; Clemente de Alejandría, Stromata V, 14.] <<
[289] [«Una vez que todas las almas escogieron su vida, se acercaron a Láquesis en fila, en el orden que les había tocado en suerte, y ella reunió a cada una con el demonio por ella elegido, como guardián de la vida y ejecutor de las elecciones», República X, no 621 sino 620d-e.] <<
[290] [«No os escogerá un demonio a vosotros sino que vosotros elegiréis al demonio. Al que le toque en suerte ser el primero, que elija el primero la vida a la que quedará unido necesariamente», República X, no 618 sino 617e.] <<
[291] [Lo sabe el genio, compañero que modifica el astro del nacimiento / Dios de la naturaleza humana, mortal / En cada cabeza de aspecto variable, ora propicio, ora pérfido.] <<
[292] [Pues el que dirige toda nuestra vida y el que ejecuta nuestros planes anteriores al nacimiento, y el que suministra y dosifica los dones del destino y de los dioses hijos de la Fortuna, como también el resplandor de la providencia, ese es el genio, etc.] <<
[293] Moldes, salientes, prominencias, del italiano bozza, abbozzare, abbozzo [borrador, esbozar, boceto]: de ahí bossiren [modelar, trabajar en relieve] y el francés bosse [relieve, esbozo]. <<
[294] [Lo arrojado y sumergido en el cuerpo se llama alma. Pero lo que se sustrae a la corrupción lo llaman la mayoría «espíritu» y creen que está en el interior. Mas tienen razón quienes suponen que está fuera y lo llaman daimon.] <<
[295] Αυτόματα γάρ τα πράγματ’ επί τό συμφέρον 'Ρεΐ καν καΟεΰδχις η πάλιν τάναντία. Menandro en Stob.[bei] floril.[egium] Vol. I, p. 363
[Pues las cosas fluyen por sí mismas, aun cuando duermes / Para provecho y para lo contrario.] <<
[296] [Un solo flujo, un solo soplo, todo en simpatía.] <<
[297] [Observación de las entrañas/del vuelo de los pájaros.] <<
[298] Considerada de forma objetiva, la vida del individuo posee una universal y estricta necesidad: pues todas sus acciones se producen de forma tan necesaria como los movimientos de una máquina y todos los acontecimientos externos avanzan al hilo de una cadena causal, cuyos miembros mantienen una conexión estrictamente necesaria. Si nos atenemos a eso, no podrá asombrarnos tanto el ver que su vida resulta como si estuviera dispuesta de forma planificada y adecuada a él. <<
[299] Véase p. 222 [p. 233]. [N. de la T.] <<
[300] Véase pp. 224-225 [p. 236]. [N. de la T.] <<
[301] [«Hay todavía otra clase de ignorancia en Dios, por cuanto se dice que ignora lo que ha previsto y predestinado mientras no aparezca empíricamente en el curso efectivo de las cosas», Sobre la división de la naturaleza, p. 83.] <<
[302] [«La tercera clase de ignorancia es aquella por la que se dice que Dios desconoce las cosas que todavía no aparecen manifiestas empíricamente en los efectos de su acción y su actividad; si bien El tiene en sí mismo, creadas por El y por El conocidas, las razones invisibles de esas cosas», ibid., p. 84.] <<
[303] [Acuerdo.] <<
[304] [Hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que se sueñan en tu filosofía.] <<
[305] Véase p. 311 [p. 312], nota 48. [N. de la T.] <<
[306] [«El sueño es de alguna manera una sensación», Aristóteles, Del sueño y la vigilia 2, 456a 26.] <<
[307] [Fuerza curativa de la naturaleza.] <<
[308] [«Después de la mitad de la noche, cuando los sueños son verdad», Sátiras I, 10, 33.] <<
[309] No he podido encontrar una traducción mejor para el término en el sentido aquí empleado. La traducción más exacta en sentido literal sería «duermevela», pero este término no tiene en español el mismo significado, refiriéndose solamente a la primera acepción que menciona Schopenhauer: el despertar en un sueño ligero. Schlafwachen se emplea también en alemán como sinónimo de «sonambulismo» —más afín al segundo sentido que el autor menciona—, pero tampoco coincide plenamente con el sentido general que se le da en el texto. Igualmente, la expresión «sueño lúcido», usada comúnmente en el estudio de los sueños y en psiquiatría, y etimológicamente afín a Schlafwachen, designa principalmente aquel estado en el que mientras se sueña se sabe que se está soñando, por lo que tampoco esa traducción sería aquí adecuada. [N. de la T.] <<
[310] Aunque el término significa literalmente «sueño verdadero», esta expresión, además de ser ambigua, no responde al uso que Schopenhauer hace de él, empleado siempre para referirse a una percepción en sueños de la realidad externa. Por esa razón he decidido traducirlo por «sueño perceptivo», atendiendo a su paralelismo con el término Wahrnehmung (percepción). Según ello, así como Wahrnehmung significa literalmente un asumir la verdad (Wahr-nehmen), Wahrträumen significa soñarla, refiriéndose ambos a una misma actividad que se realiza en la vigilia y el sueño, respectivamente. [N. de la T.]. <<
[311] Plexo solar: densa red de fibras y ganglios nerviosos situada a nivel de la primera vértebra lumbar. Es uno de los grandes plexos vegetativos del cuerpo y en él se combinan las fibras nerviosas del sistema simpático y el parasimpático. [N. de la T.] <<
[312] [«La naturaleza no hace nada en vano», cf. Aristóteles, Sobre el movimiento de los animales II, 704b; Sobre la generación de los animales II, 6, 744a.] <<
[313] Médula oblonga o bulbo raquídeo. [N. de la T.] <<
[314] Con respecto a la hipótesis que discutimos, hay que observar que la Septuaginta siempre denomina a los videntes y adivinos εγγαστρίμυθοι [los que hablan por el vientre], y en concreto también a la bruja de Endor, — bien sea sobre la base del original hebreo o en conformidad con los conceptos entonces dominantes en Alejandría y sus expresiones. Está claro que la bruja de Endor es una clairvoyante, y eso significa εγγαστρίμυθος. Saúl no ve ni habla él mismo a Samuel sino por mediación de la mujer: ella describe a Saúl el aspecto de Samuel (cf. [J. P. E] Deleuze, De la prevision, p. 147, 48). <<
[315] El hecho de que con frecuencia en el sueño nos esforcemos por gritar o mover los miembros tiene que deberse a que el sueño, en cuanto cuestión simplemente representativa, es una actividad exclusiva del cerebro que no se extiende al cerebelo: según ello, este se queda detenido en el letargo del sueño, totalmente inactivo, y no puede desempeñar su tarea de actuar en la medulla como regulador de los movimientos de los miembros; por eso quedan incumplidas las más apremiantes órdenes del cerebro: de ahí la angustia. Pero cuando el cerebro rompe el aislamiento y se enseñorea del cerebelo surge el sonambulismo. <<
[316] Véase p. 63 [p. 93], nota 41. [N. de la T.] <<
[317] Como resultado de la descripción de los médicos, la catalepsia aparece como una parálisis total de los nervios motores, y el sonambulismo, en cambio, como la de los sensibles, la cual es entonces reemplazada por el órgano del sueño. <<
[318] [«De por vida te morirán los ojos, y no volverás a ver más que durmiendo», Metamorfosis VIII, p. 172, edición Bipontina.] <<
[319] Gotthilf Heinrich von Schubert (1780-1860), médico y filósofo natural, autor de El simbolismo del sueño, 1814. [N. de la T.] <<
[320] Goethe narra los sueños perceptivos alegóricos del burgomaestre Textor [el abuelo materno de Goethe] en Mi vida, libro I, hacia el final. <<
[321] Cf. El mundo como voluntad y representación II, p. 393, [p. 390]. [N. de laT] <<
[322] [Fuerza curativa de la naturaleza.] <<
[323] Véase p. 257 [p. 265] nota 8. [N. de la T.] <<
[324] Dispositivo ideado por Franz Anton Mesmer (1734-1815), consistente en una cubeta imantada a la que se conectaban los pacientes a través de varas de hierro para recibir el flujo magnético. [N. de la T.] <<
[325] Véase p. 63 [p. 93], nota 41. [N. de la T.] <<
[326] [Primer motor; cf. Aristóteles, Física VII, 2, 243a, entre otros.] <<
[327] [Acción a distancia.] <<
[328] [Padecimiento por lo distante.] <<
[329] [Visión a distancia y acción a distancia.] <<
[330] [Cf. Príncipe Pückler-Muskau, Cartas de un difunto.] <<
[331] Véase p. 66 [p. 96], nota 52. [N. de la T.] <<
[332] [«Grande es la fuerza de la verdad y prevalecerá», Cf. Vulgata, III Esdras 4, 41.] <<
[333] Los ingleses son una matter of fact nation tal que cuando con los nuevos descubrimientos históricos y geológicos (por ejemplo, la pirámide de Keops, mil años más antigua que el diluvio universal) se les priva del componente fáctico e histórico del Antiguo Testamento, toda su religión se precipita en el abismo.
[Matter of fact nation: «nación de hechos», tomado de la expresión matters of facts (cuestiones de hechos), procedente de la filosofía de Hume.] <<
[334] [Establecimiento o fundación eclesiástica.] <<
[335] En el Galignani del 12 de mayo de 1855 se cita, a partir del G/o¿?e, que la Rectory of Rewsey, Wiltshire, va a ser vendida en pública subasta el 13 de junio de 1855, y el Galignani del 23 de mayo de 1855 ofrece a partir del Leader, y desde entonces lo hace con frecuencia, toda una lista de vicarías anunciadas para subasta: en cada una se indica el sueldo, las amenidades locales y la edad del actual vicario. Pues exactamente igual que los puestos oficiales del ejército, también las vicarías de la Iglesia están a la venta: qué clase de oficiales resultan de ahí lo ha puesto de manifiesto la campaña de Crimea, y qué clase de vicarios, lo enseña igualmente la experiencia. <<
[336] [«Cuando llega el buen tono se retira el buen sentido», tomado posiblemente de Helvecio, Del espíritu II, cap. 9.] <<
[337] [Una nación atrofiada y sumamente clerical.] <<
[338] Literalmente, «romper el sábado»; en sentido amplio, infringir el precepto dominical. [N. de la T] <<
[339] Según relata Baronius, tras un largo debate sobre la inmortalidad del alma entre Ficino y su amigo, Michael Mercatus, ambos acordaron que el primero en morir se aparecería al otro. Poco después, una mañana en que Mercatus se hallaba en su habitación estudiando, oyó el ruido de un caballo que galopaba en la calle y paró en su puerta: entonces oyó la voz de Ficino diciendo: «Oh, Michaeli Vera sunt illa [aquellas cosas eran verdad]». Se volvió hacia la ventana y vio a su amigo a caballo. Inmediatamente envió a Florencia a alguien a preguntar por la salud de su amigo, y supo que había muerto a la misma hora en que se le apareció. [N. de la T] <<
[340] Según Plutarco, Vidas paralelas, antes de la batalla de Filipos se presentó a Bruto «un hombre de desmedida estatura y terrible gesto» que le dijo: «Soy, oh Bruto, tu genio malvado, ya me verás en Filipos». [N. de la T.] <<
[341] [Factorum et dictorum memorabilium libri.] <<
[342] Poco tiempo antes de ser ejecutado, un hombre negro y de enorme estatura se apareció a Casio y le dijo que era su genio malvado. [N. de la T] <<
[343] Véase pp. 224-225 [p. 236]. [N. de la T] <<
[344] Cf. Fausto I, 1995-1996. [N. de la T] <<
[345] Jacques Cazotte, escritor francés, en una cena de gala en París, a principios de 1788, predijo ante un grupo de nobles, escritores, y cortesanos la Revolución Francesa y el modo exacto en que algunos de ellos habían de morir. [N. de la T] <<
[346] [Segunda visión retrospectiva.] <<
[347] [Sombras, imágenes de los muertos (litada XXIII, 72); débiles cabezas de difuntos (Odisea X, 521); despojos mortales.] <<
[348] Gobernador en algunos cantones suizos. [N. de la T.] <<
[349] [Asociación de ideas.] <<
[350] [Otro señaló que él en su casa…] <<
[351] Véase El mundo como voluntad y representación volumen 2, p. 15 [3.a ed., p. 16]. <<
[352] Ίräume eines Geistersehers… Traduzco Geisterseher como «visionario», conforme a la habitual traducción del título de la obra kantiana. Sin embargo, hay que hacer notar que ambos conceptos no tienen exactamente el mismo significado: Geisterseher significa el que tiene la facultad de ver visiones o apariciones de espectros, mientras que visionario es, según la R.A.E., «el que, por su fantasía exaltada, se figura y cree con facilidad cosas quiméricas» o «el que se adelanta a su tiempo o tiene visión de futuro». [N. de la T] <<
[353] [Apariciones y amedrentamientos externos del diablo, en los que asume un cuerpo o cualquier otra cosa perceptible con los sentidos, para acosar a los hombres.] <<
[354] [Con tanta seguridad sabía que en modo alguno pueden existir las almas separadas de los cuerpos.] <<
[355] [«Había una mujer santa que tenía una disposición incomprensible otorgada por Dios: pues, tras haber vertido agua limpia en un vaso de cristal, en el fondo del vaso veía las apariciones de los acontecimientos futuros y según lo que había visto los presagiaba tal como ocurrirían; y no nos falta la confirmación del asunto», Photius, Bibliotheke, ed. Bekker II, p. 347b 7-13, con algunas variantes.] <<
[356] Véase en Sobre la voluntad en la naturaleza, la rúbrica «Magnetismo animal y magia». <<
[357] [De la imposibilidad a la inexistencia.] <<
[358] [De la existencia a la posibilidad.] <<
[359] [«Cree a Roberto, que tiene experiencia», proverbio latino que aparece en diversas versiones en Virgilio, Eneida XI, 283 y Ovidio, El arte de amar III, 511, entre otros. En esta versión aparece por primera vez en Antonius Arena, Ad compagnones.] <<
[360] [«Sueños de enfermo», Horacio, Arte poética 7.] <<
[361] [Dejaremos este mundo tan tonto y tan malvado como lo encontramos al llegar.] <<
[362] [«Que es mayor la causa de la felicidad que está en nosotros que la procedente de las cosas», Clemente de Alejandría, Stromata II 21, p. 362, ed. Migne, p. 1079.] <<
[363] [Diván de Oriente y Occidente, libro de Zuleika, parte 7.] <<
[364] [«Gemas, mármol, marfil, figuras tirrenas, tablas, / Plata, ropas de Getulia teñidas de púrpura, / Hay quienes no los tienen, hay quien no se preocupa de tenerlos», Epístolas II, 2, 180.] <<
[365] [Por derecho divino.] <<
[366] [Dios y mundo, Palabras primigenias, Órfico.] <<
[367] [«A lo igual le complace lo igual», proverbial, presente ya en Homero,
Odisea XVII, 218.] <<
[368] [«Tanto tienes, tanto vales», Petronio, Satiricon 77, 6.] <<
[369] [Disfrutar de uno mismo.] <<
[370] [Pues es permanente la naturaleza, no las obras.] <<
[371] [Una mente sana en un cuerpo sano.] <<
[372] [(Del inglés) «perogrullada».] <<
[373] [«La vida consiste en el movimiento», cf. Aristóteles, Sobre el alma I, 2, 403b.] <<
[374] [Un movimiento es más movimiento cuanto más rápido es.] <<
[375] [«No perturban a los hombres las cosas sino las opiniones sobre las cosas», Enquiridión, c. V] <<
[376] [«Todos los hombres que han destacado en la filosofía, en la política, en la poesía o en las artes parecen ser melancólicos», Problemata physica 30, 1, 953a.] <<
[377] [«Aristóteles opina que todos los hombres de ingenio son melancólicos», Disputaciones tusculanas I, 33, 80.] <<
[378] «La naturaleza ha producido en sus días tipos raros, algunos que siempre dejan ver la alegría en sus ojos y que se ríen como papagayos de un gaitero, y otros de apariencia tan avinagrada que no ponen sus dientes al descubierto con una sonrisa, aunque el propio Néstor jure que la broma es para reírse.» [El mercader de Venecia, acto I, escena 1.] <<
[379] [Malhumorado y de buen humor.] <<
[380] [«No son despreciables los eximios dones de los dioses / Que solo ellos conceden y nadie obtiene por su voluntad», Iliada III, 65.] <<
[381] La vida nómada, que caracteriza el grado inferior de la civilización, vuelve a encontrase en la vida turística, generalizada en grado máximo. La primera fue originada por la necesidad, la segunda, por el aburrimiento. <<
[382] [«Toda estupidez padece por el fastidio de sí misma», Epístolas a Lucilio 9, §22.] <<
[383] [Eclesiástico 22, 12.] <<
[384] Lo que hace al hombre sociable es precisamente su pobreza interior. <<
[385] [«El largo ocio de los hombres ignorantes», Orlando furioso XXXIV, 75.] <<
[386] [Confiados a nosotros mismos en todo lugar, / Nosotros hacemos o encontramos nuestra propia felicidad.] <<
[387] [El señor Descartes es el más feliz de todos los hombres y su condición me parece digna de envidia.] <<
[388] Según la Vulgata. En la versión de las lenguas originales, 7, 11: «Buena es la ciencia con hacienda, y es una ventaja para los que ven el sol». [N. de la T.] <<
[389] Ellos consiguen su bienestar a costa de su ocio: ¿pero de qué me sirve el bienestar si a cambio de él debo entregar lo único que lo hace deseable, a saber, el libre ocio? <<
[390] Se refiere a la historia de Vulteyo, pregonero y vendedor ambulante, a quien Filipo le da el dinero para comprar una granja. Poco después, y tras comprobar los desvelos y disgustos que esta supone, Vulteyo se presenta ante Filipo y le pide que le devuelva a su estado anterior. Fa historia concluye afirmando que quien vea que es mejor lo que dejó que lo que recibió a cambio ha de intentar recuperar enseguida lo que perdió. «Cada uno se mide según su propia medida: esa es la verdadera sabiduría.» [N. de la X] <<
[391] [«La felicidad es la actividad según la virtud en asuntos que resultan según se desea», Eclogae physicae et ethicae II, c. 7.] <<
[392] [«Con frecuencia sale aquel fuera del palacio / Porque está hastiado de la casa, y al momento retorna; / Ya que fuera no se siente mejor en nada. / Corre a caballo precipitadamente a la villa, / Como si hubiera de apagar el fuego de la casa: / Apenas ha traspasado el umbral se vuelve indolente; / O cae en un profundo sueño e intenta olvidarse; / O bien se acerca apresurado a la ciudad y vuelve a visitarla», Sobre la naturaleza de las cosas III, 1060-1067 (no 1073).] <<
[393] La naturaleza progresa continuamente; primero, desde la acción mecánica y química del reino inorgánico hasta el reino vegetal y su sordo placer propio; desde ahí, al reino animal con el que despunta la inteligencia y la conciencia; y entonces, desde unos débiles comienzos, va ascendiendo gradualmente y por fin se eleva con el paso último y máximo hasta el hombre, en cuyo intelecto alcanza la naturaleza el punto culminante y el objetivo de sus producciones, es decir, ofrece lo más perfecto y complicado que es capaz de producir. Pero incluso dentro de la especie humana el intelecto presenta aún muchas y notables gradaciones, y muy raramente llega al nivel superior de la inteligencia verdaderamente elevada. Esta es, pues, en el sentido más estricto y propio, el producto más complicado y elevado de la naturaleza, y con ello lo más raro y valioso que el mundo puede mostrar. En tal inteligencia aparece la más clara conciencia, y en consecuencia el mundo se presenta con mayor claridad y perfección que en ninguna otra parte. El que está dotado de ella posee, por tanto, lo más noble y preciado de la tierra y tiene conforme a ello una fuente de placeres frente a los cuales todos los demás son nimios; de modo que no necesita de fuera más que el ocio para regocijarse tranquilo con esa posesión y tallar sus diamantes. Pues todos los demás placeres, es decir, los no intelectuales, son de clase inferior: todos ellos acaban en movimientos de la voluntad, esto es, en deseos, esperanzas, miedos y logros, sin importar en qué dirección; en ese caso nunca se termina sin dolor y además, por lo regular, con el logro surge un mayor o menor desengaño en lugar de hacerse cada vez más clara la verdad, como en el caso de los placeres intelectuales. En el reino de la inteligencia no impera ningún dolor sino que todo es conocimiento. Todos los placeres intelectuales son accesibles a cada cual a través de su propia inteligencia y, por lo tanto, en la medida de ella: pues tout l’esprit qui est au monde est inutile à celui qui n’en a point [«todo el espíritu que hay en el mundo le resulta inútil a quien carece de él», Labruyére, Los caracteres, capítulo del hombre.] Pero una desventaja real que acompaña a aquel privilegio es que, en toda la naturaleza, con el grado de la inteligencia se eleva también la capacidad para el dolor, así que también aquí alcanza esta su máximo nivel. <<
[394] La vulgaridad consiste en el fondo en que en la conciencia el querer prevalece totalmente sobre el conocer, con lo que alcanza el grado en el que el conocimiento solo aparece al servicio de la voluntad y, por consiguiente, cuando ese servicio no lo anima, es decir, cuando no hay motivos ni grandes ni pequeños, el conocer cesa totalmente y surge en consecuencia un completo vacío de pensamiento. Mas el querer carente de conocimiento es lo más vulgar que existe: cada tronco de madera lo tiene y lo muestra al menos cuando cae. Por eso aquel estado constituye la vulgaridad. En él solo quedan activos los instrumentos sensoriales y la actividad inferior del entendimiento requerida para la aprehensión de sus datos; como consecuencia de ello el hombre vulgar está continuamente abierto a todas las impresiones, así que percibe al instante todo lo que ocurre a su alrededor, de modo que el sonido más leve y hasta el más insignificante detalle suscitan enseguida su atención, como ocurre con los animales. Todo ese estado se hace visible en su cara y en todo su exterior, — de ahí procede la apariencia vulgar, cuya impresión resulta más desagradable cuando, como en la mayoría de los casos, la voluntad que ha de llenar aquí en exclusiva la conciencia es vil, egoísta y en general mala. <<
[395] [«Los dioses que viven cómodamente», Homero, Ilíada VI, 138; Odisea IV, 805.] <<
[396] [«No hay verdaderos placeres sin verdaderas necesidades», Compendio del Eclesiastés, verso 30, ed. Hachette, p. 404.] <<
[397] [Cortesanas griegas. / Prostitutas.] <<
[398] [«El ocio sin letras es la muerte y la sepultura del hombre vivo», Séneca, Epístolas a Lucilio 82, 3.] <<
[399] [«Solo la riqueza del alma es verdadera riqueza / Todo lo demás trae más molestias que ganancia», Luciano, Epigramas 12.] <<
[400] [«Parece que la felicidad está en el ocio», Etica a Nicómaco X, 7, 1177b.] <<
[401] [«Sócrates elogiaba el ocio como el más hermoso bien», Vida, opiniones y sentencias de los filósofos II, cap. 5, § 31.] <<
[402] [«La vida feliz es la que se vive sin impedimento según la virtud», Eolítica IV, 11, 1995a.] <<
[403] [Los años de aprendizaje de Guillermo Meister 1. I, c. 14, mitad.] <<
[404] [Difícil es la calma en el ocio.] <<
[405] [Tener entendimiento es con mucho el primer principio de la felicidad.] <<
[406] [Pues en el entendimiento no se da la vida más agradable.] <<
[407] [El hombre rudo. Literalmente, el hombre sin musas.] <<
[408] Véase p. 359 [p. 356], nota 36. [N. de la T] <<
[409] [La alimentación y el vestido.] <<
[410] [Pues el pensamiento de los hombres que habitan la tierra es / Como el día que nos trae el padre de los hombres y de los dioses.] <<
[411] [Bienes para algo.] <<
[412] En el original, ein Handwerk hat einen goldenen Boden: «un oficio tiene el suelo de oro». [N. de la T.] <<
[413] [Una mujer de fortuna acostumbrada a manejar el dinero lo gasta juiciosamente: pero una mujer que llega a disponer de dinero por primera vez a partir de su matrimonio encuentra tal placer en gastarlo que lo dilapida con gran profusión.] <<
[414] [Independiente.] <<
[415] Epopte: del griego επόπτη, el vidente o iniciado en los grandes misterios. [N. de la T.] <<
[416] [Libro del disgusto, «Sosiego del viajero».] <<
[417] [Con la cabeza erguida.] <<
[418] [Mediocre y rastrero.] <<
[419] [«Solo tenemos dos días de vida: no vale la pena pasarlos arrastrándonos bajo bribones miserables», Oeuvres, ed. Beuchot, 26, p. 116.] <<
[420] [«No ascienden fácilmente aquellos cuyas virtudes obstaculizan / Los escasos recursos de su casa», Sátiras 3, 164.] <<
[421] [«Tan leve, tan mezquino es lo que al ánimo ansioso de alabanza / Abate y reconforta», Horacio, Epístolas II, 1, 179.] <<
[422] Las clases más altas, en su esplendor, en su pompa y fasto, en su magnificencia y representatividad de todas clases, pueden decir: «toda nuestra felicidad se encuentra fuera de nuestro yo: su lugar son las mentes de los demás». <<
[423] Scire tuum nihil est, nisi te scire hoc sciat alter. [«Tu saber no es nada si otro no sabe de tu saber», Persio, Sátiras I, 27.] <<
[424] [Qué dirán.] <<
[425] Según la tradición que recoge Tito Livio (III, 44-48), fue un centurión romano que vivió en torno al 450 a. C., cuando los decenviros nombrados para la redacción de la Ley de las Doce Tablas se convirtieron en tiranos al no permitir la restitución de las libertades. Apio Claudio, uno de los decenviros, que estaba enamorado de Virginia, la hija de Virginio, intentó conseguirla haciendo abuso de su autoridad. El padre de Virginia hundió un cuchillo en el pecho de su hija, pues prefería verla muerta que deshonrada. Este hecho provocó una insurrección que acabó con el poder de los decenviros. [N. de la T] <<
[426] [sentimiento de honor.] <<
[427] [El ansia de gloria es lo último que abandona también a los sabios.] <<
[428] [«Lo bueno es arduo», Platón, República YI, 11, 435c, 497d.] <<
[429] Sus Minervam docet: «el cerdo enseña a Minerva», proverbio romano utilizado por Cicerón, Academica posteriora I, 5, 18. [N. de la T.] <<
[430] [«Asume la soberbia que requieren los méritos», Horacio, Odas III, 30,14.] <<
[431] [Con manos y pies.] <<
[432] [Miscelánea vol. II, Gotinga, 1844, p. 122.] <<
[433] [Por el mérito, va de suyo.] <<
[434] [Como hombre apto.] <<
[435] [La injuria es una calumnia sumaria.] <<
[436] Bürgerlich significa en alemán «civil» y también «burgués». [N. de la T] <<
[437] [«De aquello que depende de nosotros», expresión estoica.] <<
[438] [«Con respecto a la buena fama, decían Crisipo y Diógenes que, al margen de su utilidad, no valía la pena mover un dedo por ella. Con ellos concuerdo yo vehementemente», De los fines de los bienes y los males III, 17, 57.] <<
[439] [No amamos la estima por sí misma sino solamente por las ventajas que procura.] <<
[440] [Espíritu corporativo.] <<
[441] Según Tito Livio (Los orígenes de Roma I, 58), Lucrecia fue violada por Sexto Tarquino, hijo de Tarquino el Soberbio, quien no pudiendo doblegarla con el miedo a la muerte la amenazó con poner junto a su cadáver el de un esclavo desnudo degollado, para que se dijera que ella había muerto en adulterio. Entonces Lucrecia hizo llamar a su padre y a su esposo, Tarquino Colatino, y les contó lo ocurrido pidiendo castigo para el violador. A las palabras de consuelo de estos respondió: «Vosotros veréis qué le está destinado a él; yo, por mi parte, aunque me absuelvo de la falta, no me eximo del castigo. Que en el futuro ninguna mujer pueda vivir deshonrada tomando como ejemplo a Lucrecia», y se clavó un cuchillo en el corazón. Sobre Virginio, véase supra, p. 378 [p. 373], nota 65. [N. de la T.] <<
[442] Drama de G. E. Lessing que recrea la historia de Virginio. [N. de la T.] <<
[443] Amante de Egmont en el drama de Goethe del mismo nombre. [N. de la T.] <<
[444] Mylita o Milita: diosa de Babilonia a la que las doncellas debían ofrecer su virginidad prostituyéndose con un extraño. [N. de la T.] <<
[445] [Una mancha de leve importancia.] <<
[446] [«Obra más allá de los términos de la obligación», expresión teológica medieval.] <<
[447] [«Cuanto más despreciable y ridículo es uno, más suelta está su lengua», De la constancia del sabio 11, 3.] <<
[448] [«Libro de las sentencias», sentencia 14.] <<
[449] [Horrible de decir.] <<
[450] [¿Para qué decir más?] <<
[451] Faustrecht (a veces traducido también como «derecho del más fuerte») significa literalmente «derecho de puño [Faust]» y expresa una idea contradictoria, por cuanto el tomarse la justicia por propia mano supone la negación del derecho. Aberwitz (desvarío, locura) está compuesto por aber (pero) y Witz (chiste, ingenio). Aunque literalmente significa, pues, la falta de ingenio o el completo sinsentido, en su composición tiene el matiz de una clase de ingenio: el del chiflado. Desde este punto de vista, el paralelismo y la ironía consistirían en que, en ambos términos, lo que literalmente es la negación de un concepto (el derecho y el ingenio, respectivamente) se presenta como una clase particular de ese concepto. [N. de la T.] <<
[452] Este sería, pues el código. Y así de extraño y grotesco es el efecto que producen, cuando están formulados en claros conceptos y claramente expresados, aquellos principios que, aún hoy en día, en la Europa cristiana acatan por lo general todos los que pertenecen a la llamada «buena sociedad» y al llamado «buen tono». De hecho, muchos de aquellos a los que esos principios se les han inculcado desde la temprana juventud de palabra y con el ejemplo creen más firmemente en ellos que en cualquier catecismo, abrigan hacia ellos la más profunda y sincera veneración, están a cada momento seriamente dispuestos a sacrificar por ellos felicidad, reposo, salud y vida, consideran que aquellos principios tienen su raíz en la naturaleza del hombre, luego son innatos, y por lo tanto son seguros a priori y están por encima de todo examen. No quiero ofender sus corazones, pero eso hace poco honor a sus cabezas. Por eso, a ninguna clase pueden ser menos adecuados que a la que está destinada a representar la inteligencia en la tierra, a convertirse en sal de la tierra, y que debe prepararse para esa gran vocación: la juventud estudiante, que por desgracia en Alemania acata esos principios más que ninguna otra clase. En vez de exhortar sobre los perjuicios y la inmoralidad de las consecuencias de esos principios a esa juventud educada en la Hélade y el Lacio (como hizo una vez, cuando yo aún era partidario suyo, el nefasto filosofastro J. G. Fichte, a quien el mundo culto alemán todavía hoy considera en serio un filósofo, en una Declamatio ex cathedra), tengo que decirles lo siguiente. Vosotros, cuya juventud se desarrolló al cuidado del lenguaje y la sabiduría de la Hélade y el Lacio, y sobre cuyo espíritu se ha tenido el inestimable cuidado de dejar caer los rayos luminosos de los sabios y nobles de la hermosa Antigüedad: ¿vosotros queréis empezar a hacer de ese código de insensatez y brutalidad la pauta de vuestra conducta? — Ved cómo aquí, traducido a claros conceptos, se encuentra ante vosotros en su miserable limitación, y convertidlo en piedra de toque, no de vuestro corazón sino de vuestro entendimiento. Si entonces no lo rechazáis, es que vuestra mente no es apta para trabajar en el campo donde son requisitos necesarios un Juicio enérgico que rasgue fácilmente los lazos del prejuicio, un entendimiento certero que sea capaz de separar netamente lo verdadero de lo falso, incluso allá donde la diferencia se encuentra profundamente oculta y no se puede asir con las manos como aquí: así pues, en ese caso, mis buenos hombres, buscad otra forma honorable de ir por el mundo, haceos soldados o aprended un oficio y tendréis beneficio. — <<
[453] Cayo Mario: político y militar romano (Arpino, 157-Roma, 86 a. C.) miembro del partido plebeyo, puso en marcha reformas militares y sociales en sintonía con los Gracos. [N. de la T] <<
[454] [Johan Freinshemius, Suplementos a Las décadas de Tito Livio.] <<
[455] [Si a alguno se le ocurriera decir que Demóstenes fue un hombre de honor, nos sonreiríamos de conmiseración; — Cicerón tampoco era un hombre de honor.] <<
[456] [Lo ha hecho Nicódromo.] <<
[457] [«¿Y qué hará el sabio cuando se le dé un puñetazo?» Lo que hizo Catón cuando le dieron una bofetada: no se irritó, no vengó la ofensa: y tampoco la perdonó sino que negó que se hubiera producido.] <<
[458] Obra de Ludwig Robert (1780-1832). [N. de la T.]. <<
[459] [«La ley no se preocupa de nimiedades», principio del derecho romano; más exactamente: minima non curat praetor.] <<
[460] ¿Qué significa ofender a uno? — Significa confundirle en la alta opinión que tiene de sí mismo. <<
[461] El honor caballeresco es hijo de la arrogancia y la necedad. (La verdad opuesta a ellas la expresa en su máxima agudeza El príncipe constante en las palabras: «Esa es la herencia de Adán».) Resulta muy llamativo que ese superlativo de toda arrogancia se encuentre única y exclusivamente entre los miembros de aquella religión que obliga a sus fieles a la humildad más manifiesta; porque ni épocas anteriores ni otras partes del mundo conocen aquel principio del honor caballeresco. Pero no se lo podemos achacar a la religión sino más bien al feudalismo, en el que cada noble se tenía por un pequeño soberano que no reconocía ningún juez humano por encima de sí y por ello aprendía a atribuir una total invulnerabilidad y santidad a su persona; de ahí que cualquier atentado contra ella, es decir, cualquier golpe o insulto, pareciera un crimen merecedor de la muerte. En consecuencia, el principio del honor y los duelos fueron, en su origen, asunto exclusivo de la nobleza; posteriormente, y como resultado de ello, de los oficiales, a los que después se agregaron en ocasiones, aunque no en todos los casos, las demás clases altas, a fin de no valer menos. Aunque los duelos han nacido de las ordalías, estas no son la razón sino la consecuencia y la aplicación del principio del honor: quien no reconoce juez humano apela al divino. Mas las ordalías no son privativas del cristianismo sino que se encuentran también en gran número en el hinduismo, aunque la mayoría de las veces en épocas antiguas: sin embargo, aún hoy quedan huellas de las mismas. <<
[462] [«La injuria tiene tal aguijón, que difícilmente pueden soportarla los hombres prudentes y buenos», Cicerón, Veninas III, 41, 95.] <<
[463] Vingt ou trente coups de canne sur le derrière, c’est, pour ainsi dire, le pain quotidien des Chinois. C’est une correction paternelle du mandarin, laquelle n’a rien d’infamant, et qu’ils reçoivent avec action de grâces. — Lettres édifiantes et curieuses, édition de 1819, vol. 11, p. 454. [Veinte o treinta golpes con la caña en la espalda son, por así decirlo, el pan cotidiano de los chinos. En una corrección paternal del mandarín en la que no hay nada de humillante y que ellos reciben con acción de gracias.] <<
[464] Lattenstrafe: especial forma de arresto en el ámbito militar. Se sufría en una celda, bien con luz o a oscuras. El suelo de la celda, y en algunos casos también las paredes, estaban revestidos de estacas triangulares. El condenado era encerrado con poca ropa y descalzo en la celda, donde permanecía hasta 24 horas. [N. de la T.] <<
[465] La verdadera razón de que los gobiernos se empeñen aparentemente en suprimir el duelo y finjan no conseguirlo —cuando está claro que eso sería muy fácil, sobre todo en las universidades— me parece ser la siguiente: el Estado no está en condiciones de pagar a sus oficiales y funcionarios civiles la totalidad de su sueldo en dinero; por eso hace que la otra mitad de su salario consista en el honor, representado por títulos, uniformes y condecoraciones. Pero a fin de mantener la alta cotización de ese pago ideal de sus servicios, el sentimiento del honor ha de ser alimentado, agudizado y, en caso necesario, exagerado: mas puesto que para ese fin no basta el honor civil, ya por el hecho de que se comparte con cualquiera, se recurre al honor caballeresco y se lo mantiene de la forma mencionada. En Inglaterra, donde los sueldos militares y civiles son muy superiores a los del continente, el mencionado recurso no es necesario: por eso allá, sobre todo en estos últimos veinte años, el duelo ha sido casi totalmente extirpado, en la actualidad se da con muy poca frecuencia y cuando lo hace es ridiculizado como una extravagancia; ciertamente, a ello ha contribuido mucho la gran Anti-duelling-society, que cuenta entre sus miembros a una gran cantidad de lores, almirantes y generales; así que Moloch se las tiene que arreglar sin sus víctimas. <<
[466] Wehmgericht: tribunal secreto que surgió en Westfalia durante la Edad Media para contrarrestar la situación de anarquía y los abusos de los señores feudales. [N. de la T.] <<
[467] [«A quien consiente no se le hace injusticia», Aristóteles, Etica a Nicómaco V, 15, 1138a.] <<
[468] [«Un noble par de hermanos», Horacio, Sátiras II, 3, 143.] <<
[469] [«Odio y amor», fuerzas originarias en la filosofía de Empédocles.] <<
[470] Los dos hijos gemelos de Zeus y Leda, hermanos de Helena y Clitemnestra. [N. de la T.] <<
[471] Por consiguiente, es un mal cumplido el creer, como está de moda hoy en día, que se honra las obras dándoles el título de hechos: pues las obras son de clase esencialmente superior. Un hecho es siempre una simple acción a partir de un motivo, por lo tanto, algo individual y efímero, y pertenece al elemento universal y originario del mundo: la voluntad. En cambio, una obra grande o bella es algo permanente porque tiene significado universal y ha nacido de la inteligencia, que se alza inocente y pura como el aroma sobre este mundo de voluntad.
Una ventaja de la fama de los hechos es que por lo regular surge enseguida, con una violenta explosión, y a menudo con tanta fuerza que es oída en toda Europa; mientras que la fama de las obras surge lenta y gradualmente, primero apenas perceptible, luego cada vez más fuerte, y con frecuencia no alcanza su plena intensidad hasta después de cien años: pero entonces permanece como permanecen las obras, a veces durante milenios. Sin embargo, aquella otra, después de pasada la primera explosión, se hace cada vez más débil, es conocida por pocos y cada vez por menos, hasta que al final solo tiene una existencia fantasmal en la historia. <<
[472] [«Aun cuando a todos tus contemporáneos la envidia les impusiera el silencio, vendrán los que juzguen sin enemistad, sin favoritismo», Epístolas a Lucilio 79, 17.] <<
[473] [Epicarmo en Diogenes Laercio III, 16 (Diels-Kranz 5, 173).] <<
[474] [Eclesiástico 22, 9.] <<
[475] [Shakespeare, Hamlet IV, 2.] <<
[476] [Diván de Oriente y Occidente, libro IV, 1.] <<
[477] [Proverbial, Weimarer Ausgabe II, 240.] <<
[478] [Lichtenberg, Aforismos, ed. A. Leitzmann, D396.] <<
[479] [Lichtenberg, Miscelánea, ed. cit., vol. IV, p. 47; Aforismos, ed. cit., FIII.] <<
[480] [Christian Fürchtegott Geliert (1715-1769), Los dos perros.] <<
[481] [Los años de aprendizaje de Guillermo Meister, libro 7, cap. 9, «Carta de aprendizaje».] <<
[482] [Libro V, estrofa 7.] <<
[483] [¡Abajo el mérito!] <<
[484] [Zahme Xenien (Epigramas moderados ), V] <<
[485] [Lichtenberg, Miscelánea, ed. cit., vol. IV, p. 15.] <<
[486] [Aprecio sincero / Aprecio de palabra.] <<
[487] Dado que nuestro mayor placer consiste en ser admirados, pero los admiradores, aun habiendo causa, se prestan de mala gana a serlo, el más feliz es el que, da igual cómo, ha logrado admirarse francamente a sí mismo. Solo hace falta que los demás no le confundan. <<
[488] [Todo gozo del alma y toda alegría se basa en tener alguien comparándose con el cual uno pueda tener una alta opinión de sí mismo.] <<
[489] [«La fama es la espuela que provoca a los claros espíritus / (Esa última debilidad de las mentes nobles) / A despreciar los placeres y vivir laboriosos días», John Milton, Lycidas, 70.] <<
[490] [«Qué difícil es escalar la cima / Donde brilla el orgulloso templo de la fama», James Beattie, The minstrel L] <<
[491] [«Lo que depende de nosotros» / «Lo que no depende de nosotros», expresiones estoicas.] <<
[492] [Palabras iniciales del poema de Matthias Claudius (alias Asmus) «Viaje de Urian alrededor del mundo», en El mensajero de Wansbecker, parte V] <<
[493] [De cielo, no de ánimo, cambian los que surcan los mares.] <<
[494] [El hombre prudente no aspira al placer sino a la ausencia de dolor.] <<
[495] [«La felicidad no es más que un sueño y el dolor es real», carta al marqués de Florian, 16 de marzo de 1774.] <<
[496] [Pasar la vida / La vida se cumple / Así se va tirando.] <<
[497] [Parte I, capítulo 2.] <<
[498] [Lo mejor es el enemigo de lo bueno.] <<
[499] [Cf. Schiller, poema «Resignación».] <<
[500] «Espejismo». En las leyendas del rey Arturo recibe este nombre la hermanastra del rey, que junto con sus ocho hermanas reinaba en Avalon o reino de las hadas. [N. de la T.] <<
[501] [«Aquel que la dorada mediocridad aprecia / Siendo prudente está libre de la suciedad de techos raídos, / Siendo moderado se mantiene libre / De los envidiados palacios. / Los vientos sacuden más furiosos / El enorme pino: y con más estrépito / Caen altas torres: y los rayos alcanzan / Los más altos montes», Horacio, Odas II, 10,5-12.] <<
[502] [«Ninguno de los asuntos humanos es digno de gran empeño», República X, 6, 604c.] <<
[503] [Sin cumplidos.] <<
[504] [«La sociedad, los círculos, los salones, eso que se llama el mundo, es una miserable pieza de teatro, una mala ópera sin interés que se sostiene un poco por la tramoya, los trajes y la decoración», Máximas y pensamientos, cap. III.] <<
[505] [«¿Porqué fatigas el alma débil con proyectos eternos?», Odas II, XI, 11-12.] <<
[506] [«Otro placer que aprender no experimento», Petrarca, Triunfo del amor, I, 21.] <<
[507] γνώΟ σεαυτον, «Conócete a ti mismo»: lema atribuido a Quilón de Esparta, uno de los siete sabios de Grecia, y que se hallaba inscrito en el frontispicio del Templo de Apolo en Delfos. Algunos se lo atribuyen a Tales de Mileto o a Solón. [N. de la T.] <<
[508] [Provisionalmente.] <<
[509] [«Pero dejémoslo correr, aunque afligidos, / Conteniendo por necesidad el furor del pecho», Iliada XVIII, 112 s.] <<
[510] [«Ciertamente, eso está en el regazo de los dioses», Odisea I, 267, no literal.] <<
[511] [«Considera los días singulares como vidas singulares», Séneca, Epístolas a Lucilio 101, 10.] <<
[512] [Comienzo del canto Vanitas! vanitatum vanitas! , en Goethe, Gesellige Lieder.] <<
[513] Véase, p. 363 [p. 360], nota 44. [N. de la T.] <<
[514] [Curso particular.] <<
[515] Ediciones de los clásicos grecolatinos y de algunos autores franceses que se realizaron en la ciudad alemana de Zweibrücken (literalmente, «Dos puentes», y de ahí el nombre de Bipontina en la versión latina). Schopenhauer cita en numerosas ocasiones por esas ediciones. [N. de la X] <<
[516] [«Todas mis posesiones las llevo conmigo», Cicerón, Paradoxa I, 1, 8; Séneca, Epístolas a Lucilio 9, 18.] <<
[517] [La felicidad pertenece al que es autosuficiente.] <<
[518] Como nuestro cuerpo en las ropas, está nuestro espíritu encubierto en la mentira. Nuestro hablar y actuar, todo nuestro ser es mentiroso: y solo a través de esa envoltura se puede a veces adivinar nuestros verdaderos sentimientos, como a través de las ropas, la forma del cuerpo. <<
[519] Véase p. 288 [p. 292], nota 32. [N. de la T.]. <<
[520] [«No puede dejar de ser feliz el que solo depende de sí mismo y solo en él lo pone todo», Paradoxa II, 17.] <<
[521] Es sabido que los males se alivian soportándolos en común: entre ellos la gente parece incluir el aburrimiento; por eso se reúnen para aburrirse juntos. Así como el amor a la vida no es en el fondo más que miedo a la muerte, también el impulso social del hombre no es en el fondo directo; en efecto, no se basa en el amor a la sociedad sino en el miedo a la soledad, ya que no se trata tanto de buscar la graciosa presencia del otro como de rehuir el vacío y la angustia de estar solo junto con la monotonía de la propia conciencia; de ahí que para escapar de eso uno se contente incluso con una mala compañía y tolere la incomodidad y la coacción que cualquier sociedad lleva necesariamente consigo. — En cambio, cuando se ha vencido la aversión hacia todo eso y, en consecuencia, ha nacido la costumbre de la soledad y el endurecimiento frente a su impresión inmediata, de modo que ya no produce los efectos antes señalados, entonces uno puede en adelante estar solo con sumo gusto y sin anhelar la compañía, precisamente porque la necesidad de la misma no es directa y, por otra parte, el hombre se ha acostumbrado entonces a las beneficiosas cualidades de la soledad. <<
[522] [El gregarismo del género humano.] <<
[523] Véase p. 351 [p. 348], nota 22. [N. de la T] <<
[524] Se refiere a la famosa parábola de los puercoespines: «Un grupo de puercoespines se apiñaba en un frío día de invierno para evitar congelarse calentándose mutuamente. Sin embargo, pronto comenzaron a sentir unos las púas de otros, lo cual les hizo volver a alejarse. Cuando la necesidad de calentarse les llevó a acercarse otra vez, se repitió aquel segundo mal; de modo que anduvieron de acá para allá entre ambos sufrimientos hasta que encontraron una distancia mediana en la que pudieran resistir mejor. Así la necesidad de compañía, nacida del vacío y la monotonía del propio interior, impulsa a los hombres a unirse; pero sus muchas cualidades repugnantes y defectos insoportables les vuelven a apartar unos de otros. La distancia intermedia que al final encuentran y en la cual es posible que se mantengan juntos es la cortesía y las buenas costumbres», Parerga y paralipomena II, § 396, p. 690. [N. de la T.] <<
[525] [«Todo nuestro mal proviene de no poder estar solos», Los caracteres, capítulo del hombre, París, 1880, p. 259.] <<
[526] [La dieta de los alimentos nos proporciona la salud del cuerpo y la de los hombres, la tranquilidad del alma.] <<
[527] [Desmentido.] <<
[528] [«La tierra está cubierta de gente que no merece que se le hable», carta al cardenal de Bernis, 21 de junio de 1762.] <<
[529] [«Siempre he buscado la vida solitaria / (Los ríos lo atestiguan, y los campos y los bosques), / Para huir de esos espíritus absurdos e inútiles, / Que se han cerrado el camino del cielo», Soneto 221.] <<
[530] Johann Georg Ritter von Zimmermann (1728-1795), médico y filósofo suizo, residente en Hannover desde 1768, autor de Betrachtungen über die Einsamkeit [Consideraciones sobre la soledad], 1755. [N. de la T.] <<
[531] [«A veces se dice de un hombre que vive solo, que no le gusta la sociedad. Es más o menos como si se dijera de un hombre que no le gusta pasear, so pretexto de que no se pasea voluntariamente durante la noche por el bosque de Bondy», Chamfort, Máximas y pensamientos, cap. IV] <<
[532] En el mismo sentido dice Sadi en el Gulistan: «Desde ese momento nos hemos despedido de la sociedad y hemos emprendido la senda del aislamiento: pues la seguridad habita en la soledad». <<
[533] [Peregrino querúbico, libro III, 241.] <<
[534] [«Tantos hombres que han querido degustar en la tierra la vida celeste dijeron al unísono: “Mira, he huido durante largo tiempo, y he permanecido en soledad”», Opera, ed. de A. Wagner, 1830, vol. II, p. 408. La cita es de la Biblia, Vulgata, salmo 54, 8.] <<
[535] [Peregrino querúbico, libro II, 117.] <<
[536] [Goethe, Fausto I, 1635-1638.] <<
[537] «Atrévete a saber», Horacio, Epístolas, I, 40. Esta máxima se hizo famosa al ser elegida por Kant como divisa de la Ilustración, en su ensayo Respuesta a la pregunta: «¿Qué es la Ilustración?». [N. de la T.] <<
[538] Bell-Lancaster: método educativo ideado por los pedagogos británicos Andrew Bell y Joseph Lancaster, llamado también «de instrucción mutua», y que fue popular a comienzos del siglo XIX. Se basaba en utilizar a los alumnos más aventajados como ayudantes del profesor que colaboraban en la instrucción de sus compañeros. [N. de la T.] <<
[539] [«Nada es perfecto», Horacio, Odas II, 16, 27-28.] <<
[540] La envidia de los hombres muestra lo infelices que se sienten; su constante atención a lo que hacen los demás, lo mucho que se aburren. <<
[541] [Que nuestros bienes nos alegren sin comparaciones: nunca será feliz aquel al que otro más feliz le atormente.] <<
[542] [Cuando te exasperes por los que tienes por delante, piensa en cuántos tienes por detrás.] <<
[543] [Compañeros de desdichas.] <<
[544] [Las almas privilegiadas tienen el mismo rango que los soberanos.] <<
[545] [«No mover lo que está quieto», Salustio, La conjuración de Catilina 21,1.] <<
[546] [Enjaézala bien (a la muía) y luego déjala andar.] <<
[547] [Goethe, Proverbial.] <<
[548] [«Autotorturador», título de una comedia de Terendo.] <<
[549] [«El hombre que no escarmienta no se educa», Menandro, Monostikoi 422.] <<
[550] [Agitado.] <<
[551] En español en el original y traducido a continuación al alemán por Schopenhauer. [N. de la T.] <<
[552] [«Confesión general.»] <<
[553] [«Por la vida perder la causa de vivir», Juvenal, Sátiras 8, 84.] <<
[554] [«Si quieres someterlo todo a ti, sométete a la razón», Epístolas a Lucilio 37, 4.] <<
[555] [«Renunciar y soportar», Epicteto en Aulo Gelio, Noches áticas, XVII, 19, 6.] <<
[556] [«En medio de todo lee y pregunta a los sabios / De qué manera puedes pasar más levemente la vida; / Que el deseo no te agite ni atormente a ti, siempre necesitado, / Ni el temor y la esperanza de cosas escasamente útiles», Horacio, Epístolas I, 18, 96-99.] <<
[557] Véase p. 345 [p. 343], nota 13. [N. de la T.] <<
[558] Juego de destreza llamado también «balero» y «boliche». Tuvo su origen en Francia, en el siglo XVI, y estuvo de moda durante el reinado de Enrique III, gran aficionado a él. [N. de la T] <<
[559] Véase p. 363 [p. 360], nota 44. [N. de la T.] <<
[560] Famosa fábula transmitida por Jenofonte (Memorabilia II, 1, 21-34): el joven Hércules encontró en una encrucijada a dos mujeres, Virtud y Voluptuosidad, cada una de las cuales intentaba atraerle a su camino, hasta que Hércules tomó el camino de la virtud. [N. de la T] <<
[561] [Cada loco con su tema.] <<
[562] Véase p. 119 [p. 141], nota 92. [N. de la T.] <<
[563] [Te veo.] <<
[564] El sueño es un trozo de muerte que tomamos prestado anticipando [por anticipado] y a cambio del cual recibimos de nuevo y renovamos la vida agotada por un día. Le sommeil est un emprunt fair à la mort [El sueño es un préstamo hecho a la muerte]. El sueño toma prestado de la muerte para conservar la vida. O: es el interés provisional de la muerte, que es ella misma el pago del capital. Este se requerirá tanto más tarde cuanto mayores sean los intereses y con mayor regularidad se paguen. <<
[565] [A modo de imposibilidad.] <<
[566] De acuerdo con los distintos significados de la palabra gemein (común, ordinario, vulgar, etc.), esta expresión tiene un doble significado en alemán: significa, en un sentido positivo, familiarizarse o confraternizar y, en sentido peyorativo, vulgarizarse o envilecerse. [N. de la T.] <<
[567] [Parte vergonzosa.] <<
[568] [Cf. Réflexions, nouvelle édition, Lausanne, 1750, p. 80.] <<
[569] [«El grado de espíritu necesario para complacernos es una medida bastante exacta del grado de espíritu que tenemos», Helvecio, Del espíritu, disc. II, cap. 12, nota.] <<
[570] [«De lo más mínimo se pueden extraer pruebas acerca de un carácter», Epístolas a Lucilio 52, 12.] <<
[571] Véase p. 404 [p. 397], nota 99. [N. de la T.] <<
[572] Si en los hombres, tal y como en su mayor parte son, lo bueno predominase sobre lo malo, sería más prudente abandonarse a su justicia, equidad, agradecimiento, lealtad, amor o compasión, que a su miedo: pero puesto que con ellos ocurre al revés, lo más prudente es lo contrario. <<
[573] [«En todas las guerras no se trata sino de robar», La doncella de Orleans, c. XIX; Dictionaire philosophique, art. Guerre.] <<
[574] [«Aunque expulses a la naturaleza con la horca, siempre volverá», Horacio, Epístolas I, 10, 24.] <<
[575] [«Todo lo que no es natural es imperfecto», Lullin de Châteauvieux, Manuscrit venu de St. Hélène, London, 1817.] <<
[576] Variedad de cuarzo que debe su nombre al hecho de haber sido descubierta por casualidad. [N. de la T.] <<
[577] En español en el original y traducido a continuación al alemán por Schopenhauer. [N. de la T] <<
[578] [«Nadie puede llevar mucho tiempo una máscara fingida: lo fingido vuelve pronto a su naturaleza», Séneca, De la clemencia I, 1, 6] <<
[579] [«Damos esa libertad y a cambio la pedimos», Horacio, Arte poética 11. En el original: petimusque damusque.] <<
[580] [«En la adversidad de nuestros mejores amigos encontramos siempre algo que no nos desagrada», Réflexions, ed. de 1665, n. 99, edición Garnier, p. 108.] <<
[581] En español en el original. [N. de la X] <<
[582] La voluntad, podemos decir, se la ha dado el hombre a sí mismo: pues es él mismo: pero el intelecto es una dotación que ha recibido del cielo, — es decir, del eterno y misterioso destino y su necesidad, de los que su madre fue un mero instrumento. <<
[583] El medio principal para salir adelante en el mundo son, con mucho, las amistades y las camaraderías. Pero las grandes capacidades hacen al hombre orgulloso y con ello, poco apropiado para adular a quienes las poseen exiguas y ante los que, por tanto, debe disimular y ocultar las grandes. De forma opuesta actúa la conciencia de tener solo escasas capacidades: se aviene de forma excelente con la humildad, la afabilidad, la complacencia y el respeto a lo malo, así que consigue amigos y protectores.
Lo dicho vale no solo de los cargos públicos sino de los puestos honoríficos, los títulos y hasta la fama en el mundo erudito; de modo que, por ejemplo, en las academias la querida mediocridad siempre está por encima, la gente de mérito llega tarde o nunca a conseguirlos, y así con todo. <<
[584] Véase Los dos problemas fundamentales de la ética , p. 198, [p. 223]. [N.
de la T.] <<
[585] [Su muy humilde servidor / su más obediente servidor / su muy devoto servidor.] <<
[586] [En cueros.] <<
[587] [«Cuando dos hacen lo mismo, no es lo mismo», Terencio, Adelphi 5, 3.] <<
[588] [Está demostrado.] <<
[589] [Siempre queda algo.] <<
[590] [Procedimientos.] <<
[591] [Hablar sin énfasis.] <<
[592] [Buena o mala fortuna.] <<
[593] En español en el original, y traducido al alemán a continuación por Schopenhauer. [N. de la T.] <<
[594] [Goethe, Fausto I, 14.] <<
[595] [«En la vida del hombre ocurre como en la partida de dados: si no sale la jugada que más se necesita, el arte ha de corregir lo que ofreció el azar», Adelphi, acto 4, 7, 739-741.] <<
[596] [Goethe, poema Beherzigung (ponderación).] <<
[597] [Oráculo manual y arte de prudencia, regla 96: «De la gran sindéresis. Es el trono de la razón, base de la prudencia, que en fe della cuesta poco el acertar. Es suerte del Cielo, y la más deseada por primera y por mejor: la primera pieça del arnés con tal urgencia, que ninguna otra que le falte a un hombre le denomina falto; nótase más su menos. Todas las acciones de la vida dependen de su influencia, y todas solicitan su calificación, que todo ha de ser con seso. Consiste en una conatural propensión a todo lo más conforme a razón, casándose siempre con lo más acertado.»] <<
[598] El azar tiene un campo de juego tan grande en todas las cosas humanas, que cuando intentamos prevenir inmediatamente con sacrificios un peligro remoto que nos amenaza, es frecuente que ese peligro desaparezca debido a una condición imprevista que adoptan las cosas; y entonces no solo se han perdido los sacrificios hechos sino que el cambio provocado por ellos supone directamente un perjuicio al haber cambiado el estado de cosas. De ahí que en nuestras precauciones no debamos llegar a un futuro muy lejano sino que tengamos que contar también con el azar y afrontar audazmente algunos peligros esperando que, como algunas negras nubes de tormenta, pasen de largo. <<
[599] En español en el original, y traducido al alemán a continuación por Schopenhauer. [N. de la T.] <<
[600] Tantos arrebatos de alegría y pena he sentido ya, que nunca más me dejo arrastrar inmediatamente, como una mujer, por la primera apariencia que sea motivo de una de las dos. <<
[601] [«Olvidado de la condición humana»; cf. Séneca, De ira II, 10, 3; De la tranquilidad del ánimo X, 4; Cicerón, Disputaciones tusculanas I, 8, 15, entre otros.] <<
[602] [Malhumorado.] <<
[603] James Beresford (1764-1840), escritor y clérigo, autor de la obra satírica The Miseries of Human Life. [N. de la T] <<
[604] [Invocar a Dios por la picadura de una pulga.] <<
[605] [Prudente.] <<
[606] Véase Los dos problemas fundamentales de la ética , p. 60, [p. 91]. [N. de la T.] <<
[607] Héroe de la literatura y mitología germánica, protagonista del relato en prosa la Saga Volsuga y del poema El Cantar de los Nibelungos. La calificación de «calloso» {gehörnter, lit. «cornudo») se debe a la callosidad que sobre su cuerpo formó la sangre del dragón que mató al bañarse en ella. [N. de la T.] <<
[608] [Prudencia. Iliada XXIII, 313-325: «Así pues, amigo, reflexiona y tómate a pecho toda clase de enseñanzas para que no se te escape el premio en la batalla. La prudente reflexión ayuda al leñador más que la fuerza, solo con reflexión es el piloto capaz de conducir con seguridad por el oscuro mar su veloz barco combatido por el viento: Con reflexión vence un auriga a otro. Al que, confiando solo en su carro y sus caballos, les hace dar vueltas sin un plan aquí y allá, el tiro se le desvía en la carrera y ya no lo puede sujetar. Pero el que, prudente, conserva su ventaja también con los caballos inferiores, mira constantemente a la meta, da la vuelta cerca y observa bien a dónde debe guiarlos con la fusta de piel de buey, mantiene la ventaja con seguridad y vigila que nadie pueda sobrepasarle».] <<
[609] [Schiller, comienzo del poema «La batalla».] <<
[610] [«En este mundo no se triunfa más que a punta de espada, y se muere con las armas en la mano», Oeuvres, ed. Beuchot, 59, p. 525.] <<
[611] [«No cedas ante la adversidad, ve a su encuentro valerosamente», Virgilio,
Eneida VI, 95.] <<
[612] [«Si el mundo se desplomara en pedazos, / Las ruinas le golpearían sin inmutarle», Horacio, Odas III, 3, 7-8.] <<
[613] [«Por eso vivís fuertes / Y oponéis fuertes corazones a las adversidades», Horacio, Sátiras II, 2, 135-136.] <<
[614] [Pues la naturaleza de las cosas ha dotado a todos los vivientes de un miedo y un temor que conservan su vida y su esencia, y evitan y alejan los males que les atacan. Sin embargo, la misma naturaleza no sabe conservar la medida, sino que con los temores saludables mezcla siempre los vanos y superfluos; de modo que todas las cosas (si pudiera mirarse dentro de ellas) están llenas del terror de Pan, en especial, las humanas.] <<
[615] [«Quien no tiene el espíritu de su edad, / De su edad tiene todas las desdichas», Stances à Madame du Châtelet, envoyées en juillet 1741, strophe III, vers 3-4.] <<
[616] [«Bajo la especie / Desde el punto de vista de la eternidad», Ética Y prop. 30, entre otros.] <<
[617] ¡Oh, en la niñez, cuando el tiempo avanza todavía tan lento que las cosas casi parece que están fijas y pretenden mantenerse por toda la eternidad, como ahora! [Leyendo und en lugar de um] <<
[618] Pestalozzi, Johan Heinrich (Zürich, 1746-Brujas, 1827). Pedagogo suizo. Influido por las ideas de Basedow y Rousseau, creó diversas instituciones educativas en las que puso en práctica una nueva corriente pedagógica conocida como la escuela activa. [N. de la X] <<
[619] Alle Dinge sind herrlich zu sehn, aber schrecklich zu seyn. Esta frase, citada con gran frecuencia como expresión del contraste entre la estética y el pesimismo de Schopenhauer, es de difícil traducción al español. Traducciones del tipo: «Todas las cosas son hermosas para ver pero horribles en su ser», o «Todas las cosas son maravillosas en el ver pero terribles en su ser», aunque gramaticalmente más correctas en nuestra lengua, no expresan, a mi juicio, el sentido profundo de lo que Schopenhauer quiere decir: lo terrible no es el ser de las cosas como tal sino ser una de ellas. Se expresa aquí el contraste entre el placer que causa la contemplación de las cosas «desde fuera», como sujeto puro del conocimiento, y el dolor de existir, de ponerse, por así decirlo, «dentro del pellejo» de los seres. [N. de la T] <<
[620] [La edad de las ilusiones ha pasado.] <<
[621] Sin embargo, la mayoría de las veces en la juventud, cuanto el tiempo es más valioso, lo derrochamos y no empezamos a aprovecharlo hasta la vejez. <<
[622] 1, 2, entre otros. «Vanidad de vanidades, todo es vanidad» es el lema gene
ral que se desarrolla en el libro del Eclesiastés. [N. de la T] <<
[623] [«Al aumentar la edad aumenta la salud y la enfermedad», presuntamente de Aulo Cornelio Celsio.] <<
[624] «No desconcertarse con nada», Horacio, Epístolas I, 6, 1. Sobre el sentido de esta máxima de Horacio, véase El mundo como voluntad y representación I, p. 617 [p. 587]. [N. de la T.] <<
[625] El texto de Horacio reza así: «Caro Iccio, si de los frutos sicilianos de Agripa disfrutas de lo que a ti te corresponde como administrador, es impensable que el cielo te pudiera deparar más abundancia. Deja los lamentos en paz». [N. de la T.] <<
[626] Según la Vulgata. Véase supra, p. 525 [p. 505], nota 262. [N. de la T.] <<
[627] Literalmente, «cabeza muerta». Expresión de la antigua química para designar el residuo seco del calentamiento de ciertas sustancias en el alambique. [N.
de la T.] <<
[628] En realidad la vida humana no se puede llamar ni larga ni corta; porque en el fondo ella es la medida con la que evaluamos todos los demás periodos de tiempo. — En la Upanishad del Veda (Oupnekhat, vol. II, p. 53) se señalan cien años como la duración natural de la vida. Creo que con razón; porque he observado que solo quienes han sobrepasado los noventa años participan de la eutanasia, es decir, mueren sin ninguna enfermedad, sin apoplejía, sin agonía, sin estertor, a veces incluso sin palidecer, la mayoría de las veces sentados y, por cierto, después de comer; o, más bien, no mueren sino que solo cesan de vivir. A cualquier otra edad más temprana se muere de enfermedades, es decir, prematuramente. — En el Antiguo Testamento (Salmo 90, 10) se fija la duración de la vida humana en 70 años, a lo sumo en ochenta; y, lo cual tiene más importancia, Heródoto (I, 32 y III, 22) dice lo mismo. Pero eso es falso y el simple resultado de una concepción burda y superficial de la experiencia cotidiana. Pues, si la duración natural de la vida fuera de setenta u ochenta años, las personas entre los setenta y ochenta tendrían que morir de vejez: mas ese no es el caso: mueren, como los jóvenes, de enfermedades; pero la enfermedad es en esencia una anomalía: así que ese no es el final natural. Solo entre los noventa y los cien años mueren los hombres, por lo regular, de vejez, sin enfermedad, sin lucha con la muerte, sin estertor, sin agonía, a veces sin palidecer; eso se llama eutanasia. De ahí que también aquí tenga razón la Upanishad, que fija en cien años la duración natural de la vida. <<
[629] Numeración según la Vulgata. En la versión de las lenguas originales, 7,1. [N. de la T.] <<
[630] En español en el original. [N. de la T.] <<
[631] [Moderado.] <<
[632] Los aproximadamente cincuenta planetoides que desde entonces se han descubierto son una novedad de la que nada quiero saber. Hago, pues, con ellos como conmigo los profesores de filosofía: los ignoro, porque no se ajustan a mis baratijas. <<
[633] Muchos viejos se parecen ya a los muertos:
Como plomo, pesados, duros, resistentes, inamovibles y pálidos. <<
[634] Según Plutarco, Sobre Isis y Osiris, 29, lugar al que según los egipcios partían las almas de los muertos. Su nombre significaba «el que recibe y el que da». [N.
de la T.] <<
[635] [El que recibe y el que da.] <<